Palabras del compañero Jorge Enrique Robledo en la presentación de su reciente libro sobre el tema, en acto realizado en el salón del Fondo Cultural del Café, en la ciudad de Manizales, el 5 de mayo de 1997
En Europa Occidental, el promedio de los gastos estatales como porcentaje del PIB llega a 45 %. En Gran Bretaña, luego de varios años de intensa política neoliberal, Margaret Thatcher apenas pudo reducir ese indicador a 38.8%, y eso que allí las privatizaciones se hicieron «mediante una escandalosa subvaluación de acciones, que funcionó en detrimento del tesoro público y estableció un enriquecimiento súbito e improductivo de los accionistas», a quienes además les condonaron sus deudas, les perdonaron los pagos por dividendos y les otorgaron enormes subsidios directos, como el que recibió la British Aerospace por 250 millones de libras.
De acuerdo con Lester Thurow, decano del MIT, universidad estadounidense, «mientras Europa Oriental privatiza, Estados Unidos nacionaliza. Con el derrumbe de gran parte de su sector bancario, a principios de 1991, el gobierno norteamericano se ha visto obligado a absorber 200 mil millones de dólares en activos privados, y se suponía que acabaría poseyendo 300 mil millones de dólares antes de que se detuviese la hemorragia. Una corporación oficial, la Resolution Trust, se ha convertido de hecho en la principal propietaria norteamericana».
La historia de la humanidad es, en buena medida, la historia del papel del Estado en el desarrollo material y cultural. La actividad gubernamental en el actual reino del capitalismo monopolista y financiero es tan definitiva, que no puede comprenderse esta etapa sin entender qué significa el capitalismo de Estado, el cual no es otra cosa que la actividad oficial en la tarea de estimular, proteger, planificar, limitar y sustituir a la llamada «mano invisible del mercado» en la organización de la sociedad. Cada vez está más claro que las doctrinas de Smith y Ricardo respondieron a las necesidades particulares del desarrollo del capitalismo inglés en un período brevísimo de su evolución, y que el Estado estrictamente gendarme que propusieron nunca logró pasar en serio de los libros a la realidad.
Sin la actividad del Estado ya hace tiempo que el progreso tecnológico, base de todo progreso, se hubiera detenido. Carentes de su especial respaldo, las industrias más complejas seguramente ni existirían, según lo indican las cifras: en Japón, entre 1954 y 1967, los industriales privados apenas financiaron 32.5% de sus inversiones, en tanto que en Corea, entre 1963 y 1973, sólo aportaron 20% y se dice que en 1983, apenas el 9.9%, en Estados Unidos, el país que goza de las mayores facilidades para un manejo menos intervenido, los particulares aportaron 65% entre 1947 y 1963. En todos los casos, el resto corrió por cuenta de los recursos del erario, aportados en condiciones ventajosas para los accionistas privados. Y se sabe que el sector agropecuario de las potencias existe porque recibe subsidios directos por más de 320 mil millones de dólares al año, además de otros respaldos.
En el mundo de hoy. ¿quién, si no el Estado, puede definir las variables fundamentales del desarrollo, tales como qué sectores productivos se estimulan, el monto de los subsidios, el nivel de los aranceles, la tasa de interés del crédito, la rata de inflación, el porcentaje de la devaluación o revaluación de la moneda, el volumen y calidad del aparato educativo, la legislación laboral, el tipo y localización de la infraestructura, en fin, los diferentes aspectos que en últimas definen la suerte de todos y cada uno de los empresarios y asalariados? ¿Quiénes, si no los dirigentes del Estado, deciden si un país procura colocarse en la vanguardia del progreso universal o apenas se le deja sometido al secundario papel de ser el peón de algún imperio?
Si el papel del Estado en el desenvolvimiento interno de un país es crucial, en las relaciones entre ellos ni se diga. ¿El colonialismo universal que se iniciara con el descubrimiento de América no fue la empresa que acometieron los Estados más modernos de la época contra los pueblos que no poseían desarrollos estatales capaces de protegerlos? ¿Esa rapacidad colonial no tuvo como propósito enriquecer a las clases dominantes de la época? ¿No consistió la Independencia de América en la gesta por medio de la cual las naciones conformadas establecieron Estados que les protegieran su desarrollo económico? ¿No significa la doctrina del desaparecimiento de las soberanías nacionales apenas un sofisma que apunta a facilitar la agresión de las potencias, que no renuncian a utilizar su propia soberanía para respaldar las hazañas de sus transnacionales? ¿Por cuánto tiempo se sostendría Clinton en el poder si le dijera a la oligarquía financiera norteamericana que en adelante no empleará su Estado para estimularle y protegerle sus intereses en el globo? ¿A quién representó Gaviria, a quién representa Samper?
Los argumentos neoliberales secundarios tampoco resisten el análisis. Que el Estado es por definición ineficiente, monopolista y corrupto son los supuestos ases con los que se pretende ganarles la partida a los contrincantes. Mirémoslos uno por uno.
La NASA, los ferrocarriles franceses y las telecomunicaciones alemanas, para sólo mencionar unas pocas de las industrias que posee el Estado en los países desarrollados y que impresionan por sus avances tecnológicos y sus buenos servicios, no son obviamente privadas. Y eso que lo corriente en las economías de mercado es dejarle al Estado la obligación de cargar con aquellas empresas donde no resulta posible obtener ganancias o donde los riesgos son mayores. Si todo el problema de las muchas fallas que tiene el aparato estatal en países como Colombia se reduce a la llamada «ineficiencia» oficial, ¿por qué el capital financiero privado sólo se interesó en la seguridad social una vez definió que se duplicaran los aportes de los afiliados, al tiempo que les redujo sus beneficios en salud y pensiones?
El cargo contra el Estado porque posee monopolios, da risa. Ya está demostrado que la privatización no busca eliminar la propiedad monopólica, sino sustituir la oficial por la privada. Esto sucede, en unos casos, porque es imposible generar competencia plena, dadas las barreras naturales, como sucede con los puertos. Y en otros, por que sería hasta ridículo. ¿Se imaginan a los recolectores de basura de Emas arponeándose con sus competidores las canecas en las calles de Manizales? Pero principalmente ocurre porque hace ya décadas que las mayores empresas requieren enormes capitales, y porque los compradores de los bienes públicos exigen que el Estado les garantice condiciones monopólicas hacia el futuro. ¿No diseñó el gobierno el negocio de la telefonía celular limitando la competencia? ¿Y no está privatizando la TV para asegurarle a cada monopolio su tajada?
Son tantas las gabelas que les está otorgando a los monopolios, que ya hay políticas de privatización que inclusive parecen estar por fuera de la doctrina capitalista de la oferta y la demanda, como ocurre con la venta de las hidroeléctricas y termoeléctricas. Los inversionistas han conseguido que el Estado les garantice, a precios remunerativos y fijados de antemano, el pago de toda la capacidad productiva, aun en la eventualidad de que esa energía no tenga compradores. ¿No se supone que el abecé del capitalismo consiste en que el burgués corra con el riesgo de no tener a quien venderle su producto o que deba venderlo a pérdida por un tiempo o hasta su misma ruina? Y eso que las privatizaciones de las empresas públicas se realizan al amparo de la Ley 142 de 1994, la cual, además de elevar las tarifas antes de las enajenaciones, tuvo como uno de sus más obvios propósitos reducir o evitar que se compita con el precio de los servicios.
El cuento de privatizar como un remedio contra la corrupción parece sacado de la misma fábula que habla de los imperios buenos. Ingenuidades aparte, y hablando con franqueza, cada caco, cada pillo en el Estado requiere de por lo menos un, socio en la empresa privada. La corrupción pública existe porque existe la de los particulares. A este tema sí le cae como anillo al dedo la sentencia que censura tanto al que peca por la paga como al que paga por pecar. Si de verdad a los neoliberales los guiara la lucha contra la corrupción, habrían aplazado la venta de los bienes públicos, porque si algo está claro es que, en la cleptocracia universal imperante las privatizaciones se convirtieron en grandes operaciones de favoritismo y corruptela, en las que la picardía menor consiste en vender a menos precio las propiedades públicas y en seleccionar a dedo a los encopetados favoritos.
Como la apertura y las privatizaciones buscan entregarles el mercado nacional a los monopolios extranjeros y a sus intermediarios criollos, y abaratar el costo de la mano de obra, los neoliberales también debieron organizar un verdadero lavado cerebral contra lo que llaman el «paternalismo» estatal. Quieren que las naciones padezcan con resignación la tortura de su empobrecimiento, mientras intentan anestesiarlas con el carácter supuestamente científico de la lavativa teórica a que las someten.
Lo que de verdad se discute no es si el Estado actúa o no, sino al servicio de quién lo hace: en favor de las mayorías nacionales y de los empresarios no monopolistas, o en beneficio de las trasnacionales y de los cuatro grupos financieros nativos que controlan la vida del país. Lo que realmente se debate es si el Estado estará en favor del capitalismo nacional, lo que realmente nunca ha sucedido en este siglo, o si profundizará su sometimiento a los poderes foráneos, y principalmente al imperio norteamericano, el cual, a pesar de su aparente fortaleza se debate en problemas apenas comparables con los que antecedieron a la crisis mundial que estallara en 1929, lo que le exige decuplicar su extorsión.
En la actual controversia. que no es simplemente teórica, porque de ella dependen el empleo y los ingresos de obreros, campesinos, artesanos, capas medias y hasta sectores empresariales, deberemos jugar un papel vital los que tuvimos la suerte, y la responsabilidad que ello implica, de tener acceso a los libros, a la historia y a la ciencia. Uno de los desastres de esta etapa ha consistido en que no pocos intelectuales renunciaron a la búsqueda de la verdad en sus análisis, a cambio del mezquino disfrute que proporciona guardar silencio sobre la desnudez del rey.
Aspiro a que el texto que presento hoy sea capaz de convencer sobre la enorme inconsistencia práctica y teórica de la doctrina que empuja hacia el despeñadero a nuestra patria y sea capaz de alentar la resistencia de los que tengan el valor para atreverse. Pero si sólo lograra crear dudas sobre la validez del dogma imperante y estimulara el estudio serio de la experiencia histórica de la humanidad, me daría por bien servido. Si en todos los terrenos de la vida rendirle culto a la moda, o a lo light insulta la inteligencia de los seres humanos, en el campo de la academia debiera avergonzar.