Marx no debió el triunfo de su vida a sus solas fuerzas, por poderosas que éstas fuesen. En cuanto puede humanamente juzgarse, hubiera sucumbido más temprano o más tarde y de un modo u otro, de no encontrar en Engels el amigo de cuya lealtad y espíritu de sacrificio podemos hoy formarnos una idea completa por su correspondencia ya publicada.
La imagen de esta amistad no tiene paren la historia. (…) Cuanto más se entretejían sus ideas y su obra, más resaltaba la personalidad propia de cada uno de ellos.
La diferencia de personalidades se acusaba ya en su aspecto exterior. Engels era un germano, rubio, esbelto, con modales ingleses, según lo atestigua un observador de la época; pulcramente vestido siempre, veíase en él la disciplina, no sólo del cuartel, sino de la oficina en que trabajaba. (…) Hecho a los negocios y a las diversiones de la burguesía inglesa, a sus cacerías de zorros y a sus banquetes de Navidad, Engels era el obrero de la inteligencia y el luchador que en una casita situada en las afueras de la ciudad tenía albergado un amor, una muchacha irlandesa de pueblo, en cuyos brazos iba a descansar cuando se sentía ya demasiado fatigado de las intrigas y las luchas de los hombres.
Marx era el reverso de esta medalla: recio, fornido, con sus ojuelos chispeantes y su melena de león, negra como el ébano y clara muestra de su origen semita; tardo en sus movimientos; un buen padre de familia agobiado, al margen de toda la vida social y mundana, en aquel centro cosmopolita, entregado al incesante trabajo de la inteligencia, comiendo aprisa para volver a él, absorbido por él hasta altas horas de la noche; pensador incansable para quien no había placer más alto que el pensamiento. (…) Poco práctico para las cosas pequeñas y genialmente práctico para las grandes; incapaz para llevar un presupuesto doméstico, pero de una capacidad incomparable para levantar y conducir un ejército que había de hacer cambiar la faz del mundo.
Y si el estilo es el hombre, también como escritores mediaban entre ellos grandes diferencias. Los dos eran, cada cual a su modo, maestros del lenguaje y los dos también genios para las lenguas, pues ambos dominaban toda una serie de idiomas y hasta de dialectos extranjeros. Engels superaba en esto a Marx, pero cuando escribía en su lengua materna, aunque sólo fuesen cartas -y mucho más, naturalmente, cuando eran otras obras- se ceñía al idioma propio, libre de todos los pliegues y modismos extranjeros, aunque sin caer en las ridículas exageraciones de los puristas. Escribía lisa y llanamente, y con tal diafanidad y tersura, que se puede leer hasta en el fondo de la movida corriente de su discurso.
Marx escribía más premiosamente y en un estilo más difícil. En las cartas de su juventud, semejante en esto a las de Heine, se le ve todavía claramente debatiéndose con el lenguaje, y en las escritas en sus años maduros, sobre todo las de Inglaterra, hay una jerga de alemán, inglés y francés, todo revuelto. También en sus obras abundan los términos extranjeros más de lo que fuera menester. (…) Marx no acostumbraba apurar hasta el fin los problemas tratados, sino que gustaba de dejar al lector un margen fecundo para la reflexión; su discurso era como el juego de las olas sobre el fondo purpúreo del mar.
Engels reconoció siempre en Marx la superioridad del genio; a su lado, no quiere destacarse nunca en primer plano. Pero en realidad, jamás fue mero intérprete o auxiliar suyo, sino que fue siempre su colaborador autónomo, pues su talento, si bien no se confundía con el de Marx, no era inferior a él. El propio Marx había de confirmar, pasados veinte años, en una carta dirigida a su amigo, que, en los orígenes de su amistad y en una materia de decisiva importancia, Engels había aportado más que recibido: «Te constan dos cosas, primero, que a mí me llega todo más tarde, y segundo, que no hago más que seguir tus huellas». Engels, más rápido y expeditivo, se movía con más desenvoltura, y, si bien su mirada era lo suficientemente aguda y penetrante para tocar en seguida el punto decisivo de un problema o de una situación, no era, en cambio, lo bastante profunda para ponderar todo el pro y el contra que la decisión podía llevar aparejados. Claro está que esta falta es, en un hombre de acción, una gran ventaja, y Marx no adoptaba ninguna resolución política sin antes aconsejarse de Engels, quien solía dar en seguida en el clavo.
Era natural, dada esta correlación de fuerzas, que los consejos de Engels no fuesen tan fecundos en el terreno teórico como en materia política. Aquí solía llevar Marx la delantera y nunca prestó oídos a las sugestiones de Engels para que terminase cuanto antes su obra científica capital. «No sé cuándo te convencerás de que no tienes por qué ser tan concienzudo con tus cosas y de que está sobradamente bien para el público. Lo principal es que lo escribas y se publique; las faltas que tú le encuentres no han de echarlas de ver los asnos». En este consejo se retratan de cuerpo entero los dos, Engels dándolo y Marx no siguiéndolo.
(…) En la primavera de 1854, a Engels volvió a asaltarle la idea de retornar a Londres, para abrazar la carrera de escritor; fue la última vez en que se vio acometido por ella; a partir de entonces, tomó la firme resolución de echarse encima para siempre el odioso yugo de la responsabilidad mercantil en la empresa de su padre, no sólo para poder ayudar al amigo, sino para que el Partido no perdiese su primera inteligencia. De otro modo ni Engels hubiera podido realizar el sacrificio, ni Marx aceptarlo; pues no se sabe qué requería más firmeza de juicio en él, si el brindarlo o el recibirlo.
Antes de verse elevado a copartícipe de la empresa, Engels, como simple empleado, no disfrutaba, ni mucho menos, de una situación próspera; pero desde el primer día en que se instaló a vivir en Manchester, no hizo más que ayudar al amigo incansablemente. Los billetes de una libra, de cinco, de diez, y luego de cien, pasaban de sus manos a Londres sin cesar. Y Engels no perdía nunca la paciencia, aunque Marx y su mujer, cuyo talento administrativo para el presupuesto doméstico no debía de ser muy grande, le hiciesen pasar por duras pruebas. Ocurrió una vez que Marx se olvidó de avisarle de una letra librada sobre él, encontrándose desagradablemente sorprendido el día de su vencimiento; en casos como éste, Engels no hacía más que menear la cabeza con amistoso reproche. (…)Pero Engels no se limitaba a trabajar para su amigo durante el día, en la mesa del despacho o en la Bolsa, sino que le sacrificaba también, en buena parte, las horas vespertinas de descanso, hasta bien entrada la noche. (…)
Y sin embargo, todo esto no es nada, comparado con el sacrificio más doloroso que hubo de realizar Engels, renunciando a la labor científica para la que le capacitaban sus magníficas dotes y su capacidad de trabajo poco común. Para tener idea de esto hay que leer la correspondencia cruzada entre los dos, y fijarse, por ejemplo, aunque sólo fuese esto, en los estudios filosóficos de ciencia militara que Engels se consagraba con predilección, llevado de una «inclinación antigua» y de las exigencias prácticas de la cruzada de emancipación del proletariado. Odiando como odiaba a los «autodidactas», y siendo sus métodos científicos de trabajo sólidos siempre y concienzudos, distaba mucho de ser, como distaba Marx, un simple erudito de biblioteca, y cada nuevo conocimiento adquirido érale doblemente precioso con tal de que pudiese ayudar en seguida a aliviar al proletariado de sus cadenas.
Se consagró al estudio de las lenguas eslavas, llevado de la «consideración de que, por lo menos, uno de nosotros» habrá de prepararse para la acción próxima conociendo el idioma, la historia, la literatura y las instituciones sociales de las naciones con las cuales vamos a entrar inmediatamente en colisión. (…)
Sus diligentes y concienzudos estudios de ciencia guerrera le valieron el sobrenombre de «general». También aquí se aliaban la «antigua inclinación» y las necesidades prácticas de la política revolucionaria. Engels contaba con la «enorme importancia que la partie militaire habría de cobrar en el próximo movimiento». Los oficiales que se pasaron al campo del pueblo, durante los años de la revolución, no habían dado muy buenos resultados. «No hay quien desarraigue de este hatajo de soldados -escribía Engels- su repugnante espíritu de cuerpo. Se odian unos a otros mortalmente; la más pequeña distinción obtenida produce en los demás una envidia de chicos de escuela, pero contra la ‘paisanería’ son todos unos». (…) Apenas instalarse en Manchester, se puso a «empollar cosas militares» (…) a estudiar la organización toda del ejército, hasta en sus detalles técnicos más minuciosos (…)
Finalmente, se consagró al estudio de la historia general de las guerras, aplicándose con especial cuidado a las obras del inglés Napier, del francés Jomini y del alemán Clausewitz. Lejos declamar contra la inmoralidad de las guerras, siguiendo las huellas superficiales del liberalismo, Engels se dedicó a estudiar la razón histórica de estos fenómenos, con lo cual provocó más de una vez la cólera declamatoria de la democracia. (…)
Engels sentía asimismo predilección por las ciencias naturales, sin que tampoco en este terreno le fuese dado llevar a término sus investigaciones durante aquellos años en que hubo de entregarse a la actividad comercial para dejar paso franco a los trabajos científicos más importantes de su amigo.
Todo esto era una tragedia, pero Engels no se lamentaba de ella, pues estaba curado, como su amigo, de todo sentimentalismo. Consideró siempre como la mayor dicha de su vida el haber podido vivir cuarenta años al lado de Marx, aun a costa de que la figura gigantesca de éste le ensombreciera. Y cuando, al morir su amigo, se le hubo de reconocer, durante más de diez años, como la figura preeminente del movimiento obrero internacional, no vio en ello una legítima reparación, sino que creyó, por el contrario, que se le atribuía un mérito al que no era acreedor.
La amistad de estos dos hombres, entregados de lleno a la causa común, a la que ambos ofrendaron un sacrificio, si no igual, igualmente grande, sin asomo de jactancia ni de lamentación, constituye una alianza sin par en la historia de todos los tiempos.
(Extractos del libro de Franz Mehring, Carlos Marx.)