NO A LA IMPORTACIÓN DE ALIMENTOS

Durante todo el siglo XX los colombianos han tenido que trabajar con el lastre de las importaciones agropecuarias. En la historia del país abundan los reclamos de los productores contra esa política. No se olvidan las masivas importaciones de trigo que quebraron a los cultivadores nacionales en la década de 1950, a pesar de que ese cereal lo exportaban los norteamericanos subsidiado y que Colombia lo producía con suficiencia. Una situación similar se ha vivido con el maíz, un cultivo tan ligado a las tradiciones culturales de los pueblos americanos.

Sin embargo, la apertura ha llevado las importaciones agropecuarias a niveles nunca vistos. De las 728 mil toneladas que se importaron en 1991 se pasa a más de cuatro millones en 1996, sin contar lo que entra de contrabando con la alcahuetería de las autoridades y lo que ingresa en los productos procesados, como ocurre con el algodón de las telas y confecciones. La invasión de productos extranjeros que arruina a los productores cubre casi todos los renglones de lo agrícola y lo pecuario. Aunque parezca mentira, y así sea en poca cantidad, Colombia está importando hasta café procesado, pero ya se habla de aumentar considerablemente esos volúmenes, y el gobierno insiste en profundizar la apertura en los próximos años.

Esta dolorosa realidad no es producto del azar. Ella se explica por las características externas e internas de la apertura económica. De un lado, los veinte países más desarrollados de la tierra gastan cerca de 300 mil millones de dólares en subsidios a sus productores. Por ejemplo, con respecto a los precios que rigen en el mercado mundial, Estados Unidos subsidia a sus trigueros en 72%; Canadá subsidia a sus lecheros en 178%; la Unión Europea subsidia a sus azucareros en 180% y Japón subsidia a sus arroceros en 617%. Además, esos países también emplean las cuotas, los gravámenes y hasta las medidas fitosanitarias para impedir que a su mercado interno ingresen productos foráneos que puedan perjudicarlos.

Por el contrario, los gobiernos colombianos no sólo no propician las mejores condiciones para que los nacionales laboren, sino que, cumpliendo con las orientaciones de la banca internacional, toman medidas que facilitan el ingreso de los productos extranjeros, como ocurre con la baja de los aranceles a las importaciones.

La llamada » globalización» de la economía significa, entonces, que las potencias obtengan el monopolio de los bienes agrícolas y pecuarios que constituyen la dieta básica del mundo y que las demás naciones se las arreglen como puedan; es decir, que limiten su agro a aquellas actividades que por razones del clima no pueden darse en Estados Unidos y en los restantes imperios, como ocurre, por ejemplo, con el café y el banano.

Esta división internacional del trabajo genera vencedores y vencidos. Mientras a ellos su sector agropecuario contribuye al progreso de toda la economía y los enriquece con sus exportaciones -que en el caso norteamericano ya ascienden a 50 mil millones de dólares al año-, en países como Colombia la producción para el mercado interno no prospera o decrece y no fundamenta el desarrollo industrial, el empleo y los buenos ingresos de sus habitantes, en tanto los cultivos de exportación sufren por los bajos precios que causan las maniobras de las trasnacionales y su tendencia a producirse en exceso.

Pero a pesar del enorme daño que le significa a un país el que sus tierras no actúen como plataformas para el desarrollo, ése no es todo el problema de las importaciones y de la ruina del sector agropecuario.

Con la destrucción del agro se pierde la seguridad alimentaria y se queda sometido, para la propia sobrevivencia de la nación, al chantaje de los países que monopolicen la producción de alimentos. Esto es lo que en últimas explica por qué las potencias hacen lo que esté a su alcance para garantizar la producción de la dieta de sus pueblos y por qué hacen esfuerzos por inundar con sus productos al resto del mundo.

Si Estados Unidos trata a Colombia como lo hace cuando todavía no hemos perdido del todo la seguridad alimentaria nacional, cómo la tratará el día en que haya que importar la totalidad de los alimentos para nuestra población.

De ahí que Colombia requiere de la protección de las actividades agrícolas y pecuarias. Y de ahí que la política de apertura tiene que ser rechazada sin vacilaciones.

La consigna de que el sector agropecuario colombiano debe abastecer el consumo nacional ha de ser uno de los principales reclamos de los campesinos y de los empresarios.

Si la lucha unificada de las agremiaciones del sector consiguiera el cese de las importaciones, se daría un enorme paso en favor del progreso del país.