LA RUINOSA BONANZA DE MÉXICO

Para desgracia de la mayoría y regocijo de unos pocos, México comparte una frontera de 3.181 kilómetros con los Estados Unidos; se coloca en el tercer lugar, después de Japón y Canadá, en la escala de los mayores “socios”, comerciales del imperio; uno de los principales deudores de los prestamistas yanquis, y se reputa como uno de los países “privilegiados” en lo que a inversión directa se refiere.

El comercio total entre las dos naciones ascendía en 1981 a 31.600 millones de dólares. El 30% de la deuda externa global, o a, cerca de 25 millones de dolares, ha sido contratado con bancos norteamericanos. La inversión extranjera controla sectores claves de la economía mexicana, entre ellos importantes ramas de la producción de bienes de capital y de consumo, además de grandes cadenas comerciales. La franja norte, que constituye la segunda región económica del país está prácticamente integrada a la economía de los Estados Unidos y alberga cerca de 500 empresas de ensamblaje, llamadas maquiladoras, las cuales emplean a más de 100.000 trabajadores, pagan salarios 4 a 5 veces menores que al toro lado de la frontera y hállanse de hecho al margen de la legislación laboral.
No es de extrañar el pánico que causa el hundimiento económico de México entre las altas esferas de las finanzas, la industria y el comercio de la superpotencia vecina.

Como lo afirmara un banquero estadinense “, México y los Estados Unidos se hallan tan integrado que tenemos que considerarlo financieramente como parte de nuestro país”.

En el año en que López Portillo llega al poder (1976) la economía presenta serios signos de estancamiento. El crecimiento industrial está paralizado, la inflación bordea el 30% de la deuda externa asciende a 20.000 millones de dólares. El descubrimiento de grandes yacimientos de hidrocarburos en los estados de Campeche, Tabasco y Chiapas, coloca en tres o cuatro años a México como el segundo país en potencia petrolero, después de Arabia Saudita, y como el cuarto productor en el mundo. La austeridad es cosa del pasado. El petróleo se convierte en el motor del crecimiento; el producto interno bruto, de 1978 a 1980, crece a una tasa promedio anual de 8% y se crean 2.8 millones de empleos, mientras el resto de Latinoamérica se debate en la recesión. Se habla entonces del “milagro” mexicano.

Sin embargo, para financiar la explotación del petróleo y el desarrollo de otras industrias básicas; corregir importantes desequilibrios de la economía, en particular la crisis agraria que supone grandes inversiones en el campo y masivas importaciones de alientos; contrarrestar el acelerado deterioro de los precios de las exportaciones tradicionales (café, algodón, plomo y plata, que representan más del 50% de las exportaciones no petroleras), y para atender las creciente importaciones, el gobierno recurrió al endeudamiento sistemático.

Los financistas norteamericanos, europeos y japoneses no solamente estuvieron dispuestos a conceder los préstamos, sino a estimularlos para hacerse participes de la bonanza petrolera. La deuda total, pública y privada, se disparó, en escasos seis años, de 20 millones a más de 80 mil millones de dólares.

La economía se “petroliza” aceleradamente. La burocracia estatal crece de manera desmesurada en medio de la corrupción general; peculados, sobrefacturaciones, tráfico de contratos, nóminas falsas, sobornos de monopolios foráneos, etc. En las postrimerías del gobierno del gobierno de López Portillo, el monto estimado de apenas 150 desfalcos de importantes funcionarios públicos asciende a más de 3.000 millones de dólares. Las compañías extranjeras calculan de antemano “comisiones” que equivalen en promedio, al 8% del valor de los millonarios contratos. Los grandes consorcios privados del país participaron también de la mordida. Al grupo Alfa, que aglutina más de300 empresas, lo salva de su reciente quiebra un crédito de 680 millones de dólares, concedido por un banco estatal.
El sector financiero se desarrolla y se concentra vertiginosamente. Seis grandes bancos usufructúan el 60% de las captaciones, otorgan el 90.5% de los prestamos y absorben el 83.4% de las utilidades globales del ramo.

Hacia mediados de 1981 son ya visibles los primeros síntomas de agotamiento, debidita la saturación del mercado crudo y al descenso de las cotizaciones del mismo, lo que significó para México la pérdida de compradores y drásticas reducciones en los ingresos de divisas. Por otra parte, las altas tasas de interés en los Estados Unidos contribuyeron aún más a extenuar al país. Ante la libertad de cambios, la banca local sirvió de puente para masivas fugas de capital. En los últimos años más de 14 mil millones de dólares fueron depositados en bancos extranjeros, principalmente norteamericanos, y la inversión mexicana en bienes raíces dentro de Estados Unidos ascendió a 30 mil millones.

Los dólares escasean y los ingresos por hidrocarburos apenas cubren los intereses de la inmensa deuda. Los servicios de ésta pasan de 2.800 millones en 1982 a 12.000 millones para 1983, forzando acerca de un millar de instituciones crediticias de Occidente a conceder una moratoria al país.
Son tales las proporciones del saqueo que, durante 1982, afloran intempestivamente las señales inconfundibles de la mayor depresión en medio siglo. El peso mexicano se derrumba de $22.50 a $150 por dólar en menos de un año; el crecimiento del producto interno bruto es casi nulo; la quiebra de la producción industrial no tiene antecedentes y se calcula, según cifras del gremio, que son 20.000 las empresas en dicha situación o al borde de ella; cerca de un millón de trabajadores han quedado cesantes, aumentándose al 55.7% la población en edad laboral que se halla desempleada o subempleada y, aunado a lo anterior, la espiral inflacionaria sobrepasa el limite del 100%.

El primero de septiembre de 1982, en su sexto y último informe de gobierno, el presidente se vió obligado a aceptar la bancarrota y a tomar medidas de emergencia.
Decreta entonces el control generalizado de cambios y la nacionalización de la banca que, si bien levantan gran revuelo en el país e internacionalmente, no logran revertir el estado de abatimiento de la nación. Con la expropiación, el régimen, además de echarse a cuestas enormes indemnizaciones, hereda un sistema financiero altamente endeudado en dólares y se hace garante-frente al imperialismo de los onerosos compromisos de los banqueros. Es comprensible el alborozo con que recibieron la medida las agencias internacionales del crédito que veían peligrar día a día sus acreencias.

Las perspectivas para este año no parecen más halagüeñas. Con el mercado mundial en franco deterioro, la exportación de crudos más difícil que nunca y a una enorme deuda a corto plazo que equivale al 126% del ingreso potencial de sus divisas para 1983, las veleidades independentistas de la cúpula gobernante se esfuman. El nuevo gabinete de Miguel de la Madrid, arrodillado, se somete a las gravosas condiciones del Fondo Monetario Internacional, a fin de gozar de un empréstito de emergencia por 3.900 millones de dólares y obtener el avalúo necesario para renegociar sus obligaciones con los prestamistas extranjeros.

El plan del FMI exige la reducción del déficit presupuestal en más del 50% para el presente año, lo que implicará un aumento importante en el desempleo, la eliminación de subsidios al consumo popular y la elevación de los impuestos indirectos.

La propaganda oficial pregona a los cuatro vientos la “austeridad” y la “moralización” de la República como las palancas mágicas de la recuperación económica, lo que un buen romance se traduce en mayores garantías para la expoliación imperialista y un amargo futuro para el pueblo de México.