(Apartes del documento escrito por Francisco Mosquera y publicado en El Tiempo, e114 de noviembre de 1989, en el cual analizó brillantemente la situación política del momento. Apoyándose en la ciencia del marxismo, Mosquera examinó la lucha de clases en los ámbitos nacional e internacional, lo que le permitió avizorar con lucidez los acontecimientos que se presentarían en los años subsiguientes.)
Los desvaríos del viraje oficial
Queremos exponer de nuevo nuestras opiniones porque nos hallamos dentro de un caos enorme, cuya alocada trayectoria bien podría tender hacia desenlaces aún más lesivos para el pueblo, que es, en definitiva, el soporte de la nación y sufre sin remedio las consecuencias de los quebrantos de ésta. Ninguno de los signos vitales de Colombia llama al optimismo. Los presagios tanto económicos como políticos son preocupantes. Sobre todo el baño de sangre que nos ahoga, esa violencia absurda y desenfrenada que golpea no sólo a seres inocentes sino a bienes esenciales. Hace poco la zozobra se reducía a unas cuantas regiones apartadas. Durante la administración Betancur se extendió a varios departamentos, y hoy no existe espacio de la geografía patria, incluidas las grandes capitales, en el que las gentes se sientan seguras. No creemos estar exagerando, pese al esfuerzo que despliegan algunos medios de divulgación por suavizar los estruendosos percances.
Esto lo veíamos venir, al captar cómo las fuerzas sociales y políticas básicas lucían incapaces de detener la demagogia ramplona de los gobernantes. Y lo señalamos públicamente. Desde enero de 1986 propusimos la conformación de un frente de salvación nacional alrededor de la defensa de cuatro fundamentos: la soberanía de Colombia, las actividades productivas, los principios democráticos y el bienestar de las masas populares. La mayoría de las organizaciones partidistas en los últimos dos años ha coincidido con nosotros en hacer un llamamiento de unidad, pero desgraciadamente todo se ha diluido en los mezquinos afanes de grupo. El gobierno de Barco, como se ha dicho, ni pudo ni quiso congregar a la nación en torno de sus legítimas aspiraciones. Y ahora ha decidido, en el crepúsculo de su período, concentrar las postreras energías en la lucha contra el narcotráfico, entregándose en el ámbito interno y externo a un trajín nunca visto. Aquel azote ha sido desde luego una planta exótica que debe extirparse; sin embargo, no es el problema fundamental del país, ni el régimen ha asumido ante él una postura coherente. Diversos episodios dejan al descubierto las inconsecuencias oficiales.
El penúltimo ministro de Desarrollo, Carlos Arturo Marulanda, en el congreso de Acopi, realizado en Medellín un día antes de la muerte de Luis Carlos Galán, habló de la contribución económica de los narcotraficantes al producto interno bruto y llegó al colmo de poner de ejemplo el «ingenio» y la «malicia» de éstos a los exportadores colombianos. Esas tesis constituyen apenas un trozo de la tela por cortar, una muestra de la forma alegre e irresponsable como las autoridades abordaron el fenómeno. Hasta hace unas semanas el Ejecutivo insistía unilateralmente en el consumo de los Estados Unidos, o en los químicos, vehículos y armas procedentes de las repúblicas avanzadas para explicarse el fabuloso negocio de la droga. Dentro de su estratagema sin duda no estaba la batalla campal que después abriría. Incluso, el 1° de septiembre de 1988, al proponer la «paz», el presidente convocó a todas las manifestaciones de la violencia, «no sólo las generadas por los grupos guerrilleros», con el propósito de resolver también por conducto del diálogo el incómodo embrollo. Y lo corroboran las revelaciones acerca de los contactos de Joaquín Vallejo Arbeláez, el ocasional emisario de buena voluntad del cartel de Medellín, con Germán Montoya, el secretario de confianza de Barco. Ante el cúmulo de inculpaciones, la presidencia ha respondido igual que siempre, con una notita rectificadora. Y de pronto se decide por la extradición, el decomiso y las demás medidas de estado de sitio enunciadas el 18 de agosto. Aunque el gobierno pueda alegar a su favor las tormentosas circunstancias de orden público de aquellos días, como la muerte de un gobernador, un magistrado o un director de la policía, estamos convencidos de que el giro radical de su enfoque obedece, antes que nada, a las irresistibles presiones de los Estados Unidos. Tampoco es cierta la sensación todavía subsistente en amplios sectores de que los decretos aludidos fueron la airada respuesta al asesinato de Galán, porque este magnicidio abominable se produjo horas después de la firma de los mismos. Caben entonces algunas precisiones necesarias, puesto que los dueños de la república colocaron el país a mirar hacia un solo lado, desentendiéndolo por lo menos temporalmente de sus agobios principales.
Los que delincan dentro de cualquiera de las esferas del quehacer social han de ser procesados y condenados, y además de manera pronta y cumplida, cual reza el antiguo aforismo. Pero esta potestad republicana debe llevarse a cabo conforme a los cánones constitucionales y legales previamente escritos. No se trata de una mera disquisición jurídica sino de un asunto que atañe a los derechos del ciudadano, pues de lo contrario la estabilidad de los individuos quedaría sujeta al capricho de los funcionarios de turno. Aun cuando la Carta no se ocupe exprofesamente de ello, la extradición tiene que someterse a unas instancias delimitadas en los códigos y ajustarse a las pautas convenidas en los tratados públicos, tal y como lo dicta la tradición democrática de Colombia desde el siglo pasado. Muchos acuerdos bilaterales de ese tipo hemos definido con pueblos de América y Europa, fuera del Convenio Interamericano de Montevideo, rubricado en 1933 por doce delegaciones. Las últimas contraórdenes de Barco se apartan de aquellos preceptos y por la vía administrativa sitúan indefensos a los sindicados colombianos en los banquillos extranjeros, en este caso de Estados Unidos.
Tampoco se atendió a la Corte Suprema de Justicia, en cuya providencia sobre el decreto 1860 se opuso al envío de nacionales hacia aquellos países con los que tuviéramos pactadas cláusulas en dicho sentido, y entre los cuales citó taxativamente a la república estadinense. Lo curioso es que el Ejecutivo, batiéndose en retirada, adujo unos conceptos que en mayo de 1988 el Consejo de Estado había emitido justamente para interrumpir el proceso de entrega de Pablo Escobar y compañía, pero con el considerando de que después de sancionada la inexequibilidad de las leyes aprobatorias del tratado de 1979, no estaba legalmente en pie ninguna extradición suscrita con los Estados Unidos. Antes de agosto de 1989 el régimen barquista, en consonancia con la Corte, el máximo tribunal de Colombia cuyos fallos le obligan, aseveraba la existencia de tales convenios y ahora la niega. Un desaguisado que se desprende del prurito de extraditar a toda costa. De ahí que nos encontremos hoy ante la expedición de una norma emanada del artículo 128 que, en un santiamén y a contrapelo de los principios de irretroactividad, reciprocidad y legalidad, genera en las personas efectos por toda la vida. Sin contar con que los alquimistas del palacio de la carrera, tras reunir el gabinete y estampar unas firmas, le imprimieron carácter autónomo al decomiso, desconociendo la jurisprudencia que ligó siempre esta sanción al suceso del delito y la condena, e imponiéndole al acusado la carga de la prueba que corresponde a los jueces o instructores. Es otro olvido intencional de regulaciones establecidas, el cese drástico de decisivas garantías procesales, con lo que se pretende expropiar las incalculables pertenencias de los distribuidores de la cocaína, y reducir así la oferta de la droga y, por ende, la demanda.
Está en el fuero de los gobiernos adoptar medidas de excepción, según los albures que afronte, mas los timonazos de «la mano tendida y el pulso firme», el soltar inopinadamente sobre la balanza de la justicia un montón de explosivas transgresiones, marca una tendencia con el tiempo más peligrosa para los fortines populares que para los laboratorios de los capos. Sabemos que sin una reglamentación adecuada la democracia se anula. El procedimiento resulta a veces tan sustancial como el objetivo. Los requisitos no son materia parva, y desmerecen el calificativo de demócratas quienes desprecien todo reglamento. Las fuerzas revolucionarias jamás aceptarán que en aras del combate contra el narcotráfico se falsee aún más el sistema jurídico actual.
Estados Unidos se enfrenta al querer de la nación
(…) Lejos de lucir complacida y complaciente, la Casa Blanca, valiéndose de situación propicia, decide asentarles el guante a los acogotados gobiernos de Latinoamérica que se desviven por una efectiva colaboración en efectivo. A las solícitas demandas del presidente Barco se contesta, por un lado, con la suspensión del pacto cafetero, lo que representará para la balanza de pagos del país una merma aproximada de quinientos millones de dólares anuales, y por el otro, con la demora desesperante, o el desembolso gota a gota del challenger, denominación paradójica dada en los círculos gubernamentales al préstamo de US$ 1.700 millones concertado hacia finales de 1988. Parece como si Washington hubiera propuesto canjear sus influencias por una persecución implacable al narcotráfico. De cualquier modo el presidente colombiano, sin más alternativa, acaba conformándose, a la vez que el mandatario yanqui se escuda tras argumentos retóricos, nos envía aparatos bélicos ya usados y traslada en secreto a Bogotá no se sabe cuántos asesores militares, la aspiración jamás sepultada del Pentágono.
A los inveterados escollos de la constante inflacionaria, la reducción de las exportaciones, el envilecimiento de la moneda, los onerosos intereses de la deuda contraída en el exterior, las pérdidas cafeteras, el elevado déficit fiscal, las limitaciones de la industria y el comercio, etc., vienen a sumárseles ahora los estragos de una lucha sin cuartel que lesiona aún más la economía y consume los escasos recursos estatales. Derrochando frescura, el ministro de Hacienda, Luis Fernando Alarcón Mantilla, recién sostuvo que la aludida confrontación reduce las proyecciones cautelosas hechas sobre el crecimiento económico del año, y que estimó en 3.5%, la tercera rectificación hacia abajo desde cuando Planeación Nacional pronosticara un 4.5%. Con mayor desesperanza, los gremios, que sin lenitivos reciben los impactos de la crisis, admiten índices menores, y algunos de ellos, primordialmente los que venían advirtiendo sobre la «desaceleración» y pasaron luego a hablar de «estancamiento», en la hora presente han osado mencionar el vocablo prohibido: «recesión». De otra parte, los medios informativos denunciaron en las postrimerías de septiembre, según fuentes del Ministerio de Defensa, que la vigilancia de los mil y pico de inmuebles decomisados a los extraditables había requerido del «23% de las FF.MM.», cerca de «22.000 efectivos», dejándose al garate otras trincheras no menos acuciantes para la tranquilidad ciudadana. Y al mes, en tanteo que el mingobierno Carlos Lemos Simmonds garantizaba con su rúbrica la permanencia de «personal de la UP armado y pagado por el gobierno», trascendió que un centenar de oficiales del Ejército, entre mayores, tenientes coroneles y coroneles, deberá retirarse del servicio activo, amén de otros factores, por carencia absoluta de presupuesto. ¿Serán acaso involuntarias semejantes incongruencias? En este reinado de los asesores a menudo se encaran empresas de riesgo sin el debido estudio o planificación, así repercutan adversamente en el de por sí menguado desarrollo nacional.
Por eso muchos contemplan con reservas el brusco viraje en el control de la fiebre de la cocaína, sin olvidar que desde 1984 figuras como el ex presidente López, el ex procurador Jiménez Gómez, el escritor García Márquez, el catedrático Mario Laserna y otros se han inclinado en algún momento a acoger cualquier clase de solución menos sanguinolenta. A mediados de enero de 1988, Misael Pastrana, en procura del rescate de su hijo Andrés, a estas fechas el flamante burgomaestre de la capital, designó con todo derecho a Enrique Santos Calderón para que interpusiera sus buenos oficios en el regateo con los autores del plagio, el clan de la coca. Al cabo de la dichosa culminación del incidente, en caudillo conservador recapacitaba en los siguientes términos: «Hay que hacer un examen de conciencia sobre la forma como se ha venido manejando el problema del narcotráfico». A su turno el presidente de la Cámara de Representantes, Norberto Morales Ballesteros insta sin tapujos al Ejecutivo para que vuelva a conversar con quienes ha desahuciado; y Luis Guillermo Giraldo, cabeza del Senado, en concisa puntada a una de las misivas de Escobar Gaviria, manifiesta que está listo a interceder si la corporación «me lo ordena». Son hechos frescos y candentes, a los cuales no se les otorga mayor trascendencia, como la renuncia del integrante de la Sala de Casación Civil, José Alejandro Bonivento Fernández, ex presidente de la Corte, quien se despide de la magistratura dejando entrever que la vara del gobernante aspira a que la toga juzgue no a la luz de «Carta Política», sino por «razones de conveniencia o de extraños intereses». Es decir, de las tres ramas del poder, dos no comparten las actuaciones de una, por lo menos en cuanto al conflicto que mantiene en vilo al país desde la noche del 18 de agosto. Los consejeros de la presidencia pactaron con el M-19 la convocatoria de una comisión destinada a investigar el universo de los narcóticos, reconociendo su propia improvisación, a los dos meses de haber desatado la ofensiva total. Y como si fuera poco, una agencia noticiosa comunicó el primero de septiembre que María Jimena Duzán, columnista y reportera de la sección internacional de El Espectador, el diario más afectado por la reyerta, había sostenido en una importante conferencia de prensa celebrada en Washington que «el próximo presidente de su país, sea quien sea, deberá tener en cuenta que el 61 por ciento de los colombianos quiere dialogar con los narcotraficantes». Y el cardenal Alfonso López Trujillo mencionó la posibilidad de escucharlos en confesión, el diálogo pastoral por excelencia. De ese sesgo han sido entre nosotros las peripatéticas relaciones con los extraditables. En fin, con posterioridad a la tragedia de Soacha, más de un pronunciamiento, proveniente de los dominios de la labor productiva o de las toldas del proselitismo electoral, se ha orientado hacia la refutación de las interpretaciones adobadas en el adornado Palacio de Nariño.
Entretanto en los Estados Unidos, cuya excelsa burocracia nos arrastra hacia la sarracina, se le implantan al ejército regular numerosas y categóricas cortapisas para su acción policíaca, si en realidad tiene alguna, y a cada rato se impugnan los elevadísimos gastos que, en asignaciones presupuestarias y aun en libertades consagradas, allí reporta la fallida represión al vicio. Hasta se promueve un apacible torneo intelectual, orquestado por el Nobel de Economía, Milton Friedman, sobre la conveniencia de legalizar toda suerte de estimulantes. No le han faltado ciertamente motivos al alcalde de Medellín, Juan Gómez Martínez, para afirmar, junto con la expresa autocrítica sobre anteriores conceptos, que los norteamericanos «nos lanzan a una guerra», mientras «los precios del café bajan», y ellos ponen «competencia al banano» y levantan «barreras a las exportaciones de flores y textiles». ¡Que no se aplaste al país pretextándose el incuestionable aplastamiento de la oferta de estupefacientes! ¡Que al tráfago delictivo se le ponga freno con arreglo a las leyes y sin socavar la trayectoria democrática de la república! ¡Que funcione la justicia! ¡Que cada régimen cumpla con sus obligaciones, comprendidos los programas de regeneración y de asistencia médica para los adictos! He ahí, sencillamente, nuestra fórmula.
«De todas formas no seremos colonia de ningún imperio», para decirlo con la frase del precandidato Hernando Durán Dussán, con quien nos identificamos en éstos y otros compromisos.
Tras el delirio desatado bullen, pues, mociones poco convincentes. En la coyuntura menos azarosa desde la década de los sesentas, cuando ante sus ojos ven desvanecerse el asedio militar soviético y se hallan potencialmente en capacidad de resolver por las buenas las seculares desavenencias con las repúblicas latinoamericanas, los nuevos rostros de la Casa Blanca se exhiben intemperantes, trayendo a la mente las peores evocaciones de la época de McKinley, el primer Roosevelt, Taft, en que sus diplomáticos les redactaban o remendaban a gusto la constitución a los vecinos débiles. Otorgarle satisfacciones a la administración Bush, armando una santa cruzada contra los Saladinos de la droga, nos ha costado mayores recortes a la legalidad vigente y a las prerrogativas ciudadanas, así como la intensificación de los desajustes económicos y un auge de la injerencia foránea en nuestros asuntos, lo que augura lamentables distanciamientos entre los dos países, si se sopesan los efectos a cada instante más gravosos de la deuda externa, las coacciones intolerables del Fondo Monetario Internacional y los apetitos ostensibles de los grandes monopolios de la metrópoli. Con las distorsiones introducidas a la legislación se va preparando el terreno para abrir cómoda e indiscriminadamente las fronteras colombianas a las mercancías y los capitales de los magnates del mundo, en resumidas cuentas a la oligarquía norteamericana. Está muy claro el negro panorama, que es igual en el resto de los pueblos rezagados del hemisferio.
El proyecto consiste en sembrar de, «dragones asiáticos» a Latinoamérica, tanto más cuanto se le enrumba hacia la bancarrota, el sendero ya recorrido por México, Brasil y Argentina, antaño los mejor dotados para la competencia. No es de extrañar que los sectores más retardatarios de Colombia, en particular las voces ajenas a la industria, se hagan eco de esta estrategia de la destrucción que se nos pinta con colores atractivos y a la cual se le cuelgan los frutos hipotéticos del crédito copioso, la tecnificación indispensable y el empleo suficiente. «La apertura económica hay que comenzarla hoy por la mañana», reclamaba a finales de octubre Sabas Pretelt de la Vega, el personero de los comerciantes. Efectivamente, el ingreso de las mercaderías y de las inversiones extranjeras puede decretarse y ponerse en ejecución de un día para otro. Pero no es cierto que la modernización, los préstamos en dólares que demanda, el acondicionamiento de todo el andamiaje educativo y las demás adecuaciones que supone el competir con los emporios superavanzados surjan en virtud de la inundación norteamericana, europea, japonesa o rusa, los cuatro centros mundiales que contienden por la posesión económica de la periferia. Los Estados de esta parte del globo que yacen bajo la influencia estadinense, sólo conseguirán escapar a la rotunda colonización financiera y comercial si resguardan los mercados internos, se unen políticamente y esgrimen en conjunto sus ventajas comparativas. Y no estamos por el aislamiento sino a favor del más vasto intercambio internacional, sin excluir mecanismos ni países; empero, rechazamos con entereza que Colombia sea transformada en un grandioso taller a domicilio, o que San Andrés y Providencia desempeñen el papel coruscante de un Taiwán caribeño. Por las novedades mundiales que arriba apenas enunciamos, y pese a ellas, a los colombianos no nos queda otra que seguir adelante tras el cometido unitario de apuntalar la soberanía, la producción, la democracia y las justas reivindicaciones del pueblo.