Hace unos días los periódicos informaban de una crisis en el sistema monetario europeo, con previsibles consecuencias para el plan de largo alcance de unidad económica y política en el viejo continente. ¿Por qué se da la crisis monetaria? ¿Quién gana y quién pierde?
Hablar de Europa significa hablar de Alemania, el país más poderoso de la Comunidad. Una república federal, no unitaria como Inglaterra, cuya estructura política se presta para convertirse en estado supranacional en una Europa expandida. Ya ejerce omnímoda influencia sobre una serie de regiones aledañas, en forma parecida a la de Estados Unidos sobre la región fronteriza de México. Se trata de Bohemia y Moravia, en la extinta Checoslovaquia; Croacia y Eslovenia, en la antigua Yugoslavia, y los países bálticos.
Alemania reunificada suma una población 60% mayor que la de Inglaterra, Francia o Italia, con un PNB que representa casi la tercera parte del total europeo-occidental. Es el segundo exportador del mundo, la principal fuente de productos manufacturados, con preeminencia en ramas claves como químicos, hierro y acero, metales no ferrosos, maquinaria industrial especializada, maquinaria metalúrgica, máquina-herramienta y equipos industriales de plomería y calefacción.
Dadas las ventajas que provendrían de una Europa federalizada, con Alemania como potencia central, los dirigentes germanos han venido impulsando el proceso de unificación. Como parte de éste la CEE estableció en 1979 el Mecanismo Europeo de Paridad Cambiaria, MEPC.
Con base en él se estableció una franja de variación de tipos de cambio para las monedas de los países integrantes, de 2 y 1/4 hacia arriba o hacia abajo respecto de su tasa central. La estabilidad de los tipos de cambio ha dependido de la armonía alcanzada alrededor de las políticas fiscales y monetarias entre los países miembros. Se trata de un paso previo a la introducción de una moneda común, una banca central conjunta y una política monetaria única y generalizada, tal como lo prevé el Tratado de Maastricht.
Dicha meta se ha hecho cada vez más distante. Países europeos agobiados por la peor recesión desde la década del treinta, con tasas de desempleo superiores al diez por ciento, o al veinte, como España, se han visto obligados a emprender una política económica expansiva que les permita tasas de interés más bajas que las mantenidas por el Banco Central de Alemania, o recurrir a devaluaciones monetarias que faciliten el incremento de las exportaciones. Al revés, los dirigentes alemanes, preocupados por el potencial inflacionario de los gastos públicos derivados de la reincorporación de Alemania Oriental, han tenido que mantener altas tasas internas de interés.
Es en este momento cuando entran a la puja los especuladores, procurando pescar en río revuelto. Figura entre ellos, en primer lugar, Estados Unidos, calladamente feliz de poder meter baza en el asunto de la moneda común europea. De un tiempo a esta parte, para los usureros y agiotistas ha sido buen negocio invertir en monedas europeas. No se olvide la tasa de interés era superior a la del dólar, y que los bancos centrales intervenían constantemente para preservar la fluidez entre las tasas de cambió de las monedas ligadas al marco alemán. Desde el pasado invierno, a medida que la recesión cobraba fuerza, particularmente en Francia, los rumores de que este país tendría que apartarse de las políticas del Bundesbank y rebajar los costos del dinero cundían por doquier. Previendo esto, los especuladores empezaron a deshacerse de sus francos a como diera lugar. No había pérdida posible: se sabía que Francia no podía aumentar sus tasas de interés, y los francos encontraban comprador a buen precio en los bancos centrales europeos, dispuestos en aquel entonces a conservar las respectivas paridades monetarias. El año pasado las maniobras de los financistas internacionales lograron sacar del sistema a la lira y a la libra esterlina. Luego la presión se vuelca sobre el franco. Como la depreciación de las dos monedas le había permitido a Italia y a Inglaterra quitarle mercados exportación a Francia en los rubros de vinos, ropas, autos y electrodomésticos, la devaluación en este país era apenas de esperarse.
La salida que le dan al problema los ministros de finanzas de la CEE estriba en modificar el mecanismo del tipo de cambió, permitiendo ampliar la banda de variación del 2 y 1/4 al 15% hacia arriba o hacia abajo de la tasa central. Ello permite, “ganar tiempo” en el proceso de unidad, al tiempo que brinda un respiro a los países en peores dificultades y le resta espacio a la especulación. En eso quedó la crisis.
Al canciller Kohl, de Alemania, todo esto le cae como una patada en el estómago. Durante las vacaciones de verano en su lago austriaco favorito el líder teutón declaró que, de no producirse una unión económica en Europa, sería imposible a la larga evitar otra guerra entre las potencias europeas. Ya con anterioridad había manifestado su desafecto con aquellos que se dedican a sacar partida a los desajustes monetarios, y con lo cual contribuyen a echar a pique el proceso de la unidad europea. Se refería, sin duda alguna, a Estados Unidos. El pasado 3 de febrero, el International Herald Tribune, periódico de las cámaras de comercio de las capitales europeas, citaba al canciller Kohl, quien culpaba a fuerzas anónimas de «torpedear» la estabilidad de las monedas del Continente. Kohl se limitaba a repetir, soslayadamente, lo que en días anteriores había señalado en forma nítida el ministro francés Beregovoy, cuando acusó a Washington de moverse tras bastidores en busca de hacer zozobrar la gestión monetaria europea.
No hay duda de que los recientes problemas padecidos por Europa causan gran regocijo en Washington. Los gringos prefieren que reinen no aquí sino allá la confusión y el desacuerdo, sobre todo en vísperas de las negociaciones del GATT. Divide y vencerás.