«EDUQUEMOS A LA NACION EN LAS CAUSAS ULTIMAS DE SUS DESGRACIAS Y EN LA MANERA DE SUPERARLAS».

Acepto hoy aquí la honrosa distinción que significa que ustedes y muchos otros compatriotas me hayan escogido como portaestandarte en la batalla electoral que libraremos en las próximas semanas, a nombre de la coalición Unidad Cívica y Agraria–MOIR, candidatura al Senado de la República que debe entenderse como la continuación de una lucha que tantos hemos librado unidos durante tanto tiempo. La ocasión exige, entonces, precisar las concepciones con las que adelantaremos la campaña y establecer los criterios con los que actuaremos en el Senado de la República una vez se escruten, como seguramente sucederá, los sufragios suficientes.

Se ha vuelto un lugar común decir que Colombia atraviesa por la peor crisis de su historia, inclusive más grave aún que la que produjera el crac de Wall Street de 1929, que causó una auténtica devastación económica y social en todo el mundo. A la vista están algunas de las consecuencias sociales más notorias del desastre actual, encarnadas en un desempleo abierto que se acerca al 20% del total de las personas en edad de trabajar y a más de 50% de los ocupados que luchan en la llamada «economía del rebusque», a lo cual se suman 26 millones de compatriotas que languidecen por debajo de la línea de pobreza definida por el gobierno, incluidos en ellos nueve millones de indigentes. También se padece por un sistema de salud que excluye de cualquier atención digna de ese nombre a más de la mitad de los colombianos y de unas instituciones educativas de primaria y secundaria en las que literalmente no caben alrededor de tres millones de jóvenes y niños. Además, qué decir del suplicio al que hemos sido sometidos por unas facturas de los servicios públicos que cada vez más hay que pagar comiendo menos, curándose menos, educándose menos, vistiéndose menos, recreándose menos. Y el Estado yace en bancarrota, a pesar de que han reducido su inversión a niveles catastróficos y despedido a decenas de miles de servidores públicos. Este apretado resumen de los más notorios efectos de la crisis general se completa mencionando que la corrupción y la violencia de todos los tipos, aumentadas a niveles de vértigo, también son parte del horroroso panorama nacional.

Pero no se participa en las luchas sociales y políticas para, simplemente, hacer de notarios de lo que ocurre, ensartando como en rosarios los padecimientos de la nación, sufrimientos cada vez mayores que ninguna descripción logra reflejar a cabalidad. Limitarse a mencionar los efectos de lo que ocurre se lo dejamos a quienes, como demagogos, timoratos o despistados, plantean o sugieren que los problemas de los colombianos se solucionarán como por encanto sin mencionar ni comprometerse a atacar las causas, mediante el elemental ejercicio ciudadano de votar por ellos.

Colombia no ha sido nunca el lugar donde hayan florecido en serio la producción, el trabajo, el ingreso y el bienestar en general. La historia del país es la historia de una industria y un agro subdesarrollados y, como consecuencia de ello, de niveles de desempleo altos, de salarios bajos e incluso de utilidades reducidas en la casi totalidad de las empresas y negocios por cuenta propia, salvo para los pocos que lograron engancharse en los escasos sectores que prosperaron relativamente, todo lo cual produjo también un Estado con escasa capacidad para respaldar bien las labores productivas de sus ciudadanos y ofrecerles la educación, salud, servicios públicos, infraestructura y vivienda que sí les garantiza el aparato gubernamental a las naciones desarrolladas. Pero también es cierto que, luego de 1990, todos los indicadores económicos del país cayeron en picada, una vez se decidió modificar la orientación económica que garantizaba el desarrollo de antes —así fuera mediocre—, hasta el punto que no pocas de las actividades que crecieron se encuentran en ruinas o avanzan en esa dirección, con su consecuente impacto negativo sobre la vida del pueblo y las finanzas públicas, lo que, nuevamente, reduce la capacidad del Estado para cumplir con las funciones que se supone debe cumplir en las sociedades contemporáneas.

El colapso económico y social se precipitó, como se sabe, a partir de 1990, en las presidencias de Virgilio Barco y César Gaviria, quienes tuvieron como fieles continuadores a Samper y Pastrana, las cuatro cucarachas del mismo calabazo de esta historia. ¿Qué pasó? ¿En qué consistió el cambio? Por mucho que algunos insistan en ello con calculada astucia, lo novedoso no es la corrupción estatal y privada de los mandamases del país, porque ese fenómeno tiene origen, en su versión «moderna», y según lo explicó el propio Alfonso López Michelsen en el libro Palabras pendientes, en las andanzas de la United Fruit Company, la compañía bananera norteamericana que empezando el siglo XX se instaló en Colombia a sobornar dirigentes políticos y funcionarios públicos para que actuaran a su favor. Tampoco puede achacársele este desbarajuste económico a la violencia, mal que en su forma más reciente se remonta a por lo menos cuatro décadas. Y ni siquiera la incapacidad que ha distinguido a tantos figurones que han posado de estadistas constituye una particularidad de los últimos años: ahí están para recordarlo un siglo de las caricaturas, chistes e ironías con las que los colombianos han cobrado algún desquite por las medidas tomadas en contra de sus intereses, y que se burlan del cretinismo ministerial o presidencial.

El muy grave empeoramiento de las condiciones del país se explica por la aplicación de las políticas neoliberales de apertura comercial y financiera y de privatización, definidas por el capital financiero que controla al Fondo Monetario Internacional, institución que también tiene la responsabilidad principal del mediocre desarrollo desde 1948, porque desde esas calendas han sido sus funcionarios los que les han dictado a presidentes y ministros lo que debe o no hacerse. Sobre los neoliberales colombianos hay que decir que el día en que tengan una idea de verdad propia, sobre algo que en realidad valga la pena, les va a dar un derrame cerebral.

El caso del agro, tan cercano a mis diarios afanes, sirve para ilustrar bien el proceso de lo ocurrido, pero haciendo la advertencia de que la quiebra industrial ha sido igual o mayor, verdad casi desconocida porque en ese sector no han aparecido las organizaciones gremiales independientes del Estado, que sí se han creado en el campo y que han sido capaces de gritarle a Colombia y al mundo las dimensiones de la catástrofe, parándonos en las plazas y carreteras del país. En ese esclarecimiento han jugado un papel definitivo los miembros y dirigentes de la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria —cafeteros, paperos, arroceros, paneleros, maiceros, ganaderos, etc.— y su presidente, Ángel María Caballero, digno representante del patriotismo y el valor civil de los colombianos, dos virtudes sin las cuales no podremos salir de la encrucijada en que nos encontramos, y quien con su presencia solidaria en este acto vuelve a confirmar que no le tiembla el pulso para hacer lo que considera correcto.

Con un par de ejemplos puede ilustrarse que el campo colombiano no ha recibido nunca el debido respaldo estatal. El primero, el del café: con unos productores sometidos durante casi un siglo a todo tipo de exacciones regresivas y discriminatorias y a quienes, por décadas, se decidió mantenerlos en el mayor atraso tecnológico porque la política cafetera definió que la competitividad internacional debía lograrse a punta de devaluaciones de la moneda y, aunque parezca mentira, de la proverbial capacidad del campesinado para apretarse el cinturón. Y el otro, el del trigo, producto en el que Colombia fue autosuficiente hasta finales de la década de 1950, cuando los gobiernos nacionales decidieron eliminar su cultivo para darle salida a los llamados «excedentes agrícolas» norteamericanos, excedentes que la política de respaldo estatal al campo en ese país estaba empezando a producir de manera permanente. Además, también puede demostrarse que, en cuanto a precios de sustentación, créditos baratos, control a los costos de producción, obras de infraestructura, investigación científica y asistencia técnica, Colombia estaba a años luz del respaldo que sí recibían —explicando su éxito— los agricultores y ganaderos de Estados Unidos y de los demás países industrializados. Baste decir que para 1990 los subsidios oficiales directos al agro en esos países llegaban a 320 mil millones de dólares anuales, suma que hoy asciende a 370 mil millones. Luego falta a la verdad quien diga que el sector agropecuario nacional, y lo mismo puede demostrarse para la industria, estaba cabalmente protegido antes de empezar a aplicarse las políticas neoliberales.

Pero, mal que bien, ese agro atrasado de empresarios, campesinos, indígenas y jornaleros sustentaba al país subdesarrollado de antes de los noventas, y por lo menos en el papel estaba establecido que el Estado debía respaldarlo, cuando se decidió darle la bienvenida a un futuro que, a sabiendas, empujaría el país hacia un pasado en mucho peor que el presente que se vivía. En dos direcciones avanzaron las políticas. Amparados en la concepción privatizadora, la cual, de manera maquiavélica, se aprovechó del descontento nacional contra las evidentes corruptelas y clientelismos corrientes en el país, se desmontaron o debilitaron las instituciones y las políticas oficiales que en algo respaldaban la producción agropecuaria, con la obvia consecuencia de hacer más difícil y costoso producir. Y, al mismo tiempo, se disminuyeron los aranceles a los productos importados, lo que abarató los alimentos y las materias primas traídas del exterior, creando una realidad que les entregaba a los extranjeros las garantías que les negaba a los nacionales. ¿Las consecuencias? Eran obvias y son conocidas: la pérdida de 800 mil hectáreas de cultivos transitorios literalmente arrasadas por unas importaciones que pasaron de 700 mil a siete millones de toneladas anuales, la ruina o el empobrecimiento del común de los productores, el aumento del desempleo y la baja de los salarios de los obreros agrícolas, y una sociedad rural en la que 85 de cada cien personas yacen por debajo de la línea de pobreza que define el gobierno.

De esta hecatombe toca desagregar el café, por lo mucho que su postración le aporta al empobrecimiento general y por lo que enseña sobre los cambios introducidos en el mundo por la globalización neoliberal. Ese negocio le funcionó más o menos bien a Colombia, con las limitaciones anotadas, entre 1961 y 1989, el período en que tuvo vigencia el pacto entre productores y consumidores, que en algo le ordenó su mercado y le subió sus precios externos, acuerdo que tuvo origen en la necesidad de Estados Unidos y de sus socios occidentales de mantener relativamente calmados sus respectivos «patios traseros», en una etapa en la que contendían con el imperio soviético por la dominación del globo. Pero al calor de las concepciones neoliberales, y aprovechándose del hundimiento de los nuevos zares rusos, los monopolios y el gobierno gringos rompieron el Pacto Internacional del Café, con el consecuente envilecimiento de unas cotizaciones externas que no les permiten sobrevivir a los cafeteros colombianos, víctimas también, como el resto de los productores nacionales, de las medidas neoliberales internas, las cuales además le produjeron grandes pérdidas al Fondo Nacional del Café y llevaron a la quiebra a varias de la principales empresas del llamado «grupo cafetero».

A la par que se arrasó con el agro —y con la industria, no hay que olvidarlo— los neoliberales ofrecieron reemplazar lo perdido, que era la base de la economía nacional, por cuanta gabela al capital financiero se le ocurrió al Fondo Monetario Internacional, institución endiosada como nunca por quienes la miran de rodillas. Así, la deuda externa pública y privada de Colombia, que habían necesitado de un siglo para llevarla a 18 mil millones de dólares, la duplicaron en apenas ocho años, entre 1990 y 1998. A su vez, la deuda interna del Estado se elevó a niveles nunca vistos, colaborando con otra de las orientaciones de la etapa: subir las tasas de interés bancarias a valores que hasta hicieron sonrojar a los propios defensores de los usureros. Y para completar esta ordalía contra el auténtico progreso de la nación, se sentaron, lista en mano, a entregarles cada sector o empresa estatal que pudieron a los linces del capital financiero, a lo cual le agregaron las medidas de la todopoderosa Junta Directiva del Banco de la República, otra bomba de tiempo que habían dejado cuidadosamente instalada, como muchas más, en la Constitución de 1991. En seguidilla cayeron en sus garras la compraventa de divisas y el derecho a especular con ellas contra los colombianos, las cesantías y pensiones, la salud y los servicios públicos domiciliarios, para no agotar el listado. Y cuando la quiebra de la industria y el agro reventó la banca, corrieron solícitos a rescatarla con los recursos del presupuesto nacional de un Estado que, según ellos, no debía intervenir en la economía.

Entre las ventajas otorgadas al parasitismo financiero, hay que resaltar lo sucedido en la salud y los servicios públicos domiciliarios. Es obvio que la pavorosa crisis de la salud —que dejó sin ningún derecho al respecto a la mitad de la población, condujo a incontables hospitales paralizados o cerrados y volvió corriente la práctica de despedir o no pagarles a sus empleados— obedece, fundamentalmente, al peaje que hay que pagarles a los intermediarios financieros que se echan al bolsillo, incluso por encima de lo mucho que les autorizan las normas y mediante prácticas fraudulentas, una porción inmensa de la plata que debería ir a médicos, enfermeras, instituciones hospitalarias y drogas. Lo ocurrido con los servicios públicos también clama al cielo. Mediante la venta, y a menosprecio, de las empresas respectivas, el neoliberalismo se aseguró que cada habitante del país —hasta los del estrato cero— tenga que ponerle su granito de arena a la voracidad del capital financiero cada vez que prenda un bombillo, abra una llave, entregue la basura o haga una llamada.

Y como era de esperarse por la concepción del mundo en la que se sustenta el neoliberalismo, uno de sus puñales se dirigió contra la estabilidad laboral y los ingresos de los trabajadores, a quienes, sin el menor pudor, responsabilizó —junto con los empresarios no monopolistas— del escaso progreso económico de antes de 1990 y de la debacle de la última década, pretexto con el que se justificó golpearles su estabilidad laboral, empleo, organizaciones, salarios, cesantías y pensiones.

El corolario de estos hechos es que la nación ha perdido, y sigue perdiendo, sus principales fuentes de acumulación de riqueza, el elemento fundamental del progreso de cualquier país, bien sea porque se arruinan —como sucede con la producción no monopolista—, o porque lo monopolios sobrevivientes, de origen público o privado, han sido y siguen siendo capturados por el capital extranjero. Las cosas se han puesto tan complicadas que hasta los cacaos y cacaítos, beneficiados por las primeras medidas de la apertura y cómplices de ella, han sido puestos contra las cuerdas y podrían terminar convertidos en meros accionistas minoritarios de las que fueran sus empresas, tal como ya ha sucedido en algunos casos aquí y, en general, en los países donde el neoliberalismo se aplicó primero que en Colombia. Por su parte, la inmensa quiebra del Estado tiene como causa determinante el altísimo nivel de sus deudas externa e interna, el más alto de la historia, cuyos pagos por capital e intereses consumen más de 40% del presupuesto general de la nación y son la causa principal del irreductible déficit de las finanzas públicas.

El significado de los cambios ocurridos en 1990, con respecto a las relaciones entre Colombia y Estados Unidos, lo precisó Francisco Mosquera, el inolvidable fundador del MOIR y el colombiano que con mayor anticipación y clarividencia advirtió sobre la celada puesta en marcha. Según él, antes «se trataba de una expoliación disimulada, astuta, que nos permitía algún grado de desarrollo, complementario a la sustracción de las riquezas del país. Digamos que los gringos chupaban el néctar con ciertas consideraciones. Pero con la apertura la extorsión se ha tornado descarada, cruda, sin miramiento alguno», explicación premonitoria que los únicos que no logran entender son los que se niegan a hacerlo. Y a propósito de la aguda inteligencia de Mosquera, también cobremos que terminaron venciendo sus argumentaciones acerca de que en las condiciones de Colombia no se justificaba el levantamiento armado y que éste agravaría los sufrimientos de la nación, advertencia que hizo en 1965, cuando era bien difícil entenderlo y plantearlo, porque tanto romántico, y tantos poderes estatales, afirmaban lo contrario. Asimismo, triunfó al señalar que la Unión Soviética había degenerado en un imperio que nada bueno ofrecía y del que nada había que aprender, como no fuera por ejemplo negativo, tesis que se comprobó hasta la saciedad cuando su burocracia decidió sustituir la hipocresía por el cinismo. Los hechos también confirmaron otra de sus anticipaciones: que la Constituyente de 1991, y el engendro que salió de ella, empeoraría la situación de Colombia, porque su objetivo era posibilitar la reforma legal que requería la implantación del neoliberalismo. Y terminó ganando el debate acerca de la existencia de contradicciones irreconciliables entre la burguesía no monopolista colombiana y el capital financiero y las transnacionales, según se ha comprobado de manera indiscutible en la última década. Incluso, cada vez está más claro que lo que vive el mundo es un periodo de «recolonización» imperialista, afirmación que, cuando la expresó, a algunos les pareció exagerada, pero que hoy utilizan cada vez más analistas para calificar la globalización neoliberal. Sin duda que Francisco Mosquera es de esos hombres que, como el Cid, siguen ganando batallas después de muertos. Si algo me enorgullece y estimula es haber combatido a su lado por 23 años, y seguir siendo leal a sus enseñanzas, ahora con la dirección de Héctor Valencia, quien quedó con la responsabilidad principal de no dejar tergiversar su legado.

Pero el peor problema de Colombia no es el vivido entre 1990 y esta fecha. Como se dice, apenas estamos en los gozosos, falta transitar los dolorosos, según las decisiones tomadas por el pastranismo y los programas de gobierno de los tres candidatos presidenciales que tienen opción. Quien quiera ganarse la vida «adivinando» el espantoso futuro económico nacional, basta con que lea el acuerdo suscrito con el Fondo Monetario Internacional y las páginas que sobre economía tiene el Plan Colombia, amén de saber qué pretende el ALCA a partir del año 2005, el último pacto signado por Pastrana, quien tiene una relación con Estados Unidos en la que sus mandatarios le pasan la mano por el lomo y él bate la cola agradecido. Lo impuesto es una dosis tamaño familiar de la misma lavativa venenosa que le vienen aplicando al país desde hace una década, con la diferencia que la primera la introdujeron oculta tras la conocida fanfarria demagógica de la Asamblea Nacional Constituyente, en tanto que ésta la quieren meter a hurtadillas.

Con el ALCA, que consiste en convertir el continente americano en un solo gran mercado en el que puedan moverse con absoluta libertad los capitales y las mercancías de los países signatarios, o mejor dicho de los gringos que son los únicos que están en capacidad de hacerlo, se perderá todo, o casi todo lo que aún sobrevive de la producción y propiedad nacional, quedando en grave riesgo hasta muchas de las principales empresas industriales, comerciales y financieras de los cacaos y los cacaítos, para no insistir en la hecatombe de los capitales menores. Y esto ocurrirá porque, con todo y lo dañina que fue la apertura de 1990, ésta no fue total, pues se calculó para impedir que un hundimiento económico demasiado abrupto y total pudiera generar movimientos de resistencia social y política de proporciones inmanejables, así como para ganar para la causa neoliberal, o por lo menos neutralizar, a quienes les permitieron mantener sus sectores protegidos, además de la insignificante minoría vinculada con la intermediación comercial y financiera, obviamente destinada a ser cómplice, por lo gananciosa, de lo que vendría.

El ALCA contiene otra amenaza en nada desdeñable, además de las que representan Estados Unidos, Canadá y el propio México, éste último formidable competidor en razón de que desde allí exportan las transnacionales norteamericanas, que suman a sus naturales ventajas tecnológicas las que les reportan los paupérrimos ingresos de los obreros mexicanos. También se convertirán en un lío Brasil y Argentina, con desarrollos industriales y agrarios mayores que los colombianos, y hasta se ampliará el tipo de problemas que ya nos está generando Ecuador, una vez otros países tan o más pobres que éste, y con salarios así de miserables, se beneficien de los aranceles 0% que se impondrán. Para poner un ejemplo dramático, Colombia podría terminar inundada de café brasileño.

Porque hay protección, y grande, es que aún sobreviven, por ejemplo, el arroz, que tiene un arancel de 72% a sus importaciones de países que no sean de la Comunidad Andina, el azúcar que se beneficia de uno de 45% y el pollo que posee otro de 104%. Incluso, existen ensambladoras de automóviles en Colombia porque la reducción de los impuestos a los importados se calculó para que sobrevivieran, pero no darán un brinco el día en que las desprotejan un poco más. Y así deberá repetirse para muchos otros sectores y productos sobrevivientes, empezando por la aviación nacional, que seguramente terminará convertida en chatarra o absorbida por las transnacionales incluso antes de esa fecha, una vez se le apliquen los llamados «cielos abiertos». Y si eso debe terminar sucediéndole a Avianca, una de las empresas bandera de don Julio Mario, ¿cuál será la suerte de los demás colombianos, pobres mortales?

En el caso del agro, lo que se busca con el ALCA, y así lo establece abiertamente el Plan Colombia, es que el país termine especializado en cultivos tropicales, que son aquellos que por razones del clima no pueden cultivarse en las zonas templadas, donde se localiza Estados Unidos. Con ello acabarán de desaparecer los cereales y otros productos que constituyen la seguridad alimentaria nacional, lo que conducirá a que la nación pueda ser sometida al chantaje que le quieran imponer los países que sí produzcan la dieta básica de la humanidad, y las transnacionales que la comercializan en el mundo. Y en los productos tropicales, como el café, seguirán siendo los monopolios de su comercio internacional y de su industrialización los que impongan unos precios de compra insignificantes, con esta relación agravada por la competencia internacional entre los países productores en la que vencerán, si eso puede llamarse una victoria, los que logren hacer trabajar más barato a sus campesinos y jornaleros.

Ya no puede haber dudas acerca de que la globalización neoliberal consiste en crear un solo gran mercado de envergadura global y que en ese mercado sólo sobrevivirán capitales de envergadura también global, por lo que queda claro que la política apunta a eliminar todas las formas económicas no monopolistas de cualquier rincón de la tierra. Un tiempo podrán durar algunas empresas medianas destinadas a maquilarle a las transnacionales en condiciones de baja tecnología y en extremo duras para sus obreros, y hasta nada fáciles para sus propietarios. E irán languideciendo, hasta desaparecer, las actividades de campesinos y artesanos que logren aumentar todavía más las condiciones de inmensa autoexplotación que les son propias a esos sectores. El cuadro de las miserias que les tienen reservadas a los colombianos lo completa la tesis neoliberal de que el «futuro» del país dependerá de «saber» atraer el capital extranjero para que se instale en Colombia, ofreciéndole, obviamente, propiedades baratas, recursos naturales baratos y mano de obra bien, pero bien barata, además de impuestos bajos o inexistentes. Quien quiera saber cómo será la Colombia que modelan, que mire hacia el África, donde la miseria más cruel y generalizada convive con la ofensiva opulencia de unos sectores sociales minúsculos vinculados con las operaciones del capital extranjero.

Antes de seguir desenredando este ovillo, un paréntesis sobre un tema también muy cercano a mi parábola vital, y que ayuda a comprender en qué consiste el tremendo lío en el que nos tienen metidos. Me refiero a la creación y transmisión del conocimiento, actividad de los seres humanos sin la cual nuestra especie no hubiera podido escaparse de la simple animalidad. Al erguirse, nuestros primeros antepasados liberaron la mano y ésta, con su uso y evolución, pudo crear las primeras herramientas y el trabajo, todo lo cual, y simultáneamente, produjo un cerebro capaz de conocer, comprender y transformar la naturaleza, la madre de todas las riquezas. Por tanto, la base del progreso consiste en qué tanto somos capaces de conocer y en qué tanto de ello podemos transmitir, siendo estos los propósitos de la ciencia y la educación. Pero lo nuevo al respecto no es esta breve digresión, sino el haberse comprendido, hace siglos ya, que esa creación y transmisión sólo pueden desarrollarse a plenitud donde el Estado la respalda con toda generosidad, sin esas mezquindades que hacen de cada neoliberal criollo un encallecido avaro cuando se trata de girarle al progreso del pueblo y la nación. Es por esto, entonces, que en todos los países desarrollados la educación es toda o casi toda financiada con largueza por el Estado y que los abundantes presupuestos públicos para la ciencia están detrás y explican cada avance científico y tecnológico de las transnacionales. Y es también por saberse de la importancia definitiva del respaldo del Estado en estas materias, que el Fondo Monetario Internacional y sus correveidiles han eliminado prácticamente el pequeñísimo respaldo oficial que tenía la investigación científica en Colombia, y han decidido privatizar la educación pública, política en la que si no han avanzado más ha sido por la valerosa resistencia civil de profesores, estudiantes y padres de familia.

Pero también digamos que hasta razón tienen en buscar una ciencia y una educación nacionales de insignificante calidad, si entendemos la lógica con la que actúan y sus propósitos. Veamos por qué. Si la principal decisión en marcha consiste en eliminar cualquier desarrollo nacional autónomo, si las factorías que queden en Colombia serán las que las transnacionales decidan mantener aquí, y si ellas serán simples empresas maquiladoras que, por su propia naturaleza, no pueden ser más que plantas de ensamblaje de baja tecnología porque Estados Unidos y las otras metrópolis se reservan los desarrollos de punta, ¿qué sentido tiene gastar grandes sumas en formar una nación bien educada y respaldar en serio aquí la creación del conocimiento? ¿No les bastarán para desarrollar la ciencia las instituciones extranjeras, y no son los llamados «cerebros fugados» de muchos colombianos una manera de respaldarlas? ¿No les alcanzarán para la formación de los pocos cuadros criollos, encargados de transmitir las órdenes imperiales, unos cuantos colegios y universidades privadas de un cierto nivel? ¿Y no les quedan a esos grupos sociales cada vez más insignificantes las universidades norteamericanas para estudiar o especializarse? A quienes les puedan parecer exageradas estas advertencias, les hago otra pregunta: ¿permanece todavía Manuel Elkin Patarrollo en Colombia porque los gobiernos le han valorado en serio su trabajo y lo han respaldado como debieran, o porque su amor a esta tierra lo tiene casi que encadenado en este país?

Las conocidas campañas de descrédito contra los educadores colombianos y contra Fecode, no reflejan sólo ese odio de clase instintivo que los induce a atacar cualquier forma de organización y de resistencia popular, y a considerar cada garantía o centavo por encima del mínimo que perciba un trabajador como un «privilegio» intolerable; también cuenta que los neoliberales desean eliminar un estorbo para desarrollar sus propósitos retardatarios y que, con ello, además, generan una cortina de humo ideológica que les facilita privatizar la educación pública, una de las políticas más regresivas definidas en este período oscuro de la historia de la humanidad, en el que nos quieren presentar como avances las medidas más reaccionarias contra el auténtico progreso de las personas y las naciones.

Retomando el hilo, es claro que los pastranas de todos los pelambres no proceden así porque no entiendan lo que ocurre, porque estén equivocados. Lo que sucede es que el neoliberalismo es un modelo de suma cero, es decir, que lo que unos pierden otros lo ganan. Para seguir con el caso del agro, con la importación de un millón y medio de toneladas de maíz a Colombia, por supuesto que perdemos todos los nacionales pero ganan los agricultores gringos, más las navieras, las comercializadoras y los banqueros de ese país que transportan, venden y financian la operación, es decir, el conjunto de su capital financiero. ¿Y cómo van los pastranas y sus sostenedores en dicho negocio? Son socios menores, testaferros, como quiera llamárseles, de los jefes del Imperio. ¿Y qué servicio ofrecen estos personajes? Entregan la Patria a pedazos: el algodón del Cesar, el carbón de la Guajira, el petróleo de los Llanos, el níquel de Cerromatoso… También ferian las empresas de servicios públicos y la salud y las pensiones y los salarios de los trabajadores. Por tanto, tampoco es casual que cada tecnócrata aperturista y privatizador que se porte bien con ellos, o sea, que trate mal a la nación, termine empleado en alguna agencia internacional de crédito o en una transnacional. El neoliberalismo no es, entonces, hay que reiterarlo si se quiere entender el fondo de lo que pasa, una equivocación sino una conspiración, que es bien distinto.

Ante la inconmensurable gravedad de las amenazas, ¿qué hacer? Incluso hasta aquí, en el calibre del desastre nacional y en sus causas, no resulta tan difícil ponerse de acuerdo. La parte verdaderamente peliaguda empieza cuando hay que definir lo que debe hacerse. Como es apenas natural, el grupito que se lucra con la desgracia de los colombianos no tiene el menor interés en que se modifiquen las circunstancias. Para ellos todo está bien, e incluso ya deben tener calculado que si el país se les vuelve inmanejable, un infierno en la tierra, todavía les queda el recurso de refugiarse en Estados Unidos, donde tienen tantas querencias y más capitales aún, desde donde seguirían controlando su enclave. Hay otros, que no están materialmente golpeados por el neoliberalismo o que lo sufren en menor medida, y que tienen profundos sentimientos patrióticos, que nos les gusta lo que ocurre y que incluso quisieran modificarlo, pero que no se sienten ni con los arrestos ni las fuerzas suficientes para acometer tal desafío. En este sector también se encuentran algunos que, a pesar de que refunfuñan contra las concepciones neoliberales, conceden en materias graves con la esperanza de lograr su salvación personal, buscando un cupo en el bus del imperialismo, aun cuando sea colgados de la placa. Y estamos nosotros, al lado de las legiones de campesinos, trabajadores y capas medias empobrecidas y arruinadas y cuya suerte está atada a la suerte de la nación, que no nos doblegaremos ideológicamente, que no negociaremos con el interés nacional, que no cambiaremos el derecho de primogenitura de los colombianos por un plato de lentejas y que actuaremos con la paciencia que sea necesaria para aislar a los recalcitrantes y ganar a los vacilantes, hasta conseguir la más grande unidad de los patriotas de Colombia que pueda concebirse.

En esa unidad tienen su puesto reservado desde los más pobres campesinos, indígenas y obreros del campo y la ciudad, pasando por toda la variopinta gama de las capas medias, hasta incluir a los empresarios nacionales que estén dispuestos a luchar a nuestro lado, porque aceptan que si bien la razón de ser de sus capitales es la de hacer ganancias, también comparten que a nadie se le puede permitir que atente contra el sagrado interés del progreso del conjunto de la nación, por muchas que sean las utilidades en juego. De esta gran unidad, entonces, solo están excluidos —porque con su comportamiento se autoexcluyen— los nativos de estas tierras que montaron el negocio de hacerle grandes agujeros al casco del barco en el que navegamos cuarenta millones de colombianos.

Actuaremos en el Senado según el compromiso adquirido con la consigna general aprobada para esta campaña: «Por la defensa de la soberanía, el trabajo y la producción: ¡Resistencia Civil!». Por defender la producción entendemos que para el futuro de Colombia es definitivo salvaguardarla de la ruina o de la pérdida de cada una de sus unidades productivas del campo y la ciudad, bien sean pequeñas, medianas o grandes, porque solo un enemigo de la Patria o alguien muy confuso puede estar de acuerdo con que desaparezca o caiga en manos de los extranjeros la riqueza de la nación acumulada en esas propiedades. Esta defensa exige luchar porque cesen las importaciones de bienes que puedan producirse en el país y porque el Estado ofrezca las garantías de créditos baratos y las demás medidas que se requieren para que prosperen el agro, la industria, el comercio y el transporte. Y en este punto queda expresamente garantizado el compromiso de defender los programas de Unidad Cafetera, de la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria y de todas las organizaciones que la constituyen.

Defender el trabajo debe entenderse como que, además de protegerse las fuentes que lo generan, de ninguna manera compartimos la concepción neoliberal, de suyo falaz, que ve en los salarios y en las prestaciones laborales la causa principal del desastre del país, y en su recorte el bálsamo para la crisis de las empresas urbanas y rurales y del Estado. Para aceptar teoría tan peregrina, se necesitaría que no estuvieran claras las causas últimas del colapso económico; que una década de empobrecimiento de los trabajadores no hubiera demostrado que la producción nacional no podrá competir en la globalización neoliberal con ningún nivel de reducción de los ingresos, directos o indirectos, de sus asalariados; que no enseñara la propia experiencia de los países desarrollados que el capitalismo es un modo económico que solo puede prosperar con la relativa prosperidad del pueblo; y que no fuera el colmo de lo antidemocrático hacer cada vez más pobres a los pobres, con mayor razón en este país en el que la pobreza es tan amplia y tan profunda. En consecuencia, también defenderemos la correcta atención por parte del Estado de las necesidades de ciencia, educación, salud, vivienda y demás exigencias del pueblo colombiano.

Si dejé de último el punto de la defensa de la soberanía lo hice a propósito, para resaltarlo pues es el principal. Como ha podido observarse en este análisis y como puede comprenderse con cualquier estudio comparado de las economías de los países que han tenido éxito, Colombia lleva casi un siglo actuando en contra de lo que debe hacerse para salir del atraso, con esta tendencia agravada en los últimos once años. Y este actuar a contrapelo con la experiencia tiene como causa última el haber perdido desde hace décadas, pero especialmente en los últimos diez años, el derecho soberano de la nación a decidir lo que mejor le conviene a sus asuntos, entregándole esa potestad a los diferentes poderes norteamericanos y a las tecnocracias que les difunden las teorías y las prácticas que les sirven a través de los organismos internacionales del capital financiero. El capitalismo es un sistema de competencia, y de competencia feroz entre los empresarios, característica que también define las relaciones entre las naciones. De ahí que no tengan ninguna posibilidad de progresar ni las empresas ni los países que les entreguen la definición de sus asuntos a sus adversarios; de donde se deduce que el principal problema de la economía nacional no es económico sino político: tener cada vez más refundido el cabal ejercicio de su soberanía nacional.

Dirán los neoliberales, siempre tan vivos, que esta posición entraña defender como política de desarrollo el aislamiento en las relaciones económicas internacionales. De ninguna manera. Aquí nadie aspira a que Colombia y los demás países de la tierra establezcan desarrollos autárquicos. En este aspecto, el pleito con las políticas de globalización se reduce a dos puntos bien precisos: el primero, derrotar la mentira de que los países progresan si producen, principalmente, para exportar, y no para su mercado interno, teoría que nunca han aplicado las potencias pero que sí propalan para saquear a los países que se dejen, y que termina por romper cualquier identidad nacional de intereses entre los empresarios y los trabajadores. Y el segundo, el rechazo a los intercambios económicos entre las naciones que no se fundamenten en el respeto mutuo y el beneficio recíproco, orientaciones que para poder cumplirse a plenitud exigen que cada país, por pequeño que sea, tenga todo el derecho a definir sobre lo que más le sirve a sus intereses, sin injerencias ni imposiciones foráneas. La globalización, sin el tamiz de las soberanías nacionales, ya se ensayó en el mundo y fracasó como manera de generar auténtico progreso e igualdad, solo que no se recuerda bien porque por ese entonces se denominó colonialismo, el régimen de oprobio del que nos liberamos los colombianos hace casi dos siglos y en el que podemos terminar por volver a caer del todo si no nos oponemos a ese designio repudiable.

Luego de los atentados a las Torres Gemelas, que tanto horrorizaron a las gentes sensatas del mundo, pero que también pusieron a la vista las muchas resistencias que ha terminado por acumular el imperialismo norteamericano, algunos han salido a decir que los jefes del Imperio, ahora sí, por fin, van a entrar en razón y van a modificar su conducta, contribuyendo a crear un mundo más democrático e igualitario. Ojalá así fuera, pero cuánto se equivocan; porque esos dirigentes no actúan así por un acto de mala voluntad de su parte sino por un imperativo de su estructura económica monopolista, rumbo que cada vez más tiende a consolidarse en la medida en que se acrecientan sus problemas económicos estructurales, fenómeno que nuevamente se les ha complicado luego de apenas nueve años de prosperidad a costa de reventar las economías de casi todo el globo. Y porque, a la vista está, esos actos de terrorismo terminaron convertidos en otro pretexto para consolidar los puntos de vista más agresivos de la dirigencia norteamericana, que cada vez hace más gala de los abusos que está dispuesta a cometer para mantener y profundizar su globalización imperial. Que nadie se haga ilusiones, que en lo que a ellos respecta, la decisión consiste en cobrarles a las naciones del mundo, y con tasas de interés de cifras astronómicas, cada vidrio roto de sus rascacielos.

Finalmente, y por tanto, el compromiso que adquiero también significa seguir participando activamente en la organización de la Resistencia Civil de la nación a cuanta medida neoliberal se defina en su contra y para darle reversa a las que ya se han impuesto, con la única diferencia de que después del 10 de marzo lo haré con la investidura de senador de la República. Lo que buscamos es convertir esta elección en otra batalla más en la defensa del sector agropecuario; de lo que se trata es de llevar la lucha en su defensa a un nuevo escenario; en conclusión, el propósito no es que campesinos, indígenas, jornaleros y empresarios del campo pierdan un dirigente de su causa, sino que ganen un miembro en el Congreso, para que el día de mañana, además de hablar claro y duro en ese recinto, también se pare a su lado, otra vez, en el sitio de la República donde toque pararse. Y con esa misma lógica seguiré atendiendo los demás reclamos nacionales a los que me he vinculado, porque mis treinta años de estudios y luchas no han sido un truco para terminar convertido en un cretino parlamentario. Vamos, pues, al Senado a seguir haciendo lo que hemos hecho a lo largo de toda una vida: a contribuir con la organización y movilización de los colombianos para que, más pronto que tarde, todos los habitantes de esta bella y rica tierra posean los elementos de progreso con que soñamos los patriotas y demócratas que consideramos un honor el haber visto aquí nuestras primeras luces.

Y si pugnamos por la unidad de todas las clases sociales, capas y sectores que estén dispuestos a defender la Patria, es obvio que nadie tendrá que renunciar a la militancia política de sus tradiciones o afectos para participar en este proyecto. Si por algo tenemos que luchar también es por acabar con los estériles sectarismos políticos que empujan a las gentes a embestir con los ojos cerrados contra trapos de variados colores, viejo y desgastado truco de quienes han sometido a los colombianos a sus políticas de hambre y demagogia.

Compañeros y compañeras, en medio de la muy oscura noche que cubre a Colombia, nuestra posición significa una pequeña luz de esperanza. Con el esfuerzo de todos, con nuestro trabajo inteligente y entusiasta, durante los próximos 120 días avivemos esa llama, educando a nuestra nación en las causas últimas de sus desgracias y en la manera de superarlas, de forma tal que en la víspera del 10 de marzo próximo ya podamos proclamar nuestro triunfo, pero que además terminemos colocando una pica en el Senado, recinto donde tantas cosas, y en medio de tanto silencio cómplice o asustadizo, se han definido en contra del progreso del país. Cuenten con que, de lo que de mí dependa, no seré inferior a las circunstancias que nos imponga el desarrollo de los acontecimientos.

Muchas gracias.