EN LA COSTA ATLÁNTICA: LA NEGRA HISTORIA DEL TABACO NEGRO

Para los cosecheros del tabaco de la Costa Atlántica parece que el tiempo no hubiera transcurrido. Allí este producto aún se rige por métodos de cultivo y formas de elaboración y de comercio propios del pasado. Sembrar la hoja no ha dejado de ser un riesgo funesto. Sin tierra, sometidas a las vetustas relaciones de aparcería y a los “adelantos”, sistema de pago establecido desde 1856, diez mil familias de campesinos pobres están condenadas a trabajar como siervos y comprometidas de antemano a entregar la cosecha por los exiguos precios que fijan unilateralmente las firmas exportadoras.

Hace poco más de un siglo, el tabaco figuraba entre los principales productos de exportación del país, al lado de la quina, el oro y los sobreros. Hoy es apenas un renglón en las exportaciones menores. En los departamentos de Bolívar, Magdalena y Sucre se cultivan anualmente diez mil hectáreas, con una producción de 15 mil toneladas, de las cuales el 97 por ciento se destina a los mercados internacionales. Las compañías que lo alistan y comercian ocupan cinco mil obreros. Estos asalariados laboran a destajo cerca de seis meses al año. Su remuneración es irrisoria y de ella tienen que sobrevivir largas temporadas sin empleo. Mientras tanto, las empresas no han cesado de obtener en los últimos años pingües ganancias. En el solo periodo de 1980 a 1981, vendieron en el exterior el kilo de tabaco aproximadamente a 106 pesos, cuando a los campesinos se lo compraron a un promedio de 25 pesos.

Tamaño despojo se refleja en la miseria de los pueblos de la zona tabacalera. El Carmen y Ovejas, el primero municipio de Bolívar y el segundo de Sucre, son poblaciones que reviven apenas durante el lapso de la cosecha. En menor medida, el fenómeno se palpa en los municipios cercanos de San Jacinto, Plato, Zambrano, San Juan, San Pablo y Palmitos. Inmediatamente finaliza el proceso de 7 meses de recolectar, secar, alisar, clasificar y empacar, viene la desocupación forzosa; la mitad de los almacenes cierra sus puertas, crece la lista de los alimentos fiados en las tiendas y los hombres viajan a buscar el jornal en otras regiones, incluso Venezuela. Los empresarios humillan a las mujeres que les piden anticipos y las que los reciben se ven obligadas a compromete su trabajo futuro por recortados estipendios. No hace mucho, en Ovejas y en El Carmen de Bolívar era frecuente que los patronos, luego de prestar a las obreras dos o tres mil pesos propusieron desvergonzadamente “¡con tu hija me los pagarás!”.

“El Carmen de Bolívar, productora de dólares”, dice una valla a la entrada del más antiguo centro tabacalero de la Costa, un viejo pueblo de calles polvorientas y desiguales que carece de servicios durante la mayor parte del año. En el verano se llega a pagar hasta 60 pesos por un tarro de agua maloliente. Las madres bendicen al cielo cuando sus hijos llegan a los cinco años sin haber perecido por las infecciones y las enfermedades gastrointestinales. Ciertamente lo único que ha acopiado El Carmen de Bolívar, después de ciento treinta y cinco años de cultivar tabaco, ha sido la pobreza con todas sus trágicas secuelas.

La accidentada trayectoria de la solanácea
El tabaco fue un arbusto desconocido para el Viejo Mundo hasta el descubrimiento de América. Originario de las Antillas, las comunidades indígenas precolombinas lo aprovechaban con fines medicinales. Además practicaron la costumbre de mascar y fumar sus hojas o de aspirar el polvo que de ellas extraían.

Se relata que en 1518 el misionero español fray Romano Pane remitió a Carlos V semillas de la planta, que el emperador mandó a sembrar. Desde entonces se cuenta la introducción de la solanácea a Europa. Al navegante, político y poeta inglés Sir Walter Releigh, colonizador de la Guyana y fundador de la colonia de Virginia en territorio norteamericano, cúpole la distinción de impulsar la costumbre de fumar en Inglaterra. Aunque la manía de inhalar humo se conocía en la milenaria China, mediante la utilización del cáñamo especialmente preparado en preciosos recipientes, le correspondió al tabaco allanar el camino para que aquel hábito se impusiera en los continentes. Las terribles condenas que pesaron sobre los primeros adictos – en Rusia se les castigaba con la amputación de la nariz- no lograron impedir su propagación. La República Popular China, Estados Unidos, India, Brasil, la Unión Soviética, Turquía, Japón y Bulgaria, son hoy, en este orden, los mayores productores de la planta. Colombia ocupó en 1979 el puesto 17 entre los países cosechadores, con un total de 63.000 toneladas.

Siete gigantescas compañías monopolizan en la actualidad el mercado de los cigarros y los cigarrillos en el orbe. Se trata de la British American Tobacco, la Imperial, Tobacco Company, la Philip Morris (fabricante de Marlboro), la R.J. Reynolds, la Gulf and Western, el Grupo Rembrandt Rothmans y la American Brands. Estos pulpos, que surgieron a finales del siglo pasado, controlan aproximadamente nueve décimas partes de todo el tabaco elaborado en Occidente.

Durante la Colonia, en la medida en que el negocio se iba consolidando, la Corona Española estableció controles al cultivo y al comercio de la hoja en la Nueva Granada. La explotación del entonces llamado “tabaco de humo” había llevado cierta prosperidad a las provincias de Socorro, Vélez, Cauca, Antioquia y Mompox, y a las regiones de Ocaña, Honda y Ambalema. Mientras tanto, España estaba acosada por sus cuantiosas deudas externas y cercada militar y económicamente por Inglaterra y Francia. En esta situación la metrópoli aumentó la expoliación de sus posesiones de ultramar. A mediados del siglo XVIII, Carlos III implantó los denominados estancos. El aplicado al tabaco fue a lo largo y ancho del imperio hispano, uno de los que mayores ingresos le reportó a la Real Hacienda.

A causa de las inicuas cortapisas que obstruían el desarrollo, los cultivadores y comerciantes se levantaron en numerosas ocasiones contra las autoridades españolas. En el movimiento comunero de 1781, los tabacaleros, al lado de las resueltas huestes de Galán, ocuparon un puesto digno de mención. Casi cien años después, a mediados del siglo XIX, el tabaco sería de nuevo un decisivo factor en la vida de la naciente República.

Desde 1854 y hasta 1874 figuró a la cabeza de los principales productos de exportación y que más divisas le generaban a Colombia. Ambalema y Honda, en las llanuras del Tolima, constituían cabeceras de importantes plantaciones. Los aletargados pueblos nacidos durante la Conquista reverdecieron con la prosperidad traída por el comercio del tabaco. La navegación por el río Magdalena se modernizó con la introducción de poderosos vapores y el país comenzó a romper el enclaustramiento y a ponerse en contacto con determinados inventos venidos de Norteamérica y Europa. A estos adelantos contribuyó en no poca medida la abolición del monopolio del tabaco, conseguida bajo la administración de José Hilario López, en 1850, luego de ser derrotadas las fuerzas retardatarias que se beneficiaban de aquel privilegio. Otra consecuencia del apogeo de la explotación de la hoja fue la aparición de algunos núcleos precursores del proletariado colombiano. En Ambalema, por ejemplo, se instalaron las llamadas “casas de aliños”, con concentraciones de hasta 500 trabajadores, donde se manufacturaban los cigarros.

El tabaco colombiano llegó a cotizarse exitosamente en la bolsa de Londres. Pero la competencia de calidades mejoradas y las trabas aduaneras de algunos países europeos, los altos gravámenes internos y la insuficiencia de los mercados domésticos hicieron que el efímero auge en la explotación de la planta llegara a su fin. Desde entonces pasó a ser un renglón secundario.

Todavía bajo la noche feudal
A comienzos de este siglo en Colombia se inició la industrialización del tabaco; sin embargo, su cultivo continúa entrabado por los mismos métodos primitivos que se empleaban en la Colonia. En pequeños fundos, por lo general menores de 2 hectáreas, los tabacaleros laboraban infatigable y desesperanzadamente. “La vida del cosechero, tanto antes como ahora ha sido angustiosa. Las ganancias son para el terrateniente, el intermediario y los explotadores”, dice un anciano que se dedicó siempre a estos menesteres. Con la rabia y la amargura asomadas en su rostro curtido, explica, mientras señala la inmensa llanura tapizada de pastos: “Nuestra suerte es injusta y cruel. Somos miles de campesinos errantes que hemos trabajado estas regiones. Con nuestras manos derribamos la selva y domesticamos las sabanas; y luego los terratenientes nos arrebataron las tierras. Desde entonces hemos estado sometidos a sus infamias”.

En efecto, solamente una contada minoría es dueña de sus parcelas. Las estadísticas oficiales registran como propietarios a los usuarios de las empresas comunitarias, en las que realmente el derecho de propiedad les ha sido burlado por el Estado. El resto de los labriegos, miles de familias, vaga errante, cual primitivas tribus nómadas. Terminadas las faenas, desbaratan sus caneyes que son unos grandes bohíos rectangulares, sin paredes y con techos de palma amarga que llegan hasta el suelo, en los cuales secan las hojas y en donde reservan un pequeño rincón para dormir. Luego, con sus escasas pertenencias a cuestas, emprenden una incierta marcha a pie, en búsqueda de un nuevo terruño para arrendar.

A través del supérstite sistema de aparcería, los latifundistas les entregan a los campesinos, pequeñas extensiones denominadas “cuarterones”, con la contraprestación de que una vez cumplido el ciclo productivo del tabaco, las devuelvan cubierta de pastos, para sus vacadas. Sin recursos monetarios suficientes, ni maquinaria, los siervos tienen que doblar su espinazo de sol a sol, acompañados por sus mujeres y sus pequeños, para cancelar con esta prestación personal la obligación contraída de extender los potreros de los déspotas del campo.

Otros, los arrendatarios, pagan altas sumas por el terraje. En época de elecciones los gamonales exigen hasta 30 cédulas a cambio de ceder una hectárea. Estas ataduras han provocado en el pasado enconadas luchas. Entre las más recientes sobresalen las libradas, por los aparceros de Sucre, quienes entre 1970 y 1973 efectuaron más de 300 invasiones. En 1972, en El Carmen de Bolívar, los arrendatarios, que generación tras generación habían trabajado medio siglo para los terratenientes de las haciendas “La Soledad” y “buenos Aires”, protagonizaron una batalla tenaz por conquistar la tierra, en la que varios de los cultivadores fueron vilmente asesinados.

Como respuesta del gobierno, miles de trabajadores fueron apeñuscados en empresas comunitarias, después de que el Incora les comprara a los latifundistas los peores suelos por mucho más de lo que en realidad valían. Para principios de la década del 70, en los departamentos de Bolívar, Córdoba y Sucre se concentraba el 50 por ciento de aquellos proyectos de la demagógica reforma agraria del régimen oligárquico. Hoy, la inmensa mayoría de tales concentraciones agrícolas, en muchas de las cuales se cultiva el tabaco, está en la ruina. En la finca “La Esperanza”, del Carmen de Bolívar, por ejemplo, donde se asentaron quince empresas comunitarias, solo una logra aún subsistir con muchas dificultades, 4 desaparecieron por quiebra y en los 10 restantes el Incora hace esfuerzos desesperados por reagruparlas y mantenerlas. Acorralados por la bancarrota y por los cobros apremiantes, centenares de labriegos han tomado conciencia del engaño oficial y les han dado la espalda.

La penosa existencia de los cosecheros
Desde los primeros días de febrero, los hombres más fuertes pican y preparan los terrenos. En abril se disponen los semilleros. Los menores se encargan de regar los esquejes y de mantener húmedos los surcos. Tienen que traer el agua desde lejanos jagüeyes, apoyando sobre sus hombros los balancines con las vasijas. En mayo y en junio toda la familia, más los jornaleros contratados, se dedican a la siembra, que realizan a mano. También a mano irrigan y recogen la hoja.

Esta última faena se completa de agosto a diciembre y hállase a cargo de los hombres. Las mujeres y los niños son los responsables de clasificar las hojas según su calidad y de ensartarlas en cabuyas, que luego los mayores guindan en hileras bajo el techo del caney. Con el objeto de acelerar el secado los campesinos prenden hogueras; grandes y pequeños se turnan día y noche para alimentar y vigilar el fuego. Concluida la operación, la familia arma los mazos, los empaca por bultos y los entrega finalmente a los corredores o intermediarios de las exportadoras. Por todas estas meticulosas tareas, el tabaco ha sido considerado un quehacer artesanal, “en el cual prácticamente hay que fabricar hoja por hoja”.

Según cifras del Ministerio de Agricultura, en 1978 el tabaco negro es el cultivo que ocupa el mayor número de jornales por hectárea. Mientras al café se le calculan 124, a los frutales 150, a la caña panelera 120, a la yuca 100, a la papa 110, al algodón 60, aquel requiere 300 jornales anuales.

A pesar de lo duro, lo prolongado y absorbente de su trabajo, los ingresos que obtienen los campesinos pobres apenas les alcanzan para sobrevivir con una ración diaria de arroz, ñame y yuca. Los vegueros, sin un céntimo de ahorro, siempre negados de crédito, se hallan inexorablemente en las garras de los corredores mencionados, a través de los cuales los empresarios les adelantan víveres, ropas y diversos utensilios, y los comprometen a entregar la cosecha a precios bajos fijados arbitrariamente. Los compradores califican a su antojo la hoja y adulteran las romanas en que pesan los bultos de mazos. A los agricultores se les recibe la mayoría de su tabaco como si fuera “jamiche”, que es de tercera calidad, y en mínimas proporciones como “capote”, que es el de segunda, o “capa”, que es el de primera. Además, los precios difícilmente se incrementan y, en algunos años, por el contrario, se han reducido. Mientras en 1972 las cotizaciones de la primera, segunda y tercera categoría fueron respectivamente de 18, 15 y 12 pesos por kilo, cinco años más tarde los pagos para esas mismas clasificaciones bajaron a 16, 13 y 10 pesos. En 1980, la “capa” se canceló a 35 pesos, el “capote” a 25 y el “jamiche” a 16, y para 1981 los sembradores no obtendrán aumentos sustanciales.

Es tal la bancarrota, que el ICA, en una evaluación hecha en las sabanas de Sucre, calculó que los tabacaleros habían perdido 920 pesos por hectárea sembrada en 1977. Merced a los procedimientos anacrónicos y al empleo de la fuerza de trabajo no remunerada de sus mujeres y de sus hijos, los cosecheros apegados a la costumbre y sin otra alternativa, aún se aventuran en la siembra del tabaco.

La política tradicional del gobierno para esta labranza ha sido la de no otorgar crédito a sus cultivadores. En la Costa, en 1976, a tiempo que las exportadoras repartieron 45 millones de pesos en anticipos, la Caja Agraria apenas suministró 3 millones en préstamos a los campesinos.

Vale la pena recordar que en 1973, en Sucre, como respuesta a la fuerte presión de los aparceros sobre los latifundistas y al grave problema del desempleo, el Incora diseñó un plan de emergencia que contemplaba amplios créditos. Se presentó entonces una superproducción y los exportadores, amos absolutos del mercado, aprovecharon el momento para disminuir drásticamente los precios. Hubo ocasiones en que beneficiándose de la bonanza, pagaban a peso el kilo de tabaco. De vereda en vereda, cultivadores iracundos fueron aunando su inconformidad. En El Carmen de Bolívar, en Ovejas, en Palmitos, se protagonizaron combativas manifestaciones en las que, por indignación contra el gobierno, los campesinos quemaron arrumes de pacas de tabaco.

Sacando lecciones de estas amargas experiencias, los tabacaleros costeños empiezan a enrumbarse por nuevos caminos. Ahora se organizan en ligas campesinas, cuya orientación y manejo están bajo su control, sin ninguna injerencia del Incora ni del gobierno. Además incitan a la lucha por la tierra y proyectan diversificar su producción buscando sacudirse el yugo centenario.

Las contiendas de los proletarios
El 80 por ciento de los cinco mil obreros que alisan la hoja en las factorías esparcidas a lo largo de la zona tabacalera costeña, son mujeres, algunas menores de edad. Ellas laboran al lado de los hombres, enclaustradas en inhóspitos galpones inundados por el acre olor de la nicotina que impregna el ambiente. Son frecuentes las náuseas y la neumoconiosis, conocida en la región como “tabacosis”, afección crónica causada por la adherencia en el aparato respiratorio del polvillo que desprende la hoja.

Quien lo contrae queda por lo general expuesto a otras enfermedades del pulmón. Los patronos se han negado a atender los reclamos de los trabajadores para que en los depósitos se instalen adecuados sistemas de ventilación.

Después de superar numerosos inconvenientes, los asalariados consiguieron crear, en 1972, el Sindicato de Trabajadores de Empresa de la Industria del Tabaco de la Costa Atlántica. Diez años atrás, los obreros habían realizado un paro por mejores salarios.

En 1973, la naciente organización obtuvo una resonante victoria tras nueve días de huelga, en la que contó con el apoyo de los cosechadores del tabaco. Los vegueros caminaban desde sus parcelas hasta las carpas de los huelguistas para llevarles provisiones y darles su aliento. Los combatientes alcanzaron a imponer 42 de los 50 puntos exigidos.

En 1975, los explotadores se negaron a negociar el pliego pretextando que se encontraban al borde de la quiebra. Desconocieron el sindicato y coaccionaron a los afiliados a firmar pactos colectivos, dentro de una maquiavélica maniobra para dividirlos. Cuando los explotados, en legítima defensa, declararon el cese, la entonces Ministra del Trabajo, María Helena de Crovo, ilegalizó el movimiento y suspendió la personaría jurídica de la agrupación sindical.

Los capitalistas recurrieron a distribuir en patios, garajes y otros locales los oficios que antes se efectuaban en loa galpones, con el objeto de subcontratar grupos de alisadores de no más de 20 personas, a los que pagan menos y les niegan cualquier tipo de prestación. Pero los pulpos exportadores ‘Espinosa Hermanos’, ‘Tabacos Bolívar’, ‘Tabarama’ y ‘Tabacos Caribe’, con fuertes inversiones de capital holandés y norteamericano, Tabacalera El Carmen y Tabacos E. Pérez V, supieron del tesón y la entereza de la masa proletaria, y del odio que ha acumulado durante años de vejación y expoliación.

Marchando al lado de los diez mil cultivadores del tabaco de la Costa, los cinco mil proletarios que manipulan la hoja esperan sobreponerse algún día a la miseria. Como lo dijera el Comité Municipal del Frente por la Unidad del Pueblo, FUP, de El Carmen de Bolívar, “un buen día de éstos los cosecheros y los jornaleros abrirán de par en par las compuertas que represan su cólera y se lanzarán por campos y ciudades a saldar cuentas con sus explotadores y verdugos”.