Cuando la protesta agraria se hizo general y se entró en época preparatoria de las elecciones de 1994, el gobierno empezó a simular modificaciones en su actitud. Aceptó la renuncia de López Caballero y nombró a José Antonio Ocampo, quien, además de hacer gala de sus muchos pergaminos, había expresado desde Fedesarrollo opiniones contrarias a la política agropecuaria oficial. Con esto se buscaba crear ilusiones en los sectores vacilantes. Era fácil. Después de López cualquiera podía parecer mejor.
Como se necesitaba que Ocampo apareciera distinto, los miembros del equipo gubernamental se dedicaron a preparar algunas baratijas, desempolvaron viejas carpetas archivadas y en mayo divulgaron el «Plan de Reactivación del Sector Agropecuario», supuesta solución a la profunda crisis que vive el sector rural.
El «Plan» busca acallar las crecientes voces de protesta que se levantan a lo largo y ancho del país. Se pone a la orden del día el promeserismo sin decidir nada concreto de importancia.
Todo es tan gaseoso que se habla de un choque tecnológico, con el cual se solucionarían los costos a corto plazo. «Choqué» que debió iniciarse en mayo de 1992. Posteriormente habría de orientarse «a los cultivos a sembrar en el segundo semestre, para los cuales se han identificado tecnologías de preparación de suelos, fertilización, manejo integrado de plagas, labranza mínima».
Sin embargo, los agricultores saben que lo prometido carece de fundamento; sus efectos no se sintieron en el primer semestre ni se vislumbran hacia el futuro.
En consonancia con lo anterior, hablar de esas prácticas como instrumentos de emergencia no es más que demagogia. El análisis de cada uno de los capítulos, contradictorios entre sí en muchos casos, permite plantear que este «Plan de Reactivación» reproduce la película aperturista para el campo y si acaso despertará las ingenuas esperanzas de algunos despistados dirigentes.