FERNANDO MAGALLANES: LA AVENTURA DE CIRCUNNAVEGAR EL GLOBO

Conferencia dictada por el maestro Germán Arciniegas, el 27 de octubre de 1993, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, invitado por la Fundación para el Fomento de la Ciencia y la Cultura, Cienciacultura, que preside el doctor Fernando Pava de la Espriella.

denominada curiosamente el Descubrimiento de América.

Siempre me ha llamado la atención el caso de Magallanes. Para poder juzgarlo, parto de la edad justa en que yo me lo acierto a imaginar, es decir, cuando Fernando de Magallanes tenía de diez a doce años de edad. En esa época Lisboa era una ciudad mágica. Mágica, seguramente por la gracia de don Enrique el Navegante.

Por la época del Descubrimiento, Europa vivía una tremenda crisis, y yo me pongo a pensar en los niños del temperamento de Magallanes, cuando les toca presenciar en Lisboa una serie de acontecimientos que les van a resultar inolvidables. Sítúense ustedes a la edad de diez años en esta ciudad, en el momento en que se riega la noticia traída por Martín Behaim: el prodigio de que el mundo era redondo como una bola. Behaim, un soñador medio loco, había entrado en contacto con un personaje llamado Cristóbal Colón, y llega a Lisboa, justo a la ciudad adonde tenía que llegar. ¿Por qué la capital de Portugal se convirtió en el lugar en donde había de resolverse el problema de lo que entonces se llamaba el mundo, o más modestamente, el universo?

La crisis de Europa abarcaba todos los campos. Era una debacle moral, económica, filosófica, y afectaba particularmente a la Iglesia, que estuvo al borde del completo desmoronamiento. Se la veía como una crisis universal, porque hasta ese momento lo que se conocía del universo giraba alrededor del mar Mediterráneo. Al universo le habían puesto un límite, las columnas de Hércules, en cuya puerta se veía un letrero que decía Non plus ultra, de aquí no se puede pasar. Las salidas quedaban cerradas. Y es en ese momento de gran incertidumbre cuando los turcos resuelven desatar su poderío bélico, y los mahometanos entrar con la cimitarra degollando lo que se les ponía por delante, como si el viejo continente fuera un san Juan Bautista.

En los siglos precedentes el Mediterráneo había sido un bazar oriental. Se cruzaban los barcos que traían sedas, alfombras, tapices, canela, pimienta, nuez moscada, damascos. Alcanza uno a ver en las pinturas cómo se vestían los príncipes, las mujeres, los arzobispos. Los dux de Venecia se hacían retratar con la mezquita de Damasco al fondo, tocados con suntuosos vestidos orientales. De Pisa sale, en la época de las Cruzadas, una flota de cuatrocientas naves. Y cuando advierte uno el escándalo de las tres carabelitas que vinieron a América, se da cuenta de hasta dónde el Mediterráneo era un espejo del Oriente.

Cuando uno recorre hoy el Mediterráneo se da cuenta del encanto oriental que siguen recogiendo las ciudades, el arte, las iglesias, los altares bizantinos, las tradiciones. Uno arriba a Venecia y tiene impresión de que se encuentra en Persia Ante las cúpulas de cebolla de San Marcos cree uno estar a dos cuadras del Taj Mahal. Por los canales lo que circula es como un soplo que procede de Oriente. En Génova se detiene uno frente a la puerta mayor la catedral y lo primero que advierte son unas columnitas delgadas, cada una de mármol, cada una de un color distinto. Los guías, unos individuos ignorantes que se ufanan de saberlo todo, narran cómo cada columna proviene de un lugar distinto del Oriente. Es como si a uno le mostraran en la puerta misma de la catedral un mapa de Oriente. Las dos columnas, a la entrada de la plaza de San Marcos, son dos monolitos de mármol traídos de dos provincias de Oriente. Lo mismo ocurre en Pisa, en Florencia y hasta en los pueblos más insignificantes. No hay nada más impresionante que el conjunto de la plaza de Pisa, donde levantan la Torre Inclinada, el Baptisterio la catedral: cada una parece una maravilla oriental.

Todo eso era lo que se estaba volviendo añicos. Entraron los turcos por el Danubio, ocuparon a Atenas, se tragaron la antigua Grecia. Y obviamente, los ojos de ese universo que cabía en el Mediterráneo se vuelven a la puerta que permanecía cerrada, puerta del Non plus ultra. Se trataba de una puerta sin abras, imaginaria, fantástica. El único guardián era España, que cuando se trataba de no dejar pasar una idea se enclaustraba en un fanatismo tan inamovible como la Roca de Gibraltar. La salida era entonces, claro, por Lisboa. No propiamente para atravesar el Atlántico. Los barcos surcaban el Estrecho y empezaban a costear, rumbo a Francia, a Inglaterra, a Suecia, al mar Báltico… y hacia el misterio del África.

Por la época del Descubrimiento la fiebre de los viajes se hallaba en su furor. Y lo que les tocaba presenciar a los muchachos eran esas primeras aventuras rumbo a mares desconocidos del sur. A uno le queda casi imposible imaginarse hoy un mundo en el que se ignoraban las cuatro quintas partes del África. África no era negra. Se hallaba circunscrita a Marruecos, a Egipto: un África bronceada, no negra. Hacia 1500 se difunden por el viejo continente las noticias de los elefantes y de los cocodrilos. Después vendríamos nosotros con nuestros modestos caimanes.

Un hombre como Benedetto Dei se lanza a viajar por el África y a escribir cartas a los Vespucci sobre sus experiencias, y se despierta en esos muchachos una enorme curiosidad, la más grande que sea dable concebir. De manera que cuando se publica el mapa de Behaim, la primera representación de la Tierra en forma de esfera, los muchachos se quedan lelos. A nosotros hoy no nos han sorprendido con nada que pueda abarcar esos alcances. Martín Behaim se había educado en parte en Italia y había heredado además la curiosidad de los ingenios del Rin, de los dibujantes de mapas, del inventor de la imprenta, de los astrónomos, del arquitecto que levantó la torre de la catedral de Colonia y del que construyó la iglesia de Nüremberg. La Crónica de Nüremberg nos sigue resultando más fascinante que la Biblia de Gutenberg. Es la época de Durero, que coincide con la del Descubrimiento. Y a ella pertenecen Martín Behaim y Fernando de Magallanes, aún adolescente. Ya hubiera tenido uno la dicha de haber pertenecido a ese año y a esa época.

¿Qué relación pudieron guardar entre sí todos estos hechos? Uno ciego tiene la suerte de contar más con la imaginación que con los documentos. Me doy cuenta de lo que pasaría por la mente de Colón, del rey don Juan, de Magallanes, cuando vieron el globo. Colón estaba al tanto porque sostenía correspondencia con Martín Behaim y porque conocía, por Toscanelli, la teoría del mundo esférico. Un planisferio y una esfera resultan tan distintos como un globo y una hoja de papel. Y ellos sin duda se preguntaron: ¿cómo se colocará en el cielo, cómo girará, cómo estarán pegados los hombres que habitan allá abajo, en las antípodas?

Cuando Magallanes contaba doce años cumplidos fue cuando regresó Colón de Cuba, relatando las maravillas de las tierras descubiertas. Claro que cometió una gran cantidad de errores. En el tercer viaje decía Colón que el mundo era mucho más pequeño de lo que se pensaba. Murió convencido que el Ganges era el Orinoco y él mismo, el virrey de la Tierra Firme del Asia. Pero quedó planteado el problema de cómo giraba la bolita. Magallanes, más práctico, dijo: «Yo voy a darle la vuelta».

Naturalmente, la esfera de Behaim estaba plagada de equivocaciones. No se había aún encontrado el paso entre el Atlántico y el Pacífico, que fue justamente lo que descubrió Magallanes. Entonces, lo único que aparece como una solución posible en el globo de Behaim es la entrada del Río de la Plata. Allí podía hallarse la boca del estrecho. Magallanes va a buscarla por el Río de la Plata, pero la topa más abajo, en la Patagonia.

Lo que a uno lo sorprende es concluir como la vida de Magallanes se concentra en la búsqueda de ese estrecho. Siendo portugués, no parecía difícil conseguir que su propio rey aceptara el proyecto y le aportara los medios necesarios para armar una flotilla e ir en su búsqueda. ¿Cuál fue la reacción del monarca? Hay una tendencia equivocada a condenarlo, porque nosotros escribimos la historia con los resultados en la mano, pero el rey casi nada sabía. Ni siquiera albergaba la certeza de que la Tierra fuera esférica. Además, toda la historia de las navegaciones portuguesas apuntaba hacia el África. Sus capitanes trataban de llegar al país del Preste Juan, que según la leyenda había creado un imperio cristiano en tierras remotas. Resultaba más lógico, si se quería ir hacia Oriente, buscar la salida por el oriente, al revés de lo que proponía Colón, ir al Oriente partiendo por occidente. Según la tradición, desde Marco Polo se imponía como más racional el camino de Oriente. La esfera todavía pertenecía al mundo de la imaginación. Faltaba comprobar que se ajustara a la realidad.

Bartolomé Díaz siguió la costa africana hasta alcanzar el cabo de Bojador, en vez de atravesar el Atlántico, mar tempestuoso, mar tenebroso, mar intransitable. Díaz llegó con buena estrella hasta el Cabo de las Tempestades, en la última punta del África. Tanto que le dio el nombre de Cabo de la Buena Esperanza. Si no se le amedrentan sus compañeros, habría proseguido la exploración y abierto el paso por el Indico. Pero con él quedaba despejado el camino, y éste era el dato cierto que manejaba el rey de Portugal: allí había resultados concretos. Cuando Díaz regresó, en 1489, traía marfil blanco y marfil negro, es decir, esclavos. Venía cargado con pimienta y otras especias. Ahí estaba el futuro, no cabía ninguna duda. La vuelta de Colón fue en cambio algo precaria. Una tempestad que lo coge en las Islas Azores lo desvía de su ruta. El mar se encrespa allí y también las cartas de Colón. Pinzón queda convencido de que su capitán ha naufragado, y al revés. Al atracar frente a las bocas del Tajo, Colón se encuentra con Bartolomé Díaz, el rival que había descubierto el otro camino. Todo lo que portaba eran nueve indios desnudos. Todo el oro que éstos exhibían era un moquito en la nariz. Para mayor desgracia, Díaz no conocía al italiano, o, por lo menos, no se acordaba de él. Colón se le presenta: «Soy el almirante». «¿Almirante, y con una sola carabelita? -le responde el otro-. A ver, muestre los papeles».

A Magallanes le pasó lo mismo que a Colón. Fue a proponerle el viaje al rey, una empresa harto discutible porque según la bula del Papa, el viaje hacia occidente implicaba internarse en el mar español. No aparecía claro hasta dónde llegaba la propiedad de la que habían sido investidos los españoles. Al hacer la repartición, el papa no sabía con certeza que la Tierra fuera redonda. Cuando Magallanes le expone su proyecto al rey de Portugal, éste la contesta que el camino es por el oriente. Stefan Zweig, en su maravillosa biografía, relata el diálogo y describe también lo que era Lisboa. Abierto el comercio con las costas de África y más tarde con la India, la ciudad se había convertido en un emporio. La notable riqueza de sus porcelanas refleja el arte hindú. Y entonces el rey decide negarle toda ayuda a Magallanes, como se la había negado a Colón.

Cabrales descubre el Brasil, pero su propiedad les resulta a los portugueses de carambola, pues ante sus quejas, el papa traza una segunda línea de partición, más corrida hacia el occidente. Aun así, los portugueses no aprovecharon las inmensas posibilidades que les ofrecía el Brasil. Su colonización data de ayer, de la República. Ocurrió lo mismo que en Norteamérica, donde los ingleses ni siquiera alcanzaron a divisar las orillas del Mississipi. La conquista de Estados Unidos se logró en la República. En realidad, los grandes descubrimientos oceánicos fueron acometidos por italianos.-Colón, Vespucci, Caboto, Verrazano-, y los descubrimientos de las tierras firmes y de los grandes ríos, por españoles. El descubrimiento del Orinoco es una de las más fascinantes aventuras que puedan relatarse.

Magallanes decidió entonces llevar la idea a los españoles. Huele como a traición; desde el punto de vista, del patriotismo, acudir al rival de Portugal. Se ha exagerado la rivalidad entre Portugal y España. Siendo la misma dinastía, con Felipe II se unifican el trono de Portugal y de España. Rivalidades locales existían, pero no alcanzaban a ser como las de Francia y Alemania. Por otra parte, Magallanes abrigaba la convicción de que se le podía dar la vuelta al mundo y de que se trataba de una empresa forzosa de la humanidad toda. Magallanes se hacía esta consideración: cómo va a ser que no haya una puerta que comunique el Atlántico con el mar del otro lado. Vespucci la había buscado. Colón también, y creyó que era por Nicaragua. Se equivocaron ambos. Magallanes tenía un indicio de que se encontraba más hacia el sur. Como no lo apoyó el rey de Portugal, se fue con dolor a ofrecerle sus servicios al rey Carlos, que era alemán, y allí encontró buena acogida. Una cosa es el patriotismo tal como sé interpreta hoy y otra distinta tomo se interpretaba en aquella época. Durante la rendición de Breda, a quien se entregan las llaves de la ciudad es a Andrea Doria, un mercenario al servicio de Venecia. Es el momento que inmortaliza el cuadro de Velázquez.

Y entonces Magallanes se lanza a la expedición, que tuvo la suerte de contar con su propio cronista, Francisco Antonio Pigafetta, un italiano que cimienta las bases del reportaje universal con su espléndida historia. Magallanes pasa el Estrecho y ve el Pacífico, se interna en él, ya consciente de que lo asiste la razón, y llega a las Filipinas. Allí muere, prácticamente asesinado, porque lo traicionan sus compañeros, y es entonces Elcano el que prosigue la hazaña y el que le da la vuelta al mundo.

El diario de Juan Sebastián de Elcano permaneció inédito durante siglos. Lo encontró la señora Rómoli, una historiadora anglo-americana-colombiana, que le dio la clave a Mauricio Obregón. El diario fue publicado por la Academia Colombiana de Historia; con los comentarios de éste.