A los 60 años de la invasión: «LOS AFGANOS PREFIEREN MORIR CIEN VECES A RENDIRSE UNA SOLA VEZ»

Después de 26 meses, 100.000 soldados soviéticos continúan hollando el territorio de Afganistán y masacrando sin piedad a su pueblo, no obstante el repudio universal que ha provocado la invasión y los contratiempos que ésta le acarrea al Kremlin. La barbarie de que han hecho gala los socialimperialistas no ha podido doblegar a los valientes guerrilleros afganos que en desigual combate mantienen a raya a las divisiones rusas, equipadas con los más sofisticados y letales armamentos. La consigna de “Fuera rusos de Afganistán” retumba por doquier en el mundo y recuerda a los pueblos hasta donde es capaz de llegar Moscú en su desaforada carrera expansionista. En la agreste geografía de ese remoto país de quince millones de habitantes se libra un duelo entre la mayor potencia militar de todos los tiempos y una atrasada nación del Tercer Mundo que se desangra en la lucha por defender su soberanía.

Los afganos no se rinden

“Nosotros no nos transformamos en intrusos en las tierras de otros y no nos inmiscuimos en los asuntos internos de otros. Pero siempre lograremos defender nuestros derechos y legítimos intereses”. Esta declaración formulada por Leonid Brezhnev, en agosto de 1980, a propósito de Afganistán, revela el descaro de los revisionistas del Kremlin, quienes de palabra se dicen respetuoso de la independencia de las naciones pero en la práctica pisotean este precepto esencial del internacionalismo proletario. Un artículo aparecido en la revista Novedades de Moscú, en abril de 1980, indicaba: “El principio de la no intervención en su conjunto es bueno… pero la historia y la política no siempre concuerdan con fórmulas legales”. Estos son algunos de los razonamientos esgrimidos por los soviéticos para justificar la agresión contra Afganistán, la cual hasta ahora presenta un dantesco saldo de más de medio millón de muertos entre la población civil, dos millones de refugiados, centenares de aldeas demolidas e incontables cosechas arrasadas.

En su furor bélico, los invasores han empleado toda clase de armas contra la resistencia, incluidas las químicas. Abundan las pruebas del uso de una sustancia, denominada “lluvia amarilla”, que los aviones rusos dejan caer sobre las montañas afganas y que provoca en sus víctimas la muerte por asfixia. De igual modo, se han arrojado bombas de napalm y defoliantes contra indefensos aldeanos que para protegerse muchas veces no cuentan sino con viejos fusiles.

Un soldado del ejército pelele de Kabul, quien desertó y huyó a Pakistán, hizo a unos periodistas franceses el siguiente relato, en mayo de 1980: “Partimos y más tarde entramos a una aldea llamada Setté Kandao. Las casas de los mudjahidin (combatientes guerrilleros) estaban todas destruidas por las bombas. En nuestras filas habían muerto 300 rusos y 200 de los nuestros. Capturamos cuatro heridos. Entonces ví con mis propios ojos cómo fueron enterrados vivos”.

A la pregunta de quién había dado la orden, el soldado repuso: “El oficial soviético, el ruso. Yo vi cómo, heridos pero aún vivos, se les enterró con un buldózer”. Dubandím, una aldea situada 50 kilómetros al sur de Kabul, fue atacada por aire y tierra; cuando las tropas rusas llegaron, la villa había sido convertida en un montón de escombros y casi todos sus moradores yacían muertos por la metralla y las bombas. Un puñado de sobrevivientes logró escapar rumbo a Pakistán, donde relató los pormenores de la masacre. Actos de salvajismo como los reseñados dan una idea de la forma como las hordas del socialimperialismo adelantan su guerra de exterminio contra el pueblo afgano. Empero, tales crímenes han tenido el efecto de acrecentar la tenacidad de la resistencia popular, que hoy tienen bajo su influencia extensas zonas rurales, en las cuales los ocupacionistas no osan incursionar sino esporádicamente. Las fuerzas soviéticas tienen que pagar un alto precio en vidas y material bélico por cada una de las campañas punitivas que lanzan contra los bastiones afganos, los cuales mejoran su capacidad de fuego con las armas arrebatadas al enemigo. Un veterano luchador mudjahidin expresa el espíritu de combate que anima a su pueblo cuando afirma: “Los afganos prefieren morir cien veces a rendirse una sola vez”.

En una situación como la descrita no resulta extraño que la desmoralización cunda en el ejército títere; de los cien mil efectivos con que contaba en 1979, hoy no llega a 30.000, puesto que las deserciones en masa se suceden cada vez con mayor frecuencia. Las defecciones también ocurren en el seno del gobierno de Karmal. El 25 de octubre de 1980, un funcionario del régimen, Akhtar Mohammed Paktiawal, jefe de la delegación afgana ante la XXI conferencia de la Unesco, celebrada en Belgrado, se asiló y denunció públicamente: “Afganistán ya no es un país libre. Está completamente dominado por la Unión Soviética, pero lucha por sacudirse tal dominación… y echará a puntapiés al dominador ruso”. A finales del año pasado, huyeron a Pakistán numerosas personalidades de Kabul, como el director de la oficina para la reforma agraria, el redactor en jefe de noticias de la televisión nacional, un juez del Tribunal Supremo y varios destacados intelectuales.

Los Estados del mundo han manifestado su repudio a la intervención de Moscú. El 20 de noviembre de 1980, la Asamblea General de la ONU aprobó por 11 votos contra 22 una resolución que exige el retiro inmediato de las tropas foráneas de Afganistán. Era la segunda oportunidad en que dicho organismo hacía un pronunciamiento en este sentido. Y el 18 de noviembre del último año, de nuevo las Naciones Unidas aprobaron, por 116 votos a favor, una condena a la presencia de las divisiones rusas en aquel país.

Por otra parte, el Tribunal Permanente de los Pueblos por Afganistán, conformado por demócratas de los cinco continentes, concluyó en su primera sesión de mayo de 1981, “La intervención soviética en Afganistán constituye una agresión en el marco del derecho internacional, contra la soberanía, la integridad territorial y la independencia política del Estado afgano y un atentado contra los derechos nacionales fundamentales del pueblo afgano”. Con base en innumerables testimonios y pruebas, el Tribunal constató el empleo, por parte del ejército ruso, de armas como gases tóxicos, bombas de Napalm, minas antipersonales y otras; también denunció las atrocidades de los invasores para con los prisioneros de guerra, a los que primero torturan y luego ejecutan.

Afganistán y las superpotencias

Los intereses de la URSS son dobles; por un lado, están las vastas riquezas naturales de Afganistán, aún sin explotar; y por otro, la importante ubicación geográfica de esta martirizada nación, a mitad de camino entre Rusia y el Océano Índico y el Golfo Pérsico. Afganistán posee grandes yacimientos de gas natural, estimados en unos 1.700 millones de metros cúbicos, y depósitos de hierro y cobre calculados en 2.000 y 3.500 millones de toneladas, respectivamente. Asimismo, cuenta con reservas de petróleo, cromo, berilio, plomo, zinc, bauxita, litio, uranio, carbón, tantalio y barita. Para una superpotencia que como la Unión Soviética se prepara febrilmente con miras a una confrontación global, los recursos de su indefenso vecino no son nada despreciables.

Además, al poner un pie en Afganistán, los expansionistas soviéticos se aproximan considerablemente a la estratégica región del Golfo, en cuyos alrededores ya tienen firmes bases de apoyo. La inestabilidad crónica de Irán, las tensiones entre Pakistán y la India y el conflicto árabe-israelí son todos factores que en un momento dado pueden servir a la URSS para pescar en aguas revueltas e implantar su yugo en esa área. Es por ello que el Kremlin ha declarado enfáticamente que el problema afgano tiene que ligarse a los asuntos del Golfo. Hace poco un alto jerarca ruso dijo: “Los intereses vitales soviéticos en Afganistán son, naturalmente, mayores que los norteamericanos, porque este país está situado al sur de nuestra frontera, pero a miles de kilómetros de Estados Unidos”. (Afganistán posee límites comunes con Rusia a lo largo de 1.200 kilómetros). Con razón el señor Gromyko señaló que la exigencia del retiro del ejército ruso de Afganistán “es una ilusión”.

Para la superpotencia de Occidente el estacionamiento de fuerzas soviéticas tan cerca del Oriente Medio ha constituido un desafío. En los dos últimos años Washington tomó ciertas medidas contra la URSS, tales como el embargo cerealero (de mínima eficacia y suspendido a mediados de 1981 por Reagan), el boicot de las Olimpiadas de Moscú y el refuerzo de su flota del Índico. La administración republicana se esmera en incrementar la presencia militar yanqui en el Cercano Oriente, a la vez que proclama que está dispuesta a suministrar armas a los rebeldes afganos, lo cual fue aprovechado de inmediato por el Kremlin para justificar su vandálica ocupación de Afganistán.

Indudablemente los mayores esfuerzos de la Casa Blanca se han concentrado en apuntalar la capacidad defensiva de Pakistán, el único país del Sudoeste Asiático con que cuentan los norteamericanos para oponerse al avance socialimperialista. Desde hacía casi quince años Estados Unidos había impuesto un bloqueo a la venta de armas a dicha nación, principalmente porque estaba en contra de que el régimen de Islamabad desarrollara tecnología nuclear con fines bélicos, con ser que la India hizo explotar su primera bomba atómica en 1974. Pero los sucesos de Afganistán hicieron cambiar la postura del tío Sam hacia los paquistaníes, quienes han dado refugio a cerca de dos millones de afganos que viven en noventa campamentos a lo largo de la extensa frontera. Semejante situación, sumada a que Pakistán se encuentra en la senda de los tanques soviéticos hacia el Índico, ha puesto en peligro la seguridad de ese Estado. Al mismo tiempo, la India, unida a la URSS por un tratado militar desde 1971 y enfrentada a Pakistán por las viejas rencillas que en menos de veinte años han provocado dos guerras, mantiene 650.000 soldados en la frontera paquistano-hindú. Inicialmente el gobierno de Carter ofreció una ayuda militar de 400 millones de dólares a Pakistán, suma que con razón fue calificada como ridícula por el mandatario de dicha república. En 1981, Ronald Reagan decidió aumentar sustancialmente el compromiso con Islamabad: 2.500 millones de dólares en material de guerra y proyectos económicos. Cabe agregar que la India plantea actualmente comprar armas a la Unión Soviética por 1.600 millones de dólares.

En cuanto a los países de Europa Occidental, todos condenaron la invasión soviética, aun cuando se presentan vacilaciones y actitudes oportunistas, debidas principalmente a la notoria inferioridad militar de la OTAN frente al Pacto de Varsovia; a las dificultades económicas por las que atraviesa la Comunidad Europea, lo que la ha obligado a realizar cuantiosas transacciones con el bloque soviético, y a la pusilanimidad e incoherencia de la política de Estados Unidos, en especial bajo la administración Carter, cuyos descalabros se empeña en reparar el señor Reagan. A mediados de 1981, los Estados europeos presentaron a Moscú una llamada “solución política”, en el sentido de que Afganistán debía ser libre y neutral luego del retiro de las legiones rusas. El Kremlin rechazó la iniciativa alegando que era “no realista”. El cambio de gobierno en Washington ha redundado en un paulatino endurecimiento de la posición de Europa Occidental ante la amenaza rusa en todas sus expresiones. La visita de Brezhnev a Bonn, en noviembre pasado, fue una muestra palpable de los aprietos en que se halla la diplomacia moscovita. Mientras decenas de miles de manifestantes germanos condenaban la agresión rusa a Afganistán, el canciller Schmidt le comunicaba al inquilino del Kremlin que Alemania respaldaba irrestrictamente, al igual que la gran mayoría de los gobiernos de la OTAN, la estrategia norteamericana en materia de armamento nuclear en el teatro europeo, consistente en que los EE.UU. renunciarían a instalar mísiles de alcance intermedio a cambio de que la URSS desmantele los suyos.

La indignación mundial por la agresión contra Afganistán crece día a día. El carácter imperialista de la Unión Soviética ha quedado al desnudo con este vil ataque a un país del Tercer Mundo. Aunque los patriotas afganos han recibido solidaridad de algunos países, particularmente de la República Popular China, todavía carecen de medios adecuados para golpear con dureza a los invasores, y precisan de una ayuda masiva en armas y municiones. Sólo así podrán salir airosos de esta prolongada guerra de resistencia y conquistar sus metas: el retiro total de la soldadesca soviética y la restauración de un Afganistán independiente y no alineado, libre de la interferencia de las grandes potencias.