Compañeros y compañeras:
No había surgido en la Colombia contemporánea, ni en la paz ni en la guerra, una fuerza política suficientemente capaz y consecuente hasta el fin con los interese de nuestro pueblo, no sólo para señalarle que la única solución a todas sus tragedias es la revolución, sino con la firmeza indispensable para perseverar en ese rumbo. Esa fuerza, hoy en día, existe. Es el MOIR, es esta corriente revolucionaria; somos nosotros, aquí, ahora, apretujados, anhelantes, con el ánimo encendido y con nuestras banderas en alto fieramente empuñadas. Agrupados en una corriente revolucionaria incipiente, sí; delgada, es cierto, cual un hilo de luz en la oscura medianoche que vive Colombia. Pero invencible; invencible porque está armada con una línea, la de la revolución de independencia nacional de nueva democracia en marcha al socialismo; porque está integrada por centenares de cuadros dedicados a la causa del pueblo y por miles de militantes y amigos y, sobre todo, porque está encabezada por un gran jefe, el jefe de los descamisados de Colombia, Francisco Mosquera.
En el pasado, desde las abominables circunstancias que originaron la república neo-colonial, allá por los tempranos mil novecientos, hasta las más recientes pero no menos indignantes que inauguraron el Frente Nacional, nuestro pueblo, las más de las veces, ha sido engañado, vendido y traicionado por quienes se decían sus adalides. Uribe Uribe y Benjamín Herrera, los jefes de esa gran insurrección popular que obligó al país a cruzar el umbral del siglo veinte en medio del estruendo de la guerra de los Mil Días, terminaron quebrando sus espadas y rindiéndose ante la tiranía que entregó Panamá a los Estados Unidos, convertidos en ilustres capituladores a sueldo de los regimenes conservadores de colaboración liberal que se instituyeron entonces. El fementido Partido Socialista Revolucionario de los años veintes tampoco fue capaz de orientar acertadamente al pueblo en la crisis que dio al traste con la camarilla gobernante de Abadía Méndez, y fueron los cabecillas del liberalismo quienes se alzaron con la cosecha. La República Liberal, ese elefante blanco de nuestra historia política, no fue más que la utilización del movimiento obrero y del pueblo por el campeón de la demagogia liberal, Alfonso López Pumarejo, para llevar a cabo la modernización institucional que reclamaba la nueva era de la dominación imperialista. Y el partido al cual incumbía la misión de desenmascarar la verdadera naturaleza pro-yanqui, antinacional y anti-popular de López Pumarejo, el nunca bien llamado Partido Comunista, no solo le batió incienso sino que se acurrucó en el bolsillo del liberalismo convirtiéndose en su pintoresca mascota y apoyando sus gobiernos uno tras otro.
Excepción a tanta bajeza la encarnó Jorge Eliécer Gaitán, líder del grandioso movimiento de masas que enfrentó al pueblo con las jefaturas oligárquicas del liberalismo y del conservatismo. Los truenos del 9 de abril desataron durante 10 años ese pasaje de guerra civil que los colombianos conocemos como La Violencia; pero aquellos convulsionados tiempos, momentos propicios si los ha habido para la revolución, con el país ardiendo por los cuatro costados, con el pueblo en armas, tampoco fueron aprovechados por el Partido Comunista. Servilmente sus jefes subordinaron su acción a la de los López Pumarejo, los Echandía y los Lleras que imploraban la paz y la reconciliación a Ospina y a Laureano Gómez; criminalmente contribuyeron a que el pueblo marchara tras los objetivos de los jerarcas liberales sin oponerles un programa revolucionario que esclareciera el fondo clasista de la lucha. Remate de tantos desatinos cometidos por los falsos revolucionarios de ese partido a los que el espíritu iconoclasta de la juventud insurgente de los años sesentas apellidó para siempre “mamertos”, fue el desvergonzado apoyo que le brindaron al pacto burgués-terrateniente, llamado Frente Nacional, y a su primer gobernante, Alberto Lleras Camargo.
Asomarnos a ese pozo sin fondo de iniquidades y dobleces realizados por los usurpadores de la dirección de las luchas populares de este siglo bien vale la pena porque en esa historia, depósito de amarga experiencia, podemos descifrar advertencias claves para el porvenir. La primera de todas, la de que, por más favorables que sean las condiciones en una coyuntura dada, el pueblo no podrá jamás alcanzar el triunfo si al frente suyo no guía la marcha una auténtica fuerza revolucionaria; la de que las masas hacen la historia pero solo pueden vencer si son conducidas por un destacamento de combatientes capaz de enfrentar a pie firme no sólo los vientos y las lluvias sino los más devastadores huracanes. Ese destacamento es el que estamos forjando hoy. ¡No libramos aún la batalla por el poder sino la batalla por la existencia del Partido, porque sin partido no habrá jamás Poder y sin Poder no hay victoria! Y la segunda advertencia de nuestra propia historia es la de que ese partido fiel hasta la muerte a las masas trabajadoras, no podrá cumplir su papel si antes no rompe con las concepciones de sus enemigos. La emancipación política de los trabajadores no puede encabezarla un partido que a su vez no se haya emancipado ideológicamente de la burguesía y las otras clases explotadoras. Contrariamente, en la Colombia de hoy, la tradición de las generaciones muertas de los repúblicos burgueses oprime como una pesadilla el cerebro de esa caterva de vencejos hacia la que han degenerado muchos pseudo dirigentes de la izquierda. Estos prorrumpen de todos los rincones, como voceros de la vieja sociedad, en advertencias y consejos, invitándonos, a quienes hemos tenido la osadía de luchar por construir un nuevo mundo, a abandonar el escarpado sendero que hemos escogido, con el argumento de que la cumbre que nos hemos propuesto coronar es muy remota y recomendándonos que volvamos a la conocida y transitada senda de la vieja democracia de oligarcas y terratenientes. Se nos increpa porque ante los resultados electorales adversos no hemos acudido -ni acudiremos jamás- a esa suerte de Muro de las Lamentaciones donde se congrega en indigna romería la sedicente izquierda colombiana después de cada certamen comicial. La justeza de una política, de una táctica revolucionaria no puede medirse con el rasero de los guarismos elaborados por la Registraduría, ni porque conlleve inevitables contratiempos y aun serios descalabros. A quienes nos digan, como tantas otras veces, que el MOIR ha muerto, responderemos con el personaje de la obra de Zorrilla: “Los muertos que voz matáis gozan de cabal salud”.
No cejaremos en denunciar por todas partes que las llamadas elecciones democráticas, especialmente las presidenciales, son la más monstruosa estafa montada contra nuestro pueblo, cuyas piezas maestras están constituidas por la cauda electoral cautiva y coaccionada de los empleados públicos, por el inmundo tráfico promesero de los gamonales alrededor de la sentida necesidad popular de la vivienda, por la compra de votos y el fraude descarado y extendido por doquier; en una palabra, por la amenaza, el soborno, la trampa ensamblados en ese engendro que es el semi-feudal sistema electoral colombiano. Continuamos adelante, más victoriosos en nuestras derrotas del día que nuestros enemigos en los pírricos triunfos de su democracia de bandidos.
Los tiempos de todas las edades han terminado por magnificar el nombre y las hazañas de los grandes caídos en la lucha revolucionaria y por hundir en el olvido los de sus verdugos, los triunfadores circunstanciales y efímeros de la reacción. Los insurrectos de la Comuna del Paría de los obreros de 1871, el primer gobierno proletario de la historia, fueron aplastados por la contrarrevolución coligada, de Francia y Prusia. Pero al día siguiente de la histórica derrota, un poeta exhortaba de nuevo a la lucha: “Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan”, decía, y de su pluma brotaron, como bandada de águilas de una cima, las inmortales estrofas que difundiéndose por todo el mundo, encienden el pecho de los explotados de todas las latitudes y aúnan sus luchas en una Internacional sin fronteras. Y desde el vientre oscuro de la sociedad colonial, un luchador que liberó esclavos, cerró estancos, abolió alcabalas y amotinó la plebe, José Antonio Galán, el Comunero, lanzó la consigna que al cabo de dos siglos mantiene más vigencia que nunca, y que vivamos hoy: la unión de los oprimidos contra los opresores.
Conlleva la conformación de una corriente revolucionaria la pelea contra grandes obstáculos, no apta para ánimos desfallecientes ni para los fáciles de descorazonar. Las titánicas tareas de la revolución requieren hombres de inquebrantable espíritu, más duro que el duro pedernal. Son los insustituibles de hoy, cuando una verdadera avalancha ideológica y política, defensora de la democracia burguesa que viene desde el candidato oficial del liberalismo hasta el de los mamertos, ha agobiado diariamente a los colombianos rasos a lo largo de la actual campaña electoral. No sólo han tenido una masiva difusión las tesis cínicas de López, los planteamientos demagógicos de Belisario y las antiguallas rejuvenecidas de Galán, sino hasta el tartamudeo de esa pieza de museo del liberalismo que es el candidato del Partido Comunista, Gerardo Molina. Todo a una estos cuatro candidatos proclaman que el principal propósito nacional es la consecución de la paz. Todos a una recomiendan un pacto de paz solo sobre la base de que los de arriba mantengan intactas sus instituciones, su constitución, su gobierno y sobre todo sus fuerzas armadas, cuya conformación como ejército permanente desde 1886 fue calificada en televisión, por Molina como “uno de los mayores logros de nuestra civilización política”.
Propuesta semejante constituye de por sí un acto de traición a los intereses de las mayorías populares. Se parece demasiado a la paz impuesta por la antigua Roma hasta los cofines de su imperio, fundada en el trabajo de los esclavos y el mantenimiento de la dictadura de un patriciado corrupto y decadente. Durante el transcurso del Frente Nacional, hasta nuestros días, el MOIR se ha opuesto siempre a la política de lanzar los pequeños destacamentos de la revolución a aventuras armadas sin contar con el apoyo del pueblo. Pero jamás la falta de condiciones inmediatas para emprender el asalto definitivo hacia la toma del Poder nos llevará a levantar la bandera blanca a los enemigos del pueblo. ¡Así proceden quienes aspiran, en el duro pero seguro camino, a ganarse el corazón de los de abajo para encabezarlos cuando resuelvan alzarse! ¡Piensan que es indigno de recorrerse quienes creen que basta con ponerse bajo el alar de una superpotencia extranjera para que el triunfo venga por añadidura! Nuestra corriente, polo opuesto a todo lo que santifica y defiende este caduco régimen social, es la única posición contraria a todos los procederes establecidos, a la reaccionaria condición, al reformismo y al oportunismo, y pregona a tambor batiente que en Colombia no hay paz, no habrá paz, ni puede haber paz, mientras no sean satisfechas las necesidades fundamentales de la nación y del pueblo. La primera de ellas, la conquista de la independencia nacional para emprender un verdadero desarrollo autónomo y la construcción de un Estado nuevo, de alianza entre la clase obrera y el campesinado, con participación de la pequeña burguesía y los sectores patrióticos de la burguesía nacional. Oponernos a la prédica en boga por la paz, sello distintivo del reformismo y el oportunismo, encaminado a desarmar ideológicamente a las masas, es no solo preservar la preciosa corriente insurgente que venimos construyendo sino impedir que nuestro pueblo quede huérfano en el futuro de una certera dirección revolucionaria, cuando sobrevivan a batallas más decisivas que las del ajetreo comicial.
He aquí la decisiva importancia de la lucha que venimos librando. He aquí por que hemos decidido continuar en la principal lucha política del momento, las elecciones presidenciales, a pesar de la tremenda desigualdad de condiciones en que nos toca afrontarlas, en descomunal desventaja política y económica respecto de los candidatos del bipartidismo tradicional.
Se trata de una candidatura salida de nuestras propias filas, decisión sin precedentes en nestra política de frente unido, muestra elocuente de las dificultades de la revolución en Colombia. Candidatura simbólica, pues su única finalidad es asumir la vocería de la posición revolucionaria, es no enmudecer frente a la algazara de los candidatos reaccionarios y oportunistas, es no permitir que las únicas voces que escuchen los de abajo en este momento crítico sean las de sus verdugos y las de los traidores.
Al encararnos con la tarea justo es decir que no tenemos sino palabras de agradecimiento para Consuelo de Montejo por habernos acompañado en la dura prueba que acabamos de pasar. Ella libró con dignidad y valor ejemplares el combate porque el país conociera la posición minoritaria de la revolución, en medio de excepcionales dificultades y de la apostasía y la claudicación oportunista reinantes, y públicamente ha declarado su voluntad de mantenerse como una reserva de la revolución. Seguramente el compañero Marcelo Torres, a quien el Partido ha encargado terminar la difícil y honrosa tarea, no posee ninguno de los atributos que esta sociedad fundada en la explotación y la hipocresía ha erigido como respetables y dignos de crédito e influencia. De todas las tareas que le ha encargado el Partido, ninguna de mayor responsabilidad. Lo que sí les puedo aseverar, compañeros, es que aunque solitario, el grito de batalla de la revolución trepidará diáfano, punzante como toque de clarín en el silencio que antecede al combate inconfundible como una bandera roja, bajo la cual pueden aglutinarse los pocos pero irremplazables efectivos de la revolución colombiana; para que por ella las mejores mentes, los mejores corazones, lo más aguerrido y de mayor temple, la vanguardia de nuestro pueblo, manifiesten su voluntad de rechazo a las viejas salidas, a la salida proyanqui de López, Betancur y Galán, y a la pro-soviética de Molina; para que el país entero sepa que existe, a pesar de todo, un ejército en formación de hombres y mujeres que están contra el viejo orden vigente, que están por la revolución social y la independencia nacional. No importa que los heraldos de la opresión nos cataloguen despectivamente como alucinados idealistas; sus retrógradas burlas no nos harán mella porque sabemos que de boca enemiga no hay que esperar elogio, porque somos hombres de pelea, de ánimo imbatible. No nos arredra su aparente fortaleza actual; tienen tanta razón en su alegría de hoy por su dictadura sobre el pueblo como los insectos y alimañas que trajinan al pie de un volcán dormido cuya erupción, mañana, los borrará para siempre de la faz de la tierra.
Compañeros, compañeras:
De aquí saldremos a demostrarle a toda Colombia que el viento derechista, reformista y oportunista, que sopla prevaleciente sobre todas las clases de la sociedad, no ha podido ni podrá arrear el único estandarte rebelde de este país que flamea incólume; el estandarte de la revolución en las manos de los combatientes del MOIR y del FUP. De aquí saldremos a las calles y plazas públicas a fustigar el proyanquismo de las candidaturas de los partidos tradicionales y el prosovietismo de la falsa izquierda, a denunciar las fechorías del gobierno de López, a refutar los reaccionarios embelecos de Belisario Betancur, a desentrañar el reformismo de la ventolera galantista, y a desenmascarar a Molina por prestarse a ser el mascarón de proa del oportunismo y el caballo de Troya del expansionismo soviético.
¡De pie compañeros, que se alcen nuestros puños, que prosiga su marcha nuestro ejército, pequeño pero vibrante y clamoroso! ¡Libremos la más importante contienda ideológica que haya realizado la revolución en Colombia; forjemos en la adversidad que nos rodea la dirigencia que conducirá al pueblo en las tempestuosas batallas del futuro entre la reacción y la revolución colombiana!
¡Viva la causa de los descamisados de Colombia!
¡Viva la corriente revolucionaria de Colombia!
¡Viva el FUP!
¡Viva el MOIR!
¡Viva Francisco Mosquera!