Legado de Mosquera: SOBRE LAS IRRISORIAS ALZAS SALARIALES DE LA «ECONOMÍA SOCIAL»

Apartes del texto titulado «Secundamos la protesta de las cuatro centrales», escrito por Francisco Mosquera y publicado en El Tiempo, 4 de marzo de 1989 (Francisco Mosquera, Resistencia civil, Bogotá, Editor Tribuna Roja, 1995, pp. 391-395).

Pocas veces el pueblo había oído, en tan corto tiempo y sin escampadero posible, tal afluencia de noticias malas para su desfalcado bolsillo como ahora, y eso que el mandato de turno dice seguir los lineamientos de una «economía social». Por un lado, alzas, devaluación e impuestos; y por el otro, unos ridículos aumentos salariales por debajo de los índices del costo de la vida, incluso de los admitidos por el DANE. Con el ítem de que los verdaderos incrementos de los precios no se desatan hasta haberse concretado el salario mínimo, los sueldos de los funcionarios públicos y aun varias convenciones colectivas. De modo que a la vuelta de unas cinco o seis semanas la masa laboriosa pierde porción considerable de las cortas compensaciones que los patronos le conceden en medio del regateo más espantoso. Los regímenes inmediatamente anteriores por lo menos procuraron mantener un equilibrio, así fuese en apariencia, entre los incrementos de la carestía y de las remuneraciones; pero el actual Ejecutivo acaba de lucirse imponiéndoles a varios sectores asalariados reajustes en sus pagas del 25 o el 27por ciento cuando la inflación había superado el 28. Con ello, 1989 será el tercer año consecutivo en que ocurra algo semejante bajo la presidencia liberal.

Si escudriñáramos las cifras, pasando por alto los formalismos académicos, hallaríamos lo que las amas de casa ya han descubierto en la-tienda de la esquina: el descenso constante del poder adquisitivo de las gentes del común durante un período muy largo y crítico. Camacol, el gremio de los constructores, calcula que dicha merma, dentro del lapso comprendido entre 1981 y 1988, alcanza poco más o menos el 30% para los estratos medios de las grandes ciudades. Este fenómeno lo reflejan inclusive las variaciones que de pronto se le introducen a la canasta familiar, cuya composición habla más de las tendencias sociales del consumo que de las necesidades básicas de los hogares menos favorecidos por la fortuna. El renglón de alimentos ha venido reduciéndose mientras el de vivienda crece. Lo cual no indica, por supuesto, que a las mayorías les sobre de su mesa para acceder a una casa mejor, sino al contrario, que el techo, cada día más caro y exiguo, se come la comida. La depauperación del pueblo aumenta conforme disminuye el área mínima de construcción habitacional autorizada por el Estado. Y como las moradas no funcionan sin agua, luz, etc., en su precio los encuestadores incluyen obviamente el valor de los servicios, esa correa mágica que une el sitio de residencia de los núcleos humanos con la usura de los empréstitos extranjeros de las empresas públicas del ramo. Las estadísticas del sistema no logran encubrir nada de esto, mas sus estadistas sí encuentran cualquier resquicio hacia la promulgación de todo tipo de tributos. El gravamen del cemento resulta indispensable en la reforma urbana, así las construcciones se trepen a las nubes. Son regalos con encarecimientos. La descentralización administrativa, junto a la novedad de los alcaldes elegidos en las urnas, brinda asimismo una magnífica oportunidad para subir escandalosamente los múltiples arbitrios que aletean sobre los predios de las localidades. El que quiera «apertura democrática» que la compre. Esta orgía fiscal, desencadenada al amparo del derrumbe paulatino del principio de los Derechos Humanos que prohíbe desde el siglo XVIII los impuestos al margen de la representación popular, ha generado tal repudio, que algunas de sus secuelas tuvieron que ser pospuestas o suavizadas pero no suprimidas, y ya se murmura acerca de una «urgente racionalización tributaria». Sin embargo, las fuerzas del trabajo no reclaman que se reordenen las cargas. Exigen que se eliminen unas y se modifiquen otras.

El foco del caos de nuestra regulación impositiva, con su enjambre de exacciones indirectas, regresivas y antitécnicas, no debe buscarse en las oficinas del Conpes de la capital de la república, sino en Washington, la sede del Fondo Monetario Internacional. Desde allí se nos vigila y se nos presiona a cumplir con las obligaciones de una deuda de 16.600 millones de dólares, sin contar los 1.700 millones del «challenger» que con tanto júbilo anunciara el doctor Virgilio Barco en su alocución televisiva de final de año. Los entendidos estiman que, por concepto de intereses y amortizaciones, en 1989 Colombia habrá de girar a sus prestamistas en el exterior una suma equivalente al 64% de sus exportaciones, tasadas en US$6.000 millones, en números redondos. Proporción que por sí sola dice todo de la magnitud del problema. A causa de este factor, sencillo y a la vez complejo, muchas cosas trascendentales están comprometidas: las finanzas públicas, el desarrollo económico, el bienestar del pueblo, la autodeterminación nacional. El país ha sido entrampado, y sin contraprestación ninguna. Porque, además de las cláusulas onerosas de las contrataciones, los empréstitos fueron dirigidos por lo general hacia proyectos que no reportan divisas, o simplemente no rentan. La nación se endeudó en aras de su infraestructura, su energía eléctrica, o de los llamados «programas sociales», a cuya sombra ha florecido más de una infamia en Colombia. Últimamente estamos prestando para pagar.

Los obreros no se oponen por concepción a los préstamos internacionales ni a la inversión foránea. Reclaman, eso sí, que ambas alternativas, de aplicarse, coadyuven en realidad al progreso de la patria. Lamentablemente la experiencia enseña otro panorama muy distinto. El sacrificio del endeudamiento, en vez de jalonar nuestra industrialización, la ha deprimido. (…) Dentro del conjunto de las trabas tradicionales que nos han cerrado la posibilidad de un crecimiento sostenido, resaltan cabalmente las desventajosas relaciones con los carteles financieros de las metrópolis más boyantes. (…) El poder central que es el encargado de la recolecta, se mueve entre el déficit presupuestario y el desborde impositivo, dos deformaciones convertidas en dogmas, con las cuales, de manera velada pero efectiva, se mella el ingreso real de los asalariados, las víctimas propiciatorias del escamoteo. (…) En 1988 el gobierno les pidió a las Cámaras retocar la Ley Orgánica del Presupuesto con el fin de apoderarse de las ganancias de las empresas industriales y comerciales del Estado, que de un plumazo quedaron condenadas al estancamiento. La indigencia de los ciudadanos corre pareja con la penuria de los institutos. (…) Disponiendo a la diabla de la riqueza pública e intensificando las privaciones de las masas jamás sacaremos a Colombia de la dependencia y el atraso. (… ). Creer en luchas contra la «pobreza absoluta» y en planes de «rehabilitación», a tiempo que se constriñen las actividades productivas, no pasa de ser una lastimosa quijotada o un maldito engaño. Así como nunca hubo bienestar social sin desarrollo económico, tampoco habrá despegue industrial con un pueblo excluido del mercado. No en balde el MOIR, valorando las prioridades de la convergencia de salvación nacional planteada por varios sectores, llama a proteger e impulsar la producción del país, cuyo éxito está muy lejos de erigirse sobre el desmejoramiento de su mano de obra. Por eso la clase obrera, la más hundida tras el alud de las imposiciones gubernamentales, es también la más interesada en que se establezca un adecuado contrapeso entre los diferentes resortes de la economía, empezando por la revisión del salario mínimo y de aquellas convenciones colectivas que no siquiera igualaron la tasa inflacionaria. La razón de la carestía hay que averiguarla en los faltantes del Estado, la emisión monetaria, la devaluación automática, el régimen tributario, los altos intereses, los quebrantos de la producción o el monopolio internacional, no en las nóminas de los trabajadores.