A la envalentonada ordinariez, tan natural en los voceros del imperialismo, el embajador Frechette le sumó en los inicios de 1997 su más amplio y vulgar cinismo para espetarle a la nación que las condiciones dictadas al gobierno de Samper durante los últimos treinta meses conservaban plena vigencia. Se deben considerar entonces como puntos vertebrales de la agenda confeccionada por el gobierno de los Estados Unidos para su intervencionismo en Colombia, empezando por una de sus preferidas y de pronta aplicación anual, la descertificación.
Como es de común conocimiento, entre los numerosos temas que Washington ha consignado con el carácter de exigencias figuran: permitirla extradición, aprobar leyes para el aumento de las penas a los narcotraficantes y la extinción del dominio de sus bienes, consentir la interceptación y captura de naves y tripulaciones por parte de la Marina de los Estados Unidos en aguas territoriales colombianas, no debilitar ni afectar en sus acechos y cacerías a los Savonarolas de la Fiscalía, ni a los Pantaleones de la Policía, proteger la inversión privada y la propiedad intelectual norteamericanas, y hasta instaurar una política de protección de los derechos humanos y el medio ambiente. A estos asuntos, revelados a mediados de 1996 por la revista Semana gracias a las cultivadas relaciones de sus propietarios y directores con quienes mueven las cuerdas tanto en Norteamérica como en Colombia, se les ha adicionado: darle el visto bueno a la participación de expertos norteamericanos en la fumigación de cultivos, no obstaculizar con nueva legislación los derechos concedidos por el gobierno anterior a quienes monopolizan la información por televisión, y no alterar mediante la reforma política que cursa en el Congreso el articulado de la Constitución de 1991, impulsada por la Casa Blanca y la administración Gaviria como instrumento jurídico adecuado a los novísimos postulados políticos y económicos de la recolonización.
De hinojos, Samper ha hecho girar su gestión, y con ella buena parte de la vida nacional, en torno a complacer a Estados Unidos en este memorial de ucases. Todo un chantaje con base en condicionamientos cuyo número siempre va en aumento. Sensible a la coyunda, el gobierno samperista, buey cansino, obedece mansamente. Ante las conminaciones y ofensas que brotan de Washington, tales como las involucradas en las amenazas de descertificación y las contenidas en el documento del Departamento de Estado que lo condenan por violación de derechos humanos y antidemócrata, su respuesta es aprestarse a hacer mayores concesiones, cuestión que complementa con el peregrinar hacia allí de algunos ministros cargados de excusas, venias y promesas. Dándoles ejemplo de actitud pusilánime y encogida, el mismo presidente que fue despojado de la visa estadounidense, aprovechó su reciente visita a Panamá para deslizarse furtivamente hacia territorio bajo jurisdicción norteamericana en la base militar Howard. El contenido indigno e indignante de las conductas genuflexas de Samper, y las similares de sus ministros y otros dirigentes políticos, deben ser materia de denuncia y rechazo para todo colombiano cuyos valores sociales y políticos no hayan caído en degradación.
Las medidas concernientes al desarrollo de la apertura económica no están en cuestión, ni son motivo de mayor controversia con Washington, pues el gobierno samperista les ha dado debido curso a sus aspectos principales, sin que importen las querellas entre necios neoliberales sin vergüenza, como Hommes, y necios neoliberales vergonzantes, como Perry, individuos de la misma camada que el Banco Mundial contrata y utiliza indistintamente. Las multinacionales y los linces financieros internacionales están tranquilos y satisfechos. Pero frente a esa placidez de los potentados imperialistas y más allí del forcejeo doméstico, casi siempre recubierto con un estrujado ropaje de moralismo político, respecto a cuáles entre los grandes grupos económicos y financieros serán los principales ganadores con las sucesivas medidas tomadas en desarrollo de la apertura económica, lo que aparece es una situación de crisis en la economía que se ha traducido en bancarrota de la producción agraria y grave menoscabo de la producción industrial, desempleo, alta inflación y recesión económica La secuela más nefasta de todos estos fenómenos recae en los sectores populares que deben soportar mayores carencias o son arrojados a la miseria.
Es propio de la apertura el desbarajuste de las finanzas públicas y las distorsiones monetarias. Ante algunas de sus manifestaciones, originadas en el aumento del déficit fiscal y la inundación de dólares debida al incremento del crédito externo y la venta regalada de las hidroeléctricas de Chivor y Betania, el gobierno, escaso de dinero para cubrir los servicios de la deuda, el pago burocrático y los planes populistas, decidió decretar una emergencia económica. Procedió a expedir un popourrí de medidas para captar recursos; puso en práctica un anuncio de someter a los trabajadores estatales a un despojo aún más insoportable del valor real de sus salarios, ya con pérdidas graves en sus ingresos debidas a la inflación, y siguió adelante con proporcionarles pingües ganancias a los grupos de potentados criollos y extranjeros mediante la subasta de bienes que generaciones de colombianos han convertido en patrimonio público.
De allí que las centrales obreras, en resonante armonía con las protestas y movilizaciones que en diverso grado se están dando en otros países, y en la demostración de que la domestiquez es extraña a los asalariados y como tal la repulsan en los dirigentes que la han adquirido, decidieron hacer un paro de los trabajadores estatales. Con los objetivo de la movilización (la justipreciación de su fuerza de trabajo, la salvaguarda de los bienes públicos que contribuyeron a crear a lo largo del siglo que termina, el derecho a negociar colectivamente sus condiciones laborales y el rechazo a la represión de sus actividades), se enfrentan aspectos que, perteneciendo a la médula del neoliberalismo y la apertura económica, son nudos engranajes de la estrategia global de dominación norteamericana.
Al desgaire, los trabajadores pueden recordarles a quienes desde otros flancos los apoyen, que esta manifestación de rebeldía, con la que se está ingresando a un futuro de luchas, es parte integral de su combate contra, primero, el modelo económico que desde Estados Unidos se impone quebrantando la soberanía nacional a punta de intervencionismo, y, segundo, contra su fomento y aplicación en Colombia por parte de dirigentes que son sabios en astucias y picardías para desvirtuar los intereses de la nación y el pueblo, mas sumisos y medrosos ante los césares y los custodios del imperio.
Contra la estrategia de recolonización debe dirigirse la lucha, pues en esa lid se decide nuestro destino como nación, nuestra soberanía e independencia. Se decide la suerte de las mayorías, sometidas cada día más a mayor pobreza y miseria como resultado de la superexplotación de la mano de obra, el recorte y eliminación de los beneficios y garantías sociales conquistados por los trabajadores, y la asfixia de sus derechos democráticos. Si bien es cierto que no es posible la victoria en esa lid mientras los trabajadores no superen la dispersión y consoliden su unidad, no lo es menos que todo progreso real en el combate antimperialista tiene como condición necesaria trascender las meras reivindicaciones salariales y laborales. No hay alternativa: la lucha debe ser política si se quiere salir del actual estado de gran lesión económica y social causado por la dominación gringa. Derrumbar la estrategia política de Estados Unidos exige tener al mando una estrategia política que corresponda a los intereses de los trabajadores.
En este sentido, la convocatoria al paro del 11 de febrero indica que cada vez son más sonoros los claros clarines llamando a las grandes marchas de la resistencia antimperialista.