“En 1939, el capitalismo se había extendido ya por el globo entero y hasta las sociedades más rezagadas empezaban a saber del obrero de fábrica y de la burguesía criolla, clases permeables a las ideas liberadoras y cuyas inquietudes bullían con la guerra, con el cómico cuadro de la pusilanimidad de los rectores de Europa y con las intrigas de unos aliados contra otros. Cuando De Gaulle, en medio del vendaval, caló la determinación de Siria y el Líbano de no admitir más por las buenas la burocracia extranjera y de funcionar con administradores nativos, expresó la esperanza de que aquellas colonias, después de que “alcanzaran la independencia”, todavía “tendrían mucho que ganar y nada que perder con la presencia de Francia”. El General, como colonialista consumado y ante lo inevitable, sintetiza en sus palabras el quid del neocolonialismo: conservar en la nación saqueada y oprimida la presencia del imperialismo saqueador y opresor, a pesar de la independencia política de aquélla. Por supuesto que ni la Cruz de Lorena ni De Gaulle serían los principales usufructuarios de la nueva teoría.
Un ave de rapiña más vigorosa y joven, made in USA, se cernía sobre los países esclavos y traía consigo el bálsamo redentor de las reformas republicanas y el mensaje de la libertad formal, con base en los cuales serían restañadas las heridas y erigida otra comunidad de naciones, su propia comunidad. Mientras el lenguaje simula innovación, el dólar americano sigue reafirmando su preponderancia hasta configurar la divisa internacional en que obligatoriamente se tasan los negocios. En la Carta del Atlántico, programa de guerra suscrito por Roosevelt y Churchill, en agosto de 1941, se lee que los signatarios “respetan el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir, y aspiran a que aquellos que están privados por la fuerza de esta libertad, recuperen el derecho a la soberanía y a la autodeterminación”. De tal manera, presentándose como los portaestandarte de la democracia, los Estados Unidos tejieron su singular sistema colonial que les permitiría, por los cinco continentes, invertir ingentes sumas de capital, apoderarse de los yacimientos y recursos naturales estratégicos, vender sus mercaderías y aplastar la competencia. Muchas prebendas reporta el nuevo mecanismo a los estranguladores de pueblos, además de la demagogia que hacen. Sus inversiones y empresas están comúnmente al cuidado de los ejércitos fantoches, ahorrándose los gastos de guarnición dentro de muchos de los países sometidos. Las administraciones locales, elegidas ojalá por sufragio, son el blanco visible de las iras populares; y cuando el desprestigio las mina y la prudencia aconseja reemplazarlas por otras camarillas, el sistema no sufre demasiado, porque anda igual con liberales o conservadores, oficialistas u oposicionistas, socialdemócratas o revisionistas. Obsérvese que la estabilidad de los gobiernos de las neocolonias marcha en proporción inversa a la inflación, al alto costo de la vida, a la miseria de las gentes, males causados por la insaciable voracidad de los magnates de la metrópoli.
Lo arriba descrito no significa, sin embargo, que la Casa Blanca haya renunciado a conducirse como solían hacerlo los antiguos déspotas. Ella también ha movilizado sus tropas y flotas por todas las latitudes, ha invadido, ocupado y establecido bases militares en territorios ajenos; ha asesinado, arrasado e incendiado. La democracia proimperialista, como lo recuerda el MOIR a cada paso, no excluye el estado de sitio, el Estatuto de Seguridad, la tortura, o el golpe cuartelario. Lo importante de entender es que la implantación generalizada del neocolonialismo sobre las naciones pobres y débiles cimienta la tan olvidada tesis del leninismo de que ninguna democracia, ninguna especie republicana de gobierno, ningún “derecho humano”, impide la explotación económica de los países por parte del imperialismo. Sólo la revolución liberadora dirigida por el proletariado, en último término el socialismo, interpondrá la muralla impenetrable para los ardides de financistas y banqueros e inexpugnable para la violencia reaccionaria. El ignorar estos principios desfiguró a un sinnúmero de partidos comunistas, en cuya degeneración llegaron, después de la guerra, a entonar alabanzas a Roosevelt, porque el munífico prócer se tomaba la molestia de engatusar a los pueblos con las pláticas contrarrevolucionarias sobre la largueza y las bondades de sus patrocinadores, el hampa de Wall Street”.