Para conmemorar el quincuagésimo aniversario del triunfo de la Unión Soviética y demás fuerzas aliadas sobre el nazifascismo de Hitler y Mussolini, transcribimos apartes del prólogo redactado por el camarada Francisco Mosquera para el libro José Stalin, la gran guerra patria, publicado en Bogotá por Editorial Bandera Roja, en agosto de 1980, y traducido y acotado por Gabriel Iriarte. El esclarecedor texto de Mosquera se titula “Experiencias de la Segunda Guerra para tener en cuenta”
La valerosa resistencia del pueblo soviético contra la invasión nazi y su aplastante victoria final patentizan una de las hazañas más extraordinarias de todos los tiempos. Encontrábanse en juego asuntos de suma trascendencia. Se decidía si en el futuro inmediato caería sobre los pueblos el dogal de la esclavitud fascista o no. En el terreno de las armas, haciendo gala de fortaleza, de pericia y de técnica, en una extensión jamás vista, los dos sistemas sociales de la época, el imperialismo y el socialismo, zanjaban sus desavenencias. La lucha involucró lo mismo a la economía, a la política, que a la diplomacia. El contrincante que fallara en llevar los suministros al frente, tendido a lo largo de varios miles de kilómetros, sencillamente quedaría fuera de combate. Había que proveer los alimentos y las dotaciones para millones de soldados, los equipos de aire, mar y tierra, el combustible, los repuestos, e ir supliendo, de una batalla a otra, las cuantiosas pérdidas de vida y armamentos. La organización en la retaguardia era decisiva. Las fábricas laboraban a pleno pulmón, incrementando constantemente el rendimiento e innovando en la marcha para obtener la preeminencia y no dejarse sorprender por los inventos del enemigo. En los albores del estallido, estrategas de ambos bandos coincidieron en valorar la importancia de las máquinas y los motores en la contienda que se avecinaba. El duelo aéreo y la pelea de tanques terminaron a la sazón imponiéndose como modalidades de la guerra moderna.
Los alemanes tuvieron al principio la ventaja, debido a su condición de invasores. Escogían libremente el momento y los sitios de ataque, de manera que se ajustaran a sus conveniencias y ocasionasen los peores estragos al país embestido. La burguesía alemana, una vez firmado el Tratado de Versalles, comenzó a buscar el desquite de la derrota de 1918 y a prepararse febrilmente, aunque con sigilo, para la otra confrontación, con veinte años de plazo. El nazismo representa a cabalidad las ambiciones imperialistas de recuperar para Alemania la influencia perdida y arrebatarles a las potencias de Occidente, en particular a Inglaterra y Francia, sus vastos dominios coloniales. Desde el ascenso al Poder, Hitler encauzó la producción conforme a sus programas bélicos, abarrotando arsenales con los más avanzados tipos de aviones, acorazados, carros de asalto, submarinos, etc., y adiestrando unas poderosas fuerzas armadas en pos de las últimas evoluciones de las artes marciales. Cuando irrumpen contra Rusia, las tropas nazis llevaban dos años de campañas fulgurantes. Nadie logró contenerlas. Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Francia y los países balcánicos sucumbieron estruendosamente. Los ingleses, como siempre, se habían salvado de la ocupación por el hecho de vivir en una isla y por su reconocida capacidad naval. Poro medio millón de sus efectivos, junto a los cuatro millones pertenecientes al afamado ejército francés, fueron abatidos en menos de un mes en los campos de Europa. La superioridad alemana conmovía al mundo.
La Unión Soviética, desde luego, no constituía una pequeña y débil nación; se trataba de un Estado multinacional grande, centralizado, con incontables recursos, inmenso territorio y población numerosa. No obstante, venía impulsando pacíficamente su desarrollo material y cultural, en medio de las dificultades propias de las hondas transformaciones en que se hallaba empeñada, encarando el bloqueo del prepotente club de las repúblicas capitalistas y sin haber adecuado aún por completo su economía a las inminentes obligaciones materiales, con todo y que los comunistas rusos vislumbraban, cual nadie más, que el choque resultaría inevitable. El primer problema, el de colocar el trabajo agrícola e industrial de las distintas comarcas y nacionalidades al exclusivo favor de las exigencias de la guerra, empieza a resolverse a partir del 23 de junio de 1941, al otro día del rompimiento de las hostilidades. El Ejército Rojo no consiguió repeler la arremetida alemana y se vio precisado a replegarse y ceder porciones muy considerables de su espacio. Leningrado y virtualmente hasta la capital, Moscú, quedaron cercadas y en angustioso peligro. Para garantizar vitales abastecimientos e impedir que los centros fabriles de las regiones occidentales los agarraran las fuerzas ocupantes, los soviéticos, en una demostración sin precedentes, transportaron de junio a noviembre más de 1.500 fábricas a las profundidades de su retaguardia. El desenlace parecía gravemente comprometido. Con avidez se esperaban las noticias procedentes del mayor, del determinante, del en verdad único frente que prevalecía. Ahora la totalidad de los intereses envueltos en el conflicto pendía de la batalla de Rusia. Si este postrer esfuerzo periclitaba ya no habría en el continente europeo bastión que frenara a las hordas nazis. Incluso los Estados Unidos no estarían muy seguros allende el Atlántico.
Mas el pueblo raso, acosado, despojado, malherido, aguantó. Ningún sufrimiento pudo doblegar su espíritu combativo; nada opacó su infinito amor por la causa a la que ofrendaba los más caros sacrificios. No conoció el miedo, no se permitió un minuto de descanso, no perdió jamás la confianza en el triunfo. El fanfarrón de Hitler creyó que bastaría coger a coces la estructura bolchevique para que se desplomara al instante. Y al concluir 1941, después de seis meses de incesante guerrear sobre la interminable llanura, el empuje germano mostró síntomas inequívocos de agotamiento: las líneas en lugar de avanzar retrocedían, los objetivos fundamentales continuaban sin alcanzarse y la introducción del invierno helaba las carnes y el ánimo de los invasores. Procurando mantener la iniciativa y valiéndose de la inexistencia de un segundo frente que los aliados anglo-norteamericanos postergan prácticamente hasta junio de 1944, los nazis recurrieron a las reservas y reforzaron con varias decenas de divisiones a las 200 que, mermadas y exhaustas, proseguirían el embate en el nuevo verano. Sin embargo, aplazan el asalto frontal sobre Moscú, a la espera de una amplia operación por el flanco Este y el Sur, desde el Cáucaso hasta Kuibyshev, dirigida a cortar los puntos claves de las comunicaciones de la ciudad. La variación del plan táctico simbolizó para los agresores saltar de la sartén para caer en las brasas, puesto que sus unidades se dispersaron notoriamente, perdieron potencia y tropezaron con Stalingrado. La gloriosa urbe sobre el Volga tampoco quiso capitular y en sus alrededores cavó la tumba al VI Ejército alemán, unos 300.000 hombres, entre prisioneros y muertos. De allí en adelante el curso global de la guerra registra un viraje sustancial. La industria soviética, ya restablecida y estabilizada desde mediados de 1942, arroja índices superiores de productividad y de calidad a los del enemigo. El Ejército Rojo desata la contraofensiva y los nazis pasan a la defensiva estratégica. Para Alemania principia el período de las grandes derrotas y de la penosa retirada, así promueva esporádicamente golpes de proyección y de duración reducidas.
Los descalabros en el Oriente colocan al régimen hitleriano en entredicho. La desmoralización va minando progresivamente sus filas; entre sus socios del Eje surgen las dudas acerca del porvenir de la aventura genocida, y las pequeñas naciones de Europa Central, obligadas a marcar el paso de ganso y a portar la esvástica, ansían la hora de desasir los compromisos de guerra. El nazismo, que funda su éxito en la intimidación y el engaño, como cualquier contracorriente reaccionaria no soporta la adversidad. Únicamente sobrevive llevando la delantera, pero tan pronto se les nublan las perspectivas de vencer todo estará finiquitado sin remedio. Las condiciones se vuelven propicias para los pueblos sujetos a la sojuzgación o al chantaje del bloque nazi-fascista. La resistencia organizada de la población y el movimiento guerrillero se propagan por doquier en Francia, Yugoslavia, Albania, Grecia, etc. En China la lucha contra la invasión japonesa se consolida y el Ejército Popular de Liberación tórnase en la fuerza determinante de la salvación nacional. Por otra parte, Inglaterra y Estados Unidos estrechan los nexos amistosos con la Unión Soviética, intensifican los combates navales y aéreos contra el Eje, bombardean asiduamente las factorías enemigas y se alistan para tomar el norte de África, controlar el Mediterráneo y abrir el asedio sobre Italia.
Estos tres gigantescos vórtices de acción, el de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que pugna por la libertad de la patria y enarbola la bandera proletaria; el de las masas de los países sometidos que tienden hacia la conformación de Estados propios, independientes y soberanos, y el de las naciones capitalistas que se oponen a la agresión germano-ítalo-japonesa, proseguirán creciendo y cohesionándose en un poderoso frente antifascista hasta tomar Berlín y hundir una de las más bárbaras y tenebrosas tiranías de este siglo.
Hemos indicado cómo el heroísmo del pueblo soviético incide en el cambio de la situación en un lapso relativamente corto; a lo que debemos agregar las orientaciones políticas y militares, sin cuyo acierto, ni la sangre vertida, ni la laboriosidad desplegada, hubieran dado sus frutos.
Partiendo del mismo vaticinio sobre el desencadenamiento de las contradicciones de la preguerra; pasando por la utilización de los factores positivos contemplados en la estrategia trazada, y concluyendo en el hábil maniobrar para, sin vender los principios, salir airoso de cada una de las complejísimas encrucijadas, el alto mando soviético hizo alarde de visión, sapiencia, audacia y capacidad, cual raras veces ocurre en la historia.
Aquél era el Partido Comunista. Integrado por los continuadores de la magnífica tradición revolucionaria de Rusia y los herederos de las sublimes virtudes de Lenin; educado en los fundamentos científicos del marxismo y dirigido por un jefe formidable: Stalin.