El miércoles 28 de julio, cuando el pueblo de Bucaramanga se lanzaba a las calles, en su segunda semana, a protestar contra el alza en las tarifas de transporte, caía asesinado Pedro Vicente Rueda Montañez. Un balazo disparado a sangre fría por un militar destrozó su cerebro. Exaltamos la memoria del compañero, militante del MOIR, quien sacrificó su vida en defensa de una causa justa.
A los 18 años, Pedro Vicente ya se había distinguido por su modestia y sencillez, por su abnegación y espíritu de sacrificio; obligada a su cuerpo enfermo a realizar agotadoras jornadas de labor revolucionaria. El día en que su vida fue cegada unas vendas improvistas cubrían sus piernas. Todavía estaban frescas las heridas de recientes luchas.
Vivía con su madre y sus hermanos menores en el barrio Nariño, en una humilde casa amenazada por la erosión. Su madre, Ana Montañez de Rueda, sacrificada vendedora callejera de empanadas recuerda como él “se encaprichaba más contra el gobierno”, cada vez que ella era víctima de un atropello de la policía: “Antes me oponía a sus ideas por temor a que le ocurriera algo malo, ahora pienso como él pensaba”.
Hijo de un obrero, y aprendiz de sastrería. Pedro Vicente estudiaba por las noches en el Tecnológico Santandereano. Los agobios de su familia y de su pueblo, forjaron su temple de rebelde, cimentaron su odio de clase y lo convirtieron en un militante de la revolución, íntegro y sin tacha: en mayo de este año, cuando el gobierno departamental decretó al lugar zona erosionada de emergencia, en compañía de otros vecinos se dirigió a la alcaldía y allí, ante el secretario de gobierno, culpó a la administración publica del estado en que se encontraba su barrio, señaló al gobierno como el único responsable de la situación de miseria del pueblo y le advirtió al funcionario que se jugarían la vida si intentaban arrojarlos a la calle.
La noche de su muerte, los militantes, temiendo la ira popular, estuvieron asediando a Ana de Rueda para que les entregara el cadáver. Esta mujer de 60 años, viuda y con el cuerpo doblado por los sufrimientos y las condiciones de pobreza en que vive, rechazó todas las propuestas: “Yo no vendo a mi hijo y mucho menos después de muerto. Y si ustedes no me dejan velarlo –les dijo a los oficiales- lo entrego a los estudiantes para que esté entre sus compañeros”. Ella ha heredado su voluntad fuerte y proletaria de su hijo. El odio por los asesinos de Pedro Vicente transformó su pena en una fortaleza de orgullo: “Mi hijo murió –les ha dicho a los militantes del MOIR- debiendo una cuotas. Voy a trabajar para pagarlas. El habría hecho lo mismo de haber sido yo quien ahora faltara”.
La humilde vendedora ya no es la misma de antes: “Dios me favorezca, pero quisiera tener delante de mí al hombre que mató a mi hijo y que me dijeran: ese fue! … Dios me perdone!”.
Porque la sangre de los mejores hijos del pueblo no corre en vano, miles de jóvenes como él tomarán en sus manos las banderas que Pedro Vicente empuñó hasta el sacrificio, para luchar por una patria independiente y próspera, sin amos ni señores.