EL PROLETARIADO FERROVIARIO: FOGONEROS DEL PROGRESO, FOGONEROS DE LA HISTORIA, FOGONEROS DE LA REVOLUCIÓN

Los ferrocarriles que constituyen uno de los más importantes medios de transporte, surgieron de las entrañas de la clase obrera inglesa al culminar el primer cuarto del siglo XIX y produjeron un vuelco en la economía mundial. En Colombia, poco tiempo después de la invención de la locomotora se iniciaron los trabajos de nuestro primer camino de hierro, destinado a unir el Océano Atlántico con el Pacífico a través del Istmo de Panamá. Ya desde entonces, fueron la abnegación y el sacrificio del proletariado los factores del desarrollo ferroviario del país.

Hoy en día, a lo largo de casi tres mil kilómetros de líneas tendidas en el territorio patrio, o bien en los talleres, estaciones y trenes en movimiento, doce mil trabajadores de los Ferrocarriles Nacionales se agrupan en las divisiones Central Pacífico, Santander, Magdalena y Antioquia. Además de alrededor de 4 millones de pasajeros por año, transportan cerca del 20% de la carga que se moviliza en el país, principalmente conformada por productos agrícolas como café, arroz, trigo, cebada y algodón; manufacturas; derivados del petróleo, tales como fuel-oil, kerosene, asfalto, gasolina y ACPM; productos forestales y minerales, entre los que se destacan el carbón, la sal y la dolomita.

No obstante, el desarrollo del sistema nacional de ferro-transporte se estancó desde hace decenios, debido al servilismo de la oligarquía colombiana ante los monopolios foráneos, los cuales decretaron el estímulo al sistema de carreteras en detrimento de los ferrocarriles con el fin de acrecentar las jugosas ganancias de su mercado de automotores, repuestos, gasolina y cientos de productos más. Ello constituye un sabotaje al progreso de nuestra economía y echa sobre los hombros del pueblo otro pesado fardo, que se agrega a los incontables motivos que tienen las gentes sencillas de Colombia para sacudirse la coyunda del imperialismo norteamericano.

La dura trocha del progreso
George Stephenson, el inventor de la locomotora, trabajó desde los 14 años de edad como fogonero de las calderas de evacuación de una mina inglesa de carbón, producto que constituía por entonces la base de la economía británica, pero cuyo transporte desde los socavones hasta los muelles de embarque era muy lento y costoso. Stephenson, en permanente contacto con los mecanismos de vapor como fuerza motriz y con el sistema de rieles de las vagonetas mineras, ideó entonces su primer modelo, el cual realizaba un trabajo equivalente al de 16 caballos. El segundo, que con 400 pasajeros y sacos de harina hiciera el histórico recorrido entre Stockton y Darlington, el 27 de septiembre de 1825, era ya capaz de arrastrar 70 toneladas a una velocidad de 10 kilómetros por hora. Así, en el seno del proletariado, nació el ferrocarril.

En Colombia, todavía a mediados de la pasada centuria, el transporte se efectuaba, como en la Colonia, a lomo de mula o, cuando el terreno estaba muy enfangado, sobre las espaldas de cargadores indígenas. La gran distancia existente entre los centros poblados del interior y los puertos; la topografía, quebrada como la que más; los rigores del clima tropical y la precariedad de los caminos de herradura, convertían al Río Magdalena en la única vía de comunicación utilizable con relativa rentabilidad. El estancamiento del transporte se erigía como barrera para el desarrollo del país e impedía su unidad territorial y económica. En 1879, cada tonelada que recorría un kilómetro en mula costaba 60 centavos; ya para entonces, el ferrocarril reducía ese costo a 17 centavos y además ofrecía mayor velocidad y seguridad.

Tales circunstancias llevaron a un puñado de personalidades progresistas a proponer la apertura de un sistema ferroviario, pero solo hasta 1848 tuvo esperanzas la idea. En esa fecha se contrató el de Panamá, que 7 años después sería una realidad. Con todo, apenas en 1871 se iniciaron las obras de una segunda vía férrea, bajo el estimulo de los sectores más emprendedores y pudientes de la sociedad. Desde entonces proliferaron diversos tramos orientados a propiciar, principalmente, el comercio exterior en Barranquilla, Puerto Berrío, Cúcuta, Buenaventura, La dorada, Girardot, Santa Marta, Facatativá, Cartagena, Bogotá y Amagá, fueron pareciendo unos cuantos kilómetros de carrileras. El humo de las locomotoras irrumpió en medio de las selvas del atraso. Decenas de inversionistas extranjeros y nacionales, a los que el Estado estimulaba con oro, bonos o terrenos baldíos, emprendieron la aventura. Se trataba de contribuir a la batalla por consumar la eliminación de las trabas al comercio, sacar el país de la economía natural y romper nuestro secular aislamiento del mercado mundial.

Sin embargo, en 1886 las fuerzas de la Regeneración conservadora lograron una significativa victoria. En un país como el nuestro, escasamente poblado, de indigente economía y mala administración, carente de industria y técnica, climática y topográficamente hostil, el hecho de que las guerras civiles fueran ganadas por los terratenientes, en los albores de la era del imperialismo, hizo que los dispersos esfuerzos y recursos invertidos en los ferrocarriles no fructificaran. Entre 1885 y 1914, las líneas se incrementaron en un 26%, uno de los más bajos promedios de Latinoamérica; para el mismo lapso el de México, por ejemplo, fue del 84%.

Como si ello fuera poco, pese a ser de vía angosta y pobremente equipados, los trenes colombianos resultaban demasiado costosos. En 1914 sólo habían tendido 1.116 kilómetros de línea, fundamentalmente alrededor de los terminales de conexión y de las vertientes cafeteras. El flujo de exportación de estas últimas llegó a constituir por esa época el 70% de la carga férrea.

Un pionero de la prosperidad
Entre quienes trabajaron en nuestros primeros proyectos ferroviarios, descuella el ingeniero Francisco Javier Cisneros. Nacido en 1836 en Santiago de Cuba, fue desde su juventud combatiente por la independencia de su patria; la publicación de un periódico le costó una condena a muerte “por garrote vil” de parte de la Corona española; sin embargo, escondido en la sentina de un barco logró huir a Estados Unidos, donde culminó sus estudios. De inmediato se dedicó por toda América a recoger fondos y reclutar soldados para la batalla revolucionaria cubana. A Colombia llegó en 1870, y en el antiguo Estado soberano del Cauca logró alistar una columna cuyos integrantes entregaron sus vidas por la causa libertaria del hermano país.

A comienzos de 1874, a Cisneros le encomendaron la construcción del ferrocarril de Antioquia y aceptó el desafío. Su primer escollo fue la escasa financiación. Cuenta Tomás Carrasquilla que una hermana de José María Córdova, mujer emprendedora y patriótica, vendió su casa y sin intereses le facilitó el dinero. Vino luego la lucha del ingeniero contra las inclemencias de la naturaleza; pero ni la fatiga, ni el hambre, ni la escasez, ni las fiebres lo detuvieron. Por el contrario, aprendió de las gentes del pueblo las propiedades medicinales de la quina, la sarpoleta, el cidrón y otras muchas plantas, de las cuales publicó luego una relación pormenorizada en un volumen en New York.

Los mismos obreros que trabajaron con él testimoniaron su valor y decisión y, además del hecho de que compartía con ellos sus labores, ayudaba a curarlos y destacaba sus nombres en cada uno de sus informes. Tres veces lo sacaron de pantanos y selvas, moribundo, y cuentan que en una de esas ocasiones dijo: “Yo no puedo morirme porque tengo muchas cosas que hacer”.

En efecto, la labor de Cisneros en Colombia fue intensa y vasta; fuera de los trabajos preliminares del Ferrocarril de Antioquia, inició el de Girardot, terminó el que unía a Barranquilla con Puerto Colombia, donde también construyó el muelle, trabajó en las partes más arduas del Ferrocarril del Pacífico, y proyectó los de Amaga y Urabá; realizó estudios sobre el Canal de Panamá y sobre el aprovechamiento de diversas caídas de agua, como fuentes de energía eléctrica; intervino en el establecimiento de la navegación a vapor en los ríos Magdalena y Cauca, en el primero de los cuales organizó servicio de correos, así como el telégrafo entre estaciones férreas; llevó a cabo el censo de la producción antioqueña con el fin de estudiar sus posibles proyecciones.

En 1898, entusiasmado con los avances militares de los herederos de Martí y Maceo, trató de volver a Cuba. En el camino, sin embargo, las fiebres contraídas en la selva acabaron con su vida. Los obreros ferroviarios colombianos, para los cuales era preceptor, cuando supieron de su muerte pararon todos los trenes e hicieron sonar sus pitos largamente. Tres estaciones férreas de nuestro país se llaman, en homenaje a su memoria “Cisneros”.

Los auténticos forjadores
A lado y lado de las vías, o bien recorriendo campos, montañas, ríos, ciudades y pueblos, participando de las miserias de los demás trabajadores, los proletarios ferrocarrileros de hoy transportan buena parte de la riqueza nacional. Su tradición de trabajo y de pelea se remonta al momento de la aparición de la clase obrera en Colombia, cuando aún parecía un sueño el hecho de “construir caminos de carriles de hierro servidos por vapor”.

Fueron ellos quienes clavaron las escarpias y tendieron los rieles sobre durmientes de madera, o polines, a medida que tumbaban selvas, secaban pantanos, abrían túneles, erigían puentes o desafiaban quebrados riscos. Han dirigido las locomotoras de leña, carbón y ACPM que arrastran los convoyes. Actuaron como fogoneros y como freneros de arena y vapor. En las carrileras, han sido estamperos que con grandes mazos templan la vía, suavizan las curvas, construyen peraltes, y han laborado de guardagujas, braceros, cuadrilleros y cadeneros. En talleres y estaciones también han desempeñado variados y valiosos oficios estos aguerridos operarios que, a la par que pugnan por edificar el progreso del país, son víctimas de la voraz explotación a la cual se les ha sometido por decenios y decenios, desde cuando los obreros chinos, llamados “coolies”, eran fusilados al borde de la vía entre Colón y Panamá, en un lugar que todavía se denomina estación de “Matachín”.

En la historia del movimiento ferrocarrilero existen mil episodios que ilustran el espíritu de sacrificio y la laboriosidad que distinguen al obrero. Es el caso de Juan Machado, cuyo nombre lleva una estación a raíz del accidente de Marengo, en 1897, cuando fallaron los frenos de una máquina y de no haber sido por su temple de héroe, habrían perecido en vez de él unas cien personas. “Tiene tantos polines como muertos”, expresó alguien al terminarse el Ferrocarril de Antioquia. Lo mismo podría decirse de casi todas las rutas férreas de Colombia. Con razón decía un jubilado maquinista de Puerto Berrío: “Fuimos nosotros los constructores del poderío del tren, y no los maulas de la gerencia que salen fotografiados en los diarios”.

La verdadera historia de la ruina
En 1922 la red férrea nacional tenía 481 kilómetros. A la sazón el ingeniero norteamericano R.W. Hebard reportaba; “No hay país ninguno en el Hemisferio Occidental que carezca tanto de vías modernas de comunicación, ni donde el pueblo trabaje bajo el peso de tantas dificultades y cargas en materia de transporte, como la República de Colombia”. Un año después el gobierno dispuso intervenir en los ferrocarriles 15 millones de dólares provenientes de la indemnización de Panamá, pero ello se hizo de manera caótica. Además de que se construyeron líneas de disímil anchura, el ejemplo de cómo se emprendió la ruta entre Girardot y Facatativá resulta ilustrativo. No se inició desde el puerto fluvial, como era lógico, sino desde el altiplano, hasta donde se llevaba primero el material cargado por bestias. En consecuencia el costo, calculado en 5 millones de pesos de entonces, resultó ser de 14 millones; una locomotora que en Filadelfia se adquiría por 10 mil dólares, terminó valiendo el triple en Faca. Igualmente las vías de Pasto a Tumaco, de Ibagué a Armenia y del Carare, quedaron truncas. Ya en ese momento el negociado era una práctica constante de las administraciones del ferrocarril.

En 1930 fue nacionalizado este medio de transporte. Al mismo tiempo, el gobierno planteó que en vez de terminar la red nacional resolvería el problema de vías de comunicación mediante la construcción de 6.400 kilómetros de carreteras. De los 3.262 kilómetros de carrilera que había en 1934, no quedaron sino 2.983 en 1949. Entretanto, del proyecto de carreteables escasamente se hicieron 400 kilómetros, no todos pavimentados.

Para 1950 la “Misión Curie” del Banco Mundial recomendó el abandono de los ferrocarriles y el estímulo al sistema de carreteras. Semejante criterio, defendido preferencialmente por los monopolios de la industria automotriz y los pulpos petroleros imperialistas, ha sido la pauta de los gobiernos colombianos desde entonces. Hoy en día tenemos 3.432 kilómetros de rieles tendidos, de los cuales 2.912 en uso, es decir, menos que en 1934; y ya no poseemos una red nacional sino vías aisladas, obsoletas y en acelerado proceso de deterioro. Colombia es quizá el único país que en lugar de colocar carrileras, las levanta.

Examinemos los siguientes hechos: el tramo de La Felisa a La Pintada, enlace de la red entre el Pacífico y el Atlántico, fue diseñado tan mal que se lo llevó la corriente del río Cauca. En Suárez, Cauca, cuando se construyó la carretera suspendieron el ferrocarril y acabaron con el servicio de trenes entre Cali y Popayán. Una estación de la ruta Cali-Buenaventura se convertirá en terminal de buses. En los depósitos de la empresa estatal se oxidan 1.500 vagones de carga de los 5 mil existentes, y de 170 locomotoras escasamente funcionan 50; cada una de las varadas representa una pérdida de 20 mil pesos por hora. Mientras tanto, las carreteras del país permanecen derrumbadas, dado su alto costo de mantenimiento, y frecuentemente quedan aisladas regiones enteras. En los Llanos y la Costa, por ejemplo, aun con las locomotoras antiguas, el ferrocarril sería una solución.

Como si lo anterior no fuera por si solo un criminal atentado contra la Nación, en 1975, con los fondos de un empréstito destinado a la rehabilitación de algunos tramos, los Ferrocarriles compraron once tractomulas con las cuales constituyeron la empresa “Transmodal”, que en vez de reportarles beneficios se convirtió en un negociado de la burocracia, cohonestado por las altas autoridades del Ministerio del ramo. Además la empresa ferió valiosos terrenos, como los de Paloquemao, en Bogotá, o los de Chipichape, en Cali, y entregó el cable aéreo de Caldas a una compañía petroquímica extranjera. El gobierno, en vez de rescatar y subsidiar los Ferrocarriles Nacionales, terminó estrangulándolos al reducirles cada vez más el porcentaje presupuestal y al mismo tiempo gravarlos con un impuesto de combustibles que va a parar al Fondo Vial, destinado al mantenimiento de carreteras. De ñapa, las condiciones de los préstamos foráneos obligaron al país a importar rieles, los cuales éste produce, y a comprar 60 locomotoras que a la postre resultaron ser generadores de energía de la General Electric y escasamente operan al nivel del mar. Y para colmo de males, a la empresa se le fuerza a prestar servicios subsidiados a distintos monopolios, como es el caso de Colmotores cuya carga transporta con descuentos de más del 30%.

La gravedad de todo ello se acentúa si tenemos en cuenta que según recientes estudios de la compañía “Madigan-Hyland” y de la Misión Holandesa, en Colombia el 56% de los camiones está para renovar y el 26% ya tiene más de 15 años de uso, y que el 68% de la carga movida en el país viaja en camiones de menos de 9 toneladas y a velocidades demasiado bajas de operación, inferiores a las del ferrocarril, lo que no es realmente económico”.

Trátase de una situación que padece todo el Tercer Mundo. En la Guía de los Ferrocarriles mundiales 1979-1980, se anota: “Los sistemas nacionales de ferro-transporte (…) han sido víctimas de una increíble negligencia por parte de los gobiernos y es un milagro que hayan sobrevivido”. La misma publicación destaca este medio de comunicación como alternativa ante la crisis energética, y reseña los avances tecnológicos impresionantes que ha logrado, paralelamente con el uso intensivo que hacen de él los países más desarrollados. Entretanto, nuestra empresa nacional padece un déficit acumulado de más de once mil millones de pesos, y su administración pretende aplicar la novísima política de entregar sus vías a Carbocol, la Federación de Cafeteros, las empresas extranjeras exportadoras de banano y un Comité Ferroviario de la Andi, en el que están Coltejer, Peldar y Texaco, entre otras, mediante “contratos de asociación” y arriendos de líneas que en últimas busca desestatizarla y le asestará un golpe de gracia.

Más de un siglo de combates
La tradición de lucha de los obreros ferroviarios colombianos se remonta a 1878, cuando en los pocos kilómetros construidos cerca de Buenaventura dejaron el trabajo en demanda de condiciones más humanas. Fue la primera huelga de características proletarias que registró la prensa del país. Treinta y dos años después, en 1910, ya conformaban sociedades mutuarias clandestinas y realizaban un paro en Santa Marta contra la United Fruit Company, reclamando un salario igual al de los operarios extranjeros. En 1919 estaban de nuevo en la pelea en Girardot y el Ferrocarril del Norte, con el apoyo de la recién fundada Sociedad Ferroviaria Nacional. Al año siguiente cesaron labores en Manizales, Cali, Barranquilla y La Dorada.

En 1926 se levantaron en la ruta del Pacífico, desafiaron las bandas de esquiroles y las intimidaciones e intentos de soborno. Pararon los trenes desde Buenaventura hasta Armenia, llenaron la vía de banderas y ganaron a la postre el derecho a un día de descanso semanal y a una jornada diaria de ocho horas. En ese mismo año se solidarizaron con los braceros del río Magdalena y en 1927 con los petroleros de Barrancabermeja que repudiaban el saqueo imperialista de nuestras riquezas naturales. En 1928, el tesorero del comité de huelga del gran movimiento de las bananeras era Cristian Vengal, un trabajador ferroviario.

Son todas contiendas que enorgullecen a los obreros. Un operador de Berrío, hijo y nieto de maquinistas, narra con altivez que “En el desaparecido caserío de ‘El Reposo’ ondeaba otrora triunfante la bandera de los tres ochos, la bandera obrera que pedía ocho horas de trabajo, ocho de estudio y ocho de descanso”. Y en una de las estaciones de la ruta entre Medellín y el río Magdalena se lee: “Caracolí, tierra de luchadores”. De luchadores de aquellos que en 1934 se insubordinaron contra las hasta 18 horas de labor diaria en medio de un clima despiadado, contra la crueldad de los patronos, contra las condiciones miserables de vida y contra el ejército que en Medellín segó las vidas de sus compañeros Manuel Gutiérrez, José Márquez y Juvenal Osorio.

Tal fue la trayectoria que luego harían respetar y continuarían los trabajadores en los paros del 47, el 60, el 62, el 63, el 70 y el 75, en los cuales, pese a los camaradas presos, a los trenes lanzados contra ellos, a la represión, a la demagogia, a las camarillas traidoras, los huelguistas se mantuvieron erguidos hasta conquistar sus principales aspiraciones.

En 1978, un siglo después de su primer combate, las sub-directivas ferroviarias pelearon una vez más. El gobierno, desde hace décadas, les ha ilegalizado las huelgas y ha promovido el paralelismo sindical, sin lograr quebrantar su moral. Desde cuando se fundó la primera federación, controlada por agentes patronales, la oligarquía ha buscado constantemente someterlos. No obstante, a partir de 1975 iniciaron conscientemente su unificación contra el imperialismo y sus despóticos agentes nacionales. En 1980 lograron derrotar el oportunismo, al romper las cadenas que los ataban a la CTC, y optaron por un camino consecuente de defensa de los intereses nacionales. Declararon entonces que “sólo será posible un verdadero avance del ferro-transporte en una nación independiente y democrática que sea capaz de empuñar en sus manos las riendas de su destino”.

Los obreros que así se expresan encarnan lo más promisorio y vital del pueblo. Son la sangre del país, su fuerza, su futuro. En ellos se concentra el papel histórico de los proletarios colombianos; fogoneros del progreso, fogoneros de la historia, fogoneros de la revolución.