EL IMPERIALISMO DA OTRO PASO EN SU DECADENCIA

La globalización, particularmente la financiera, impulsada por Estados Unidos en todo el mundo le ha dejado enormes ganancias al capital pero también ha creado el germen de su propia destrucción.

En efecto, las quiebras y las desvalorizaciones de las grandes firmas de inversión de Wall Street son el resultado de la desregulación de los mercados financieros, que amplió las formas de especulación, el apalancamiento sin límite alguno y la conformación de sofisticados instrumentos financieros que fragmentan y ocultan el riesgo.

La crisis financiera desatada por el colapso del sector inmobiliario estadounidense aún no ha tocado fondo, pero podemos avizorar sus repercusiones en los sectores reales y su dimensión planetaria. Se enmarca ésta en un ya largo declive de la superpotencia, abriendo un período de agudización de viejas y nuevas contradicciones sociales y políticas que serán acompañadas por la justa protesta de amplios sectores de masas, principales víctimas tanto de la enfermedad como de los paliativos que ahora se intentan.

El militarismo no fue “tabla de salvación”

Estados Unidos padece males cada vez mayores a la hora de mantener la hegemonía mundial. Tras la victoria de la primera Guerra del Golfo, en abril de 1991, los neoconservadores acuñaron el término “momento unipolar” para referirse a la posición de Estados Unidos como potencia superior. Anunciaron “un nuevo siglo americano” en el cual “estaba en capacidad de hacer lo que quisiera, cuando quisiera y como quisiera sin consultarle a nadie”. Había sobrevivido a recesiones, como la del crac de 1929, a las conmociones de la Segunda Guerra Mundial y, recientemente, en el punto culminante de la confrontación con la Unión Soviética, a “otro lunes negro” en la era Reagan, el 19 de octubre de 1987, cuando desaparecieron de Wall Street 560 mil millones de dólares en valor nominal.

Lo que le devolvió un inicial auge económico fue la globalización, la política imperial que montó para recuperarse merced al desmoronamiento soviético, basada en el librecambio, la libre circulación de capitales, las privatizaciones y demás prescripciones del recetario neoliberal. Fueron los “dorados noventa”, dijo Stiglitz.

Sin embargo, con la globalización, a partir de 1994, se inició una serie de trastornos consecutivos en México, Tailandia, Corea del Sur, Indonesia, Brasil, Rusia, Colombia, Turquía, Argentina y Estados Unidos. El de este último se originó en el “estallido” de la especulación, forjada con acciones de las empresas tecnológicas de Internet y de comercio electrónico, cuyo índice de valor, entre los años 2000 y 2002, decayó de 5.028 puntos a 1.114, quebró más de 700 compañías y arrojó pérdidas por 9.3 billones de dólares. A estos desastres se sumaron los impactos del ataque del 11 de septiembre a Nueva York y a Washington.

Para salir del trance, se emprendieron dos estrategias de reparación de clara inspiración imperialista y neoliberal. Por una parte, por razón de las invasiones a Afganistán e Irak, con el fin de lograr el control de fuentes de hidrocarburos, se reforzó el militarismo keynesiano, la especialización en industrias militares y de defensa con base en gasto público, que en 1990 ya incluía el 83% del valor de todas las plantas y equipos industriales. Y por la otra, se amplió el “liberalismo económico”, con la rebaja de tasas de interés y con la ya referida eliminación de regulaciones en los mercados financieros, hipotecarios y de futuros de productos básicos. Se pretendió remplazar la burbuja desinflada por otras creadas en nuevas esferas económicas.

Luego de más de siete años de la aventura en el Medio Oriente, y de uno de haber estallado el sector inmobiliario, los quebrantos de Estados Unidos se han incrementado. Hay una creciente sensación de inseguridad, la impopularidad del gobierno Bush es la mayor de la historia contemporánea; aumentan la inflación y el desempleo; disminuye la población cubierta en salud; los salarios reales han rebajado; la situación de los inmigrantes es incierta; es mayor la dependencia del combustible importado, cuyo precio ha subido a niveles históricos, y hasta se han padecido catástrofes naturales, con todas sus secuelas, atribuidas al cambio climático. La guerra, financiada con deuda pública, ha costado casi 600 mil millones de dólares de gastos directos, y, si se sumaran los indirectos, totalizaría cinco veces más. El déficit fiscal se agrandó y el endeudamiento estatal pasó en una década de 3,7 billones de dólares a 9,7. La conjura de su déficit comercial, a través de emisión, ha devaluado en 60% el dólar, con relación a las principales monedas.

Hay duros cuestionamientos al neoconservadurismo republicano y por doquier se expresa indignación hacia la “campaña contra el terrorismo”, que adoptó como axioma la “guerra preventiva”, violando las normas internacionales establecidas, legitimando incluso la tortura. La problemática militar en Irak, donde permanecen 145 mil soldados, se agrava al igual que la situación en Afganistán.

De burbuja en burbuja

El crédito fácil a familias cuya capacidad e historial de pago era dudoso, que no accedían a préstamos para vivienda, abrió en 2003 una nueva racha de usura. En dos años se otorgaron préstamos hipotecarios por más de tres billones de dólares. Bancos como Citygroup y otros de Wall Street volvieron títulos bursátiles estas hipotecas, llamadas subprime por la poca solvencia de los deudores, títulos que vendieron alrededor del mundo a otros intermediarios. Se configuró un siniestro carrusel de “valores ficticios” por doce billones de dólares. La explosión de esta burbuja, al cesar en el pago un número significativo de los deudores, ha ocasionado tres millones de ejecuciones hipotecarias, una brusca rebaja de 47% en el valor de las acciones de las entidades financieras, de las cuales, 117 ya tenían problemas en junio de 2008, y la transmisión de la parálisis a otras ramas como la automotriz.

La FED repitió el malogrado remedio de 2001. Volvió a rebajar las tasas de interés y a socorrer por cuenta del erario a los grupos financieros. Nacionalizó a Freddie Mac y Fannie Mae, agencias privadas respaldadas por el gobierno, que garantizaban casi seis billones de dólares en hipotecas. Los recursos para los distintos programas de rescate, aún sin concluir el trance, superan ya los 700 mil millones de dólares. El gobierno igualmente devolvió impuestos por 168 mil millones a los contribuyentes, 50 mil de ellos para empresas. Pese a todo, “la tormenta (…) no ha calmado,” como acotó Bernanke, presidente de la FED, en agosto. En septiembre se quebraron el banco Lehman Brothers y el consorcio de seguros AIG, al cual se le brindaron 85 mil millones de dólares como “flotador” y finalmente en Senado y Cámara se aprobó una partida de 700 mil millones para absorber hipotecas no pagadas. El valor del salvamento superará el 10% del PIB, una suma sin precedentes en la historia.

La economía financiera va de mal en peor. Los especuladores se han abalanzado sobre los mercados de commodities (bienes básicos) como petróleo, carbón, oro, minerales y alimentos que se transan en las bolsas. Han disparado sus precios, empezando por el del combustible, hoy a más de cien dólares el barril. La OPEP reveló que “sin la burbuja de especulación (…), el barril costaría unos 70 dólares”. Los alimentos básicos también entraron a “territorio burbuja”. La rebaja de los inventarios, causados por la progresiva dependencia alimentaria de muchos países, como consecuencia del “libre comercio”, por eventos climáticos en países exportadores, por el aumento de demanda en otros y por el uso de dichos géneros en agrocombustibles, fue filón para la especulación. La relación entre la exorbitante alza en las cotizaciones y el bajón de los inventarios es desproporcionada, tanto que la ONU afirmó que “la especulación financiera es responsable del 30 por ciento de la explosión de precios”.

Una carestía tal, propagada mediante el aumento universal de los importes de los bienes primarios, permite la recuperación de las enormes pérdidas sufridas, a través del obligatorio consumo cotidiano de los mismos por los pobladores del orbe. La sociedad global paga entonces los platos rotos de la economía financiera, privatizando las utilidades y socializando las bancarrotas. Las políticas puestas en marcha, la extensión del militarismo a escala global y las larguezas con el capital especulativo, no resolvieron las contradicciones en curso y, antes bien, las agudizaron.

El “contagio” global y su réplica en Colombia

La desaceleración, las quiebras y la inflación ocurren por igual en Europa y en Asia. Contrariando a quienes aseguraban que se podían desacoplar del caos gringo, los mercados inmobiliarios se desplomaron arrastrando empresas financieras y constructoras y el crédito se contrajo. The New York Times afirmó que “Europa se encuentra en un precipicio similar al de Estados Unidos”. En septiembre, las principales monedas europeas, euro y libra esterlina, pese a que el Banco Central Europeo ha subido las tasas de interés, se han devaluado frente al dólar. La fuerte divisa británica puede ser “el chivo expiatorio del mundo”.

La inflación, cuyo germen es el alza de combustibles, materias primas y alimentos, incide en los costos de producción y por ello ha sido infructuoso su control mediante el incremento de las tasas internas de interés; antes bien, ellas han reforzado las revaluaciones al propiciar el ingreso masivo de dólares, en busca de mejores rentabilidades. Todos los organismos internacionales, OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, compuesta por 30 estados de las economías más grandes del mundo occidental) y FMI, entre otros, modificaron a la baja sus predicciones respecto al desempeño económico mundial para 2008 como para 2009.

La “integración de los mercados” es el medio expedito de transmisión de las crisis. Priva a las economías de instrumentos para protegerse y desecha las defensas diseñadas para aminorar las secuelas. La historia registra episodios similares que llevaron a la economía a la “pesadilla” de la estanflación, en la cual se conjugan desempleo paulatino, alta inflación y estancamiento del producto. Los neoliberales atribuyen los daños ocurridos entonces a que los salarios se elevaron con el fin de incentivar la demanda, causando, según ellos, más carestía y desocupación. La única decisión común en todas las latitudes es que ahora los salarios habrán de mantenerse fijos o deben decaer, lo cual significa que los trabajadores serán los primeros en cargar con la crisis.

Colombia, como toda América Latina, también se ha contagiado. Registra altos índices de inflación, de desempleo y de decaimiento de la actividad económica. El índice de precios, acumulado en diez meses, es el mayor desde 2001; el costo anual de los alimentos creció 15%; el desempleo ha empezado a incrementarse; la industria manufacturera se estancó, con crecimiento cero entre enero y julio, y sectores como textiles, madera, hierro y automotores registran caídas cercanas al 10 por ciento. Las ventas del comercio minorista han sido siete veces menores que en 2007 y la construcción de vivienda de interés social cayó en un tercio.

Adicionalmente, tanto el alza de las tasas de interés por parte del Banco de la República, “recetada” por el FMI, como la política Confianza-Inversionista de Uribe Vélez, que colma de prebendas al capital extranjero, convirtiendo la “inversión” en saqueo, en especial de los recursos naturales no renovables, han provocado una avalancha de dólares, que ha triplicado en siete años la inversión extranjera, concentrada en hidrocarburos, minería, finanzas y comunicaciones, áreas fundamentales del país. Colombia se precipita a marchas forzadas a la recolonización.

La revaluación erosiona el trabajo y la producción nacionales, y más aún en un entorno de altos costos de producción, llevando a la ruina a miles de empresas. Las penurias no amainarán; los bienes intermedios importados, que son las tres cuartas partes de las materias primas industriales, se encarecerán y la deuda externa también. Es el sino trágico de las naciones regidas por las políticas del FMI: con devaluación o con revaluación se ocasiona la inflación.

Crisis del capitalismo en su fase superior

Los ciclos críticos del capitalismo en su etapa imperialista, en la que predominan el capital financiero y el monopolio, son cada vez más frecuentes y agudos. El marxismo ha explicado la forma violenta como se solucionan, bien mediante la mayor concentración de los medios de producción, bien por la destrucción de parte de ellos, o por ambas. Comprender los aspectos particulares de cada episodio permite avizorar las contradicciones insolubles en que se desenvuelve el orden vigente y educar a las masas en la necesidad de sustituirlo, si se persigue la prosperidad general.

Las crisis de la fase imperialista no son ajenas ni a “la tendencia progresiva de la cuota general de ganancia del capital a descender” ni tampoco a la superproducción de mercancías y de capital. Con relación a la primera, Francisco Mosquera escribió en 1990: “Lo curioso de este complicado asunto radica en que a pesar de todo la tasa de ganancia de las trasnacionales seguirá descendiendo (…) Los monopolios norteamericanos y japoneses buscan otras naciones receptoras, baratas (…) La internacionalización del capital acabará entrelazando al mundo en tal forma que la división del trabajo propia de las grandes factorías se efectuará a través de países y de continentes y no ya bajo un solo techo (…) ahondándose las desigualdades entre la porción desarrollada del mundo y la indigente. Las contradicciones entre los bloques económicos tampoco conocerán límites; la crisis se extenderá con todos sus estragos, y la clase obrera se hará sentir en grande”.

La preponderancia del capital financiero, que en la actualidad cobra enormes dimensiones, influye de modo definitivo en las crisis. Los activos especulativos mundiales, que abarcan depósitos bancarios, bonos públicos, títulos privados, acciones y nuevas formas conocidas como “derivados”, valen más de 160 billones de dólares, mientras que la producción anual de mercancías y servicios apenas suma una cuarta parte de dicho monto y el comercio mundial al año sólo es un décimo de aquel valor.

Los réditos exigidos por este enorme volumen de capital parasitario sólo pueden provenir del fondo común de la plusvalía extraída en todo el planeta. Cuando este fondo se vuelve insuficiente para remunerarlo por completo, se especula con rendimientos futuros que, al no concretarse, provocan el derrumbe de sectores enteros de la economía y la parálisis general. En la medida en que crece la masa de capital, y sobre todo la del financiero, requiere que la extracción de plusvalía sea más copiosa en cada periodo, para lo cual puede recurrirse a medios extraeconómicos, usando la violencia y la subyugación de naciones y pueblos enteros.

Precisamente, por la pauperización de miles de millones de personas, en los periodos críticos decae el consumo general, y el capital no encuentra nuevas fuentes de ganancia. Esto ha intensificado, desde finales del siglo XIX, su exportación a los países más atrasados, en busca de ingentes utilidades. La premisa lógica para que sean seguras y cuantiosas es la indispensable colonización de las naciones débiles.

En Estados Unidos, la política económica de Bush, guiada por el principio del primer secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, “gobernar en interés de las clases propietarias”, deterioró los ingresos de las mayorías. He ahí por qué millones de hogares norteamericanos de clases pobres y medias quedaron entrampados en el pago de las hipotecas. La política fiscal de la administración republicana, que incluía el recorte de impuestos al capital, valdrá durante una década 2,6 billones de dólares, de los cuales el 1% más rico se beneficiará con el 53%. Fruto de esta iniquidad el ingreso del 20% más pobre de la población apenas creció el 9% mientras el del 1% más rico escaló el 201%.

Los neoliberales están acongojados. En monsergas moralizadoras, de ética económica calvinista, culpan de la hecatombe a la avaricia. Erróneamente creen que se puede poner orden a la voracidad capitalista y más aún en su fase superior, que el mercado se puede autorregular. Para paliar su desespero vale recordarles esta sentencia de Marx: “El crédito acelera, al mismo tiempo, las explosiones violentas de esta contradicción, que son las crisis, y con ellas, los elementos para la disolución del régimen de producción vigente”. Así será.