Hace veinte días los cerealeros reprodujeron en la prensa unas declaraciones en nombre de su gremio, Fenalce, a través de las cuales repudian sin pestañear los lineamientos, o mejor, los tumbos e inconsecuencias de la rama ejecutiva con respecto a la problemática del agro colombiano, como también lo expusiera por su lado la Sociedad de Agricultores de Colombia, SAC. Aquellos ponen énfasis en el encarecimiento de la maquinaria y de los servicios de preparación, siembra y cosecha, debido a la sobrecarga de los aranceles y del IVA. Alertan acerca de las cláusulas exigidas por el Banco Mundial para adjudicarnos un crédito de US$ 250 millones con destino a la agricultura, por cuanto implican abrir el camino al ingreso indiferenciado de productos alimenticios extranjeros de los que nuestra «vocación agraria» ya depende en un millón cien mil toneladas cada doce meses. Y demandan, en forma textual, «una política agropecuaria coherente, decidida y estable que incentive la producción agrícola». El MOI R estampa su firma en este pedido, a semejanza de muchos aliados que nos han dicho estar dispuestos a adherir la suya a nuestras cuatro sugerencias unitarias. No es cuestión de inquirir si los empresarios del campo hacen de la necesidad virtud: la ciega y traumática evolución de los acontecimientos se ha encargado de enseñarnos a la maravilla en donde yacen los obstáculos para el normal avance del engranaje productivo de la nación.
Los procederes inequitativos vienen de atrás y nos han ocasionado la ruina en ocupaciones como el laboreo del trigo, del que prácticamente nos autoabastecíamos a principios de la década del sesenta, mientras ahora importamos 600 mil toneladas, uno de los muchos asoladores efectos de la conocida Ley 480 de 1954 por la cual el congreso de Norteamérica ha financiado la venta en nuestros países de buena porción de sus excedentes agrícolas. El cerco va estrechándose con el correr del tiempo, al punto de que a la tempestad de protestas se han unido actualmente hasta los afortunados exportadores de flores de la Sabana de Bogotá. En ninguna parte el futuro de los pueblos se ha edificado con pétalos de rosa; no obstante, a los floricultores colombianos les asiste la razón al quejarse de los artilugios discriminatorios de la Comunidad Europea, máxime cuando algunas repúblicas de esta alianza, por ejemplo Francia, han obtenido, u obtienen, innegable beneficio de sus intercambios con nosotros. De suerte que la prosperidad del país se cifra tanto en un justo desenvolvimiento de sus vínculos con los monopolios foráneos como en una competente y planificada utilización de sus recursos.
Dos factores que se hallan al arbitrio de quienes controlan el Estado, el centro supremo que en la Colombia de hoy interviene en todo, desde graduar el coste de los bienes y servicios hasta definir los contratos de asociación con los dueños de medio planeta. Pero ni lo uno ni lo otro. Ahí están los casos del petróleo, o del carbón y del níquel, cuyas explotaciones se efectúan mediante sendos convenios estipulados preferentemente con compañías norteamericanas, los cuales, a causa de sus ilicitudes y de los perjuicios que nos acarrean, han recibido las desaprobaciones de los más dispares matices de la opinión. O el precedente no menos infausto del Pacto Andino, con el que, conforme a los pronunciamientos oficiales, las naciones del área arribarían, firme y mancomunadamente, a la edad madura de su crecimiento, siendo que siguen en mantillas al cabo de tres lustros y pico, sin haber coronado los programas sectoriales de desarrollo, ni la conversión de las empresas extranjeras y mixtas en nacionales, ni el acoplamiento entre los países signatarios, demostrándose cómo el experimento escasamente tendía hacia la creación de un mercado ampliado que tornase atractivas y gananciosas las multimillonarias inversiones de los conglomerados de las potencias industrializadas.
No es que nos opongamos a tales transacciones y menos a la integración latinoamericana, o que nos rehusemos por principio a la entrada del capital extranjero, o a asociarnos con él: por el contrario, estos elementos pueden transformarse en palancas de la modernización nacional, siempre y cuando se encaucen a suplir los vacíos dejados por el atraso secular y no a extraer a rodo nuestras riquezas y sin contraprestación alguna. El proceso que vivimos de nacionalizaciones y la correspondiente e inexorable expansión del sector público, su robustecimiento económico, su papel regulador cada día más descollante, en suma, el apogeo del capitalismo de Estado, representa una herramienta formidable con la cual Colombia respondería a las acucias de su propia reconstrucción, de manera «coherente, decidida y estable» para expresarlo con las palabras de Fenalce, si ese poderío fuese otorgado a los obreros, campesinos, empresarios, comerciantes, valga decir, a las clases interesadas en el incremento de la producción, y, por ende, se orientara no sólo hacia la defensa de nuestros medios y disponibilidades sino hacia el aprovechamiento armónico de los mismos.
Mas no planificamos ni protegemos lo que nos pertenece. Se asiente a cuanto indiquen los monitores internacionales y se confía demasiado en las leyes de la oferta y la demanda. El ministro de Agricultura, durante el lanzamiento en Cali del Programa Nacional de Tenderos, contestó a los reparos de los gremios admitiendo, como si tal cosa, que a su cartera le había faltado continuidad en sus prospecciones. De este tenor son las providencias y los mea culpa de nuestros funcionarios.
(«Defendamos y aprovechemos nuestros recursos», 6 de marzo de 1986, en Resistencia civil, Editor Tribuna Roja, 1995, páginas 367-369).
No transijamos con ninguna de las disposiciones lesivas al bienestar supremo de Colombia. Rechacemos en los diversos foros la grosera interferencia de Washington, cuyo Departamento de Comercio nos tilda de «proteccionistas», cuando a nuestra marioneta la obsesionan los caprichos del libre cambio requerido por el Fondo Monetario Internacional. (…)
Escuchemos la voz de El Espinal, desde donde los empresarios del campo denunciaron la crisis sin precedentes de la agroindustria, «un cuadro que puede derivar en movimientos unificados de imprevisibles consecuencias», según advirtieron. Allí, en concreto, se propuso por algunos sacar a las vías, en vez de las cacerolas venezolanas, los equipos, maquinarias y automotores para exigir un cambio en la pérfida actitud del régimen. Lo mismo que hicieran a principio del año los algodoneros del Cesar, quienes bloquearon con sus tractores y vehículos la transitada arteria entre Bosconia y Codazzi, tras el incumplimiento de las promesas gubernamentales.
Hagámonos eco de la inconformidad de los cafeteros que, desde los ricos hasta los pobres, ven con sorpresa e ira los propósitos de la panda gavirista de los Andes, pues se hallan en peligro los haberes de la Federación, comenzando por el banco de sus transacciones, transfigurado en sociedad mixta conforme al decreto 1748 de mediados de 1991. Se trata de un «irrespeto y una burla según la enardecida polémica de los caldenses. Resulta obvio que sin aquellos instrumentos o instalaciones, levantados piedra a piedra, durante lustros, dentro y fuera de nuestros linderos, no podría Colombia influir en la comercialización del grano ni negociar con medios eficaces un nuevo pacto mundial del café en Londres. (…)
Seamos solidarios con la mediana y pequeña industria, en especial con las declaraciones de los dirigentes de Acopi, mediante las cuales aquellos vastos sectores, uno de los más golpeados y dispuestos ano asumir una posición «acrítica y pasiva», coadyuvan, deliberada o indeliberadamente, a exacerbar los ánimos de la sufrida población. (…)
Recojamos, en cuanto rezuman validez, los múltiples pronunciamientos del prepotente gremio de la ANDI acerca del irregular manejo monetario y tributario, la escasez de crédito y estímulos, la competencia desleal foránea, los malos convenios internacionales y el resto de desatinos de la administración. Así esos estratos altos crean en las supuestas bondades de determinadas medidas del modelo neoliberal, como el flujo franco de las inversiones imperialistas, la privatización de las empresas del Estado o el retroceso en las relaciones obrero-patronales, sus reclamos también caen y caben en la retorta de la resistencia colectiva.. (…)
Si los colombianos anhelan preservar lo suyo, sus carreteras, puertos, plantaciones, hatos, pozos petroleros, minas, factorías, medios de comunicación y de transporte, firmas constructoras y de ingeniería, todo cuanto han cimentado generación tras generación, y si, en procura de un brillante porvenir, simultáneamente aspiran a ejercer el control soberano sobre su economía, han de darle mayores proyecciones a la resistencia iniciada contra las nuevas modalidades del vandalismo de la metrópoli americana, empezando por cohesionar a la ciudadanía entera, o al menos a sus contingentes mayoritarios y decisorios que protestan con denuedo pero en forma todavía dispersa. Entrelazar las querellas de los gremios productivos, de los sindicatos obreros, de las masas campesinas, de las comunidades indígenas, de las agrupaciones de intelectuales, estudiantes v artistas, sin excluir al clero consecuente ni a los estamentos patrióticos de las Fuerzas Armadas, de manera que, gracias a la unión, los pleitos desarticulados converjan en un gran pleito nacional. (…)
En esta dramática contienda la burguesía personificará siempre al elemento vacilante: pero el proletariado, por esencia, no. A él le corresponde entonces la orientación y animación del movimiento.
(«¡Por la soberanía económica, resistencia civil!», en Resistencia civil, op. cit., páginas. 466-468).