HISTORIA Y DESVENTURAS DE LA BIBLIOTECA NACIONAL

Por Guillermo Alberto Arévalo

En la época del imperio romano, Plinio el Joven escribió en una de sus cartas: «En las bibliotecas hablan las almas inmortales de los muertos.» Quizá no tenía aún la perspectiva suficiente para agregar que la historia y el estado de una biblioteca nos ayudan a comprender los de la sociedad que la ha forjado. El caso colombiano ofrece un buen ejemplo de ello.

El 19 de enero de 1977, cuando nuestro país era administrado por el virrey español Manuel Antonio Flórez, se inauguró la Real Biblioteca Pública de Santafé de Bogotá, antecedente de la Biblioteca Nacional de Colombia. Culminaba así un proceso de diez años, desde cuando por orden del rey Carlos III fueron desterrados los jesuitas de la Nueva Granada y se ordenó la ocupación de todos sus bienes, o «temporalidades». Entre ellos se incluyó, gracias a la iniciativa y a la tenacidad de un criollo, Francisco Antonio Moreno y Escandón, para entonces fiscal de la Real Audiencia, la colección de libros del Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, en cuyo inventario leemos que contaba con 4.182 volúmenes, clasificados en las siguientes materias: Santos Padres, Expositores, Teología, Filósofos, Predicadores, Canonistas, matemáticos, Gramáticos, Históricos, Espirituales, Médicos y Moralistas.

Pobreza de volúmenes
De posteriores inventarios vale la pena señalar tres. El primero, efectuado por Francisco de Paula Santander, cuando se hallaba detenido en las instalaciones de la Biblioteca tras el atentado contra Bolívar, en el cual se le involucró. Sobre una tablilla, para no perder el tiempo en la cárcel, anotó: «Hay aquí 14.847 libros contados en noviembre de 1828 por Santander.» El segundo se produce un siglo después, en 1931, y no sólo constituye una cuantificación, sino que además es testimonio de la desidia de los diversos gobiernos colombianos. Al posesionarse como director Daniel Samper Ortega señaló: «La Biblioteca Nacional, hablando sin ambages, se encuentra, salvo en muy contados ramos, a la altura en que se encontraba a fines del siglo XVIII.» Para entonces se había logrado reunir 85.355 volúmenes. El último se produce en 1977, con motivo del segundo centenario de la fundación, cuando la directora, Pilar Moreno de Ángel, manifiesta: «Tenemos un irreparable atraso bibliográfico de veinticinco años.» El cálculo podría resultar optimista, pues en ese momento contabilizaba cerca de 400.000 volúmenes, mientras otra biblioteca latinoamericana, la de Buenos Aires, para sólo considerar un caso próximo, sobrepasaba los nueve millones. Conviene saber que, a lo largo del año anterior al bicentenario, según el rubro de «compras», únicamente ingresaron a los anaqueles dos libros.

De casa en casa
La primera descripción de la sede de nuestra Biblioteca Nacional, realizada paralelamente con el censo inicial, refleja la pobreza de sus orígenes y el carácter colonial de su nacimiento. «Entróse a la pieza de la Librería, que tiene veinte pasos regulares de largo, y siete de ancho, circunvalada de estantes de madera pintados de azul, y perfiles de oro, con un cuadro de San Ignacio sobre la puerta de entrada, y en el discurso de esta pieza dos mezas grandes aforradas de baqueta, dos bancos de sentar, una silla, cuatro glovos bien maltratados…»

Al momento de abrir sus puertas, la Biblioteca ocupó la casa ubicada donde hoy está el Palacio de San Carlos; allí se agruparon los fondos editoriales expropiados a la orden jesuítica en Tunja, Pamplona, Honda y otras localidades. Posteriormente fue trasladada a la sede actual del Museo Colonial, por esa época llamado edificio de «Las Aulas» del Colegio Mayor de San Bartolomé, donde, a causa de los métodos obsoletos empleados para la clasificación y conservación de documentos, se llegó a la total dispersión de -paquetes anudados de libros y periódicos, si bien el empeño del vicepresidente Santander logró que a los libros originales, y a los adquiridos posteriormente, que versaban sobre clásicos griegos, latinos y españoles, física y filosofía, peripatética, se les sumara «la librería que fue de la expedición botánica que estuvo a cargo del difunto doctor José Mutis», la cual fue equiparada por Alexander von Humboldt a las mejores de Europa. Así comenzó a adquirir un carácter nacional. Esta sede fue cerrada durante 1854, y la Biblioteca convertida en cuartel, tras el golpe de estado del general José María Melo.

Sólo a finales de los años treintas de este siglo se construyó una edificación especial -que se conserva con algunas remodelaciones y restauraciones realizadas hace década y media- para el que debería ser el máximo archivo de la memoria escrita de nuestro país. Sin embargo, en 1955 el general Gustavo Rojas Pinilla ocupó de facto sus instalaciones: se tomó el bello patio central, taponó la luz necesaria para las salas de restauración, desalojó la valiosa colección de más cien mil volúmenes de periódicos y revistas de la hemeroteca, donde todavía se conservan ejemplares de las primeras muestras del periodismo en Colombia, como son El Aviso del Terremoto, de 1785, y El Papel Periódico de Santafé, de 1791, e instaló los estudios de la Televisión Nacional en los sótanos y en una casucha de precario estilo tugurial cruzada burdamente por cables eléctricos, que sólo hace un año fue retirada. Durante treinta años, pues, buena parte del patrimonio cultural del país estuvo en evidente peligro de desaparecer en un incendio. Y aún puede verse el estado de ruina en el cual quedó ese sector del edificio.

Usuarios, fondos y servicios
En los primeros años de la Biblioteca, el gobierno separó en dos salas los escasos libros. A ambas tenían acceso los nacidos en España, pues el propósito de su fundación rezaba que se proponía capacitar a los neogranadinos instruyéndolos de «noticias sólidas y verdaderas, que muchas veces se ignoran por falta de buenos libros, mayormente en estos remotos dominios donde escasean y son costosos». Los pocos criollos que sabían leer, en cambio, únicamente podían consultar la que tenía «puerta franca al común», en la que no había libros «de doctrinas laxas y máximas perniciosas», sino aquellos escogidos como «más seguros, sanos y útiles». Entre estos últimos se contaban, desde luego, los dos primeros impresos en la colonial Santafé, en 1739, y que se conservan en la sección de libros Raros y Curiosos: Novena del Corazón e Jesús y Día de la Grande Reina.

Hasta hace algunos años, el censo de los usuarios de la Biblioteca Nacional presentaba un promedio, desalentador, de alrededor de ciento cincuenta mil anuales, en su mayoría estudiantes de bachillerato que la visitaron para solucionar sus tareas escolares, además de algunos universitarios, profesionales, empleados y un reducido número de investigadores. La orfandad presupuestal en la cual se ha mantenido explica por qué. Aparte de la exigua suma que se destina a las adquisiciones, el personal resulta insuficiente. A causa de ello, por ejemplo, en 1975 la visitaron 111.132 personas, mientras a la Luis Ángel Arango, del Banco de la República, acudían 942.837.

A falta de una adecuada atención estatal, la Biblioteca ha recibido paulatinamente valiosas donaciones con las cuales ha conformado dieciocho Fondos Especiales, que llevan por nombre los apellidos de sus benefactores. Los constituyen las bibliotecas que fueron de prestigiosos intelectuales de diversas disciplinas, entre quienes cabe destacar al general Joaquín Agosta, Manuel Ancízar, Germán y Gabriela Arciniegas, Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo, Jorge Isaacs, Anselmo Pineda, Marco Fidel Suárez y José María Vergara y Vergara.

Por otra parte, la Biblioteca Nacional posee una colección de libros publicados entre 1400 y 1800, los Raros y Curiosos, donde reposan 28.000 volúmenes, entre otros 40 incunables universales y valiosos documentos históricos y literarios, tales como los manuscritos de El Carnero, los 28 tomos de documentos de la Revolución de los Comuneros, que incluyen la sentencia a muerte de José Antonio Galán, las primeras ediciones de obras de Miguel de Cervantes, las acuarelas de la Comisión Corográfica y varias crónicas de la conquista de América.

Los avances de la Biblioteca Nacional se han debido, fundamentalmente, a esfuerzos de algunos de los escritores y pensadores que han sido encargados de su dirección. Por ejemplo, desde hace un par de años se reavivó la publicación de la revista Senderos, interrumpida durante cincuenta y siete años, y ya antes se habían reiniciado los programas de exposiciones, audiciones, conferencias y vinculación con la vida social y cultural del país.

La historia de sus vicisitudes y la importancia de su papel cultural reclaman que el pueblo colombiano se apropie de este legado y exija su adecuada financiación, para restaurar la dignidad que merece: la de principal centro cultural de la nación.