SE REPITE TRAGEDIA EN AMAGÁ

El pasado 7 de noviembre, en un derrumbe que se produjo en la mina El Silencio, en Amagá, perdieron la vida cinco obreros. En aquel mismo lugar, el 14 de julio de 1977, una explosión de gas grisú ocasionó la muerte a casi un centenar de trabajadores. Hoy, al igual que en aquella dolorosa ocasión, los mineros y sus familias han señalado a la empresa Industrial Hullera y al gobierno como lo únicos culpables de la tragedia.

Hernán Taborda, presidente del Sindicato de la Industria Minera de Antioquia, al ser interrogado por un enviado de Tribuna Roja expresó: “La causa directa del último accidente es la irresponsabilidad de la compañía en el suministro de los materiales necesarios para la explotación del yacimiento. Con mucha anterioridad al 7 de noviembre, los trabajadores le venían solicitando a Industrial Hullera que se prestaran medidas eficientes de seguridad, con la aireación de la mina, la detección de los gases nocivos y el que los sectores que se explotan por el sistema de tajo abierto con derrumbe dirigido cuenten con un acero que responda a las necesidades del peso que tienen que sostener”.

Las mujeres y los familiares de los mineros desaparecidos también relatan cómo la premonición de su propia muerte acompañó a las víctimas en los días anteriores a la desgracia. Flor Marina Urrego de Muriel, viuda en la mitad de su adolescencia, y cuyo padre había perecido en la explosión del 77 en la mina de El Silencio, aún recuerda cómo su esposo, Norberio Muriel Acevedo, le había dicho el viernes anterior a la desgracia: “El tajo está muy inseguro, falta ver si salimos vivos”. El sábado, su nombre le reafirmó el preludio de la desventura, antes de partir, por última vez, hacia el socavón: “Ese tajo está muy malo. Si nos tapa, nos tapa de una”.

En una vieja casa de corredores empedrados, sobre una de las colinas de las afueras del pueblo, Ana Débora de Restrepo, vestida de negro, rodeada por sus cinco hijos, llora la muerte de su marido, Manuel de Jesús Restrepo Arenas. Con más de 19 años de labores en la mina, a este proletario de 49 años sólo le faltaban siete meses de trabajo para conseguir la jubilación. En el sindicato y en el MOIR, su deceso ha sido uno de los más lamentados, pues Manuel de Jesús era un corajudo combatiente que, a pesar de no ser un militante, nunca se había negado a alistarse en las duras batallas libradas por los proletarios de Amagá. Con frases entrecortadas, como queriendo rehuir el amargo pasado, su mujer apenas alcanza a musitar: “Él lo había advertido. Si caemos, me dijo, en la empresa están los culpables”.

Martha Doris Ángel, la esposa de Darío Rivera Herrera, un minero de 29 años de edad y con ocho de experiencia en la extracción del carbón, es ahora una viuda desolada y con un hijo. Ella cuenta que Darío le comentó que las palancas de acero ya no resistían y que los patronos, a pesar de los reclamos de los excavadores, no las cambiaban.

Altiva, con un sencillo traje negro, Blanca Raigosa va hasta la sede sindical a consultar la manera para hacer que la compañía responda por la vida de su marido, Audo Maro Pérez, y por el sostenimiento de ella y sus catorce hijos. Quince días antes del derrumbe – dice Blanca – Audo me venía contando que el tajo estaba muy malo, que a las palancas les metían una cuña y se deslizaban o se descascaraban. Inclusive un día me dijo que suspendieron a un trabajador porque había entrado al tajo una palanca nueva para reemplazar una de las antiguas”.

Bajando los párpados sobre sus transparentes ojos grises, ella revive la última conversación que tuvo como Audo Maro: “Tengo miedo de ir a trabajar – recuerda que le confesó. Pero el problema es que la empresa, si no vamos nos descuadra el salario”.

Flor Inés Rojas de Ángel, ahora sola con sus dos hijos, tampoco olvida las advertencias que sobre el peligro que se cernía en ‘El Silencio’ hiciera su esposo Luis Eduardo Ángel Sánchez. Sin embargo, impelido por la necesidad del menguado jornal, también este minero de 35 años, encontró, junto con sus otros cuatro compañeros, una muerte desdichada bajo el alud de rocas.

Empresa y gobierno se lavan las manos
Con mucha anterioridad a la desgracia del 7 de diciembre, el sindicato de la Industria Minera de Antioquia había reclamado a la empresa sobre los riesgos que acechaban en el interior de la mina. El 18 de febrero de 1981, la organización obrera remitió una carta al jefe de la Sección de Seguridad e Higiene del Ministerio de Trabajo de Antioquia, solicitando una inspección de los socavones de El Silencio y Villa Diana. La repuesta seca y demagógica de los funcionarios fue una sola: “La haremos”. Más nunca la efectuaron.

En vista de que el Ministerio no adelantaba la investigación, el 7 de octubre los explotados firmaron un memorial en el que denunciaban el incumplimiento de la convención colectiva, pactada a principios de 1981, y en el que volvía a exigir la ejecución de las medidas de seguridad. La comunicación le fue enviada al gerente de Industrial Hullera, con copia al consejero principal de la compañía y al Jefe de la División Departamental del Trabajo. En la respuesta del gerente, producida el 20 de octubre, 18 días antes de que sucediera el fatal accidente, la compañía afirmó cínicamente que no se estaba violando la convención y que, en cuanto a la seguridad, los asalariados podían confiar en que no correrían ningún peligro.

David Velásquez, vicepresidente del Sindicato, anota que hace “unos tres meses la comisión de reclamos se entrevistó con el administrador de la mina y urgió el reemplazo de las palancas. Los delegados de Hullera se obligaron a efectuar este cambio, sólo que apenas lo vinieron a cumplir el sábado 7 de noviembre, después de que en el tajo había cinco compañeros sacrificados por la indolencia de los patronos”.
Las palancas nuevas permanecieron arrumadas durante mucho tiempo a la entrada de la mina. Los hombres que marchaban hacia las temibles entrañas de la tierra, pasaban diariamente junto a las barras de acero que tanta falta hacían para guardar sus vidas. Pero la empresa las tenía destinadas a la explotación de otra veta.

A pesar de las evidencias acopiadas durante mucho tiempo por los explotados, los empresarios hablan con desfachatez de que lo sucedido no es más que “un accidente imprevisto”, y los funcionarios del Ministerio del Trabajo, con igual impudicia, sentencian que “la culpa es de la naturaleza”. Empleados de Industrial Hullera trataron de tomar algunas declaraciones, con los trabajadores que se prestaran a ello, para justificar la irresponsabilidad de la empresa y descargar sobre los proletarios la causa de la tragedia.

Con esa patraña querían hacer creer que los excavadores no aseguraban bien el acero, cuando los pivotes, por su desgaste, ya no se prestan para efectuar una tarea normal. Una visita conjunta del comité de seguridad del sindicato y de varios gerentes de Hullera, llevada a cabo después del 7 de noviembre, confirmó, en un corto recorrido por las galerías, la ubicación de más de 50 palancas inservibles.

La muerte sigue acechando
En cada rincón de los sofocantes túneles de El Silencio y Villa Diana parece agazaparse una trampa mortal, montada para hacer caer a los inermes mineros de Amagá. No existe semana en la que allí no se presente un percance por la ausencia de equipos adecuados y de sistemas de seguridad. Hernán Taborda afirma que “aproximadamente dos meses atrás, el tajo UNO ya se había tapado, ocasionando lesiones a varios compañeros, entre ellos a dos de los que perdieron la vida el 7 de noviembre, Manuel Restrepo y Luis Eduardo Ángel. Este derrumbe también lo originó el problema de las palancas”.

“En cuanto a la ventilación de la mina, dice Miguel Ángel Puerta, la empresa aún carece del material suficiente para detectar gases. La mayoría de los metanómetros funcionan defectuosamente y las personas que realizan las mediciones de la composición del aire no saben manejarlos, pues apenas han recibido instrucciones superficiales. El médico que asiste a las reuniones del comité de seguridad no está especializado en salud ocupacional. Dentro de la mina no se ha aplicado un plan que brinde protección a los trabajadores. Numerosos compañeros han venido perdiendo dedos y manos porque las bandas no tienen mallas y los malacates están averiados.

La oficina de Antioquia del Ministerio de Trabajo mandó tomar placas de rayos X para verificar el estado de los pulmones de los mineros, pero jamás nos enteramos del resultado de estas pruebas. Supimos, sin embargo, que en la compañía reposan exámenes de laboratorio que confirman que entre los compañeros se han presentado síntomas de antracosis, una enfermedad que es causada por el polvo del carbón.”

Como cualquier fariseo, y repitiendo las mismas muecas de pesadumbre de la tragedia anterior, Industrial Hullera difundió en la prensa oligárquica burdas lamentaciones. Sin el menor asomo de recato, el gerente dijo que la muerte de los cinco mineros “trastornó el normal funcionamiento de la compañía, y el personal directivo nuestro se frustró un poco” 1.

La esposa de uno de los hombres que cayó el 7 de noviembre, revive con ira las horas de la desgracia, cuando los administradores querían obligar a los otros turnos de los proletarios a entrar a las galerías a trabajar. En ese instante no se había rescatado uno solo de los cadáveres. Los explotados, con su sangre hirviendo por la afrentosa propuesta, contestaron al unísono: “Allá en el socavón, bajo las rocas, no hay un perro sino seres humanos, y no volveremos al tajo hasta no rescatar sus cuerpos”. Más adelante, cuando los asalariados se negaron a laborar hasta que se tomaran unas mínimas medidas de seguridad, la compañía suspendió los pagos de los jornales ya devengados. “Industrial Hullera se convirtió para la clase obrera en un campo de concentración en el que mueren, por un sí o por un no, los mineros, bajo la dictadura de su administración”, señala con enojo uno de los excavadores.

“Volveremos al combate”
Además de los 400 obreros que bajan todos los días a las profundidades de El Silencio y Villa Diana, en la región de Amagá existen unos dos mil hombres que viven de extraer el carbón y que cumplen agotadores esfuerzos, en extensas jornadas, con menguados salarios y en aterradoras y rudimentarias condiciones de trabajo. La miseria en la que se mueven estos colombianos es tal, y su aspecto es tan denigrante, que las gentes los llaman “gurreros”, especies de topos que abundan en las hondonadas de estas montañas de la Cordillera Central.

“Estos esclavos, explican en el Sindicato de la Industria Minera de Antioquia, no gozan de prestaciones sociales, no reciben overoles, botas, ni casco y jamás han sabido lo que es un autorrescatador o metanómetro”. Y luego añaden los dirigentes proletarios: pero vamos a ir de pueblo en pueblo, de yacimiento en yacimiento, agitando la necesidad de que los trabajadores se organicen y luchen en un solo sindicato”.

“No será la primera vez que nos unamos ni la última en que libremos un combate. Y así como realizamos las huelgas victoriosas de 1968 y de 1977, la primera durante 45 días y la segunda a lo largo de 53, con el respaldo y la orientación del MOIR y de nuestro camarada Francisco Mosquera, con la solidaridad material y política de los campesinos y de la región, asimismo proseguiremos en la batalla para borrar de la faz de Colombia, al lado de nuestros hermanos, todas las iniquidades y las injusticias que se cometen contra el proletariado y el pueblo”, termina diciendo el compañero Hernán Taborda.

Los obreros caídos
Norberto Muriel Acevedo, Manuel de Jesús Restrepo, Darío Rivera Herrera, Audo Maro Pérez, Luis Eduardo Ángel Sánchez.

Nota
1. Declaración del gerente de Industrial Hullera, publicada en El Mundo, el 2 de diciembre de 1981.