En los últimos meses de 1975, miles y miles de ribereños a lo largo de la cuenca de¡ río Magdalena vivieron noches y días infernales de terror, lo perdieron todo, ranchos y enseres, sembrados y cosechas y animales y quedaron a la deriva, con el agua putrefacto de ¡acreciente al cuello, sin tener a dónde ir, sin nada qué comer ni con qué pagarse la peor ración, viendo cómo las aguas se retiran y bajo el cielo de verano se aposentan, espantosas, hambre, miseria y pestes, olvidados de dios y del gobierno.
Desde 1916, recuerdan los más viejos, no se presentaba una creciente de tan vastas proporciones como la del año pasado. A partir de octubre el gran río se agigantó hasta rebasar las señales de otros inviernos y días después se salió de madre, arrasando con pueblos y corregimientos, tragándose islas enteras, descuajando plantaciones, arrasando con todo lo que los pobres habían podido parar en sus playones y aún entre sus aguas.
Las pérdidas, de centenares de millones de pesos, son exactamente incalculables. Sólo por los enconados y titánicos esfuerzos de los pueblos ribereños las pérdidas humanas y materiales no fueron más catastróficas. El gobierno, cruzado de brazos, se limitó a acusar a todos los colombianos de haberse desentendido del río. Con cuentagotas, repartió unos mendrugos de su botín con los que especularon sus caciques, comprando votos entre lo revuelto por la creciente.
En Río Viejo, corregimiento de Morales, los habitantes debieron retener al presidente de la asamblea de Bolívar para presionar el envío de auxilios. En otros municipios los damnificados invadieron a la fuerza las escuelas para tener dónde dormir. En los primeros días de la tragedia los enviados del gobierno repartieron exiguas raciones de alimentos descompuestos que muchas veces los ribereños tuvieron que arrojar a los cerdos. Después nunca volvieron. Centenares de niños han muerto y siguen muriendo por las epidemias que fermentó la creciente. Médicos no se ven por parte alguna y cuando aparece uno, no hay drogas, o las pocas que se enviaron no se reparten.
Con dolor y rabia, los habitantes del río señalan al único gran culpable: el gobierno. Las crecientes no son un mal repentino. Desde hace muchas décadas, se repiten cada vez con mayor fuerza y caudal, dos veces al año, por los meses de mayo y octubre. Nunca gobierno alguno se ha interesado por buscar una solución a este tremendo mal y el Magdalena, corazón y fuente de riqueza de Colombia, se convirtió en un gigantesco y amenazante apéndice putrefacto, envenenado por residuos industriales y aguas negras que han eliminado especies enteras de su fauna. La «subienda» retrocede cada vez más lejos e incluso lagunas y ciénagas están ya contaminadas. En el Cauca, mayor afluente del Magdalena, la situación no es menos trágica.
La Dorada se desploma
La creciente de finales de 1975, considerada la más grande y destructora del presente siglo, dejó huellas de miseria en todo el curso del río. La Dorada y Puerto Salgar son víctimas de la erosión y el mordisqueo de la corriente y en los barrios populares hiladas de casas se desploman sobre el río. Con la creciente del año pasado, miles de habitantes de estos pueblos quedaron desahuciados para ser arrastrados por la próxima.
Al otro lado del río, frente a donde decenas de familias saben que les queda menos de un año con techo, se encuentra la base militar de Palanquero, perfectamente protegida por el río con gruesas y efectivas murallas de contención. Una palpable muestra de cómo el gobierno sí tiene soluciones efectivas para sus bases represivas en tanto aduce desconocerlas o no poder aplicarlas para los pueblos amenazados.
Noches de terror
La creciente que se desató a partir de octubre convirtió la zona del Bajo Magdalena, una de las regiones potencialmente más ricas del país, en un inmenso campo de miseria y desolación. El torrente irrumpió sorpresivo y violento, rompiendo con ruido atronador los sueños de las gentes sencillas, desbordando las defensas de sacos y terraplenes que habían construido con su esfuerzo los pobladores. Las madres amarraron a sus hijos de los árboles para que no se ahogaran. Los hombres construían tambos y trojas (enmaderados sobre las vigas del techo) en donde sobrevivían semanas enteras. Por varios meses la gente vivió enzarzada sin un bocado qué comer. Aves y animales fueron arrastrados por las aguas y todos los cultivos sepultados en fango,
Pueblos enteros se trasladaron a partes más altas. Los más estrangulados por los latifundios ganaderos no se pudieron mover.
De La Gloria a la miseria no hay ni un paso
La Gloria, Cesar, tiene los talones enclavados dentro del río y es empujada cada vez más sobre las aguas por el terrateniente Marulanda Grillo. Sus habitantes viven de la pesca y el pequeño comercio. No cuentan con un solo palmo de tierra para cultivar. Las cercas del latifundista ya lindan con las primeras casas del pueblo. Los pocos campesinos que había en la región fueron sistemáticamente desarraigados a sangre y fuego desde 1955.
La Gloria se encuentra aislada. No tiene transporte fluvial. Su única salida es un «camino de bueyes» que divide las tierras de los Marulanda a lo largo de 25 kilómetros hasta el cruce de La Mata. Atravesar este corto trecho le cuesta a cada glorieño 20 pesos y llegar a Aguachica o Pelaya 40 pesos extras. Esto repercute de mil maneras en los pauperizados bolsillos de La Gloria. Allí todas las cosas valen dos o tres veces más que en el resto de la región.
Río Viejo arrasado
Río Viejo, en Bolívar, parece una ciudad bombardeada. La creciente, después de doblar un recodo, embistió contra el pueblo llevándose las viviendas y enseres de más de cien empobrecidas familias.
«Siempre recibíamos perjuicios con las crecientes, pero picábamos las paredes y las casas quedaban bien. Esta vez ni porque las picáramos. El chorro arrasó con todo», relató una de las damnificadas, cobijada en techo ajeno. A más de un mes de la noche de terror del 24 de noviembre, cuadras enteras estaban borradas de plano. Sólo quedó un amasijo de barro y cañabrava y uno que otro esqueleto de alguna casa de ladrillo.
Si Tamalameque no tuviera Boca no comería
Esta espontánea expresión del pescador Salvador Vanegas, refleja la importancia de Puerto Boca, a dos kilómetros de Tamalameque, Todo lo que va o sale para Tamalameque, pasa por Puerto Boca. El tráfico fluvial es intenso: todos los días cientos de pasajeros provenientes de Mompós, Guamal o El Banco llegan allí para seguir hacia Valledupar, Ocaña, Cúcuta o Bucaramanga.
Sus habitantes viven de la pesca y el comercio. Los cultivos son cada vez más escasos porque «las tierras buenas y grandes son ajenas», como dicen los pobladores refiriéndose a las grandes planicies de ganadería extensiva. «Los campesinos de abajo están todos arruinados por la creciente», dice Jesús Robles. «Yo le jalaba a la agricultura y este año cuando fui por facilidades a la Caja Agraria, el director me dijo que estaban terminantemente prohibidos los préstamos para los agricultores de la orilla del Bajo Magdalena, por ley y órdenes del gobierno central. Así cómo puede uno», concluye Robles.
Para las autoridades locales la calamidad del pueblo fue la ocasión propicia para llenarse los bolsillos. El nuevo alcalde y el inspector de policía se dedicaron a cobrar la entrada de los carros al puerto: «A los carros hieleros les cobraban $ 300. Recogieron no menos de $ 20.000 sin echar una sola voiquetada de tierra ni de balasto. No apareció la plata ni para tapar un pozo tan siquiera», denunció la gente.
El Banco: «Como boba sin madre»
El Banco, estratégicamente situado en la confluencia de tres departamentos, es la segunda ciudad del Bajo Magdalena después de Magangué. Centro de una rica zona agrícola, produce maíz, arroz, ahuyama, plátano, fríjol, tomate, yuca y gran variedad de frutas. Sufre el azote de pésimos y racionados servicios públicos. Su principal vía es el río. Sus dos carreteras están intransitables. El aeropuerto está inhabilitado. Con regocijo, las gentes recuerdan el día que el avión militar, repleto de soldados enviados a reprimir el paro cívico del año pasado, se hundió de narices en el barro de la pista. Los banqueños comentan que lo único que va a arreglar el gobierno es el aeropuerto, para no repetir el oso.
Con la creciente el puerto se anegó totalmente. No hubo comercio durante dos meses. Varios barrios populares fueros destruidos y los damnificados fueron amontonados en una cárcel en construcción.
Paulino, un recio y anciano pescador acusa: «López fue muy enfático aquí. Dijo que iba a construir un canal que desaguara el río Cesar, que canalizaría el brazo de Mompós, con una especie de escalinatas, que iba a traer draga. ¿Y hasta la fecha qué ha hecho?» «Inderena -añade- ve un pez pequeño y le da por quitarnos todo el pescado y decomisar la atarraya. Más adelante vende toda la carga a los poderosos, a los Luna (familia de Trino Luna, gamonal lopista de El Banco). El gobierno nos tiene sobados. Estamos como los pobres, como boba sin madre: sin ningún derecho».
Millones en pérdidas de arroz
Recorrer la isla de Mompós, aun en diciembre y enero, a varias semanas de los momentos más difíciles vividos por miles de campesinos, pescadores y pequeños comerciantes, es encontrarse con una aberrante situación de miseria. Poblaciones como Achí, en el Bajo Cauca, a 40 kilómetros de su desembocadura en el Magdalena, sufrieron pérdidas que los pobladores calculan, sólo en arroz, en más de 200 millones de pesos. Achí tiene 22 corregimientos con una extensión total de 3.700 kilómetros cuadrados, más grande, por ejemplo, que el departamento del Atlántico.
«Ahora -nos dijo un campesino- las pérdidas son por la creciente. Echó a perder muchas cosechas. Mañana, en tiempo seco, las pérdidas serán porque no tenemos vías de comunicación y el arroz se desmejorará»,
En la última creciente el río se llevó la mitad de la plaza de Achí y muy pronto arrastrará la iglesia. Un 70% de sus casas fueron anegadas y varios de sus corregimientos desaparecieron. Puerto Libertad, 35 kilómetros río arriba, fue arrasado totalmente. Lo mismo ocurrió con San Jacinto y sus habitantes tuvieron que dormir sobre una pista de aviación. En Playa Alta, ironía de los nombres, tienen el agua arriba de las ventanas desde agosto. Nunca se vio la ayuda del gobierno y tampoco se solicitó. Un telegrama demora una semana para llegar de Achí a Cartagena.
La isla de Mompós tiene una extensión total aproximada de 360.000 hectáreas. Durante la etapa crítica de la creciente se anegaron más de 300.000. Sólo una muy pequeña porción de tierras altas, en la esquina suroriental, frente a El Banco, se libró de las aguas. Todos los municipios y corregimientos de la isla fueron afectados. A mitad de camino entre Maganqué y El Banco, está Pinillos, que tiene 16 corregimientos y 22 caseríos. Todos, incluyendo la cabecera, se inundaron y las aguas alcanzaron hasta dos metros por encima del nivel del pueblo.
Una escuela vacía con presupuesto anual
Aún tierras altas, como las del corregimiento San Roque, departamento del Magdalena, desaparecieron bajo las aguas. Casi todo el mundo construyó tambos y permaneció en ellos «hasta que el pueblo volvió a salir». Sus habitantes quedaron en la miseria pues las tierras que trabajaban comunalmente se las llevó el torrente. En sus playas se amontonan y pudren cadáveres de animales ahogados y pencas de matas de plátano.
En San Roque la mayoría de las viviendas son casas de bahareque con techo de palma.
En un tremendo esfuerzo del pueblo, construyeron una escuela de ladrillo, invirtiendo cerca de 5 millones de pesos. La obra está terminada desde hace cuatro años pero nunca se ha dictado una sóla clase en sus salones. «Aquí los profesores son la soledad y el silencio», dice Gregorio Pedraza, uno de los habitantes. «En Santa Marta existe hace años una partida anual destinada a la escuela. Jamás ha llegado. Cada año ese dinero se pierde pero siempre se lo cargan a nuestra escuela vacía».
Más de mil niños en edad escolar se pasan los días sin hacer nada. Su única ocupación es sentarse a ver pasar chalupas por el río.
«Despilfarro: claro mandato»
El brazo de Mompós es 80 kilómetros más corto que el brazo de Loba, pero sólo es navegable cuatro meses al año, durante la creciente. «En combustible y tiempo los planchones se ahorrarían más que lo que cuesta una draga operando todos los años en el brazo, pero al gobierno no le interesa -nos comentó un habitante de Mompós-. Al gobierno del ahorro le interesa su despilfarro. Este es.el claro mandato del presente gobierno».
Mompós tiene 32 corregimientos. Sus tierras fueron consideradas por una misión israelí como las mejores para el cultivo de cítricos. Exceptuando el Mompós colonial, toda la región se inundó. La carretera que lo une parcialmente con Maganqué desapareció, igual que su aeropuerto.
La proporción entre la ganadería y las tierras destinadas a la agricultura es en Mompós de nueve a uno. «Las mejores tierras están en manos de los terratenientes. Aquí no hay agricultura», señalaba un habitante de Guataca, a diez minutos de Mompós. «Todos los alimentos los compramos al otro lado, en el Magdalena. Aquí no se consigue nada y nos toca trabajar de peones».
«Ningún médico conoce este pueblo», afirma con indignación una señora que parece ya de muchos años. «Cuando alguien se enferma, el enfermo tiene que irse a buscar médico en Mompós».
La creciente también engendra el desaliento. Los pocos agricultores, todos arruinados, no quieren, o no pueden seguir trabajando la tierra. Los peones quedaron cesantes durante varios meses y subsisten de milagro. Muchos ven su única salida viajando a Venezuela. La mayoría regresa a los pocos días, después de ser detenidos en la frontera.
«Más de uno se va ,asustar»
A una hora de Mompós, río abajo, está Patico. Mil habitantes vivían allí de cultivar maíz, yuca, ajonjolí y tabaco. Ahora las 900 hectáreas de cultivos desaparecieron. «Nosotros teníamos una tiendita -dice una señora- y nos la comimos durante la inundación. Nos quedamos sin nada. La mayoría sobrevivió porque atravesó las canoas en el caño y cobraron a diez pesos el peaje a cada chalupa que pasaba». Su esposo comentó: «Cualquier día de estos vamos a hacer un paro y más de uno se va a asustar».
Patico carece de todo servicio. «No tenemos ni luz, ni calles, ni puesto de salud, ni acueducto. La única agua que tenemos es la de la inundación», comentó una señora sentada en el tambo con los pies entre el río crecido.
Los que arrendaron tierras y consiguieron préstamos de la Caja Agraria viven momentos de angustia: los funcionarios los persiguen para exigirles el pago de las deudas, sin ninguna consideración por la catástrofe.
«Nos vamos a morir esperando»
Casi en donde se juntan los dos brazos del río que forman la isla de Mompás, está Pinto. Varios de sus habitantes decidieron en 1955 no vivir en el pueblo y se quedaron a un kilómetro en una zona alta. Allí nació otro pueblo, Pinto Nuevo o Zorra. Pero el año pasado el río también subió hasta ese lugar. Pinto viejo prácticamente desapareció. La presión de las aguas arrancó las puertas y ventanas de las casas. «Tal vez no volvemos a ese pueblo», dice el administrador de la planta de luz. «Vamos a poner un letrero: Se vende este pueblo. Aquí empezaremos de nuevo. Allá todo está podrido y dañado, hasta la planta de luz. Ya está muy mala y si esperamos otra del gobierno, nos vamos a morir esperando oir la sirena del barco que la traiga».
Pinto carece de tierras. Las tierras altas son de los terratenientes. Las tierras bajas sólo se cultivan tres meses al año, el resto del tiempo están bajo el agua.
Magangué sitiado por el agua
Magangué, cercado por las aguas desde septiembre, vio desaparecer un playón de ochenta metros y derrumbarse murallas de dos metros de altura. «Defensas sin drenaje no sirven para nada», comentó un comerciante arruinado.
Almacenes y oficinas tuvieron que cerrarse. El desempleo proliferó en toda la ciudad. Catorce molinos de arroz quedaron paralizados. Los colegios suspendieron clases en octubre para alojar a los campesinos de sus 33 corregimientos. Los braceros del muelle desenterraron sus viejas canoas para convertirlas en especies de taxis acuáticos por las principales calles. Uno de los braceros, al oir que López iría a Maganqué, gritó desde su canoa: «Tráiganme a ese viejo para botarlo a la mitad del río, para que aprenda lo que es una inundación y lo que duele una picada de raya».