Héctor Valencia Henao, Secretario General del MOIR
Contra todo riesgo de olvido político es prudente reiterar que, a través de nuestra historia, el predominio de las políticas que abisman la nación se ha impuesto en tétrica ligazón con rampantes supresiones de libertades y derechos. No es extraño entonces que su lógica resultante haya sido el taponamiento en diverso grado del desarrollo democrático. Y, por contera, cuando las políticas de la oligarquía dominante encarnan el neoliberalismo que Estados Unidos desde hace varios lustros dicta e implanta por doquier, tal atasco adquiere una magnitud que impide todo asomo de democracia. Cuestión esta aún menos extraña, pues ese es el carácter que adquiere en Colombia la aplicación del recetario neoliberal, hoy destinado, bajo el asedio de Washington, a plasmarse en un desigual tratado de libre comercio.
Esta condición antidemocrática del país ha sido intensificada por las arbitrariedades y marrullerías a las que recurre Uribe Vélez para darles curso a disposiciones económicas y sociales ajustadas al proceso de recolonización norteamericana que con alegre provincianismo alcahuetea.
A nadie se le escapa que para llevar a término semejante subyugación lo prioritario sea debilitar el arraigo nacional y doblegar la resistencia de millones de gentes en quienes alienta el espíritu de independencia y patriotismo. Calculadores, a Uribe y sus mandantes económicos y políticos tampoco se les escapó la arduidad y la longura que exigía su cometido. De allí que al asumir la Presidencia, este enmarcara su actos de gobierno en el propósito de prolongarla. Procurarlo desde la jefatura del poder ejecutivo ha equivalido a convertir su reelección en una política estatal plagada de connotaciones absolutistas. Es claro que Uribe –contra la Constitución que consigna la ilegalidad de ese propósito y, en consecuencia, la de los medios utilizados para lograrlo– ha sido un presidente-candidato en plan permanente de cautivar la voluntad y captar los votos de gentes candorosas y perplejas. Encubierta en sus gestiones administrativas se ha configurado la práctica de un clientelismo que se asemeja a un delito continuado. Tales astucias, junto a su proceder de ventajista y al arbitrario quiebre de las normas vigentes, le imprimen a su mandato un oprobioso sello antidemocrático.
Su decisión reeleccionista descubre que las funciones presidenciales ejercidas durante más de tres años fueron descaradas diligencias electorales y, para colmo, establece que ambas se confundirán hasta perfilarle una acabada índole de «Yo, el supremo». Así, ninguna «garantía electoral», en dinero o en especie –como son los mimos burocráticos y contractuales y el acceso a los medios de comunicación– podrá remediar el avasallador poder presupues¬tal, administrativo y mediático del Ejecutivo, reforzado con los no menos arrolladores poderes paraestatales que ha prohijado. Junto a los vicios que son objeto de demandas, tanto sobre el contenido como sobre la forma del pase que le dio el Congreso a esta habilitación de Uribe, las mencionadas aberraciones contradicen de manera absoluta e insuperable, más allá de las interpretaciones y fallos inferidos de nuestro peculiar ordenamiento constitucional, principios consubstanciales a cualquier sistema político civilizado.
No obstante que demasías de esa misma clase se manifiestan en numerosos y no menos relevantes episodios de la acción gubernamental, Uribe, como ido de la misma realidad política que fomenta, asegura que en Colombia rige una «democracia profunda». Omitido el atropello a la razón de los colombianos implícito en tan falaz aseveración, su designio es generar aquiescencias para nuevas y mayores arbitrariedades. Suficientes precedentes alertan: ¿acaso, so capa de la temprana adjetivación de democrática que se le acomodó a la política de seguridad, no se ha alabado el sapeo como una virtud civil y patriótica aunque desata cacerías de brujas, redadas, encalabozamientos y ejecuciones sumarias contra gente de bien? Iniquidades propias del fascismo que suceden ante el malicioso silencio, cuando no la cínica aprobación, de los grandes medios, a más de la repugnante indiferencia de estamentos sociales y personajes que se precian de demócratas.
Junto a la denuncia y condena de todas y cada una de las manifestaciones de la retrograda embestida, es indispensable que las organizaciones de izquierda, sectores de oposición y personas sensatas reafirmen –amplia e incesantemente y en íntima ligazón con los criterios en defensa de la soberanía– los principios elementales de la democracia, pues estos, en su significativa obviedad, tienen la virtud de dotar a las gentes de una escarda ideológica que les permite distinguir las malas políticas que los sumen en la crítica situación que atraviesan y, además, comprender la necesidad de oponerles resistencia.
En realidad, la lucha por la democracia se define en últimas como una forja que, en diversos grados y formas, se dirige a la conquista de derechos y elementales condiciones políticas que posibiliten a la población librar eficazmente, tanto el primordial combate por la soberanía de la nación, como la prolongada batalla para llevar a la sociedad a un estadio económico, político y cultural de nuevo tipo, es decir, en armonía con sus más altos intereses.
Por su naturaleza, la situación democrática que se alcanzará valiéndose de tales condiciones y ejercitando tales derechos corresponde a un nuevo régimen político, radicalmente opuesto al viejo y vaciado de democracia que, apuntalado por Washington con la complacencia de la cúpula oligárquica nacional, impera en Colombia.
La cuestión democrática, en los términos aquí expuestos, encuentra un testigo de excepción en López Michelsen cuando –corroborándose lo que por haberlo vivido han sabido bien generaciones enteras de compatriotas– afirma que «en Colombia no hay democracia en el sentido corriente del vocablo, cuando por tal se entiende el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo». Pues bien, ¡de esa carencia, de ese sentido del vocablo y de ese pueblo, es de lo que se trata!
Se trata, pues no es mera especulación teórica, de las secuelas económicas y sociales de esa privación de democracia. Entre ellas: la mayoría de la población en la pobreza, parte considerable de ella desfalleciendo en el campo o amontonada en poblados y suburbios, verdaderos guetos, bajo condiciones infrahumanas de vida, mientras la elite financiera se ganó en los siete primeros meses de este año dos millones de millones de pesos. Tal situación ominosa a la que ha sido llevado el país le ha merecido que en el mundo entero lo descalifiquen en materia de desigualdad económica o concentración de la riqueza, como transcribe el insólito testigo.
En fin, se trata de lo formulado con enjundia y autoridad mayores por Carlos Gaviria, al ser proclamado candidato presidencial de Alternativa Democrática. Allí, cual si fuese un moderno memorial de agravios, desnuda en una decena de preguntas-condena los rasgos de la antidemocra¬cia que entre cabriolas y galope tendido impone hoy sobre la nación el gobierno de Uribe (véase la página 3). Contra su verdad, nada pueden las tendenciosas encuestas al recoger los resultados de la incesante y masiva manipulación informática. Para el caso, bastaría con atenerse a la sentencia de Anatole France: «Un disparate, aunque sea expresado por un millón de personas, sigue siendo un disparate».
Ahora bien, la definida carencia de democracia es un fenómeno que aparece engranado en la política de sujeción económica y política impuesta por los Estados Unidos. De allí que no sea posible que arraiguen y florezcan los brotes democráticos que surgen de las múltiples bregas de la gente en resistencia, mientras en la nación persista esa condición, hoy intensificada, de pérdida de la soberanía. Sin ésta, todo progreso democrático será escaso y recortado, siempre expuesto a ser anulado. En esencia, en el actual período de la vida nacional, la democracia es un medio y la soberanía es un fin. Sólo una nueva democracia proveerá a la nación de los instrumentos y condiciones indispensables para liberarse de la coyunda imperialista y emprender su desarrollo económico y social.
Con todo, de cuando en cuando se tiende a desconocer u olvidar la anterior concreción del problema, en especial lo referente al imperialismo norteamericano. Una absurdidad que la izquierda no puede permitirse, ni permitir que prolifere entre la población, para no correr riegos de que se equivoque el rumbo. Más valdría emular a Noam Chomsky cuando recién juzgó pertinente exclamar: «Es el imperialismo, ¡estúpido!». Y expresarlo así, con la sonora amonestación y con el nombre exacto del sistema.