* Más de 100 muertos en la peor tragedia laboral del país
* Numerosas delegaciones sindicales en el sepelio
* Francisco Mosquera y Jaime Piedrahita Cardona acompañaron a los mineros
“Para Industrial Hullera y el gobierno la vida de un minero vale menos que un bulto de carbón. Durante no sé cuantos años exigimos mejoras en las condiciones de trabajo y buen mantenimiento para carrileras y malacates. Permanentemente hemos demandado de las autoridades laborales que hicieran cumplir las disposiciones sobre salud ocupacional, que inspeccionaran los socavones y comprobaran su pésima ventilación. Jamás nos escucharon. Hoy nos matan a más de 100 compañeros y encima nos echan la responsabilidad; aquí los únicos culpables son ustedes”, exclamó enfurecido Hernán Taborda, presidente del Sindicato de la Industria Minera de Antioquia, cuando el administrador de la mina Villa Diana pretendió señalar a los trabajadores como causantes de la explosión de gas grisú, acaecida el pasado 14 de julio, en la que perecieron calcinados y asfixiados más de 100 mineros de Amagá.
Una mina cementerio
Industrial Hullera, propiedad de los más grandes consorcios industriales de Antioquia como Coltejer, Fabricato, Pilsen, Cementos El Cairo, Cementos Argos, Tejicóndor y Vicuña, es una de las principales productoras de carbón en Colombia y extrae cerca del 40% del tonelaje total del departamento. No obstante que sus dueños la catalogan como el yacimiento más tecnificado y moderno del país, Industrial Hullera carece de equipos de salvamento, tiene un flujo de aire cinco veces inferior al necesario, su elevada temperatura interior sobrepasa los límites máximos exigidos por las normas internacionales de seguridad.
Pero las “garantías” brindadas por los amos del carbón a sus esclavos asalariados son todavía más aterradoras. Laborando en jornadas de ocho, diez, doce horas, los mineros escarban las entrañas de la tierra acosados por el calor, semidesnudos, hambrientos, privados de la luz solar durante meses, hostilizados por los caporales y perseguidos por los empresarios cuando claman justicia. Este arriesgado trajinar lo adelantan los obreros en insalubres y deficientes condiciones de trabajo: túneles que no poseen instrumentos de detección de gases, ni sistemas de escape en caso de incendio o derrumbe, ni controles de humedad y de aire enrarecido.
Por otra parte, sin asistencia médica, sometidos al infame sistema de contratistas que los despoja de sus prestaciones sociales, los mineros de Amagá viven y luchan su existencia de zapadores insomnes condenados a la miseria por una reducida mafia de capitalistas. Con razón, los trabajadores llaman a Industrial Hullera la mina cementerio.
Mitin en la madrugada
En los días previos a la tragedia, los mineros venían denunciando en mítines y reuniones la falta de seguridad y las reiteradas violaciones empresariales a la convención pactada, al término de una victoriosa huelga de 53 días, en marzo del presente año.
El 26 de junio aprobaron lanzarse a un paro indefinido si el monopolio hullero rechazaba las reclamaciones formuladas por la organización sindical, en el sentido de dar estricto cumplimiento a lo firmado por las partes.
Precisamente, en la madrugada del fatídico 14 de julio, la junta directiva del sindicato, cuya entrada a las instalaciones estaba proscrita por la gerencia, presidió una reunión de protesta junto a la boca mina de Villa Diana, en lo cual los trabajadores acordaron no laborar horas extras, ni el domingo 16 ni el miércoles 20, feriado nacional, con el fin de repudiar la política antiobrera de la compañía. Acudieron ante el administrador y le advirtieron sobre los notables aumentos de temperatura registrados en la mina. Este, indiferente a las quejas de los explotados, respondió amenazante: “Trabajen, a mí lo único que me interesa es la producción”.
A regañadientes, los hombres penetraron en la insegura mina para relevar a sus compañeros del primer turno de la madrugada, de tal forma que, cuando se encontraban dentro de ella los trabajadores de las dos jornadas, ocurrió la brutal explosión en los socavones del manto uno.
El amargo amanecer de Amagá
A eso de las cinco de la mañana, una incandescencia letal restalló en los pasillos de la excavación, sembrando desolación y ruina a lo largo de las galerías principales. Una llamarada recorrió en un santiamén todos los vericuetos de la mina. Las vías de acceso quedaron taponadas, los cápices de los techos se derrumbaron y las rocas sepultaron a los desguarnecidos mineros. La banda transportadora, repleta de cisco, se paralizó por el corte instantáneo de la energía eléctrica y el gas se propagó como una mortaja por pozos y salones de Villa Diana y el Silencio. Para los habitantes de Amagá el más amargo día había despuntado.
Inválidos y menores laborando
Entre los cadáveres ennegrecidos que alcanzaron a ser extraídos de la mina antes que la empresa suspendiera definitivamente el rescate, se contaba el de Hernando Acevedo, sordomudo, de apenas 16 años, hijo del viejo minero Tocayo Acevedo.
El inválido era uno de los menores de edad que Industrial Hullera, en su avara crueldad, engancha sin control ninguno para el arduo laboreo de la minería, con paga muy inferior a los salarios vigentes, directamente o a través de arrendatarios. Desde tiempo atrás el sindicato ha denunciado esta política, sin que hayan valido sus protestas para que los rapaces dueños de la mina la suspendan.
Negligencia criminal
El grisú es fundamentalmente una mezcla de metano y oxígeno, de gran poder detonante.
Hay dos métodos conocidos en Colombia para detectar su presencia. La lámpara Davis, que funciona mediante el reavivamiento de su llama ante el gas. Y el metanómetro, instrumento de medición más avanzada. Pues bien, en Industrial Hullera no emplean ninguno de los dos. Hasta una crónica de El Tiempo, julio 24 de 1977, revela esta gravísima situación: “Se afirma que hasta hace aproximadamente cinco años existían en la mina ocho o diez lámparas, que servían para que un capataz y dos ayudantes bajaran a los socavones a inspeccionar y detectar el grisú. Si las lámparas Davis se hubieran utilizado la noche del 14 de julio, no habrían muerto 86 mineros”. Y para completar se cita al minero William Zapata: “Las lámparas de seguridad Davis se están enmoheciendo en las bodegas de la compañía porque solo las sacan cuando llegan las inspecciones del Ministerio del Trabajo”. Es comprensible, entonces, cómo sobrevino la catástrofe que hoy enluta a una población entera y a la clase obrera colombiana.
Lágrimas de cocodrilo
Conocidas las primeras informaciones acerca de la hecatombe, familiares y compañeros de los trabajadores emprendieron la dolorosa tarea de rescatar los cadáveres. A la cabeza de estas labores estuvieron los miembros de la junta directiva del sindicato que, paradójicamente, salvaron sus vidas debido a las medidas persecutorias de la empresa que los había suspendido durante varios días.
Horas después aparecieron en Amagá las primeras brigadas de socorristas, bomberos, policías y soldados, pertrechados de inadecuados y obsoletos equipos de salvamento. Y detrás arrimó la caravana de la hipocresía.
El gobernador y sus secretarios prometieron ayudar a los damnificados, construir un barrio para las viudas y los huérfanos, abrir una “exhaustiva” investigación y, sobre todo, poner a funcionar prontamente la mina. Pero por experiencia los trabajadores saben que a la hora de la verdad los patronos remueven la tierra y cielo, compran funcionarios venales, para brindarles a las viudas y a los huérfanos las indemnizaciones a que tienen derecho. Un buen número de compañeros muertos fue empleado a través de contratistas, quienes ya están pregonando que no tienen dinero para atender las obligaciones originadas en la tragedia. Por ello, las gentes de Amagá han recibido indignadas las lágrimas de cocodrilo de sus explotadores.
En cada puerta un soldado
El mismo día de la catástrofe, sin importarle la enorme pena de Amagá, el Ministro del Trabajo sólo se preocupó de que la industria antioqueña tuviera garantizado el suministro del carbón y en tal sentido dirigió un mensaje al gobierno seccional, urgiendo la inmediata militarización del municipio para asegurar la producción del mineral. En esa afrentosa comunicación el alto funcionario no tuvo siquiera una palabra sobre la pérdida de tantas vidas útiles y honradas.
Un joven minero recriminó en varias oportunidades a la Defensa Civil la presencia de personal armado en las galerías. El coronel al que me quejé por semejante procedimiento me impidió entrar a la mina. Joven, me dijo, de turismo no se necesita a nadie. Le contesté, “ustedes son los que van de turismo hacia el núcleo de la tierra. Deje entrar a mis compañeros que ellos si se rayan la piel y usted no”.
Las calles de la población fueron patrulladas por piquetes militares y las instalaciones de la mina encomendadas a la tropa. En cada cuadra de Amagá hubo un velorio y en cada puerta un soldado.
Heroicas acciones proletarias
El coraje y la congoja producidos en los mineros por la desaparición de sus compañeros, indujo a muchos de ellos a efectuar actos de extrema intrepidez. Francisco Madrid, antiguo militante del MOIR, se adentró al tajo con la esperanza de encontrar vivo a alguno de sus camaradas. Provisto de una pequeña botella de oxígeno, apenas suficiente para 15 minutos, descendió seguido por el entibador Arnoldo García, quien explica lo acontecido: “Ya estábamos de regreso cuando vi a Pacho Madrid que caía. Perdió la mascarilla y la botella se le rompió. Comenzó a gesticular desesperadamente. Con ese calor, con ese humo, bajitico, azul, ¿quién podía salvarse? Caminé anestesiado casi por completo. Un compañero me echó a sus espaldas y me sacó. Al otro día, estando nosotros en el entierro común, supimos que habían recuperado el cadáver de Pacho. Había entregado su vida heroicamente.
En el horroroso desastre fallecieron también los recordados militantes y activistas del MOIR Roberto Quintero, Javier Trujillo, Gustavo Vélez, Ramiro Ángel. Francisco Valencia, Libardo Florez Macías, Luis Posada, Orlando Marín, Luis Eduardo Restrepo, Fabio Álvarez, Juan Castaño, José García, Emilio García Castañeda, Pedro Pablo Marín y otros.
Multitudinario y emocionado sepelio
Más de 20.000 personas entre familiares, amigos, allegados y gentes del pueblo de Amagá se concentraron desde el medio día del viernes 15 de julio frente al atrio de la iglesia, para testimoniar sus sentimientos de dolor, indignación y solidaridad. Decenas de ataúdes fueron alineados en una impresionante ceremonia en un costado de la plaza. Pancartas rojas y negras en las que se leía: “Compañeros caídos, “Vuestro silencio es grito de combate” y “La sangre y sudor mineros son riqueza para Hullera”, “Gloria eterna a los compañeros caídos”, fueron extendidas al frente de los féretros. Coronas de flores, entre las que se destacaba la enviada por el camarada Francisco Mosquera a nombre de la dirección y la militancia del MOIR, cubrían los catafalcos. Delegaciones del Frente Sindical Autónomo de Antioquia (FSA), organización a la cual está afiliado el sindicato minero, de Fecode, Sittelecom, Fedeta, Utran-UTC y el Bloque Sindical Independiente de Antioquia, presidían el acto, en medio del adolorido silencio de la multitud.
Francisco Mosquera en Amagá
El viernes 15 de julio en las horas de la mañana el secretario general del MOIR, camarada Francisco Mosquera, ligado por las batallas de muchos años a los mineros, se presentó en Amagá junto con el compañero José Roberto Vélez, dirigente nacional de ANAPO, para expresar a los trabajadores las condolencias del Frente por la Unidad del Pueblo. Concurrieron también Carlos Virgen, secretario regional de ANAPO, y el escritor Jairo Aníbal Niño.
Dos días después el candidato presidencial del Frente por la Unidad del Pueblo, Jaime Piedrahita Cardona, y su esposa Amparo Echavarría de Piedrahita, visitaron a los obreros y los acompañaron en su pesar. Con ellos estuvo de nuevo Francisco Mosquera. Asimismo, Jaime Jaramillo Panesso, Carlos Virgen y dirigentes regionales de la ANAPO y el MOIR.
El gobernador no pudo hablar
Culminados los oficios religiosos le correspondió intervenir a Hernán Taborda, en representación de los trabajadores. Las autoridades, temerosas de que el pueblo amagacita escuchara de boca del líder obrero la verdad, intentaron boicotear sus palabras y apagaron el equipo de sonido en el preciso momento en que denunciaba la absoluta y exclusiva responsabilidad de la empresa y el gobierno. Las cadenas radiales interrumpieron también sus transmisiones. A los gritos de “Dejen hablar a Taborda” y “los asesinos lo quieren acallar”, la iracunda muchedumbre respaldó al dirigente.
Cuando Taborda terminó su alocución, el gobernador de Antioquia pretendió dirigirse a los presentes. El gentío, ofendido por la desfachatez del representante oficial, inició la marcha fúnebre con sus muertos, sin escucharlo. Banderas enlutadas y ramos de flores de numerosos sindicatos y partidos de izquierda secundaron a los dirigentes mineros hacia el cementerio.
Ya en la cripta central, un cabo del ejército quiso desplazar al compañero Taborda del sitio que le correspondía. Entonces, la incontenible masa obligó a los esbirros a retirarse. “Aquí manda el compañero Taborda”. “Este es nuestro dolor, fuera los asesinos” y “Tóquenlo y verán como se daña esto”, grito la multitud. Enseguida, con altivas y conmovedoras frases el presidente del sindicato brindó un postrer adiós a sus hermanos de clase y solicitó un minuto de silencio en honor a los caídos. Consignas antigubernamentales y antipatronales retumbaron por todo el cementerio.
Un homenaje nacional a la memoria de los mineros muertos en Villa Diana, programado por el sindicato para el domingo 24 de julio, fue arbitrariamente suspendido por el gobierno.
Este desastre, uno de los más grandes ocurridos en veta alguna del mundo y el peor que recuerde la historia de la producción en Colombia, es una muestra fehaciente de los feroces excesos de los explotadores y de su voraz afán de enriquecimiento a costa del sudor, la salud y la propia vida de los hijos del proletariado, únicos verdaderos forjadores de toda la riqueza social. Por ello en todo el país se ha levantado un clamor que condena a los responsables del crimen de Amagá y que exige que esta deuda de sangre sea cancelada.