El actual colapso ha tenido virtualmente el crecimiento económico del orbe. Si durante la década del sesenta la producción mundial aumentaba a ritmos superiores al 5%. Y a principios de los años setentas se mantenía al 4%, en 1981 se presenta abrupta caída a niveles inferiores al 2% y, según los últimos estimativos, en 1982 el incrementó prácticamente se estancó. La economía norteamericana ha sido una de las más afectadas; su producción industrial decayó en un 2% más del 30% de su capacidad instalada permanece inactiva.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha calificado esta situación como “la peor desde la década de 1930”, fenómeno que se refleja en todos los planos de la actividad económica.
Dentro de este marco contemplamos la bancarrota de la mayoría de los países latinoamericanos, pero de manera especial la de México, Brasil y Argentina, reputados por algunos como verdaderos “milagros económicos”, y que hoy, al quedar hechos añicos, solo comprueban las imposibilidades de desarrollo de las naciones sometidas a la explotación imperialista. Para ellas se cierran los mercados y declinan los precios de materias primas y productos agrícolas, fracasan los planes de industrialización y exportación de manufacturas, y el nivel de importaciones se hace insostenible. Los déficit crónicos en sus balanzas de pagos se cubren con deudas suplementarias de corto plazo, a altísimos intereses, hasta que sobreviene el colapso, inflación desbocada, crisis financiera, cesación de pagos.
El programa económico mundial, que desde la posguerra venía en un ciclo de ascenso, muestra síntomas de evidentes perturbaciones en los últimos lustros.
Después de 20 años de “Pax Americana”, el sistema imperialista comienza a erosionarse por todas partes. A sí lo indican la crisis monetaria internacional” de 1971, que llevó al rompimiento unilateral por parte de los Estados Unidos del ordenamiento financiero pactado en 1944 en Breton Woods, lo que significó una creciente inestabilidad de los mercados cambiarios; la “crisis alimentaria” de 1972-1973 que, especulando con el hambre del Tercer Mundo, triplicó los precios de los alimentos básicos y se revirtió en inflación mundial: la “gran crisis industrial” de 1975, en la que la producción de los países capitalistas avanzados sufrió un descalabro sin paralelo desde la Gran Depresión, y la “crisis petrolera” que se dejó del voraz apetito de los consorcios del amo y de las correlativas medidas de defensa de los miembros de la OPEP. Y no obstante los augurios de los ideólogos de turno que creían ver en estos fenómenos desbarajustes excepcionales, en 1981 aparecen de nuevo en escena las manifestaciones de una prolongada recesión que ha adquirido características alarmantes en los últimos dos años.
El actual colapso ha tenido virtualmente el crecimiento económico del orbe. Si durante la década del sesenta la producción mundial aumentaba a ritmos superiores al 5%, y a principios de los años setentas se mantenía al 4%, en 1981 se presenta una corrupta caída a niveles inferiores al 2% y, según los últimos estimativos, en 1982 el incremento prácticamente se estanco. La economía norteamericana ha sido una de las más afectadas; su producción industrial decayó en un 2% y más del 30% de su capacidad instalada permanece inactiva.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha calificado esta situación como “la peor desde la década de 1930”, fenómeno que se refleja en todos los planos de la actividad económica. El valor del comercio mundial se ha contraído en términos absolutos como resultado del progresivo proteccionismo de los países avanzados, de la caída de volúmenes y precios de las exportaciones del Tercer Mundo, y en particular, por l actual saturaron del mercado petrolero.
La depresión ha traído consigo la quiebra de miles de empresas, el desempleo de millones de trabajadores y el deterioro del ingreso real para miles de millones de personas en el mundo. Las cifras de paro forzosos han aumentado notablemente en las zonas desarrolladas, cuya tasa promedio de desempleo pasó de 5.9% en 1979 a más de 10% en 1982, con cerca de 35 millones de trabajadores cesantes, de los cuales 12 millones pertenecen a la fuerza laboral norteamericana.
La recurrencia de los fenómenos recesivos en lapsos muy corto, como los ocurridos entre 1970 y 1971, o la crisis industrial ya mencionada de 1974-1975, o la recaída actual, indican que, a pesar de parciales recuperaciones, nos encontramos ante una tendencia al estancamiento generalizado.
Si bien éste se presenta de manera desigual, según las condiciones de cada país, va extendiendo sus efectos letales en la medida en que la crisis se profundiza. A manera de ejemplo, la recesión de 1970-1971 golpea fundamentalmente a la economía norteamericana, la cual registró entonces una producción industrial de menos 3.8%, mientras que Alemania, Japón y Francia mantuvieron tasas positivas. El colapso se propaga en 1975, cuando el descenso de la producción no sólo es mayor sino que cubre a todos estos países. En Estados Unidos menos 9%, en Japón menos 10.5%, en Alemania menos 7.2%, en Inglaterra menos 5% y en Francia menos 9.5%. Las proyecciones de la actual parálisis industrial indican que ésta prolongará por más tiempo, cobijará más países y por tanto se vislumbra como de mayor envergadura.
Tales movimientos intermitentes desembocan en crisis generales que se originan, pese a las particularidades de cada país y cada época histórica, en la ley de la superproducción capitalista. De un lado, los capitales no encuentran salida y el comercio que se satura y de otro lado, aparecen las quiebras, el estancamiento y el desempleo masivo, que deprimen el consumo. La competencia entre monopolios se exacerba, aguizándose la rebatiña por los mercados, la puja de precios y la disputa por el control de economías más atrasadas. Si de hecho este proceso conduce a la guerra, la ofensiva de la Unión Soviética, que por su cuenta se apodera militarmente de regiones estratégicas del globo, desestabiliza aún más la situación internacional.
En el período comprendido entre 1967 y 1975, gracias principalmente a la exportación de capitales desde la metrópolis y a un mayor aherrojamiento de las noecolonias, hubo todavía efectivas aunque pasajeras recuperaciones de los negocios mundiales. Por ejemplo, las transacciones norteamericanas con los países del Tercer Mundo se elevan significativamente; el montaje y los ensanches de plantas industriales se multiplican por 5, los empréstitos comerciales por 4, la inversión en cartera por 7, el crédito por 15 y la financiación del gasto público por 3.
Los organismos financieros internacionales y los grandes banqueros promueven la carrera del endeudamiento externo, imponiendo las reglas del saqueo sin tasa ni medida; prestar para poder pagar y seguir prestando. La deuda de los países atrasados se aproxima, en 1982, a la astronómica cifra de 600 mil millones de dólares, el 30% de la cual, o sea más de 200 millones, se concentra tan sólo entres naciones latinoamericana; México, Brasil y Argentina.
Sin embargo, bien pronto aparecen los limites de esta desorbitada carrera. A tiempo que se expande el estancamiento en los países industrializados, que se contrae el comercio exterior y que las finanzas mundiales tambalean, las imposibilidades de las neocolonias para cumplir los compromisos de la deuda se convierten en impulsoras de la crisis. Para ellas se cierran los mercados y declinan los precios de materias primas y productos agrícolas, fracasan los planes de industrialización y exportación de manufacturas, y el nivel de importaciones se hace insostenible. Los déficits crónicos en sus balanzas de pagos se cubren con deudas suplementarias de corto plazo, a altísimos intereses, hasta que sobreviene el colapso; inflación desbocada, crisis financiera, cesación de pagos. En una palabra, la bancarrota.
El mundo queda perplejo ante el derrumbe de los llamados “milagros económicos”. Los diversos paradigmas del “nuevo desarrollismo latinoamericano”, caen una a uno: Brasil Argentina, México. ¡Todo ha sido un fiasco!
Se abre así, por primera vez desde la posguerra, la posibilidad real de una quiebra en cadena del sistema financiero internacional. Por la incertidumbre del futuro inmediato cunde el pánico entre los grandes banqueros, quienes se escudan en el Fondo Monetario Internacional, instancia desde la cual imponen a sus morosos clientes onerosísimas condiciones para reestructurar sus deudas. Conceden con cuentagotas estrictamente aquellos préstamos que requiere cada situación de emergencia convencidos, como señalaría un editorialista de “The New York Times”, de que “o los rescatamos del naufragio o también nosotros nos iremos al agua”.