En 1983 tuvo que hacer el DANE toda suerte de malabares con la canasta familiar de los obreros para probar que la inflación llegó tan sólo al 16.7%. Con base en este porcentaje, el gobierno de Betancur fijó el ridículo 18.5 por ciento como tope a los incrementos salariales del sector estatal.
En realidad, ambas cifras envuelven un engaño, pues lo que llama el DANE “canasta mínima vital” conformada con los criterios del Instituto Nacional de Nutrición (INN), no obedece a un cálculo real. En las tiendas y plazas de mercado, como lo sabe cualquier ama de casa, siguen aumentando en espiral vertiginosa los precios de todos los artículos.
En tanto que de 1970 a esta parte los salarios nominales se han ido acrecentando hasta en un 1.000% para la industria manufacturera más avanzada, el salario real ha disminuido aproximadamente en un l0%, es decir, que con las remuneraciones actuales el trabajador adquiere hoy menos mercancías que hace unos trece o catorce años. De este modo la mayoría de los asalariados no consigue llegar siquiera al nivel mínimo de subsistencia. Para no hablar de la multitud de cesantes, cuyas miserables existencias se consumen en la inanición.
Tal es el resultado inmediato de la política de austeridad pregonada por el gobierno en el marco de la denominada «concertación». ¿Qué significa la palabreja? Que para los salarios se fijan mezquinos topes de aumento, mientras los precios siguen subiendo sin control en beneficio de los empresarios, y las cargas fiscales se manipulan en provecho de los grupos en el Poder. Si bien varios regímenes han dicho haber aplicado la concertación con el criterio de exigir por igual sacrificios a patronos y obreros, los sueldos tienden día tras día a ser menores en relación con las utilidades crecientes de los capitalistas. Los ingresos de los grandes financistas y accionistas se elevan sin cesar, mientras aparecen las empresas con pérdidas cuantiosas en sus balances anuales. El régimen del «cambio con equidad» pretende que sean los obreros los que carguen sobre sus hombros los efectos dañinos de la crisis y de las ganancias especulativas de la banca.
Para menoscabar los salarios, el Ministerio del Trabajo ha recurrido en los últimos dos años a ilegalizar huelgas, como en el caso de Puertos de Colombia; a autorizar, millares de despidos, como en las textileras de Medellín; a generalizar los contrapliegos en las negociaciones colectivas, como en la Caja Agraria; a hacer valer por sobre las conquistas sindicales el sistema de contratistas privados, como en Ecopetrol, y, en general, a volcar sobre la opinión pública una mendaz campaña de descrédito para mostrar a los obreros cual una «oligarquía de overol» que se queda con la ganancia de las empresas.
Por fortuna, tal como lo probaron Sittelecom, la Registraduría, los bancarios y el proletariado del sector oficial en las recientes movilizaciones, la clase obrera no se muestra dispuesta a transigir en punto tan vital ni a admitir mansamente índices tan mentirosos para sus reivindicaciones.