En julio de 1977 el gas grisú de los socavones, convertido a 300 metros bajo tierra en un turbión de llamadas, puso fin trágico a la vida de ochenta y seis mineros del carbón en Amagá, Antioquia y un alud sepultó a cinco más el 7 de noviembre de 1981, casi en el mismo corredor de la mina “Villadiana” donde ocurrió el siniestro anterior. Otros trece compañeros, 38 días después, quedaron atrapados por un deslizamiento de rocas en un profundo manto de la mina “La Aurora”, también de Amagá; consiguieron salvarse porque el derrumbe no echó a perder la tubería utilizada para extraer el agua, ni interrumpió por consiguiente el paso del aire. Y el 25 de mayo de 1982, en la localidad de Neira, Caldas, una avalancha de lodo y piedras aplastó a 23 obreros de “La Concha”, una cantera de caliza perteneciente a Cementos Caldas, sorprendiéndolos en momentos en que se guarecían de la lluvia. En Colombia, los gases inflamables y los desprendimientos de rocas siguen constituyendo, como en la Europa del siglo XVIII, las principales causas de mortalidad en las minas, junto con las enfermedades pulmonares. Y tal es el atraso del país en este campo que, según lo ha reconocido el mismo Ministerio de Salud, el 66% de la explotación carbonífera en galerías subterráneas se realiza con iluminación de llama abierta, sin aireamiento de ninguna clase y empleando la pica, la pala y la tracción humana.
En febrero de 1982 hicieron explosión 3 mil barriles de productos químicos en las bodegas del Terminal Marítimo, en Barranquilla. Cinco personas murieron y otras cuarenta, en su mayoría trabajadores, resultaron con heridas de gravedad. Y en las postrimerías del año la zona industrial de Bogotá estuvo a punto de saltar en pedazos al incendiarse un inmenso tanque de gasolina en Puente Aranda, una barriada obrera donde se hallan acumulados, como a la espera de un detonante, millones y millones de litros de combustible.
En minas, puertos, centrales, hidroeléctricas, ferrocarriles, ingenios azucareros, fundiciones canteras, plantaciones y fábricas, hombres, mujeres y niños arriesgan diariamente su integridad por una salario exiguo sin que el Estado se haya mostrado nunca dispuesto a garantizarles un ambiente de trabajo seguro. De hecho el Ministerio de Salud invirtió en 1982 únicamente 10 millones de pesos en programas de salud ocupacional y, de contera, los organismos oficiales encargados no cuentan con personal suficiente para atender la prevención de los riesgos, ni mucho menos con los equipos de medición y detección indispensables.
Los sindicatos advierten
En 1977, el sindicato de Abonos Colombianos, Abocol, informó a la opinión cartagenera que un reactor de úrea de 42 toneladas, dado de baja en 1970 por fatiga del recubrimiento metálico, representaba un serio peligro. El tanque, puesto en servicio sin mayores reformas, estalló el 8 de diciembre, causando a 22 trabajadores la muerte y a otros 169 considerables lesiones. La empresa, situada en Mamonal, pertenece en buena parte a la Internacional Petroleum Company.
También los trabajadores barranquilleros protestaron cuando la firma Zeizel & Cia, decidió levantar una torre de siete pisos junto al Hotel del Prado, cuya estructura estaba diseñada sólo para cuatro. La construcción se vino a bajo el 6 de noviembre de 1978, con un saldo de 21 obreros muertos y esta es la hora en que los responsables no han sido castigados. También la indolencia de los constructores, estimulada por el afán del lucro, motivó la caída de un edificio de seis plantas en Medellín, el 9 de junio de 1982, hecho en el que once trabajadores perdieron la vida.
El 1° de febrero de 1980 pereció el trabajador Supertino Florido, de 28 años, al desprenderse de una altura de 20 metro en las instalaciones del ICT en Bogotá. El sindicato había notificado que un andamio en el que laboraba la cuadrilla de pintores presentaba fallas en las poleas. El día del accidente, los obreros que debían subir a pintar se negaron a hacerlo, presagiando la tragedia, y la empresa ordenó entonces a Florido y a José A. Ropero, auxiliares de pintura, que reemplazaran a sus compañeros. Sólo Ropero consiguió asirse a tiempo de una ventana, de la que fue más tarde rescatado. Y si bien se trata de una desgracia individual, casos como este son de común ocurrencia en el país.
Fatal desprotección
La construcción de hidroeléctricas se adelante en condiciones de peligrosidad que escapan a cualquier descripción. En Chivor II, obra dirigida por la firma Impregilo de Italia, la tarea de perforación de acomete con una fresadora gigantesca de 800 toneladas de empuje, que pulveriza de un envión la roca. Allí, en lo más profundo de la Cordillera Oriental, los obreros laboran a 40 grados de temperatura y bajo una humedad de hasta el 90% que no permite al cuerpo sudar, con ruidos cuyas escalas alcanzan los 125 decibeles – cuando es de 85 el máximo por reglamentación de la OIT, y absorbiendo continuamente nubes de polvo. La jornada laboral es de doce horas. En la hechura de esta represa, que el 3 de enero pasado cobró otras trece victimas, han sucumbido decenas de trabajadores.
Se afirma que el cloruro de polivinilo, sustancia empleada por Colcalburos de Zipaquirá y otras empresas, puede producir cáncer en el hígado. Los obreros son forzados a entrar en tanques reactores enormes, saturados de vapores letales, para hacer la limpieza con manguera y cepillo. Y aun cuando llevan una mascarilla, es tan grande la concentración de las emanaciones que aquella acaba taponándose y los hombres han de terminar la faena prácticamente sin protección.
En el proletariado de las flores son frecuentes los mareos, los dolores de cabeza, las alergias y la sinusitis. Según algunos estudios si el 65% de los 35 mil asalariados de esta industria, en su gran mayoría mujeres, sufren problemas de salud ocupacional, ello se debe en parte a que muchas de las empresas que funcionan en la sabana de Bogotá continúan aplicando pesticidas proscritos en EE.UU., y otros países, debido a su alto grado de toxicidad. Entre ellos, los órganos-clorados, como el Thiodan, el Aldrín y el Lindane, que provocan aborto; los órgano-fosforados, como el Malation y el Diazinon, y los carbonados, como el Temik y el Manzate, que afectan el sistema nervioso.
Se ha comenzado a llamar la atención, de otra parte, sobre las amenazas del asbesto, otro probable cancerígeno, que se aprovecha en la producción de láminas y tejas. Organismos internacionales han llegado incluso a recomendar que se proteja la manipulación de dicho mineral y que, aún más, sea sustituido por elementos menos riesgosos. Dirigentes sindicales de la empresa Eternit, han señalado también los peligros que entraña esta materia prima “Cuando se contrae la asbestosis resulta poco menos que inútil la pensión del Seguro – declaró un directivo -. En los casos que hemos tenido aquí en los últimos diez años; los pagos por invalidez y la defunción del trabajador suelen llegar unidos, por lo que la indemnización viene a ser algo así como un sufragio para la viuda”.
¿Ficción o realidad?
Para los proletarios colombianos puede llegar a ser funesto hasta calmar la sed. La filtración de las inmundicias del río Fucha en la tubería del acueducto que provee a la empresa textilera Maniatan, de Bogotá, resultó fatal en noviembre de 1980 y de nuevo en agosto de 1981, cuando perdieron la vida cinco asalariados y miles más hubieron de ser recluidos en hospitales con severos ataques de hepatitis amebiana. Desde hacia algún tiempo los obreros venían acudiendo a la consulta médica del ISS, aquejados de cólicos y dolencias estomacales, más la entidad se cruzó de brazos y permitió que la epidemia fuera cobrando magnitud.
También el consumir alimentos en los casinos de las empresas conlleva insospechados peligros. Son frecuentes los casos de intoxicación colectiva como el que aconteció en Croydon en 1979, cuando ochocientos hombres fueron internados de urgencia, varios hasta por mes y medio, tras ingerir comidas contaminadas.
Y los ejemplos reseñados constituyen apenas una pequeña ilustración del terrible problema que a diario causa incontables victimas en las filas del proletariado, compelidas por los capitalistas a enfrentar, inertes, vapores venenosos maquinarias en mal estado y demás contingencias. Esto, sin pormenorizar las secuelas que la contaminación del ambiente trae para la población en general.
Recordemos sólo algunos hechos bastante conocidos; el envenenamiento con restos de mercurio que la compañía Álcalis de Colombia origina en la bahía de Cartagena; el uso incontrolado de plaguicidas altamente tóxicos, como el clordimeform, sobre todo al sur del Tolima, y la solución de los ríos Bogotá, Cali y Medellín, ocasionada por los desechos industriales.
El problema de las corrientes fluviales se ha convertido en un flagelo para los colombianos, a despecho de la publicitada “revolución del agua potable”.
De otro lado, y aunque parezca cosa de ficción, los médicos, enfermeras y auxiliares de la salud están expuestos a gravísimos riesgos por el imperdonable abandono en que se encuentran hospitales y centros de asistencia. Expuestos, por ejemplo, a contraer, cuando no hay un estricto control, las llamadas infecciones inhospitalarias o a sufrir los efectos de las radiaciones que emiten los equipos de rayos X. El Sindicato de Empleados de la Salud, Sindes, ha denunciado por su parte que a los trabajadores de Malaria no se les suministra la dotación requerida para resguardarlos de productos que, como el DDT, deben aplicar cotidianamente.
Cifras reveladoras
El ISS, que posee datos sobre los accidentes y enfermedades profesionales que se presentan entre sus aproximadamente dos millones de usuarios, sólo cobija del 4% de las instalaciones fabriles del país y tampoco agrupa a vendedoras ambulantes, artesanos, albañiles, jornaleros agropecuarios, trabajadores temporales, empleadas del servicio domestico. Quedan por fuera también los niños de menos de 14 años, vinculados a diversas faenas y cuyo número se calcula en tres millones por la Oficina del Menor Trabajador, adscrita al Ministerio del ramo. Toda esta inmensa masa labora sin ninguna protección en Colombia.
De acuerdo con las cifras presentadas al Primer Ministro Latinoamericano sobre la Salud de los Trabajadores, que se realizó en Bogotá a comienzos de junio de 1982 en Colombia se registran anualmente dos millones de accidentes laborales, con incapacidad en el 57% de los casos, a un costo de 65 mil millones de pesos. Situación causada, según las conclusiones del Seminario, por “la falta de protección de los obreros en los centros fabriles” y por “la carencia de una política estatal definida en materia de salud ocupacional”. El documento agrega: “La prevención de los riesgos seria muchísimo menos costosa”.
Conforme a lo expresado por la OIT, en los países latinoamericanos los peligros ocasionados por las pésimas condiciones en las actividades productivas son equiparables a los de una guerra no declarada: “Cada año 100 mil trabajadores pierden la vida y un millón y medio quedan inválidos como resultado de accidentes de trabajo o enfermedades profesionales”.
Las investigaciones revelan que en Colombia el 65% de los mineros del Carbón sufre algún tipo de fibrosis pulmonar; el 28% de los operarios de la industria textil y el 23% de los que manipulan el asbesto padecen enfermedades pulmonares, y el 74% de quienes cumplen tareas de fumigación es victima de las nocivas sustancias. Según otros estudios, las causas más frecuentes de morbilidad profesional son, en su orden; las distintas clases de neumoconiosis, la sordera, de gran ocurrencia en las ramas textil y metalmecánica, las dermatosis, frecuentemente las industrias química y de la construcción; y las lumbalgias o enfermedades de la columna vertebral.
Cabe agregar que en las encuestas, muy parciales por cierto, que pública la entidad empresarial conocida como Consejo Colombiano de Seguridad, el renglón que ostenta el mayor índice de accidentalidad es el de los alimentos principalmente en los ingenios azucareros.
La engañifa legal
Desde la promulgación del Código Sustantivo del Trabajo, en 1951, transcurrieron casi 30 años sin que se expidiera una sola norma de significación en materia de seguridad industrial. Y la más importante, que se dicto en 1979, la Ley 9ª o Código Sanitario, fuera de ser discutible, espera por reglamentación para entrar en vigencia.
A instancias de la OIT, el Ministerio del Trabajo dio a conocer el 22 de mayo de 1979 la resolución 2400, bautizada como Estatuto de Seguridad Industrial, cuyo articulado exigía a los empresarios determinadas reformas en los sitios de trabajo. De aquel formaban parte las resoluciones 2406 y 2413 de 1979 y la 1405 de 1980, que estipulaban el reglamento de Seguridad Minera y los llamados Comités Paritarios de Higiene y Seguridad Social. El Estatuto entró en vigencia en mayo de 1981, es decir, dos años después de su publicación en el Diario Oficial.
Pronto los gremios patronales empezaron a reclamar su derogatoria, alegando los “altos costos” que entrañaba. Y, en cosa de meses, el gobierno de Turbay halló el ardid para echar pie atrás; existiendo la ley 9ª. – adujo la ministra Mari Stella Sanín de Aldana, está de más el Estatuto. Así, en septiembre de 1981, la resolución 4358 mandó al limbo, por un año, a la 2400 y complementarias.
En la actualidad, con el Estatuto de nuevo en vigor, el gobierno de Betancur viene otorgando a las empresas que no cumplen los requisitos de seguridad industrial una especie de moratoria, negociando con cada una de ellas, a paso de buey, las condiciones de trabajo que deben imponer a sus obreros. Esto, mientras se adopta el Código Sanitario, tal es, al menos, la explicación que le ofrecen al público los altos funcionarios del Ministerio.
Según directivos de Sindes, hasta ahora el sindicalismo se ha limitado a reclamar primas de ruido, fatiga, calor, etc., pero está en mora de impulsar un gran movimiento nacional que arranque a los explotadores un régimen de seguridad industrial acorde con la dramática situación del país.
El pueblo, que ha derramado su sangre por el progreso de Colombia, no la escatimará para derrocar a la minoría parasitaria que lo ha sojuzgado. Enterrará la vieja sociedad y convertirá en pieza de museo sus condiciones de trabajo, que alguien reflejara cáusticamente en esta conocida expresión: “En la senectud acabó su dinero buscando salud. Y hoy, sin dinero y sin salud, ahí va un obrero en un ataúd”.