Por Raúl Fernández
En una conferencia dictada en junio de 1996 en Tegucigalpa. Honduras, el general Mario Hung Pacheco, jefe de las fuerzas armadas de ese país, declaró: «Estados Unidos, en su afán de convertirse en la única superpotencia mundial, está resuelto a eliminara las fuerzas armadas del continente».
La conclusión a la que llega el general hondureño se ve corroborada por multitud de documentos oficiales y extraoficiales, bastante ilustrativos de las políticas que se están cocinando en Washington. En un estudio publicado en 1992 por Diálogo Interamericano, entidad asesora de mucho peso en los asuntos latinoamericanos, se recomienda específicamente reducir los presupuestos militares en los países al sur del Río Grande. El mismo informe sugiere la formación de fuerzas denominadas multilaterales, que podrían utilizarse para invadir países donde la «democracia» esté en peligro.
La política exterior de Estados Unidos se ha propuesto intensificar el control de su patio trasero, sin excluir la intervención directa, ya permitida por la nueva Carta de la OEA impuesta hace unos años mediante la infame Declaración de Santiago de Chile. Son dos los aspectos sustanciales que entraña esta nueva política imperial: primero, debilitar, controlar o aun eliminar por completo las fuerzas armadas en el hemisferio; y segundo, utilizar, dependiendo de las circunstancias, una fuerza multinacional –que podría funcionar como un brazo armado de la OEA-, encargada de proteger los intereses de la superpotencia en el continente.
Todavía los ejércitos nacionales de América Latina tienen como misión constitucional explícita la defensa de la soberanía en cada país, independientemente de que hayan sido o no consecuentes con ello. En la historia de Nuestra América, además de la gesta de la Guerra de Independencia, existen precedentes sobre el papel que han de desempeñar las fuerzas militares en caso de invasión. En 1867, el ejército mexicano derrotó y expulsó a las huestes imperiales de Francia que depredaban su territorio. En fecha muy reciente, miles de soldados argentinos murieron en el intento de recobrar las Islas Malvinas, territorio usurpado por Gran Bretaña.
La política estadounidinense de debilitar a los ejércitos y conformar una fuerza multilateral que responda a los intereses particulares gringos fue también uno de los temas debatidos en la Conferencia de Ministros de Defensa celebrada en Williamsburg, Virginia, el año pasado. En desarrollo de los acuerdos preliminares adoptados allí, la Cumbre de Bariloche significa un paso adelante en la agenda de trabajo delineada por Washington, que se ha propuesto dejar establecidas drásticas normas hemisféricas sobre el tamaño de las fuerzas armadas en cada país y sobre presupuesto, entrenamiento, tipo y calidad de armamento, etc.
Estados Unidos presta especial importancia a que se apruebe en todas partes el control civil sobre los estamentos armados. Uno de sus planes consiste en integrar la Conferencia de Ejércitos Americanos y otras asociaciones castrenses a la órbita de organismos civiles multilaterales tales como la OEA. En reciente discurso, el actual secretario de Defensa norteamericano, William Perry, señalaba que sería muy grave que en un país cualquiera de América Latina o de Europa del Este la crisis económica pudiese derivar en un conflicto que implantara soluciones en contravía del Nuevo Orden Mundial impuesto por las trasnacionales.
Como lo añadiría Robert Pastor, consejero del ex presidente Carter y experto en América Latina, los ejércitos nacionales deben ante todo dejar atrás el «obsoleto concepto de soberanía». No puede permitirse que nada se atraviese en los derroteros neoliberales ya trazados por Estados Unidos.
Los dirigentes del imperio han venido poniendo en práctica estos planes. Según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres, en el informe publicado a mediados de 1996,
• Las fuerzas armadas argentinas fueron objeto de la mayor reducción de gastos en la región y eliminaron el servicio militar;
• En Uruguay los gobiernos rebajaron los gastos de defensa de 15% a 10%;
• En Paraguay el presupuesto militar bajó de 24% a 7% en los últimos diez años.
• América Central, en su conjunto, registró drásticos recortes en los gastos militares.
• La invasión militar norteamericana acabó con los ejércitos en Panamá, en 1989, y en Haití, en 1994. Ambas han pasado a ser, junto con Costa Rica, las tres repúblicas desmilitarizadas de la región.
Lo ocurrido en Haití ilustra un tercer aspecto que cabe destacar en la nueva política. Al tiempo que’ lanza su ofensiva de desprestigio y debilitamiento contra los ejércitos, Washington viene promoviendo en cada país nuevos destacamentos de policía bajo el cuidado y supervisión del FBI. Numerosos oficiales de policía de América Latina participan actualmente en cursos y seminarios especiales que se llevan a cabo en estados Unidos.
Al mismo tiempo, el Departamento de Justicia –una de cuyas dependencias es el FBI- brinda su espaldarazo a los fiscales y a los directores de la policía en países como México y Colombia dentro de la llamada guerra al narcotráfico, otro pretexto para su intervención abierta y descarada, que le ha permitido a Washington introducir en Latinoamérica todo tipo de efectivos militares y paramilitares, sean ellos miembros de la CIA, la DEA, el FBI, el ejército, los marines o la fuerza aérea.
Estados Unidos se halla empeñado en golpear a los ejércitos nacionales, pero cuidando al mismo tiempo de apuntalar su propia presencia militar en el hemisferio.
Haití parece ser el laboratorio en que se han puesto a prueba tales maniobras. El colosal tinglado político y diplomático armado por Washington antes de la invasión tuvo el sello de lo multilateral: embargo económico, misiones de la OEA ante los militares acaudillados por el general Cedras, campañas de propaganda orquestadas por las agencias internacionales de prensa, etc. Luego, el ejército imperial, recordado por aupar todas las dictaduras del continente, apareció de pronto fungiendo de fuerza humanitaria. Desalojó del poder a su alumno Raoul Cedras, agente de la CIA, y restauró al pío Aristide. Querían así los gringos arrojar toda la culpa de la historia de represión sangrienta sobre sus pupilos, los comandantes de los ejércitos nacionales.
Lo más significativo fue lo ocurrido poco después de la invasión: el ejército haitiano empezó a ser desmovilizado y terminó siendo disuelto. Después llegó un equipo especial del FBI, encargado de entrenar a la nueva fuerza de policía. Para colmo, cuando Aristide anunció que se sentía en peligro, desde Washington le fue enviada una compacta guardia pretoriana encargada supuestamente de custodiarlo.
John Foster Dulles, secretario de Estado en los comienzos de la guerra fría v estratega del poderoso imperio en expansión, anotaba que «hay dos formas de dominar un país: invadiéndolo militarmente o controlando su economía—. Este objetivo se mantiene vigente. Pero los recientes ardides le sugieren una variante a la Doctrina Dulles. De ahora en adelante, también intentan dominar a nuestras naciones invadiendo sus mercados y controlándolas militarmente».