EDITORIAL: LA TRASCENDENCIA DE LA OSADÍA POLACA

Como era en la edad de too de la tenebrosa autocracia zarista y evocando las peores horas de su atormentada historia, Polonia padece en la actualidad la sevicia de sus verdugos modernos, los sicarios pro soviéticos del régimen fantoche. Y como siempre, el pueblo polaco, con sus impresionantes demostraciones de rebeldía y heroísmo, se ha hecho digno merecedor del apoyo de los revolucionarios del globo entero. Al filo de la medianoche del sábado 12 de diciembre, el gobierno de Varsovia usurpado por los militares, implantó la ley marcial y adoptó una runfla de medidas represivas, aplicando al pie de la letra los dictados de Moscú que desde tiempo atrás exigía mano de hierro contra la indisciplina social y los reclamos democráticos de los obreros. Con el objeto de aterrorizar a la ciudadanía para luego reducirla, los decretos de emergencia van desde la ilegalización de las organizaciones gremiales y el arresto para los instigadores de disturbios, hasta el anuncio de pena capital contra quienes promuevan el cese de la producción en sectores vitales. En las cárceles han parado decenas de miles de personas, entre las que se cuentan numerosos dirigentes del Sindicato Solidaridad, prohombres de viejas administraciones destituidas y no pocos miembros del Partido Obrero Unificado Polaco. La militarización fue total. Las tropas han allanado las factorías, los tanques han patrullado las calles de las ciudades y el acribillamiento de los insumisos no se ha dejado esperar. Se les interrumpió el servicio telefónico a los particulares, se silenciaron los despachos de la prensa no oficial y por la televisión aparecieron uniformados en lugar de los periodistas habituales. En fin, Polonia ha sido sitiada, incomunicada y mancillada.

Imposible predecir el rumbo concreto que tomarán en el inmediato futuro los acontecimientos en aquel clave país de la Europa Central-Oriental, con más de 35 millones de moradores. Empero, por las hondas raíces de su desbarajuste económico, por el calado y la magnitud del combate popular, por su ubicación geográfica, por el punto de ebullición a que han llegado las discordias mundiales, particularmente la disputa de las dos superpotencias, el detonante polaco está y seguirá allí, en medio de la leonera, listo a contribuir al desencadenamiento del estallido general. Lo que se ha incubado durante años, con la participación decidida de millones de gentes y como fruto de la convergencia de múltiples factores, no será extinguido con los mandamientos sanguinarios de un ucase, o de varios. Pese a la fulminante maniobra de los esbirros y al inevitable desconcierto que para cualquier contingente ocasiona el verse de pronto privado de su máxima comandancia, las erguidas y valerosas respuestas de los trabajadores han repercutido en el ámbito universal.

Las cosas no marchan tan viento en popa para los guardianes del orden, cuando el Kremlin, no obstante sus cínicos pronunciamientos en pro de la no intervención foránea, ha reiterado a sus títeres la promesa de socorro militar, sin excluir obviamente una campaña de ocupación, si la resistencia contra la tiranía establecida coloca en peligro el corto reinado del general Jaruzelski. Desde luego habrá cambios en las formas de lucha y de funcionamiento de los fortines insubordinados, los cuales ya no podrán conspirar a plena luz del día, sostener y coordinar fácilmente las huelgas, o efectuar esos magníficos despliegues multitudinarios que estropearon la reputación de la burocracia lacaya. La clase obrera deberá amoldarse a las nuevas circunstancias y reagrupar sus efectivos disgregados violentamente. Lo que al principio el movimiento pierda en locomoción y envergadura lo ganará en profundidad y dureza, puesto que el enemigo, al haberse destapado tal cual, mostró los intolerables designios de imponer su despótica voluntad, aun a costa del degüello de todos los polacos.

De otro lado, las resonancias internacionales de los sucesos recientes de esta nación enganchada a la coyunda soviética se palpan no sólo en las declaraciones de condena emitidas por los Estados de Occidente, que se acompañan con severas advertencias a los mandatarios rusos para que se abstengan de invadir como a Checoslovaquia en 1968, sino en la contagiosa simpatía que despiertan las proezas polacas entre los pueblos de las diversas latitudes. A Moscú y a Washington, las capitales de las dos más poderosas metrópolis de la Tierra, les preocupa vivamente el desenlace de la crisis, a la que siguen y cuidan de cerca, dentro de una encendida controversia de mutuas recriminaciones y amenazas. A la primera, porque la salida del corral del díscolo vecino configuraría un patrón sumamente pernicioso para el resto de sus vasallos coloniales y asestaría un recio golpe a sus sueños de gendarme del universo. A la segunda, porque los desarreglos y conmociones en la vasta retaguardia de su mortal contrincante le permiten recuperar cierta iniciativa, después de que éste le ha substraído consecutivamente, en el transcurso de algo más de un lustro, considerables porciones de Asia, África y América Latina.

Rusia no asistirá con los brazos cruzados a la reducción de su área de influencia cuando de lo que se trata es de incrementarla, Brezhnev, a semejanza de Hitler en 1939, también está dispuesto a tentar los dioses de la guerra por Polonia, más no para conquistarla, para conservarla. Y Reagan, que ha dejado suficientes constancias de su ánimo belicoso y al que lo saetean los aprietos por doquier, no desaprovechará la oportunidad de procurar recomponer los deteriorados negocios norteamericanos en otras partes, verbigracia Centroamérica, recurriendo asimismo al fuego y a la intimidación. Por donde se mire, el conflicto tiende a propagarse entre el otrora prepotente imperio yanqui, que hoy se bate en retirada para mantener sus viejas potestades, y los redivivos zares del Kremlin que, tras sus ambiciones de hegemonía mundial, pasaron a la ofensiva asumiendo el papel clásico del agresor.

A los pueblos de todas las nacionalidades el crudo invierno polaco les trae una fresca evidencia de la catadura imperialista de la Unión Soviética y de la lamentable condición de los países sometidos a su arbitrio. Aunque los revisionistas rusos y sus acólitos en el exterior achaquen los desórdenes encabezados por los partidarios de Solidaridad a las intrigas de Occidente y el caos económico a la ineptitud de algunos ex funcionarios, la situación ha alcanzado visos tales de gravedad para que sus genuinas causas puedan ser soslayadas con la quema de propaganda barata. Antes que nada, la postración de Polonia origínase en los descalabros de una economía en franco retroceso, que, además de encontrarse escandalosamente endeudada en alrededor de 30.000 millones de dólares, se exhibe incapaz de proveer a la población de los medios elementales de subsistencia. La escasez, la carestía y el racionamiento, que fueron el pan de cada día durante el último decenio, precipitan torrentes de indignación popular que con frecuencia los órganos represivos sofocan de manera vandálica.

La inestabilidad en el mando, consecuencia de lo anterior constituye otra peculiaridad muy típica de este período. Gomulka abandona el Poder luego de los cruentos choques que les costaron la vida a 45 proletarios del puerto de Gdansk en los inicios de los años sesentas. Gierek intenta combinar el garrote con la persuasión, y su gobierno se desploma sacudido por las movilizaciones y los paros obreros. Kania propicia un desesperado entendimiento con los sindicatos, pero el antagonismo entre la masa laboriosa y el régimen ya no permite conciliar las dos posiciones, y tuvo que ceder el puesto a Jaruzelski, el comisionado de soltar los mastines del fascismo.

Sin embargo, el trasfondo de semejante cuadro de bancarrota y de terror habrá que indagarlo en los desastres de la sojuzgación soviética. Los polacos, al igual que los colombianos, laboran para la opulencia de un amo extranjero y no para su propio bienestar. La variante estriba en que sus esquilmadores se enmascaran de “socialistas” y de adalides del “internacionalismo proletario”, con lo cual buscan embaucar y eludir las iras de los obreros del mundo.

¿Mas qué clase de socialismo es aquel en que la planificación estatal y las prioridades del desarrollo se determinan por las conveniencias de otro Estado más pudiente; o en que la conformación de alianzas o bloques económicos y militares se erige sobre la base de la “soberanía limitada” del país pequeño, según lo demandan sin tapujos las autoridades rusas para su comunidad de naciones cautivas? Ninguna atracción, ningún entusiasmo provocará entre los desposeídos del plantea ese modelo de sociedad, la metástasis polaca, que en lugar de suprimir las lacras del coloniaje capitalista, al cabo de treinta y tantos años de existencia las reproduce fatalmente en la anarquía y el enturbamiento de la industria, el retraso de la agricultura, las abultadísimas cifras de la deuda pública, el desfogue de la inflación, los fundados rumores de la corrupción administrativa y, especialmente, en los métodos antinacionalistas y antidemocráticos para resolver las contradicciones internas y aplastar a los forjadores de la riqueza. Dichos males se parecen demasiado al drama de las débiles repúblicas del Tercer Mundo víctimas de los vetustos imperialismos, para ser presentados cual un anticipo del venturoso porvenir que le espera a la humanidad emancipada de las pesadillas de la explotación.

Resulta impostergable, entonces, señalar los motivos del retorno de Polonia al pantanero, mucho después de derrotar las hordas nazis en 1945, instaurar un gobierno de ascendencia popular y encaminarse hacia la materialización de las metas de la revolución proletaria, entre otras cosas porque la burguesía occidental divulga la versión de que las predicciones de Marx fallaron, y gracias a ello ya no ejercen satánico magnetismo sobre las muchedumbres indigentes. Si los rendimientos de la organización social de los trabajadores son substancialmente mejores que el peor perjuicio del capitalismo, sobran la más leve acerbía en la polémica, la lucha de clases y los costos de una transformación radical de lo existente. Dediquémonos más bien a limar los aspectos negativos, evitar las injusticias, barrer los excesos y desmanes del sistema que, pese a levantarse sobre el trabajador asalariado, o la esclavitud del “hombre libre”, nadie ha intentado bajo el sol otro edén ni siquiera mencionable. Así discurren, farisaicamente, los representantes políticos tradicionales de los explotadores, denomínense liberales, conservadores, socialdemócratas, etc., favorecidos con el alevoso comportamiento de los soviéticos y sus secuaces.

Pero el socialismo no ha fracasado; lo han traicionado, que es muy distinto. Desde los redactores del Manifiesto comunista hasta el artífice de la Revolución Cultural Proletaria de China, pasando por el fundador de bolchevismo, los guías magistrales del movimiento obrero han advertido que en la sociedad socialista, al constituir únicamente una etapa de transición haciendo la abolición de las clases y de las desigualdades nacionales, todavía continúa la implacable pugna entre las obsoletas facciones desprovistas del Poder y las fuerzas avanzadas que lo han obtenido; y por ende perdura el peligro del restablecimiento de los privilegios del pasado, a cargo de los enemigos abiertos y encubiertos, nativos y extranjeros, de dentro y fuera del aparato gubernamental. Durante un trayecto harto prolongado no se sabrá quién vencerá a quién. El proletariado ha de persistir en su dictadura, blandiendo los instrumentos propios de la contienda política; democracia, plena democracia para las masas trabajadoras y sus aliados, anulación de todo derecho para la oligarquía y la reacción en general, aplastamiento de las actividades contrarrevolucionarias, respeto por la soberanía y autodeterminación de las naciones. ¿Se puede afirmar a priori que un Estado obrero no actuará al contrario, o no caerá en manos de elementos restauradores, es decir, que en vez de darle garantías al pueblo se las otorgue a minorías parasitarias, y se convierta a nivel internacional, ya en una colonia expoliada, ya en imperio expoliador? ¿Con base en qué fundamentos teóricos o experiencias prácticas se negaría absolutamente tal eventualidad? ¿Con el criterio de que la historia marchará siempre hacía adelante y nunca dé pie atrás? ¿Con la ingenua creencia de que los obreros cuando aferran el timón de un país se inmunizan contra los intentos revanchistas y regeneradores de sus adversarios? Al revés, la lección de los siglos refiere que aunque las corrientes revolucionarias terminan primando a la larga, a menudo transcurren por confusos y convulsos interregnos de reflujos y resacas. Una de las más rotundas discrepancias del marxismo-leninismo con los revisionistas contemporáneos, consiste precisamente en que estos no alteran, ni reconocen, ni siquiera mientan la posibilidad de la restauración burguesa bajo el socialismo. Para los rusos sería tanto como reconocer sus fechorías y recabar su misma destrucción, actitud que no van a asumir jamás.

Pues bien, Polonia con su deprimente y frustrante espectáculo, compendia uno de esos fenómenos de involución social de común ocurrencia. Sus ansias de progreso tropiezan con la distribución discriminatoria de tareas y prioridades diseñadas por el CAME, el convenio económico impuesto a los países satélites de la Unión Soviética, de modo análogo como en las centurias precedentes el descuartizamiento del territorio y la supervivencia de los estamentos más retardatarios de su aristocracia feudal, debidos entonces a la sojuzgación de las potencias colindantes, asfixiaron su empuje productivo y la relegaron al atraso. Los grilletes de la dominación foránea vuelven a ser causantes de la penuria material. Su pueblo se halla al margen de los organismos estatales y de nuevo han sido encumbrados los círculos menos representativos y más holgazanes de su colectividad. La democracia pertenece otra vez a estos, mientras las medidas punitivas llueven sobre sus obreros, a quienes se les prohíbe la huelga, la organización y el ejercicio de los demás derechos. Sus gobiernos nacen y mueren a los bramidos del Kremlin, y su suelo hendido por las divisiones del irónicamente bautizado Pacto de Varsovia, se torna en zona de seguridad nacional para los hegemonistas soviéticos, a los que enceguecen las manifestaciones de patriotismo de los miles de afiliados a Solidaridad. Sí, es del Oriente por donde regresó el déspota, la Santa Rusia en la era del socialismo, a reencadenar la miseria polonesa a los caprichos inapelables del que era también principal baluarte de la reacción europea y mundial.

Las desfiguraciones del régimen de Polonia corresponden exactamente a las deformidades de los renegados del comunismo de los Soviets, que desde Krushchev acá han atrapado en sus redes y puesto en servidumbre a las naciones que se atreven a acercárseles sin tomar las precauciones del caso. Los dirigentes de países como Cuba y Viet Nam, a punta de actuar de testaferros de Angola, Indochina, o en cualquier otra parte de la arena internacional adonde los arrastra la codicia de sus señores moscovitas, enlodaron los emblemas con que no ha mucho enardecían a las multitudes soliviantadas y han concluido pasándoles a sus respectivos conciudadanos las cuentas de cobro por las hazañas embusteras. Recordemos con el marxismo la máxima de que un pueblo que oprime a otro no es libre; y si lo fue dejó de serlo, porque ensamblar ejércitos de asalto, transportarlos y sostener guerras de ocupación consume inmensos recursos que se sufragan con gravámenes abultados, excesivas jornadas, descuido de ramas industriales, desequilibrio del mercado, sacrificios sin cuento y, finalmente, con mordaza y látigo, imprescindibles para prevenir la inconformidad. Poco o nada influye que el Estado en cuestión se moteje de democrático-popular o de socialista; igual se desgasta políticamente, concitando sobre sí la malquerencia de sus subalternos y el recelo cósmico. Los jerarcas de la URSS, fuera de depravar y sumir el infortunio a las repúblicas condenadas a su protección, labran así mismo su propia desgracia. He ahí la moraleja de su fábula. Navegan en un mar de inextricables condiciones. A cada exabrupto de su conducta socialimperialista, suenan más repulsivos sus juramentos de benefactores de la especie. Claman por la “distensión” pero siguen extendiendo sus tentáculos tras lo que no les pertenece. En Polonia exigen la masacre para no invadir y en Afganistán invaden para masacrar; y detrás de cada una de semejantes tropelías se encuentra, sin falta, la solicitud de una marioneta suya requiriendo la “cooperación internacionalista”. Cuando los cogen con las manos en la masa, en flagrante delito de colonialismo, se salen frescamente acusando a sus críticos de “bandidos contrarrevolucionarios”. Creen que engañan, más sólo hacen el hazmerreír y se aíslan progresivamente.

Por ello reiteramos que tales procedimientos y digresiones no se compadecen ni con los postulados ni con los intereses de la causa obrera. Ninguna identidad guardan con las premisas fundamentales del socialismo que proscribe la más pasajera explotación entre las personas y entre las naciones. La única forma de sacar indemne esta verdad de la prueba histórica que afronta será proclamando a los cuatro vientos y sin balbuceos la felonía y la farsa soviéticas. ¿Cómo es eso de que un país socialista considere espacios ajenos cual “zonas de seguridad” de su exclusiva incumbencia en donde se abrogue el derecho tiránico o el deber “revolucionario” de dictaminar el tipo de gobierno que conviene a los habitantes del lugar, los mecanismos con que han de dirimir las disensiones domésticas, o hasta dónde han de llegar las reformas? ¿Las imposiciones de los amos del Kremlin al pueblo polaco no son acaso un calco vulgar de las consabidas injerencias de los Estados Unidos en sus neocolonias?

Si con el pretexto de “mi zona” se bendice la entronización de Jaruzelski, ¿con qué cara se estigmatiza la ascensión de los espoliques norteamericanos marca Pinochet? A los imperialistas siempre les ha parecido una transgresión inaudita de las normas de convivencia la menor intriga de las metrópolis competidoras dentro de sus esferas de dominio, mientras califican sus propias intromisiones de dispensas naturales y legítimas. Los social imperialistas modernos obran idénticamente. Según la cólera de Reagan, las maniobras de Brezhnev por adueñarse del Caribe patentizan una infracción inconcebible del principio de no intervención, mas no lo son la presencia en El Salvador de unidades del ejército estadinense que asesoran a los genocidas de la Junta Militar. Y viceversa, para Brezhnev son inadmisibles y atentatorias de la paz mundial las baladronadas de Washington y las plegarias de Roma con que Occidente calcula sacar tajada de la fascistización de Polonia, pero le parece un honroso aporte a la armonía universal su manipuleo del gobierno de Varsovia en la noche de los cuchillos largos del 12 de diciembre. A los defensores del movimiento comunista, tan vil e hipócritamente escarnecido por el revisionismo contemporáneo, les compete precisar que no se acogen a ninguno de los dos alegatos expuestos, los cuales, no obstante la acrimonia y la desemejanza formal, no expresan más que los agudos altercados entre ambas superpotencias por el control del orbe. La opinión esencialmente contrapuesta, la que vela por el destino promisorio de los trabajadores de todos los continentes y permanece fiel a las enseñanzas imperecederas del marxismo-leninismo, parte del supuesto de que el derecho de las naciones a la autodeterminación no es una simple formula ritual a la que puedan recurrir los saqueadores para absolver sus crímenes, sino la piedra angular del internacionalismo proletario, así como de toda democracia y de todo socialismo verdaderos. Quien no proteste por la intromisión de un país en los asuntos de otros, tolere la más mínima intimidación u opresión nacional sobre un pueblo, o se comprometa con las agresiones internacionales de determinada república, con las razones que fueren, será un chovinista incorregible, un agente extranjero, un revisionista adocenado, un pobre diablo, lo que sea, pero jamás un demócrata consecuente, ni mucho menos un socialista militante.

Los partidos mamertos a menudo arman algarabía alrededor de la democracia, que prefieren identificar con el término gaseoso de “derechos humanos”, plegándose hasta en eso a la concepción burguesa que tiende a diluir el contenido de clase del problema y a ocultar el aspecto central de qué fuerzas sociales poseen el Poder y, por lo tanto, a quiénes les concede el Estado las garantías y libertades y a quiénes se las niega o escatima. En una dictadura proimperialista como la colombiana, las decisiones las toma la oligarquía conforme a las pautas trazadas por los monopolios norteamericanos y en contra del querer de las abrumadoras mayorías constreñidas, aunque se pregone a voz en cuello que el pueblo es soberano porque sufraga en las elecciones y disfruta de una que otra mentirosa prerrogativa. Algo similar acontece en cualquier república, socialista o no, maniatada por presiones económicas o chantajes de agresión y cuyos actos se aprueban previamente por gabinetes que sesionan a kilómetros de sus fronteras. Bajo un régimen que respira gracias a una invasión militar o a las “ayudas” de otro, las masas laboriosas no tendrán jurisdicción y mando, ni sus pareceres contarán para nada, así la constitución las designe depositarias de la dictadura del proletariado. En un mundo en el que prevalecen aún las diferencias nacionales, el primer requisito de la democracia, no de la burguesa sino de la obrera, no la del papel sino la real, la que empieza por desentrañar la naturaleza clasista del Estado y pugna por la supremacía de los desvalidos sobre los desvalijadores, descansa en la soberanía y la autodeterminación de las naciones, que se entienden como la atribución de cada pueblo a darse el género de gobierno que a bien tenga, sin coacciones de ninguna índole. A este precepto se le adosa otro no menos enjundioso: el que las revoluciones no se exportan, dependen de las condiciones específicas de cada país.

El socialismo habrá terminado su misión en la Tierra cuando desaparezcan las clases y las disparidades nacionales, pero mientras tanto ha de esmerarse en el cabal apuntalamiento de los soportes de la democracia. En lo interno, amplísima participación de las masas populares en las entidades del Estado y en sus ejecutorias, igual en las administrativas que en las de sujeción de las minorías reaccionarias; y en lo externo, escrupuloso acatamiento a la facultad privativa de los pueblos a autodeterminarse soberanamente. La sociedad proletaria que se enruta hacia la eliminación de toda represión política y hacia el derrumbe de las murallas que parcelan a los hombres en naciones, no cristalizará su encargo sino recurriendo a esa represión, pero a través de su hechura más democrática, el gobierno de los trabajadores, y permitiendo que dichas murallas nacionales alcancen su máximo apogeo mediante la prescindencia de la menor coerción entre los países. No hay otro modo de emprender los gloriosos cometidos de la revolución socialista. Nada de esto tiene lugar en Polonia, en donde quienes ponen los presos y los muertos son los operarios de las minas, de los astilleros, de las fábricas; y los acaparadores del Poder proceden exclusivamente de las élites cimeras del Ejército, del Partido y del Ejecutivo, una burocracia podrida cuyos irritantes fueros emanan de su obsecuencia con los socialimperialistas soviéticos. La libertad polaca, florecida sobre la tumba del nazismo tras épicos esfuerzos por reunificar la patria secularmente desmembrada, vuelve a marchitarse ante la rapiña de los actuales depredadores, más ominosos que los antiguos, ya que disponen a su antojo de una concentración, económica y estatal, infinitamente superior a la que conocieron los Romanov. Rusia se ha transmutado en un imperio en expansión, foco primario de la tercera conflagración mundial, que no será sosegado con las aguas lustrales de los apóstoles del apaciguamiento y que a mediados de 1975 atrapó a Angola patrocinando una expedición de mercenarios cubanos; vinieron luego Kampuchea, Lao, Afganistán, y caerán nuevas presas, porque la fiera cebada se hace insaciable. Sólo el alistamiento de la lucha enérgica y mancomunada de los pueblos, de los revolucionarios, de los países no agresores, de los portaestandarte de la coexistencia pacifica internacional, logrará parar a los hegemonistas soviéticos.

La importancia de la resistencia de Polonia radica en que le infunde remozando aliento al gigantesco frente de contención contra el socialimperialismo. Hoy como ayer su gesta se entrelaza con las corrientes más progresistas de la época. Marx y Engels consignaron en el Manifiesto: “Entre los polacos, los comunistas apoyan al partido que ve en la revolución agraria la condición de la libertad nacional”1. Imitándolos, diremos a los 134 años que nosotros también respaldamos, entre aquellos combatientes, a quienes vean la revolución social, en el saneamiento de la superestructura, el rescate de la soberanía conculcada.

Nota
1. Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto del Partido Comunista. “Obras Escogidas C.Marx. F. Engels”. Editorial Progreso, Moscú, 1973. Tomo I, pág. 139.