Después de violar innumerables veces las disposiciones de la Superintendencia Bancaria, de pasar repetidamente por encima de la ley, de valerse de sus nexos familiares con quien detentara el poder entre 1974 y 1978 para obtener prebendas en sus manejos financieros, el señor Jaime Michelsen Uribe, al igual que lo hicieran antes un Darío Correa de inversiones Oro o un Germán de la Roche de Central Financiera, decidió el 31 de diciembre último huir al exterior, al enterarse de que se le encarcelaría.
Con la exigencia hecha por el gobierno de que Michelsen se retirara de la dirección del Banco de Colombia, y con la orden de captura impartida por la justicia contra él y contra otros miembros directivos del llamado Grupo Grancolombiano, culmina un agitado período que se caracterizó por la salida a la luz pública de las mil y una estafas perpetradas durante la orgía financiera de los años recientes, y de las cuales no están exentos ni siquiera los bancos estatales Cafetero y Popular. Los autopréstamos, el agio, la especulación, las manipulaciones en la bolsa, etc., son el pan de cada día en los tinglados de las altas finanzas.
Fuera del ahorro privado, Michelsen Uribe supo utilizar los dineros oficiales, especialmente los que con largueza se depositaron en sus instituciones durante el mandato de su primo Alfonso, para construir un poderoso conglomerado que en la actualidad posee activos por más de 300.000 millones de pesos. Semejante emporio era manejado a través de una intrincada red de sociedades cuyos socios, además del propio financista en el exilio, son su esposa, sus hijos y algunos de sus secuaces. La administración Turbay Ayala le proporcionó también el máximo apoyo, y, por todos
los medios, evitó o empantanó las investigaciones que contra las empresas del grupo demandaron acerbamente los voceros de monopolios rivales con ocasión del sonado caso de los fondos Grancolombiano y Bolivariano y de otros turbios manejos.
Extenso prontuario criminal
Aunque la primera denuncia pública contra el Grupo Grancolombiano data de 1978, debido a la abusiva utilización de los recursos provenientes del ahorro privado con el objeto de adquirir otras empresas, las autoridades, a las que les correspondía la vigilancia y la aplicación de las respectivas sanciones, se hicieron las de la vista gorda y Michelsen continuó al frente del pulpo financiero agregando a su prontuario una refinada serie de violaciones a las normas que regulan las actividades económicas. Y así, en apenas un decenio, llegó a consolidar el más grande consorcio de compañías que haya conocido el país. Con el otro gran trust que lidera Julio Mario Santodomingo, también emparentado con López Michelsen, entró a saco en las empresas de la oligarquía de Medellín y entre ambos se apoderaron de varias de ellas. Para defenderse, los lesionados conformaron lo que se conoce con el nombre del «sindicato antioqueño». El creciente poderío de Michelsen y Santodomingo iba asimismo en detrimento de los monopolios que giran alrededor de Seguros Bolívar-Cemento SamperBanco de Bogotá, muy cercanos a los afectos de Lleras Restrepo y Pastrana Borrero.
El remezón financiero que se presentó a mediados de 1982 y que a partir de entonces llevó a la cárcel a varios banqueros, refleja indudablemente la aguda crisis que desde hace ya más de cinco años vienen soportando los sectores productivos.
Quienes después de 1960 lograron constituir los tristemente célebres «grupos financieros», estimulados por la legislación sobre la materia y favorecidos por sus personeros en los gabinetes ministeriales, se lanzaron a una desenfrenada carrera por el control de la industria. Especularon con la propiedad raíz y los valores bursátiles, dominaron el comercio exterior y, con la inmensa capacidad que les proporcionan las fabulosas sumas del ahorro privado y los dineros oficiales, sometieron la totalidad de la economía colombiana. Ante la quiebra de las actividades productivas, la lucha se agudizó entre los monopolios y entraron a destrozarse entre ellos mismos, saliendo favorecidos quienes contaban con un mayor poder político.
En 1978, siendo presidente de la República Alfonso López Michelsen, el Instituto de los Seguros Sociales le consignó a la corporación Granfinanciera 732 millones de pesos, provenientes de los aportes de los trabajadores al Fondo de Riesgos Profesionales. Con tan cuantiosa cifra, Jaime Michelsen incursionó en el mercado bursátil tras la Colombiana de Seguros (Colseguros), del «sindicato antioqueño», pero sin lograr controlarla, no obstante haber captado una voluminosa cantidad de acciones de esa compañía. Las cuales, a la postre, sí contribuyeron para que Santodomingo se adueñara definitivamente de Colseguros, como resultado de las usuales transacciones entre los dos grupos en ascenso y en desmedro de la plutocracia de Antioquia.
Otro de los tentáculos de Michelsen, Pronta, adquirió irregularmente una emisión especial de títulos del Banco de Colombia, pasando por encima de los demás accionistas y en especial de Eduardo Holguín, propietario del ingenio vallecaucano Mayagüez, y quien tenía prelación por haber hecho la primera oferta pública de compra. Cabe anotar que la aspiración de Eduardo Holguín por hacerse a la entidad bancaria se fundamentaba en el hecho de que meses atrás había recibido de Michelsen un buen paquete de acciones del Banco de Colombia a trueque de otras del Banco Industrial Colombiano (BIC). Pero con la maniobra señalada de acaparar las nuevas emisiones, Michelsen consolidó el dominio sobre su banco y, además, con la parte adquirida de Holguín en el BIC, pidió y logró un ventajoso rescate de la Suramericana de Seguros. Otro zarpazo al “sindicato”.
A principios de 1981 salió a la luz pública el escándalo de los fondos Grancolombiano y Bolivariano. Como es de amplio conocimiento, a través de ellos Michelsen no sólo obtuvo millonarias ganancias al renegociar los paquetes accionarios de sociedades como la Nacional de Chocolates con el «sindicato antioqueño», sino que estafó a miles de pequeños y medianos inversionistas con cuyos dineros manipuló el mercado bursátil. En estas transferencias especulativas se suplantó a personas y de nuevo se aprovechó dolosamente del ahorro privado.
Entre 1979 y 1980 el Banco de Colombia le concedió a la firma Grupo Grancolombiano S.A., uno de los entes fantasmales del grupo grancolombiano, 36 sobregiros, siendo el último de ellos por 1.100 millones de pesos. Con parte de estos recursos se atendió a los retiros de los esquilmados ahorradores de los fondos. La iliquidez del banco, producida por los sobregiros anteriores, la atendió rápida y eficazmente el gobierno de Turbay Ayala, al otorgarle, en una forma por demás irregular, un crédito extraordinario del Banco de la República por valor de 900 millones de pesos.
Instigada por las denuncias aparecidas en algunas publicaciones, la Superintendencia Bancaria adelantó, durante el año pasado, una investigación en el Banco de Colombia y comprobó que dicha institución venía otorgando créditos por sumas considerables a otras empresas del mismo grupo. En octubre de 1983 aquel organismo gubernamental exigió a los responsables de los autopréstamos que presentaran un plan acelerado de pagos de las mencionadas obligaciones, las cuales superan los 12.500 millones de pesos. Al mismo tiempo la Superintendencia demandó el cambio de las directivas del banco, iniciándose el desmonte del poderoso conglomerado. En esta forma, y sorprendiendo a muchos, el régimen betancurista desató su bien calculada arremetida contra el grupo Grancolombiano. No sólo tomaba descaradamente partido en la rebatiña entre los pulpos financieros, sino que sacaba a relucir una vez más su carreta demagógica de juez implacable de los desmanes de la banca y de protector de los dineros de los débiles.
Aunque hemos hecho un resumen muy sucinto de la tortuosa lucha de los monopolios, no cabe duda de que durante los cuatrienios de López Michelsen y Turbay Ayala el consorcio de Michelsen Uribe logró, bajo la sombra del Estado, su máximo desarrollo. Para que el más pujante de los conglomerados colombianos soportara después tan estruendoso descalabro fue necesario que se le infligiera primero una severa derrota, no en el ámbito económico, sino en el terreno político. Al ascender a la Presidencia de la República Belisario Betancur, cambian las preferencias del Ejecutivo hacia otros monopolios. No es de extrañar, pues, que el gobierno afiance al grupo Seguros Bolívar en el dominio del Banco de Bogotá, les entregue a Luis Carlos Sarmiento Angulo y a José Alejandro Cortés 5.680 millones de pesos del artificioso fondo de democratización de la banca, mientras que a Jaime Michelsen Uribe le ofrece un trato semejante al recibido por Félix Correa.
Las falacias de una democratización
La embestida de Luis Carlos Sarmiento Angulo, con la colaboración de Eduardo Holguín, contra José Alejandro Cortés, representante de los intereses de Seguros Bolívar y Cementos Samper, por la posesión del Banco de Bogotá, estuvo salpicada de toda clase de anormalidades, sin excluir los autopréstamos ni el manipuleo de la bolsa. Se conoció, por ejemplo, que la organización que gira alrededor de Seguros Bolívar recibió un préstamo en moneda extranjera con destino a ampliaciones industriales en Cementos Samper, y que al final, en medio del escamoteo por el control del Banco de Bogotá, se utilizó en la compra de acciones del mismo.
El gobierno de Betancur entra a mediar. Como Sarmiento Angulo no consiguió la mayoría en la junta directiva y tenía invertidos varios miles de millones de pesos en acciones con rentabilidad anual del 10 por ciento, a la vez que se encontraba pagando más del 40 por ciento sobre los créditos obtenidos, su única tabla de salvación consistía en encontrar un buen comprador para sus papeles y, además, que se los pagaran al contado. Y ese fue Belisario Betancur, quien en nombre de la democratización e investido de las atribuciones presidenciales, le ofreció un precio de 150 pesos por cada título.
La historieta fue así:
Con el engañoso nombre de Fondo de Democratización de la Banca, por resolución número 42 de la Junta Monetaria de abril de 1983, el gobierno de Betancur creó una cuenta en el Banco de la República con 10.000 millones de pesos. Este fondo, alimentado con emisiones primarias, le permitirá a ciertos sectores de la oligarquía financiera colombiana salir de los embrollos a que han llegado como consecuencia de la acérrima disputa por el apoderamiento de las empresas del país.
Luego, en el mes de julio del año pasado, el Banco Cafetero recibe en fideicomiso 63 millones de acciones del Banco de Bogotá, 39 millones aportadas por Sarmiento Angulo y 24 millones por Cortés, con el fin de colocarlas entre el público a razón de 150 pesos la unidad. Por ellas se le consignó al primero 3.627 millones de pesos y, al segundo, 2.232 millones, correspondientes a un anticipo de 94 pesos por cada acción Cuando el Banco realice la venta los dos magnates recibirán el resto.
La no despreciable suma de 5.860 millones de pesos; de dichas entregas, salió de los recursos del fondo recién constituido. Así se libró a Sarmiento Angulo de la bancarrota inminente; y a Cortés, el accionista mayoritario, además de habérsele entregado su buena tajada del ponqué, se le exoneró prácticamente de todos sus ilícitos.
Al escarbar en la hojarasca de la propaganda oficial acerca del saneamiento financiero, de la protección de los ahorradores, del severo acatamiento de la ley y de la democratización de la riqueza, se topa el investigador con que el supremo infractor es el gobierno y que sus agentes se han hecho también merecedores de expiar tras las rejas sus dolosas maniobras enderezadas a proteger los intereses de sus favoritos, tan voraces y lesivos como los monopolios destronados. Pero en medio del atolondramiento general hay un síntoma alentador. Muchos sectores, especialmente entre la masa asalariada, comienzan a captar que el régimen belisarista, fuera de enloquecerse con las lisonjas de sus áulicos, le encanta efectuar sus incursiones leoninas en el tenebroso mundo de los negocios.