Cuando en septiembre de 1980 Irak atacó a Irán en varios sectores de la frontera que separa a los dos países, los generales iraquíes y no pocos gobiernos, incluido el de Jimmy Carter, estaban convencidos de que la ofensiva sería una especie de paseo, un mero ejercicio militar, puesto que, según sus cálculos, las disminuidas Fuerzas Armadas iraníes no ofrecerían resistencia alguna. Empero, la realidad resultó ser muy diferente. Las tropas de Khomeini no solamente rechazaron los primeros embates, sino que en repetidas oportunidades han tomado la iniciativa y ocupado porciones limitadas de territorio iraquí. La lucha, sin embargo, se ha mantenido en una situación de estancamiento. En vez de las cuatro semanas que duraría la contienda, conforme a los estimativos de Bagdad, ésta cumplirá cuatro años dentro de poco. Y ahora está ocurriendo lo que desde un principio se temía: las hostilidades se extendieron a las aguas del Golfo Pérsico, una de las fuentes petroleras más importantes para Occidente, con lo que se han puesto en peligro sus vitales suministros y la estabilidad de la zona.
El Golfo ha sido concebido tradicionalmente como la vena yugular de los Estados Unidos, Europa Occidental y el Japón. Hacia 1979, por la época en que el shah de Irán era derrocado por la revuelta islámica, a través del Estrecho de Hormuz (que comunica el Golfo con el Océano Indico) pasaba la mayor parte del petróleo consumido por el bloque de Occidente: 60% para Europa y el Japón y 25% para los Estados Unidos. Cada diez minutos un tanquero repleto de crudo abandonaba la zona para alcanzar un total de un billón de toneladas al año. Por entonces los países del área, los cuales poseen el 50% de las reservas conocidas de petróleo, producían cerca de 18 millones de barriles diarios: Arabia Saudita, 9.5 millones; Irak, 3.4millones; Irán, 2.0 millones; Emiratos Arabes Unidos, 1.7 millones; Kuwait, 1.3 millones; Qatar, 460.000 y Bahrain, 50.000.
No obstante, la caída del shah (otrora el mejor amigo de Washington y quien se desempeñaba como el «gendarme» del Golfo), la invasión rusa a Afganistán y luego la guerra entre Irán e Irak, fueron sucesos que hicieron disminuir la importancia de la región. Las exportaciones iraquíes sufrieron una apreciable mengua y las naciones consumidoras diversificaron sus fuentes de aprovisionamiento procedentes de Nigeria, México, Venezuela, Indonesia, etc., e incrementaron sus reservas estratégicas. En consecuencia, los guarismos relativos al Golfo han variado: hoy sólo produce 8 millones de barriles diarios y los países importadores dependen en menor medida de tales recursos. Por ejemplo, Estados unidos apenas compra el 3% de su crudo en el Golfo, mientras que el promedio para el Japón bajó al 55% y el de Europa al 40%. Mas lo anterior no significa que la zona no siga constituyendo un punto de esencial interés para Occidente, en particular para los aliados de Norteamérica, los cuales sienten en carne viva las perturbaciones en el tráfico naval a través de Hormuz.
Guerra sin fin
En los cinco años que lleva en el poder, el régimen islámico del ayatollah Khomeini ha enfrentado una interminable serie de crisis y de conflictos que incluye los 14 meses de confrontación con Washington a causa del problema de los rehenes de la embajada de Teherán, un embargo casi total de armas, un creciente aislamiento económico, el colapso de la producción agrícola e industrial, rebeliones de las minorías kurdas y baluchis, atentados terroristas, serias fricciones con la Unión Soviética y una situación muy cercana al ostracismo en el seno de la comunidad internacional en general y el mundo musulmán en particular. En medio de tantas dificultades, el Estado iraní ha logrado, no obstante, mantener una política de no alineamiento y de defensa de su soberanía nacional, desbaratando las intrigas de la URSS y desafiando el bloqueo norteamericano. Mas la belicosidad hacia varios de sus vecinos, el sectarismo religioso y, últimamente, los desarrollos de su conflicto con Irak, han llevado a Irán a un callejón sin salida.
Los cuatro años de lucha han resultado nefastos para Teherán y Bagdad, tanto en pérdidas humanas como materiales. De acuerdo con balances aproximados, los iraníes han sufrido cerca de 350.000 bajas y los iraqueses 180.000, entre muertos y heridos. Se calcula que la guerra le cuesta a cada uno más de 1.000 millones de dólares mensuales, sin contar lo que suma la destrucción mutua de instalaciones petroleras, ciudades, fábricas, vías de comunicación, barcos, etc.
Pero es Irak el que ha soportado hasta ahora los golpes más duros a su industria petrolera, puesto que de 3.4 millones de barriles diarios que producía antes del conflicto, hoy solamente llega a 700.000; esta disminución, agregada a los astronómicos desembolsos que implica la guerra, coloca al régimen de Bagdad en circunstancias apremiantes. Sus reservas internacionales cayeron entre 1980 y 1983, de 35.000 millones de dólares a menos de 4.000 millones y casi todos los proyectos de su ambicioso plan quinquenal han sido abandonados. Por otra parte, no debe olvidarse que el 60% de la población iraquí pertenece a la secta chiita, la misma que representan Khomeini y sus mullahs. Atrás quedaron los días en que Saddam Hussein proclamaba que Irak se convertiría en la primera potencia del Golfo, sobre las cenizas del régimen iraní y basado en su apreciable superioridad militar. En efecto, las fuerzas iraquíes cuentan con 200.000 soldados, 2.300 tanques, 2.000 piezas de artillería pesada y 350 aviones de combate; Irán dispone de (150.000 soldados regulares más un número cercano al medio millón de milicianos y «guardas revolucionarios» (en su mayoría adolescentes), 1.000 tanques, 700 piezas de artillería y 480 aviones. Cabe anotar que muchos blindados y aeroplanos iranios permanecen hace tiempo inactivos por falta de repuestos y municiones debido al embargo estadinense. La desventaja en armas la ha compensado Khomeini con el empleo de verdaderas masas humanas que en las batallas asaltan las líneas enemigas, sin importar el número de bajas que tal procedimiento conlleva.
Esta es la razón por la cual Hussein no ha logrado doblegar a su rival en el frente y por la que desde comienzos del año decidió cambiar de táctica y atacar los únicos surtidores de divisas y de armas que tiene Teherán: su terminal petrolera en la isla de Kargh y sus rutas marítimas de abastecimiento en el golfo. Un Irán privado de exportaciones de crudo y de las pocas provisiones bélicas que aún recibe, muy seguramente se derrumbaría… o reaccionaría de manera desesperada, lo cual podría aumentar la hostilidad en su contra. Para el líder iraquí era urgente actuar, ya que el ayatollah estaba amenazado con una «Ofensiva final» en la que participarían más de 500.000 efectivos iraníes.
Paralelamente, y aprovechando el aislamiento de su enemigo, Irak lanzó una campaña diplomática con el fin de obtener ayuda económica y militar y respaldo político para su causa. En respuesta, Khomeini notificó: «O el Golfo es seguro para todos o no será seguro para nadie» y concluyó diciendo que «advierto a todos los Estados de la región, al igual que a todos los países consumidores de petróleo, que el gobierno de Irán, ejerciendo su poder soberano, está decidido a bloquear el Estrecho de Hormuz e impedir el paso de una sola gota de petróleo». La trampa de Saddam Hussein había funcionado. Desde marzo, aviones de Irak empezaron a atacar, en aguas iraníes, navíos que transportaban petróleo desde Irán o armas para dicho país; al mismo tiempo, bombardearon las instalaciones de la isla de Kargh. Teherán, conforme a lo anunciado, replicó agrediendo barcos en aguas internacionales e incluso provocando a naciones como Arabia Saudita y Kuwait. Bagdad había logrado no sólo golpear el corazón económico del contendor, sino ganar simpatías para sí y aumentar los enemigos de Khomeini.
El rol de las potencias
En enero de 1980, a pocos días de la invasión soviética a Afganistán, Carter dio a conocer la doctrina de su nombre, en virtud de la cual Estados Unidos no permitiría que una potencia hostil ejerciera control sobre el Golfo Pérsico; así mismo, señaló que su administración estaba dispuesta a recurrir incluso a la fuerza militar con el objeto de impedir un corte en los suministros de crudo de Occidente. El Pentágono empezó a integrar un destacamento especial, la Fuerza de Desplazamiento Rápido, cuya misión sería cumplir los postulados de la Doctrina Carter. Meses después, cuando Irak desató su ofensiva contra Irán, Washington, a la sazón humillado por la crisis de los rehenes en su legación de Teherán, otorgó tácito respaldo al atacante con la esperanza de que un triunfo iraquí solucionaría la cuestión de los rehenes. Mas cuando se hizo evidente que Irán no podía ser derrotado, el caótico mandatario gringo cambió de idea y declaró que Bagdad había sido el agresor. Ni aún así pudo conseguir la liberación de sus compatriotas. Desde ese momento la Casa Blanca quedó con las manos atadas, como simple espectador de un conflicto que, sin embargo, se desarrollaba en un vital interés. Como lo sintetizara un funcionario del Departamento de Estado: «Es la primera vez que, en tiempos recientes, Norteamérica no ha podido desempeñar ni siquiera un papel diplomático en un conflicto de significación en el Cercano Oriente».
Una ayuda a Irán estaba fuera de consideración, no sólo por la actitud de Khomeini frente a Estados Unidos, sino porque ello iría en contra de aliados como Arabia Saudita y los demás países del Golfo, todos aterrorizados ante la posibilidad de un triunfo iranio y la consiguiente expansión de la revuelta chiita. La carta iraquí también representaba entonces un riesgo para Washington. Con los rusos en la frontera con Afganistán y a escasos 400 kilómetros del Golfo, el apoyo a Bagdad podría facilitar el juego de la URSS en el convulsionado Irán.
De su lado, Rusia, sin mucho qué perder en la zona, puesto que goza de autosuficiencia petrolera, continuó armando a Irak (los dos países suscribieron un tratado militar a principios de los años setentas), a la vez que maniobraba infructuosamente en irán. No debe olvidarse que Siria, Libia y Corea del Norte -todos amigos de la URSS- asumieron la tarea de proveer armamento a los iranios. Y Occidente, para no quedarse atrás, empezó a imitar a los rusos despachando armas a Irak, a través de Francia, y, a Irán, por medio de Taiwán e Israel. En otras palabras, los dos bloques decidieron apuntalar a los bandos en lucha, sin arriesgarse a meter directamente las manos en el avispero.
En los últimos meses, a medida que la contienda comenzó a representar un peligro real para la ruta del petróleo y ante las amenazas de Irán de que estaba dispuesto a cerrar el Golfo, la balanza se inclinó perceptiblemente hacia el lado de Irak. Francia, por ejemplo, negoció con Saddam Hussein media docena de ultramodernos aviones «Super Etendard», equipados con misiles «Exocet», con los cuales la Fuerza Aérea de Irak puede atacar con gran eficacia los complejos petroleros de su enemigo. De igual manera, los Estados Unidos suministraron a Arabia Saudita 400 misiles antiaéreos y varios aviones-radar de su nueva promoción, con miras a mejorar la defensa de dicha nación frente a las incursiones iraníes en su territorio y en sus aguas. Hasta países como Brasil y Chile vendieron armas a Irak. El Japón, principal cliente del crudo iraní, disminuyó sus compras de 400.000 barriles diarios a 200.000, lo que equivale a una pérdida de seis millones de dólares al día para Teherán. El Consejo de Cooperación del Golfo (Arabia Saudita, Kuwait, Qatar, Bahrein, Emiratos Arabes Unidos y Omán) acordó reforzar sus acciones defensivas y su ayuda financiera a Irak. Los 21 países de la Liga Árabe (con las excepciones de Siria y Libia), condenaron el pasado 20 de mayo a Irán por sus agresiones a barcos neutrales en aguas internacionales y omitieron toda alusión a similares acciones de Irak con el argumento de que éstas se estaban efectuando en zonas de guerra, en los alrededores de la isla de Kargh. También el Consejo de Seguridad de la ONU (con la abstención de Nicaragua) se puso contra Irán, y el 1° de junio le exigió que suspendiera el hundimiento de tanqueros en el Golfo.
La URSS, mucho más ladina que sus rivales, a tiempo que ordena a sus satélites abstenerse de condenar en los foros públicos a Irán, vendió a Irak una cantidad indeterminada de misiles SS-21 (no nucleares), con un alcance de más de 500 kilómetros. El Kremlin mantiene una flotilla de ocho navíos y tres submarinos a la entrada del Golfo, mientras que Estados Unidos, Francia e Inglaterra han destacado cerca de veinte embarcaciones, entre las que figuran los portaviones norteamericanos «Midway» y «Kitty Hawk».
La posición de la Casa Blanca y del Kremlin en torno al conflicto sigue siendo la de intervenir a través de terceros, a la espera de una oportunidad que les permita sacar provecho sin arriesgarse a una confrontación. Henry Kissinger declaraba no hace mucho que el desenlace más favorable para los intereses de Washington era que tanto Irán como Irak quedaran liquidados. A mediados de junio, Reagan dijo que la crisis del Golfo era más un problema para sus aliados europeos y japoneses que para Norteamérica, la cual prácticamente podía ir del petróleo de la región. Pero no debe olvidarse que el mandatario estadinense indicó que estaba dispuesto a intervenir en la guerra, siempre y cuando los países árabes del área se lo solicitaran; la Casa Blanca también ha insinuado el criterio de que cualquier acción bélica de su parte deberá ser secundada por los aliados de la OTAN. Aunque la crisis del Golfo les ha permitido a los Estados Unidos fortalecer sus vínculos con ciertos gobiernos árabes con los cuales comparte puntos de vista sobre la contienda, también se les han creado problemas serios que pueden tener consecuencias impredecibles. Tal es el caso de Kuwait, pequeño país de un millón y medio de habitantes y gran productor de petróleo. Dada su situación geográfica, este reino se halla, demasiado cerca del campo de batalla y cuatro de sus tanqueros han sido destruidos por ataques de la aviación iraní; Kuwait apenas cuenta con un ejército de 12.500 efectivos y unas pocas armas pesadas. Además, allí habitan casi 300.000 musulmanes de la secta shiita, muchos de los cuales simpatizan con la política del ayatollah Khomeini. En vista de tales problemas, el gobierno kuwaití solicitó a Estados Unidos una remesa de misiles tierra-aire del mismo tipo de los que el Pentágono había despachado a los sauditas. El veleidoso Congreso estadinense anunció que se opondría a dicha solicitud, debido a lo cual Kuwait suscribió con Francia e Inglaterra contratos por varios cientos de millones de dólares en armas. Y, más importante, determinó, por primera vez, negociar con la URSS la compra de tanques y misiles tácticos por una cuantía de 300 millones de dólares. «Esta es una magnífica oportunidad para que los soviéticos puedan fortalecer su posición en el Golfo», señaló un alto funcionario de Washington, mientras que en varias capitales europeas se expresaba alarma y desconcierto por el giro planteado en la diplomacia kuwaití ante la conducta errática de los legisladores yanquis. De la próxima visita que realizará el canciller ruso, Andrei Gromyko, a la nación árabe, dependerá en buena parte el rumbo que seguirá este asunto.
La guerra entre Irán e Irak ha resultado un formidable negocio para todas las potencias exportadoras de armamentos, precisamente cuando éstas atraviesan por una aguda depresión económica; el encarnizado combate en el Golfo constituye una salida parcial al estancamiento que sufren las economías occidentales, lo cual ha sido un factor importante para la prolongación indefinida de un conflicto que consume miles de millones de dólares mensuales en todo tipo de bienes. Mientras los dos contendientes dispongan de suficiente provisión de armas y equipos, será muy difícil que acepten una solución negociada. Falta ver si Khomeini se decide a lanzar su anunciada ofensiva final, de cuyos resultados podría depender la suerte de Irán e Irak, aunque ya es casi imposible que de esta guerra salga un verdadero triunfador. Terminada la hecatombe, los poderosos del Este y del Oeste se disputarán los despojos. Sin embargo, Irán sigue siendo la clave del problema, puesto que si llegara a darse el caso de que la URSS lograra ejercer su influencia en dicha nación, la correlación de fuerzas de la zona se vería alterada radicalmente y, por consiguiente, los peligros para la paz internacional aumentarían.