Guillermo Alberto Arévalo
A Luis Carlos López se le designa como «el poeta de los zapatos viejos» por el monumento que tantos han visitado en Cartagena, al pie del cual está grabado el facsímil de A mi ciudad nativa, quizá el más difundido de sus sonetos. En verdad, este poeta irreverente poco tuvo que ver con el nombre que le dieron al nacer, en 1879: Luis Carlos Bernabé del Monte Carmelo López Escauriaza. Sus íntimos lo llamaron Luiscé, y hoy todos lo conocemos como El Tuerto, aunque era apenas bizco.
La vida provinciana
De niño, López rompía las cartillas de lectura -nadie se daba cuenta de su defecto visual- porque no podía leer como sus compañeros de escuela. Luego, ya con anteojos, terminó el bachillerato e inició la carrera de medicina, pero en la Guerra de los Mil Días (1900-1903) intentó vincularse a las guerrillas liberales y, sorprendido, fue confinado a su ciudad como cárcel.
Poco después publicó en España su primer libro, De mi villorrio, en 1908. Rápidamente se sucedieron el segundo y el tercero: Posturas difíciles (1909), y Varios a varios (1910), obra editada en compañía con los poetas barranquilleros Abraham Z. López-Penha y Manuel Cervera.
Por entonces, López regentaba un almacén de su familia; en 1913 tuvo lugar su única intervención en política, de la cual salió derrotado por un fraude, y dedicó al periodismo. Apenas en 1920 vuelve a publicar un libro: Por el atajo cuya reedición, definitiva, ocurre en 1928. En ese mismo año es designado cónsul en Munich, Alemania, cargo del que pronto regresa para dirigir la Imprenta Departamental y luego la Biblioteca Fernández Madrid de Cartagena. Ocuparía otro consulado del país, en Baltimore, Estados Unidos, entre 1937 y 1944.
Pero no vuelve a escribir, salvo algunos sonetos sueltos de desigual calidad. El desencanto, nota de toda su obra, apoderó de él. Enclaustrado y esquivo vivió hasta el 30 de octubre de 1950, su muerte, múltiples evocaciones le hicieron homenaje. Entre otras la del cubano Nicolás Guillén, quien dijera en aquella ocasión: «En una sociedad pacata, monjil, apegada a las viejas tradiciones, manejada por el clero, explotada por la gran burguesía conservadora liberal, la voz del Tuerto López no alzó para divertir al amo, sino para fustigarlo.»
El postmodernismo
Luis Carlos López perteneció a una generación de poetas latinoamericanos que encontró agotada la estética modernista y prefirió el entorno local, ya no como idealización sino como objeto de crítica. La conformaban también, entre otros, los mexicanos José Juan Tablas y Ramón López Velarde, y los argentinos Baldomero Fernández Moreno Oliverio Girondo. Cada cual seguía una vía particular, pero los unían la voluntad de antítesis, la ironía y el retorno a las realidades inmediatas de la vida de nuestras sociedades.
Herederos de los aportes que el modernismo brindó a la poesía en lengua española; sin embargo, se rebelaron contra sus maestros y lograron crear un idioma nuevo, propio, opuesto al empalagoso y sensiblero que imperaba. El prosaísmo es una de sus características, como el lenguaje conversacional, la desmitificación de los valores románticos y la actitud crítica que preside su empresa poética.
Su convulsionada época histórica cobijó la «separación» de Panamá, la República Conservadora, la Guerra de los Mil Días, la Revolución Mexicana, la Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre, el surgimiento de las ciudades y de las primeras organizaciones sindicales, la quiebra de la Bolsa de Nueva York, que derrumbó el esquema cultural de los «alegres años veintes» y, luego, la ascensión del nazismo, la segunda Gran Guerra y el afianzamiento del imperio de los Estados Unidos sobre las naciones débiles.
Una poética de la ironía
Vale la pena destacar, de entre las características de la obra de Luis Carlos López, la actitud escéptica; su humor proviene de una visión desencantada del mundo, que conduce a una ironía que lo abarca a sí mismo y aun a la poesía. Para él, sus libros son «librejos sin literatura» y varios de sus poemas los tituló «Despilfarros».
En lo referente a los temas, predominan en la obra del cartagenero la ciudad con sus ambientes y personajes, vistos como los de un «rincón», «pueblo» o «parroquia»; en segundo lugar, los paisajes, descritos con perspectiva irónica, en un escueto estilo de acuarelista, y titulados «cromos», «viñetas» o «croquis». Finalmente, en repetidas ocasiones López se ve «al margen», «en la penumbra» y escribiendo «en tono menor». El particular tratamiento del tema amoroso es una constante en su poesía; un amor definidamente antirromántico, con frecuentes alusiones eróticas y dirigido a derribar convenciones.
Con su obra López demuestra un juicioso conocimiento de los recursos literarios de nuestra lengua, a la vez que un sistemático rechazo de su utilización a la manera retórica y grandilocuente tan común en la poesía colombiana. Su expresión estuvo siempre muy cerca del soneto, pero «le torció el cuello» con trabajada sobriedad. Hizo objeto de su mirada crítica al paisaje propio del ambiente social, con imágenes como un sol que parece «inmensa yema de huevo frito», lunas «de latón» que son testigos de los delitos de los jueces, mares adormilados o señoras de alcurnia, comerciantes, alcaldes y barberos retratados en una carcajada.
Los breves poemas de López conforman una obra casi narrativa o teatral, como complemento de la cual sobresale el tema del paso del tiempo. Su ironía buscaba, en el fondo, subvertir la realidad. Lo logró; como los grandes del género humorístico. Como en ValleInclán, en Quevedo, en Chaplin, en la vieja historia de Luciano o las obras de Aristófanes, ello resultaba «necesario», según habría dicho Carlos Marx, para que el país «se despidiese alegremente de su pasado.» Entre risas, Luis Carlos López nos da una posición desveladora de la historia nacional, con calles, personajes del pueblo, políticos, valores establecidos. Apenas hoy empieza a ser nuevamente reconocido como el poeta realista y revolucionario que fuera.