Para una historia de la infamia: A LOS CIEN AÑOS DEL ROBO DE PANAMÁ

«En la vida de los pueblos como en la de los individuos, hay hechos que no pueden excusarse, ataques que no es posible pasar inadvertidos, batallas que es preciso librar a toda costa. Cuando se trata de la dignidad y del honor, no es correcto medir ni pesar la fuerza del adversario. Sólo es correcto combatir; y sólo eso imprime gloria, ya sea que se alcance el triunfo, ya sea que se muera en la demanda».
Juan Bautista Pérez y Soto, en Manifiesto a la Nación, el 11 de noviembre de 1903, la semana siguiente al robo de Panamá.

El 6 de noviembre de 1903, el mayor Murray Black, de la armada norteamericana, izaba la bandera panameña en la prefectura de la ciudad de Panamá en reemplazo de la insignia colombiana. Tres días antes había sido proclamada la nueva república por un puñado de traidores. Fondeados en el puerto vigilaban la ceremonia los acorazados Nashville y Dixie de la armada estadounidense. Días después llegarían nueve navíos de guerra más en prevención de cualquier ataque de las fuerzas colombianas. No sucedería nunca. El batallón Colombia, al mando del general Esteban Huertas, había sido ya comprado por Manuel Amador Guerrero con parte de los cien mil dólares recibidos un mes antes en el Hotel Waldorff Astoria de Nueva York de manos del aventurero francés Philippe Bunau-Varilla. En la cárcel aguardaban siete generales colombianos que se habían dejado apresar por Huertas. Sólo seis tiros inofensivos de cañón fueron disparados por el ejército colombiano para defender el Istmo. Murieron un ciudadano chino y un burro.

Entre junio y octubre, Teodoro Roosevelt y dos personajes de la especulación financiera internacional, Nelson William Cromwell y Bunau-Varilla, habían acordado la separación de Panamá para tomarse la zona del Canal. Fijaron la fecha del 3 de noviembre, en la cual se conmemora la independencia norteamericana. Cromwell se había ganado la confianza de Roosevelt; se trataba de igual a igual con todos los senadores involucrados en la legislación pertinente; había descrestado al embajador Martínez Silva y derrumbado la barrera de la prevención de José Vicente Concha en Washington; amarró la firma de Tomás Herrán en el Tratado Herrán-Hay; se confabuló con Bunau-Varilla; sobornó al hijo del presidente Marroquín y se convirtió en director de los traidores panameños. Desde su compañía de especulación, Sullivan & Cromwell, se operaron los gigantescos negociados de la compra de las acciones de la compañía francesa del Canal, de su transferencia a la nueva compañía del Canal, la Compañía Interoceánica de Panamá, en fin, de todas las transacciones francesas y norteamericanas.

Pero el personaje que iría a tramar los detalles de la separación de Panamá sería el ingeniero francés Bunau-Varilla, quien por quince años había defendido la vía del Istmo, en contra de la de Nicaragua, acicateado por la fortuna inmensa que tenía comprometida en la aventura del Canal. Para salvarla, no tuvo empacho en comprometer su dinero y los intereses que poseía en las compañías de Panamá con tal de convencer a los norteamericanos de definirse por esta vía y maniobrar la creación de la nueva República. Fue el francés, finalmente, el que tomó las riendas de la separación y, aunque parezca increíble, en menos de tres meses logró que Panamá se independizara y firmar por la nueva nación el tratado Hay-Bunau-Varilla, de construcción del Canal con Estados Unidos. Un mes antes de la declaración de independencia, había entregado a Amador Guerrero—nacido en Cartagena y quien sería el primer presidente de Panamá—además del dinero, una proclama de independencia, un proyecto de Constitución, un plan de operaciones militares y hasta la bandera de la nueva nación (!). En premio, el nuevo gobierno lo nombró embajador de Panamá en Washington para negociar la entrega del Canal.

Roosevelt resolvió tomarse a Panamá sólo después de que en julio el Senado colombiano negara por unanimidad el tratado Herrán-Hay, mediante el cual se cedía la franja del territorio del Canal. En su furia por la negativa, Roosevelt le dio una orden perentoria a su secretario de Estado: «Indíquele a Beaupré (embajador de Estados Unidos en Bogotá) que sea tan duro como pueda. Esas despreciables criaturitas de Bogotá deben comprender de qué modo están comprometiendo su porvenir».

En un memorable debate en el Senado de la República, a mediados de 1903, en el que descollarían Miguel Antonio Caro y Joaquín F. Vélez, el senador por Panamá Juan Bautista Pérez y Soto exclamó: «Herrán ha ultrajado la majestad de Colombia. Una bofetada al rostro de la Patria le ha estampado esa mano sacrílega al firmar semejante convenio. Ante la obra de Herrán se queda uno absorto, abismado, no sabiendo qué nos confunde más, si la vileza de nuestro apoderado diplomático, o su imbecilidad como negociador. El baldón que Herrán ha echado sobre el nombre colombiano, ese no se borrará jamás. Para criminal de esa laya, la horca le viene chica». Al mismo tiempo, el representante panameño a la Cámara, Oscar Terán, autor de la obra más importante sobre «el atraco yanqui», proponía que se acusara por el delito de traición a los funcionarios públicos «que someten a peligrosas contingencias la integridad del territorio de la Nación». Sería derrotado por 34 votos contra 12, gracias a la maniobra del poeta Guillermo Valencia a favor del Tratado y de quienes ya tramaban la separación.

En seguida, los acontecimientos se precipitaron en forma dramática. Marroquín nombró como gobernador al conspirador José Domingo de Obaldía, todavía senador de la República, a quien se le atribuye la frase: «No me importa ser súbdito de Colombia, de los Estados Unidos, de China, con tal de que mis novillos se vendan bien». El ministro de Guerra, Alfredo Vásquez Cobo, ordenó retirar las tropas colombianas y dejar solamente el batallón Colombia, que se vendería a los traidores. En su reemplazo, el Gobierno envió al general Tobar, no para salirle al paso a la rebelión, sino para detener una supuesta invasión proveniente de Nicaragua, inventada por el ministro, pero sólo arribó en vísperas de la proclamación de independencia y después de dos meses de demora, sólo para dejarse apresar a su llegada por el general Huertas.

El 3 de noviembre de 1903 fue conformada la Junta de Gobierno de la República de Panamá, entre cuyos miembros estaba Manuel Amador Guerrero. Al día siguiente Amador Guerrero arengaba a los soldados del batallón Colombia en la entrega del precio de su venta: «Soldados, hemos llevado al cabo por fin nuestra espléndida obra. Nuestro heroísmo es el asombro del mundo. Ayer no éramos más que esclavos de Colombia. Hoy somos libres (…) El Presidente Roosevelt merece bien de nosotros, pues ¿no están allí, como sabéis, los cruceros que nos defienden e impiden toda acción por parte de Colombia? Hombres libres de Panamá, yo os saludo. ¡Viva la nueva República! ¡Viva el Presidente Roosevelt! ¡Viva el Gobierno de los Estados Unidos!» En seguida, el general Huertas dirigió una proclama a sus soldados en respuesta al futuro presidente: «Soldados, gracias a los esfuerzos del Sr. Amador y míos se ha obtenido que los Estados Unidos recompensasen vuestros afanes. El dinero que nos negó el Gobierno de Bogotá, hélo allí en la Tesorería (…) Tenemos dinero. Somos libres. Los cruceros que hay aquí disipan todo temor. Colombia puede pelear con los débiles, pero en presencia de los Estados Unidos se mete el rabo entre las piernas (…) No temáis. Somos libres. Colombia está muerta. ¡Viva Panamá independiente! ¡Viva el Dr. Amador! ¡Viva el Gobierno americano!» Veinte años después, el general Huertas se lamenta en sus memorias de aquellos acontecimientos con estas dramáticas palabras: «De dueños, pasamos a arrendatarios; de libres, al servilismo, y después de deshacernos de Colombia, llegamos a ser los siervos de los sajones y seremos parias en nuestra propia tierra».

En Bogotá, tuvo que amotinarse el pueblo para que el presidente Marroquín accediera a conformar una expedición militar para ir a defender a Panamá. Un grupo de patriotas organizó contra la intervención norteamericana la sociedad La Integridad Colombiana, cuyo presidente fue el senador Juan Bautista Pérez y Soto. Defendió que la única salida consistía en hacer la guerra contra Estados Unidos para recuperar a Panamá, obligar al usurpador a destapar sus cartas verdaderas de dominación, forzar al gobierno americano a la consumación real y efectiva del atropello, hacerlos quedar como piratas y no como protectores, porque lo que estaban haciendo era robarnos «con sus cañones nuestra propiedad». Le exigieron a Marroquín que cumpliera el decreto que lo obligaba a conformar un ejército de cien mil combatientes. Se pusieron a la tarea de organizar una nueva expedición de mil quinientos soldados, bajo las órdenes del general Antonio Roa Díaz, para sumarlos a la tropa comandada por el general Daniel Ortiz, que esperaba en Titumate las órdenes de marchar a Panamá. Pero el 19 de diciembre, una vez se hubo puesto en camino la tropa, el ministro de Guerra, Vásquez Cobo, mandó apresar a sus principales miembros y dejó bajo prisión domiciliaria a su presidente, el senador Pérez y Soto. En esa forma se fue extinguiendo gradualmente la sociedad.

En Titumate, una olvidada aldea del Chocó, en inmediaciones de la frontera con Panamá, se había apostado la tropa enviada desde Bogotá al mando del general Daniel Ortiz, bien armada y dispuesta a todo. Atacarían por tierra. «El objetivo principal de esta campaña era ante todo ocupar por vías terrestres nuestra comarca panameña», escribe el expedicionario Ortiz. «Por los informes que hasta ahora tengo (…) creo que la invasión sobre Panamá no es una empresa imposible, y no la considero ni siquiera imprudente; al contrario creo que es perfectamente factible». Con ese propósito envió una comisión al mando del general Morales a explorar el derrotero que había seguido Balboa 400 años antes y a establecer una línea de comunicación entre Titumate y las costas del Darién del sur sobre la bahía de San Miguel, en el Océano Pacífico, por los ríos Acandí y Tuira.

Uno de los episodios más ejemplares del levantamiento popular contra el atropello lo protagonizaron los indígenas de las costas de San Blas en Panamá, desde el Cabo Tiburón hasta las inmediaciones de Portobelo. El 19 de diciembre llegó al cuartel general de Titumate el coronel Inanaquiña, jefe indígena gubernamental de toda aquella región. Así lo narran las crónicas: «El coronel Inanaquiña, al ver la bandera colombiana, se hincó en tierra y con respeto religioso la besó, escena conmovedora, que plegó muchos labios y humedeció muchos ojos al presenciar tan expresivo homenaje para el emblema de la Patria, en la hora precisa que otros lo insultaban, lo vejaban y lo despedazaban». Fueron los indígenas los que abrieron el camino para que las tropas del general Ortiz pudieran tomar posesión de Panamá, protegiéndolas de la armada norteamericana que estaba impidiendo en los puertos el desembarco del ejército colombiano. Y Ortiz cuenta: «De las lejanas provincias panameñas de Chiriquí, Bocas de Toro y Coclé, lo mismo que de las apartadas comarcas istmeñas de Tuira, venían comisiones tras de comisiones a hacer patentes ante el Jefe colombiano—con su protesta contra el motín militar de que se habían servido los norteamericanos para quitarnos a Panamá, fraudulenta y brutalmente sus entusiastas sentimientos de amor a Colombia, de respeto a la común bandera y de consagración a la integridad nacional, con la firme voluntad en que estaban de coadyuvar la anhelada campaña militar para recuperar el Istmo (…) Como lo afirmaban aquellos buenos compatriotas, los traidores de la separación eran muy pocos y estaban circunscritos a la ciudades de Colón y Panamá».

Pero toda la operación de rescate sería traicionada por Rafael Reyes. Amigote de Cromwell; hombre de confianza de Marroquín; confidente de Bunau-Varilla; general de la República de inmensa reputación en las guerras del 85, el 95 y los Mil Días; partidario decidido del Tratado Herrán-Hay; generalísimo de la expedición militar para la reconquista; cabeza de la diplomacia colombiana ante los traidores y los imperialistas en pos de la devolución de Panamá; presidente de la República de 1904 a 1909, Reyes actuaba más como agente de los gringos que como defensor de los intereses de Colombia. Por algo, dada su trayectoria de vínculos con los estadounidenses y a sus actuaciones a favor de su política, le tenían el apodo del «yanqui criollo». En su discurso como delegado de Colombia ante la Conferencia de 1901 en México, llamó a los norteamericanos «la humanidad seleccionada».

A él fue a quien escogió Marroquín como generalísimo para armar un ejército con los cien mil voluntarios que se habían ofrecido en el país, dispuestos a liberar a Panamá. Lo acompañaban dos generales, Pedro Nel Ospina y Lucas Caballero, y un ex presidente, Jorge Holguín. Cuando llegaron a Barranquilla, procedentes de Bogotá, ya Reyes le había cambiado el carácter militar a su expedición, transformándola en una misión diplomática. Convertidos de jefes del más grande ejército jamás formado en Colombia en plenipotenciarios mendicantes, se les permitió desembarcar en Colón sólo gracias a instrucciones del secretario de Estado, Hay; fueron humillados por el comandante del Nashville; no los quiso recibir la Junta Provisional de Gobierno para negociar la devolución del Istmo; y quedaron puestos de patitas en un buque rumbo a Washington y Nueva York, decididos a ir a ver a los verdaderos amos de Panamá.

Reyes siempre sostuvo el criterio de que los gringos eran los llamados a quedarse con el Canal a cualquier precio, sin condiciones de soberanía y a cambio de unos buenos denarios. Por eso defendió el proditorio Tratado Herrán-Hay y rechazó la unánime desaprobación que le acababa de dar el Senado de Colombia. Al llegar a Washington y tropezarse con el hecho cumplido por Roosevelt, de haber firmado el Tratado Hay-Bunau-Varilla con Panamá, Reyes agachó la cabeza y desintegró la comisión diplomática. Como generalísimo de las tropas colombianas organizadas para recuperar el Istmo, había renunciado a todo esfuerzo de enfrentamiento con Estados Unidos: «Gobierno americano», le dice a Marroquín en mensaje cablegráfico, «garantiza independencia Panamá. Toda acción hostil de Colombia agravaría la situación. Intentaré una nueva negociación para dejar a salvo derechos de Colombia». En su lugar, lo que decidieron Holguín y Reyes fue partir rumbo a París con la claudicante idea de seguirle la pista a las acciones de la desaparecida Compañía Francesa del Canal. Como se ha repetido en esta historia, dos presidentes de Colombia, Holguín y Reyes, coronaron con esta farsa su claudicación. Abandonadas a su suerte, las tropas de Reyes se quedaron esperando en Titumate las órdenes de su generalísimo para marchar sobre Panamá.

La comisión Reyes-Holguín-Ospina-Caballero dejó una herencia, un vacuo Memorial de agravios que le fue enviado a Roosevelt. Así pensaron que se lavarían las manos ante la historia, a falta de su expedición militar. Hasta ahí llegó su misión. A dos de ellos, Reyes y Ospina, los elegirían después para regir los destinos de la Patria. Holguín volvería a llegar a la primera magistratura del país como presidente designado, tal como lo había hecho en dos ocasiones anteriores. A Reyes, el pueblo lo castigaría repudiándolo nueve años después. A Ospina y Holguín el país todavía no les ha cobrado la traición.

Al menos ocho presidentes estuvieron comprometidos con la traición de lesa patria que condujo a la pérdida de Panamá. Marroquín (1899-1904) y Reyes (1904-1910) son los principales responsables. También José Vicente Concha (1914-1918), negociador en Washington del Tratado Herrán-Hay; Pedro Nel Ospina (1922-1926), miembro de la Comisión Reyes para la devolución de Panamá; Marco Fidel Suárez (1918-1922), el del Respice Polum (miremos hacia Estados Unidos), decidido defensor del Tratado Herrán-Hay y negociador del Tratado Urrutia-Thompson, que legitimó el robo; Miguel Abadía Méndez (1926-1930), ministro de Marroquín y partidario de las negociaciones del Tratado Herrán-Hay; y Jorge Holguín y Ramón González Valencia, presidentes encargados y negociadores de la devolución de Panamá y del Tratado Urrutia-Thompson, respectivamente.

Pero debemos hacer honor a quienes defendieron la soberanía de la nación. A Oscar Terán por su obra, aullido doloroso contra Estados Unidos y los traidores; a Pérez y Soto, por combatir hasta su muerte contra la entrega; a Miguel Antonio Caro, por utilizar su demoledora oratoria en el Senado de la República hasta derrotar el Tratado Herrán-Hay; a Joaquín F. Vélez, por obligar a Marroquín a aprobar un plan de lucha contra Estados Unidos; a Indalecio Camacho y Fabio Lozano Torrijos, organizadores de La Integridad Colombiana para reconquistar el Istmo; a la Asamblea de Panamá, por su voto unánime contra la felonía de sus dirigentes; a la prensa antigringa del Istmo, por repudiar las maniobras secesionistas; a Pedro A. Cuadrado y Eleazar Guerrero, por renunciar a sus cargos en Colón, para no seguir ensuciándose con el nuevo régimen; a los cien mil colombianos combatientes de muchas guerras que se aprestaron para luchar por Panamá; al general Daniel Ortiz, comandante del ejército en Titumate, decidido a atravesar el Darién por tierra para rescatar el suelo patrio perdido; al coronel Inanaquiña, por conducir a los indígenas de San Blas a los campamentos de Ortiz y Roa, dispuestos a sumarse a la reconquista; al pueblo de Bogotá, que se amotinó contra Marroquín por su traición y se levantó contra Reyes por el Tratado Cortés-Rooth; a Diego Mendoza, que renunció a la embajada de Washington y afrontó la persecución de Reyes por haber defendido los intereses nacionales; a los pueblos de Barranquilla y Magangué, que impidieron el desembarco de todo cuanto traidor intentó desembarcar proveniente del exterior; a tantos patriotas que se rebelaron por doquier contra el robo de Panamá.

Resulta más actual que nunca la famosa diatriba escrita en 1917 por José María Vargas Vila contra los atracadores:

«Son Roosevelt, Taft, Rooth, Wilson;

«esos pastores de búfalos no pueden ser sino la encarnación raquítica de un cesarismo plutócrata, sin otro elemento de grandeza que el alcance de sus cañones, de un imperialismo matonesco, mostrando al mundo, como una amenaza, el furor de sus puños de gañanes;

«y, aún hay quien me critique, no haber admirado nunca estos cazadores de pueblos débiles, que desmembraron mi patria, que humillaron nuestra raza, que han hecho de nuestra América hispana, el predio de sus codiciosas aventuras; que los admiren ellos, almas de esclavos, a quienes deslumbra el alba escarlata en que pasan envueltos esos Nemrods de vaudeville; dejadle a un hombre honrado el acre placer de despreciarlos…»