Uno de los temas más trajinados en los últimos días ha sido el del nuevo tratado del canal de Panamá. Bogotá sirvió de sede el 5 y 6 de agosto pasados a una reunión de los jefes de Estado de México, Costa Rica, Jamaica, Venezuela, Panamá y Colombia, promovida por el mandatario panameño, con el objeto de presionar a los Estados Unidos en las postrimerías de las largas discusiones tendientes a lograr un acuerdo sobre la cuestión canalera.
La declaración de los seis gobiernos, que toca varios asuntos como la “desnuclearización” de la América Latina, Belice, “nuevo orden económico internacional”, café y otros, celebra los “significativos procesos” en las conversaciones entre Panamá y Estados Unidos, “que aseguren la pronta culminación del Tratado que ponga término a un rezago colonial en América y satisfaga la legítima e inaplazable aspiración de Panamá y recobrar su soberanía sobre la totalidad de su territorio”. El pronunciamiento igualmente destaca “los esfuerzos que han distinguido al jefe de Gobierno de panamá, General Omar Torrijos, en las negociaciones, así como el espíritu que ha guiado la conducta del Presidente Carter en el manejo de las negociaciones sobre el canal y su oportuna comprensión de las relaciones que existen entre el término feliz de tales negociaciones y el fortalecimiento de la amistad y la cooperación en el Hemisferio”. Cabe agregar aquí que en los elogios al presidente de los Estados Unidos, el que más se distinguió, como era de esperarse, fue el señor López Michelsen, quien, con júbilo reverente, dijo de Carter que, “prolonga en el tiempo la tradición de los grandes presidentes progresistas y humanitaristas del linaje de Lincoln y de Roosevelt”.
El aplauso de la gran prensa oligárquica no se dejó esperar, porque, en medio de tan espinoso problema, en el cual toda la razón le asiste a la hermana república latinoamericana, consiguió reiterar su complacencia con los imperialistas norteamericanos, a la vez que recomponer en algo la imagen deteriorada del prócer del “mandato de hambre”. Uno que otro órgano de izquierda, sin beneficio de inventario, también alabó la habilidad del inquilino de San Carlos para promover la causa panameña. Recordemos, sin embargo, que nadie ha superado la tenaz insistencia de López en pedir la debida consideración por la seguridad de los Estados Unidos en Panamá, y prohijar la recomendación de que para defender el Canal el concurso estadinense resulta indispensable. En este aspecto de la defensa y la seguridad, hasta donde más ha llegado el presidente colombiano en su respaldo al país vecino, es en aceptar que los bandos en conflicto, o sea, los colonizadores y los colonizados, deben actuar conjuntamente.
Al comentar los recientes incidentes del litigio que preocupa hondamente a Latinoamérica y en general a las naciones del Tercer Mundo, hay que tener muy en cuenta que el imperialismo norteamericano se sentó a la mesa de discusiones empujado por la heroica lucha del pueblo panameño. Las masas combativas e insobornables del istmo vienen exigiendo desde hace mucho que termine totalmente y para siempre el enclave colonial, mantenido durante tres cuartos de siglo. Ningún planteamiento jurídico o político, ninguna interpretación amañada de las normas que regulan las relaciones entre los países, puede convalidar la bárbara permanencia de los Estados Unidos en Panamá, ni su dominio o condominio sobre la Zona del Canal, ni mucho menos su tan alegado derecho a la defensa. La plena soberanía corresponde al pueblo panameño. Es lo que éste ha rubricado con su sangre ante la faz mundial y lo que ha respaldado la solidaridad internacional dada por pueblos y naciones. Sólo los argumentos de la fuerza bruta esgrimidos por un Estado poderoso frente a una pequeña república explican históricamente que Panamá vea aplazada la más sagrada de sus reivindicaciones.
Las modificaciones principales
Tras los continuos brotes de insubordinación del pueblo de la nación hermana, que por nada se resigna a vivir bajo la planta del agresor extranjero, los imperialistas aceptaron desde 1964 hacerle una revisión global al oprobioso tratado de 1903. El nuevo convenio ya fue firmado por los dos gobiernos, según los cables de las agencias noticiosas que acaparan en buena medida la atención de la opinión internacional. Sobre él se han vertido los más variados y encontrados conceptos, no obstante desconocerse su texto completo. Cuanto sabemos al respecto se limita a las informaciones adelantadas tanto por los norteamericanos como por los panameños. Aunque las versiones no coinciden plenamente y habremos de esperar para emitir un juicio más certero, sí podemos dar por ciertos los siguientes arreglos principales: 1) Se reconoce formalmente la soberanía de Panamá sobre la Zona del Canal, pero la protección y manejo de la misma serán compartidos hasta el final del siglo XX. 2) Aun después de revertir la franja a manos panameñas, en el año 2000, los Estados Unidos seguirán reservándose el privilegio de su defensa ante cualquier eventualidad. 3) Queda abierta la posibilidad de mejorar y ampliar el actual Canal, o construir otro, de común acuerdo. 4) Los Estados Unidos reconocerán una especie de indemnización, aumentarán el monto de los pagos anuales y concederán créditos a Panamá, como parte del ajuste económico.
Ignóranse en detalle las condiciones y la proporción en que concurrirán los dos países mancomunadamente en la administración y seguridad del Canal.
Y aun cuando se aceptan por seguro que las bases militares norteamericanas bajarán de 14 a 3, los imperialistas mantendrán una presencia bélica y una injerencia administrativa decisorias durante 23 años. De todo lo anterior se deduce, de un lado, que desaparece la cláusula del control a perpetuidad de los Estados Unidos sobre la Zona, incierta en el viejo tratado, y del otro, que la influencia determinante del imperialismo norteamericano continua garantizándose por cerca de un cuarto de siglo, así como se consigna sin límites su atribución a inmiscuirse militarmente en Panamá después de dicho plazo. El nuevo compromiso a que se llegó difiere por un tiempo relativamente largo exigencias fundamentales del pueblo panameño y prolonga el conflicto de esta nación con los tiburones colonialistas. La contradicción, por tanto, prosigue, y seguramente en forma más aguda, ya que los anhelos libertarios de Panamá se han hecho cada vez más firmes y conscientes y los opresores extranjeros, a su turno, como lo indica la experiencia revolucionaria de la época, no aflojarán la presa voluntariamente. El propio General Torrijos ha reconocido que el nuevo tratado será para su país una “piedra en el zapato”.
Otra consideración que falta por hacer es la de que el convenio requiere aún para su vigencia la aprobación del Senado de los Estados Unidos y de un plebiscito popular en la república hermana. A pesar de que la lucha panameña goza de enorme simpatía entre el pueblo estadinense, los círculos imperialistas han montado una recia campaña, dirigida a intimidar a Latinoamérica y a propalar el falso criterio de que para Washington es un indescriptible sacrificio abandonar el tratado de 1903. Ello supone dificultades en cuanto a la ratificación, máxime cuando se necesita en la mencionada corporación una votación calificada de las dos terceras partes. El futuro inmediato traerá importantes acontecimientos que reflejarán el fondo del asunto. De una cosa si estamos convencidos: Panamá encontrará el camino de su independencia absoluta y sus gritos de combate repercutirán hasta en los más alejados rincones del planeta. Hagamos hoy un breve recuento de la historia del Canal, que configura una de las más infamantes agresiones en nuestro continente.
El Istmo, un bocado apetecido
Durante el siglo XVI, españoles, ingleses y portugueses vieron la conveniencia de acortar la comunicación entre el Océano Atlántico y el Pacifico a través de Panamá, en busca de rutas fáciles para el oro del Perú y las especias del Oriente. No obstante, los primeros estudios científicos del istmo solo fueron realizados a comienzos del siglo XIX por Humboldt. Y para 1850, la cuestión de una vía interoceánica se había convertido para los Estados Unidos en una obsesión, por la cual venían intrigando y buscando el momento oportuno para caer sobre la codiciada victima.
En 1846, los diplomáticos norteamericanos negociaron con la Nueva Granada, de la que formaba parte Panamá, un Tratado General de Amistad, Comercio y Navegación, llamado Mallarino-Bidlack. En él se estipulaban franquicias y privilegios para el gobierno y los ciudadanos estadinenses respecto al tránsito por el Istmo. A cambio, los Estados Unidos “protegerían” los derechos de soberanía y propiedad de la república latinoamericana sobre esa provincia. Al dar en custodia tales derechos, nuestro país no hacia otra cosa que cederlos. Mientras Panamá conformaba el mapa de Colombia, la infantería de marina yanqui efectuó 11 desembarcos, entre 1856 y 1903, con el pretexto de preservar neutral la vía entre los dos océanos.
En 1848, el gobierno colombiano firmó con un grupo de capitalistas norteamericanos el contrato para la construcción de un ferrocarril que uniera las dos costas panameñas. Su artículo 6º. Estipulaba que durante los 9 años de privilegio exclusivo otorgado a aquellos negociantes, las autoridades nacionales no podían hacer por sí otra línea férrea, ni abrir ningún canal marítimo, ni conceder a compañía alguna la facultad de establecerlos. En 1867 se convino un nuevo contrato que preceptuó que las indemnizaciones a que hubiere lugar por parte de la firma que emprendiera la apertura del canal interoceánico a través del Istmo, se repartirían entre la sociedad del ferrocarril y el gobierno de Colombia. Pero la Compañía Universal que inició la obra, burló esta disposición y no retribuyó en nada al país, debido a que se había hecho propietaria en 1861 de la empresa ferroviaria, y con ella del derecho de concesión.
Colateralmente, en 1901, mediante el Tratado Hay-Pauncefote, Inglaterra renunció a sus pretensiones sobre Centroamérica, y los Estados Unidos tuvieron de ese modo el camino libre para adelantar sus propósitos de construir el canal bajo su hegemonía.
Las vicisitudes del proyecto
La “Nueva Compañía del Canal de Panamá”, consorcio francés creado en 1894, se constituyó sobre la bancarrota de la “Compañía Universal del Canal Interoceánico”, y también francesa, que quebró después de haber excavado 60 millones de metros cúbicos de tierra y haber invertido 262 millones de dólares. La “Nueva Compañía” no buscaba construir el canal sino vender a Estados Unidos la concesión que había adquirido y que vencería en 1904. La compañía hizo, en 1901, el ofrecimiento de traspasar sus prerrogativas al gobierno norteamericano, a cambio de 40 millones de dólares.
El 28 de junio de 1902, el presidente Theodore Roosevelt quedó autorizado por el Senado de su país para comprar la concesión y obtener de Colombia, a un precio “adecuado”, una zona de 6 millas de ancho (más de 9 kilómetros) entre las ciudades de Panamá y Colón.
Los gobernantes colombianos tenían que dar su consentimiento para poder hacer efectivo el endoso de los derechos de la compañía francesa. Jhon Hay, secretario de Estado, adelantó las negociaciones. El documento que se puso a estudio del parlamento colombiano es el conocido Tratado Herrán – Hay, que entregaba invaluables privilegios a los Estados Unidos. Como el Congreso hiciera reparos, Roosevelt, agitando su “Gran Garrote”, vocifero: “Esas despreciables criaturillas de Bogotá deben comprender de que modo están comprometiendo su porvenir”. El 17 de marzo de 1903, el Senado norteamericano aprobó el tratado; el 12 de agosto, el Congreso colombiano lo rechazó.
El zarpazo imperialista
Tres meses después de la negativa al tratado Herrán-Hay, empezó la confabulación separatista yanqui del departamento de Panamá. El aventurero francés Phillipe Bunau-Varilla, uno de los principales accionistas de la “Nueva Compañía del Canal”, y el Departamento de Estado de Roosevelt armaron toda la tramoya. Estados Unidos suministró dinero y apoyo militar a la Junta Provisional fantoche de Panamá, y el 3 de noviembre de1903, Bunau –Varilla proclamó la “independencia” del Istmo. El día 6 a vuelta de correo, llegó el reconocimiento norteamericano. El negociante francés fue nombrado representante diplomático ante Washington. Faltaba menos de un año para que pasaran gratuitamente a Colombia todas las concesiones hechas a los constructores del Canal.
El 18 de noviembre se suscribió el tristemente célebre Tratado Hay-Bunau-Varilla o “Convención para la construcción de un Canal Navegable”. Las garantías de este pacto no tienen fronteras: se otorgaron a perpetuidad a los Estados Unidos “el uso, ocupación y control” de una zona de 16 kilómetros de ancho y otras tierras que pudieran ser necesarias para la construcción y conservación del Canal, además de las islas de la Bahía de Panamá; se cedieron todos los derechos, poder y autoridad en la zona, “los cuales poseerán y ejercitarán los Estados Unidos como si fuera soberanos del territorio… con entera exclusión de la República de Panamá”. Los norteamericanos mantendrían el orden público en las ciudades de Panamá y Colón y sus territorios y bahías adyacentes en caso de que, a su juicio, Panamá fuera incapaz de hacerlo.
Ratificado por la Junta de Gobierno títere de Panamá el 3 de diciembre de 1903, y por Estados Unidos en febrero del año siguiente, éste es el tratado cuyas afrentosas condiciones ha tenido que soportar el pueblo panameño durante los últimos 74 años. Desde entonces ha padecido la permanente violación de su soberanía por parte del imperialismo norteamericano, que dividió en dos el país con una faja colonial llamada “Zona del Canal”, en la cual los nacionales han sido extranjeros en su propia tierra.
El 15 de agosto de 1914 se inauguró el Canal. Costó 365 millones de dólares, sin contar los 10 millones pagados a Panamá como “compensación” y la compra de los derechos a la compañía francesa. La vía tiene una longitud de 82 kilómetros de costa a costa. La Zona del Canal ocupa una superficie de 1.657 kilómetros cuadrados, es decir el 2% de la superficie total de la República de Panamá. En la actualidad transitan por el Canal más de 15.000 buques al año. Los amos norteamericanos acantonan allí más de 10.000 soldados en 14 bases militares, avaluadas en 4.000 millones de dólares, y sostienen numerosos centros de entrenamiento contraguerrillero para toda América Latina. Las tropas yanquis superan en número las unidades de la Guardia Nacional panameña. En todo este tiempo los Estados Unidos han sacado del Canal ganancias más que excesivas a sus inversiones, al tiempo que han tratado de acallar la indignación del pueblo del Istmo con aumentos pírricos en las cuotas anuales de compensación.
Denodada resistencia a la agresión
La historia del Canal no se compone sólo de tratados y negociaciones. Los imperialistas han recurrido sistemáticamente a los marines y a los barcos de guerra para perpetuar su dominio. Panamá se separó de Colombia bajo el tutelaje de la armada norteamericana. El 3 de noviembre de 1903, el acorazado Nashville, repleto de soldados, bloqueó la acción del ejército colombiano.
Entre 1906 y 1920, los efectivos militares de la potencia del Norte estacionados en la Zona del Canal, invadieron en cuatro ocasiones el resto del territorio panameño para “supervisar” las elecciones nacionales.
Desde la fundación misma de la República este país de menos de dos millones de habitantes lucha infatigablemente contra la ocupación extranjera del suelo patrio. El 12 de octubre de 1925 los panameños se lanzaron a las calles de la capital para reclamar la abolición del Tratado de 1903, y en la Plaza de Santa Ana entregaron su vida decenas de patriotas ametrallados por la soldadesca agresora. En 1947 se repitieron las protestas, y en 1958 y 1959 gigantescas manifestaciones estremecieron el país de un extremo a otro.
El 9 de enero de 1964, en Ciudad de Panamá, estudiantes y trabajadores irrumpieron en las posesiones estadinenses e izaron la bandera nacional en pleno corazón del ominoso enclave colonial. El ejército norteamericano abrió fuego contra los manifestantes asesinando a varios de ellos. El pueblo enfurecido se tomó las calles y en violentos combates expresó su repudio a la opresión imperialista. Fueron tres días de sangre y muerte en que perecieron 21 panameños y más de 500 quedaron heridos.
Ferdin Jaen, caído en 1925, Sebastián Tapia, en 1947, y Asacanio Arosemena, en 1964, son sólo algunos de los valerosos luchadores por la independencia de su país, a los cuales rinde homenaje emocionado el pueblo hermano en todas sus batallas.
Panamá cuenta con el respaldo incondicional de los pueblos de América Latina y el mundo entero en sus justas reclamaciones. El pueblo colombiano y el MOIR han apoyado también al pueblo panameño y a su gobierno en la lucha por su emancipación completa, plena soberanía, cabal autodeterminación e integridad territorial, así como por la neutralidad y desmilitarización del Canal.
El nuevo Tratado
A raíz de los sangrientos hechos de 1964, los gobiernos de Estados Unidos y Panamá acordaron concertar un nuevo pacto que considerara las cláusulas lesivas del tratado Hay-Bunau-Varilla.
En 1973, luego de varias rupturas de las negociaciones y cuando aún no se habían logrado mínimos acuerdos, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunió en Panamá, y todos sus miembros, a excepción de los Estados Unidos, coincidieron en la urgencia de abrogar el convenio de 1903 y sus enmiendas; celebrar uno totalmente nuevo; respetar la soberanía panameña en todo su territorio; acabar con la Zona del Canal como área de jurisdicción norteamericana y restituírsela a Panamá, dejando a su arbitrio la exclusiva responsabilidad por el eficiente funcionamiento de la vía interoceánica.
Desde aquella reunión han transcurrido cuatro años. A principios de agosto, durante el encuentro de los seis mandatarios en Bogotá, se supo que la fórmula de ajuste estaba prácticamente lista. El articulado no ha sido dado todavía a la publicidad, como dijimos atrás, y las observaciones esbozadas en esta crónica solo se basan en los adelantos hechos por las fuentes panameñas y norteamericanas. Mientras tengamos la oportunidad de conocer el documento definitivo, que duró 13 años elaborándose, queremos reiterar lo que sostuvimos hace cerca de dos años: “Ni con el alegato de la protección de su seguridad, ni bajo ningún titulo legítimo, al imperialismo norteamericano le está permitido reclamar su intervención en Panamá o en cualquier otro país del globo. Únicamente en el código de la piratería internacional se registra ese inaudito derecho a trasladar tropas, levantar bases militares y mantener jurisdicción en tierras ajenas como lo hace el gobierno de Washington en los cinco continentes. Es la seguridad de Panamá la que ha estado permanentemente amenazada con la presencia del ejército norteamericano. El pueblo panameño lo que exige es soberanía plena en cada palmo de su geografía. El Canal se halla dentro de sus fronteras y al pueblo panameño y a su gobierno les corresponde por consiguiente su indiscutible control”.