Declaración del MOIR: ¡NO MÁS BELISARIOS!

Pese a las tremendas desventajas que en la contienda electoral encaran las fuerzas revolucionarias colombianas, desde 1972 el MOIR de modo ininterrumpido viene participando en elecciones, valiéndose de ellas, especialmente, para difundir su ideario dentro de las amplias masas. Hoy, en las puertas de otros comicios, nos reafirmamos en la creencia de que el país jamás saldrá del caos y la postración sin hacer uso pleno de la autodeterminación nacional y arrancar de raíz las trabas viejas y nuevas que entorpecen su desarrollo. Pensamos además que quienes insistan en esta opción histórica avanzarán tras la única perspectiva cierta de victoria. A la postre la constancia en una posición erguida, sobre todo si se interpreta la realidad, pesa más que seis millones de sufragios.
Justamente el próximo 7 de agosto culmina uno de los tantos ensayos que se han puesto en práctica en Colombia, el del «sí se puede», inaugurado con euforia sólo comparable al estruendo de su fracaso. Su lánguida misión se redujo a ahondar la crisis heredada. Empezó reprendiendo a los banqueros que abusaban de la clientela, para terminar obligando al pueblo a enjugar las insolvencias del sistema financiero mediante generosas y multimillonarias subvenciones estatales. Ascendió al mando con la solemne promesa de no promover más impuestos, y superó el desenfreno fiscalista de sus antecesores, apoderándose incluso de gravámenes futuros. No obstante la recesión y la escasez de demanda por falta de capacidad de compra de los trabajadores, como lo señalara la Andi en el momento oportuno, la inflación prosiguió y los precios no detuvieron su trepada, entre varios factores a causa de que el agónico régimen ha emitido no se sabe cuántos cientos de miles de millones de pesos, con destino al presupuesto, a los institutos en quiebra, o dirigidos a oxigenar los asfixiados proyectos oficiales, impidiendo con ello la esperada recuperación en el ciclo económico, golpeando las actividades productivas y acentuando la penuria de las clases laboriosas.

No se pactó con el Fondo Monetario Internacional, pero, conforme al estilo belisarista, se le aceptó voluntariamente la totalidad de sus calamitosas imposiciones de restricción y control, junto a la vergüenza de una monitoría foránea encargada de velar en suelo colombiano por la aplicación de las estrictas medidas. Y eso que el señor Betancur, en los primeros días de su mandato, sorprendió a los electores con el cumplimiento de la única oferta que no les hizo: la de afiliarse a los Países No Alineados. Decisión que pronto adquiriría su verdadero alcance; se trataba de un acercamiento a las naciones prosoviéticas, cual preámbulo y requisito básico de su campaña pacificadora de adentro y afuera. De esta suerte Colombia, en un amén y merced a su mandatario, se vio abogando a favor de los tejemanejes expansionistas del imperio del Este sin que se redimiera de la explotación de los poderosos monopolios del Oeste.

Sobre el retroceso económico se erigieron las veleidades políticas. Dentro de los objetivos de maquillar su imagen y extender su prestigio, Belisario Betancur les batió el ramo de olivo a los alzados en armas, logró en el Parlamento la aprobación de la amnistía y más tarde del indulto, firmó el cese al fuego y luego la tregua, creó sendas comisiones de verificación y diálogo, tramitó en las Cámaras y sancionó reformas de «apertura democrática» como el estatuto de los partidos y la elección de alcaldes, designó para el Consejo Electoral a un vocero de la tendencia revisionista capitaneada por Vieira, y, al cabo de tantas idas y venidas, obtuvo las vibrantes proclamas insurreccionales de dos de los grupos guerrilleros comprometidos con la pacificación dialogada y la astuta solicitud de las Farc de suspender la concreción de los acuerdos definitivos hasta septiembre de 1986, valga decir, hasta la llegada de la otra administración. El fiasco completo. Porque los unos, después de los estímulos recibidos, volvieron a las andanzas extremoizquierdistas y los otros, simplemente optaron por continuar con la argucia de querer hacer trabajo legal con el fusil al hombro. Y todos convencidos por supuesto de que Colombia se halla, o en una situación de levantamiento revolucionario, o al borde de ella. El macabro desenlace de la toma del Palacio de Justicia no solamente marcó el cruento final del embeleco pacifista, sino que puso al descubierto los nexos existentes entre la paz belisariana de Colombia y las negociaciones en Centroamérica. Dentro de los escombros del edificio se encontraron armas de combate que según registro y número pertenecieron a la derrotada guardia de Somoza y al lote donado por Carter a los sandinistas a través de Venezuela. Ante las reclamaciones del canciller Ramírez Ocampo, cruzadas más para cubrir las apariencias que en salvaguardia de la integridad nacional, las autoridades de Managua no negaron anda; se atuvieron al alegato de que no podían responder ni por el armamento que les habían regalado, ni por el que ostentaba la satrapía depuesta. El gobierno de Betancur consideró satisfactorias las evasivas explicaciones y cerró el incidente con la misma frescura con que ha acogido las constantes demandas sobre San Andrés y Providencia hechas por parte del régimen nicaragüense. La determinación de supeditar la concordia interna al buen suceso del entendimiento externo condujo a inmiscuir alegremente el interés nacional en las transacciones y en la interpretación acomodaticia de los acontecimientos. Un callejón sin salida. Una estratagema inadmisible.

Los nicas, al igual que los demás pobladores del tercer mundo, tienen desde luego derecho al disfrute cabal de los privilegios de la soberanía. Pero cuando una nación pequeña y débil, principalmente después de la dolorosa experiencia arrojada por las invasiones de Afganistán, Kampuchea, Lao, Angola, Eritrea, etc., se transforma en peón y fortín de los agresores rusos, ya no habla por sí misma, así se llame Nicaragua o Cuba, y sus intrigas en la arena internacional deben ser por lo tanto rechazadas, no como actos independientes, sino como pretensiones encubiertas de la más grande y despiadada potencia militar de la época. En las actuales condiciones los países que en aras de la emancipación económica y política se pongan bajo el manto protector del socialimperialismo, lejos de coronar las patrióticas metas, verán rápidamente sus propios territorios convertidos en escenario de la batalla campal por el reparto del globo. Por eso el conflicto centroamericano de manera inexorable tiende a recrudecerse por encima de las febriles diligencias de Contadora. Colombia, por su lado, ha de esforzarse hasta el último minuto para huir de tan triste destino.

En cuanto a las inquietudes relativas a la urgencia de instaurar una atmósfera de paz dentro del país, tenemos que manifestar tajantemente que nunca atravesamos el menor impedimento en contra de este sentido anhelo. Asumimos una benigna espera hacia las fatigosas discusiones en torno al asunto, confiando en que el proceso, de una parte, no le daría piso a la demagogia belisarista, y de la otra, desembocaría en el robustecimiento de una táctica revolucionaria correcta que prescinda del foquismo, la extorsión, el secuestro y del resto de métodos anarquistas o delictivos. No obstante, los resultados no pueden ser más deprimentes. En lugar de disminuir, la violencia se enseñorea a todo lo largo y ancho de la geografía patria. A diario los periódicos dan cuenta de enfrentamientos o de horribles matanzas. Oscuras modalidades como el atentado personal adquieren categoría entre las distintas formas permisibles de lucha. Ganaderos, empresarios agrícolas, campesinos ricos y hasta medianos se quejan de que son frecuentemente víctimas del esquilmo de las agrupaciones guerrilleras, y éstas no cejan en denunciar que la fuerza pública o las organizaciones paramilitares torturan y desaparecen de continuo a sus militantes.

En otras palabras, la «paz» ha activado la «guerra». Y el gobierno, principal responsable del holocausto, que ha regido también con las consabidas normas de excepción del estado de sitio e inició su período anunciando que no se derramaría «una sola gota más de sangre colombiana», se consuela con que el «noventa por ciento» de los insurrectos sigue todavía fiel a los armisticios concertados. Se refiere a las Farc, a las cuales ha complacido con la prolongación indefinida de la tregua, permitiéndoles así una prerrogativa insólita: la de participar en la contienda electoral sin que desmonten uno solo de sus veintitantos frentes. La graciosa concesión obviamente la han utilizado los comandantes de La Uribe para llevar sus escuadras a sitios nuevos e intimidar a sus contrincantes, como en el caso de San Pablo, al sur de Bolívar, en donde dieron muerte a Luis Eduardo Rolón, dirigente del MOIR, con el exclusivo propósito de desalojarnos a sangre y fuego de una región a la que estamos vinculados hace más de diez años. En otras zonas nos ha ocurrido algo semejante. El extraño fenómeno de tolerancia obedece a que el Presidente afronta el dilema de acceder a las exigencias del único bastión que se mantiene de modo formal dentro de los acuerdos, o admitir abiertamente el rotundo desplome de sus planes de apaciguamiento.

Los criterios anteriores los comparten muchos dirigentes gremiales y políticos que apoyaron sinceramente la «paz», un experimento que, tras absorber la opinión por casi cinco años, ahora desencanta inclusive a sus mismos protagonistas. Sea como fuere, las consecuencias del fallido intento se harán sentir en la vida de la nación durante largo tiempo. La verdad es que los bárbaros episodios que han ensombrecido el panorama proliferan por doquier y en sus peores manifestaciones; las vertientes extremoizquierdistas no desisten del empeño de conmover la población con sus operaciones descabelladas, y los partidos inermes, sometidos a la amenaza de quienes adelantan el proselitismo armado con el beneplácito del Ejecutivo, al ver alteradas gravemente en contra suya las reglas democráticas, comienzan a plantear y a plantearse los problemas de la supervivencia como una cuestión inaplazable.

Debido a todo este desbarajuste económico y político que nos agobia, el MOIR formula un llamamiento a los distintos contingentes y personas preocupados por el porvenir del país a fin de que nos aglutinemos alrededor de los siguientes puntos:

1) Defensa de la actividad productiva de Colombia frente a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional y a los desmanes de los grandes consorcios extranjeros;

2) apuntalamiento de la autodeterminación nacional en el trato con los Estados Unidos y demás metrópolis occidentales, pero particularmente ante las acechanzas del expansionismo soviético;

3) rechazo a los propósitos de introducir la coacción, el terrorismo o el asesinato como herramientas de las lides partidistas, y

4) debida atención a los justos requerimientos de las masas trabajadoras y del pueblo en procura de libertades públicas efectivas y mejores condiciones de existencia.

Sobra añadir que a la nación y a las colectividades democráticas les interesa vivamente sacar adelante los cuatro postulados transcritos. Las conquistas en cada uno de tan vitales campos serán pasos firmes hacia la salvación de Colombia. Y como a la revolución le conviene, más que a nadie, la integridad del país, la defensa de la producción nacional, la proscripción del terror en el debate político y el mejorestar del pueblo, hemos expuesto nuestras propuestas, unitarias a los representantes de los gremios y a diversas personalidades públicas. Intercambiamos opiniones al respecto con Álvaro Gómez Hurtado, Álvaro Uribe Rueda, Gustavo Rodríguez, Fernando Landazábal Reyes, Jorge Mario Eastman, José Manuel Arias Carrizosa, Alberto Santofimio Botero, Hernando Santos Castillo, Fabio Echeverry Correa, Héctor Polanía Sánchez, Álvaro Valencia Tovar, Víctor Mosquera Chaux, Bernardo Guerra Serna, Hugo Escobar Siena, Alfonso López Caballero, Guillermo Plazas Alcid y Marino Rengifo Salcedo, entre otros. Nos proponemos profundizar las aproximaciones con quienes coincidan con nosotros en darle una orientación patriótica e imprimirle un sello civilizado a la acción política.

Entre el desconcierto reinante hay un elemento favorable. Arribamos al final de una Presidencia que habiendo hecho votos de moralización pasará a la historia más por las fiestas de sus alcaldes que por cualquier otra de sus tragicómicas gestiones. Aprovechemos la coyuntura y repitamos con las gentes del común: ¡No más Belisarios!

MOVIMIENTO OBRERO INDEPENDIENTE Y REVOLUCIONARIO (MOIR)