«Ningún ‘pacto social’ podrá resolver los graves trastornos del país»
Francisco Mosquera
Por enésima vez en la historia reciente se les propuso a los asalariados la búsqueda de un entendimiento entre los diversos estamentos de la sociedad. Argumentando como objetivo principal el de reducir la inflación, lo que se busca es rebajar el salario y aumentar la esclavitud del trabajo con el rebenque de la productividad. El montaje de esta tramoya requiere establecer un clima de santa paz con el concurso de la dirigencia obrera, lo que permitiría continuar sin traumas la obra del «revolcón».
Lo «social», la nueva cantinela
El Banco Mundial, temeroso de que sus empobrecedoras medidas provoquen la insurgencia en América Latina, ha decidido añadirles el llamado componente social, un programa de limosnas para los sectores más deprimidos. A los asalariados, por el contrario, se les reservan los mayores sacrificios mediante el «pacto social».
La cantinela de ponerle corazón a la apertura arranca con el discurso estrenado por los obsecuentes gobernantes latinoamericanos en la Cumbre celebrada en Salvador de Bahía, Brasil, cuando aún reinaba Gaviria.
Los funestos resultados de la aplicación del modelo neoliberal están a la vista. Los procesos privatizadores y el crecimiento desbordado de las importaciones de América Latina, frente al lánguido resultado de las exportaciones, han dejado en el asfalto a millones de obreros y empleados. El abandono del Estado de sus responsabilidades sociales coloca en el desamparo a la mayoría de la población. Los agricultores y los campesinos desechan sus labores ante el apabullante ingreso de alimentos subsidiados por los países ricos. Los salarios se envilecen en virtud de las regresivas reformas de la legislación laboral y la seguridad social. Los cinturones de miseria asfixian las ciudades. Y todo ese desolador panorama pretende ser disimulado por medio de la Red de Solidaridad Social, una copia del plan desarrollado en México, país piloto del proceso de recolonización norteamericano, cuyos desastrosos efectos se sienten en la debacle que soporta esa nación.
Utilizados como caja menor de la presidencia para garantizar la centinela de los comicios venideros, los recursos asignados a este proyecto son ridículos en comparación con las necesidades del pueblo colombiano. Algo más de 800 mil millones de pesos anuales para ser repartidos entre el 30% más pobre, o sea, 7 mil pesos por persona al mes para atender los problemas de empleo, asistencia alimentaria, ancianos indigentes, vivienda y recreación, entre otros.
Puesto que el desempleo es uno de los agudos males que se derivan de la entrega del mercado a los productos extranjeros y del desmonte o debilitamiento de los organismos estatales, la solución promovida por la banca internacional y añeja bandera samperista es el fomento de la microempresa. Esta forma de producción genera, según datos oficiales, 46% del empleo nacional. De acuerdo con lo planteado en el Programa de Apoyo a la Microempresa, responsable de crear los empleos prometidos en el carnaval electoral. Los 5.7 millones de personas agrupadas en 1.700.000 unidades productivas percibirán 600 mil millones de pesos en créditos, algo así como 350 mil para cada una. Este ingrediente de la palabrería del actual gobierno implica una baja productividad, por la escasa tecnología incorporada y, además, una porción importante de estas microempresas se convertirán en eslabón de la cadena maquiladora de las multinacionales. La otra consecuencia es el menoscabo salarial de quienes laboran extenuantes jornadas, incluso con su familia, para lograr subsistir sin prestaciones ni seguridad social.
México, el ruinoso modelo que nos quieren imponer
En medio de tan precarias circunstancias se convidó al proletariado a suscribir un «pacto social» inspirado en el modelo mexicano. En ese país, desde hace siete años, la claudicante Confederación Mexicana de Trabajadores, CMT, que lidera desde tiempos inmemoriales Fidel Velásquez, la momia azteca del sindicalismo, viene acogiéndose a ese procedimiento. A partir de 1987, el salario mínimo, que era de 5.987 pesos, ha venido decreciendo en pesos constantes hasta llegar a menos de 4 mil, antes de la crisis de diciembre pasado. Una disminución de más de la tercera parte, que al sumarse a la registrada en el decenio precedente, alcanza a las dos terceras partes -64%- en los últimos diecisiete años. Esta es la consecuencia de aceptar incrementos sujetos a un supuesto del costo de vida para el siguiente año, que nunca se cumple.
En septiembre último la entrega se plasmó en el alza de 4% en el ingreso mínimo, porcentaje que se extendió a la negociación colectiva y sólo podría superarse con base en la productividad. Las proyecciones estadísticas que sustentaban el acuerdo saltaron en mil pedazos el pasado 20 de diciembre, cuando el altísimo déficit comercial, producto de la apertura, llevó al conjunto de la economía a la bancarrota. La devaluación, calculada para 1995 en 4%, ha sido desde esa fecha diez veces superior y los más optimistas predicen que la inflación puede ser del orden de 30%, o sea, que los obreros perderán 25 o más puntos porcentuales. El 27 del mismo mes el gobierno convocó al sindicalismo mexicano a revisar la leonina negociación, otorgándoles «generosamente» tres puntos adicionales sin condicionarlos a la productividad, lo cual fue aprobado sin discusión. No se puede esperar más de una dirigencia que ha aceptado no adelantar ningún trabajo de organización en la zona maquiladora de la frontera, donde los monopolios han sentado sus reales y alcanzar pingües ganancias a costa de la sangre y el sudor de los descendientes de Cuauhtémoc.
Qué se esconde tras el «pacto»
El gran descubrimiento de la época es la productividad, cuyo fundamento consiste en involucrara los operarios en la estrategia de producir más con menos, con el sofisma de que esa mayor eficiencia beneficiará a todos en forma equitativa. La condición para que el engaño funcione radica en un lavado de cerebro, la llamada por Samper «cultura de la concertación», que persigue crear una «actitud mental que motive la participación y el compromiso de todos los trabajadores». El fin último de los modernos esclavistas es incrementar la capacidad competitiva de los monopolios norteamericanos, con base en la superexplotación del trabajo asalariado y en la miseria de los desposeídos.
Mueven a risa las proclamas acerca de la productividad y la competitividad en medio de las oprobiosas condiciones en que laboran los obreros colombiano cuya remuneración ha pasado de representar 41.8% del PNB en 1980, a 39.8% en 1991, según el DANE. Similares circunstancias se presentan en materia de seguridad social y salud ocupacional sobre las que no existe ninguna preocupación entre los empresarios y el gobierno. Muy difícil va a ser mejorar nuestra competitividad mientras sigamos desaprovechando más de 50% de la fuerza laboral, sumida en el desempleo y el subempleo, hijos legítimos de la apertura, que Samper ha mantenido y reforzado.
El segundo elemento de esta propuesta es el control de precios, otro embeleco trillado, hoy todavía más lejano dadas las dificultades expresadas por los comerciantes para avenirse a tal propósito. En cuanto al gobierno, su promesa se limita a un supuesto control de los importes de los servicios públicos, que va en contravía de la ley 142, la cual privatiza el área e implanta la libertad de tarifas. Pero hay otra dificultad no menos significativa. El manejo del precio de los combustibles se hará para que se mueva en concordancia con las cotizaciones internacionales del petróleo, es decir, se dejará en manos de las multinacionales, que las manipulan a su antojo. Rubros como los arrendamientos y los servicios de educación, que se encuentran bajo vigilancia oficial, crecieron 27.6 y 32.1 por ciento, respectivamente, en el curso del año pasado. ¿De cuáles controles nos hablan? De lo único controlable: los salarios de los trabajadores. Claro que aquéllos no operan para los altos directivos de las empresas cuyos emolumentos subieron más de 25.5%, según informes de la firma Top Management.
El otro aspecto es la fijación de salarios teniendo como referencia una inflación calculada en 18%. Sin necesidad de acogerse a tan absurda proposición los trabajadores del sector privado perdieron cerca de 7% del poder de compra en los últimos cuatro años, en la estadística oficial. Los servidores del Estado han sido todavía más perjudicados y su balance muestra 25.7% de decrecimiento salarial en el último decenio. De manera que ni los unos ni los otros están dispuestos a aportar la «dosis de sacrificio» que pide el presidente más demagogo desde las alharacas belisaristas.
La propuesta oficial recibió el vergonzoso aval de un sector de la CUT, encabezado por Orlando Obregón, y de la CTC, presidida por Apécides Alvis, abanderados del sindicalismo «moderno», que reivindican como un logro del Pacto la falsa voluntad del gobierno para fortalecer el movimiento sindical y reconocen sin ruborizarse que los dirigentes obreros serán educados en cursos financiados por el BID, una agencia del Banco Mundial. En contraste, la CGTD refutó los planteamientos oficiales, abandonó la mesa de negociación y se negó a suscribir semejante atropello.
De hecho los tropiezos del «pacto social» comenzaron antes de lo esperado. El Índice de Precios al Consumidor subió en los dos primeros meses del año 5.3%, casi la tercera parte de lo anunciado para el año entero.
Ante el anuncio hecho en la Casa de Nariño de que «el que se mueva del Pacto no sale en la foto de la buena conducta», reiteramos que esa fotografía sólo registra a quienes doblen la cerviz frente a imperialismo. Preferimos seguir pensando, con Francisco Mosquera, que «ni la independencia, ni 1a prosperidad, ni las libertades serán adquiridas, respetadas o donada en el régimen vigente, por muchos diálogos, convenios y propósitos que se hagan».