La siguiente es la primera parte de una entrevista con el compañero Gustavo Quesada, historiador y dirigente del MOIR, quien ha estado estrechamente vinculado a las tareas conmemorativas del bicentenario de la Revolución Comunera. En el próximo periódico publicaremos la segunda parte de este reportaje.
¿Cuáles fueron las causas del movimiento de los Comuneros?
La causa más general la encontramos en la contradicción entre la masa de campesinos, artesanos y comerciantes, surgidos en el Virreinato primordialmente a lo largo del siglo XVIII, por una parte, y los amos de la sociedad colonial feudal y esclavista, por la otra. El primer sector, representante de los más avanzado de las fuerzas productivas en el Nuevo Reino, tenía su más acabada expresión en el norte de la provincia de Tunja, hoy Santander, donde proliferaron las pequeñas y medianas estancias dedicadas al cultivo del tabaco, la caña, el algodón, el cacao y el banano. Los artesanos, que procesaban el algodón, el fique y la lana, y los comerciantes que distribuían los productos agrícolas y manufacturados se asentaron en los embrionarios centros urbanos. En los valles del Magdalena y el Cauca, estimulados por el fácil transporte fluvial; en el piedemonte de los Llanos Orientales y en las fronteras con la Capitanía General de Venezuela se repetían, aunque en menor escala, condiciones semejantes. Simultáneamente se presentaban otros fenómenos.
Las tribus indígenas se descomponían aceleradamente rompiendo las “reducciones” establecidas por España; el contrabando acicateaba el desarrollo de la producción y el comercio, y los mercaderes, en contacto con los contrabandistas ingleses, iban adquiriendo noción de los cambios que sacudían al orbe entero.
Era inevitable el choque. La nueva sociedad en gestación exigía liquidar la economía natural, mediante la abolición de los resguardos, de los impedimentos a las actividades comerciales y de los múltiples tributos eclesiásticos y civiles.
El mundo era escenario del combate a muerte entre el capitalismo ascendente, cuyo campeón era Inglaterra, y el feudalismo en declive, cuyo bastión era España. En esta lid, que caracteriza la época y que sirve de marco a la insurrección comunera, estaban a la orden del día, la supresión del viejo sistema colonial, el entierro del feudalismo y el triunfo de la revolución democrático – burguesa.
En junio de 1979 España le declara la guerra a Inglaterra. La poderosa armada inglesa se adueña del Caribe y amenaza los puertos españoles. ¿Cómo hacerle frente si las cajas reales están vacías? Los regentes visitadores saben la respuesta: monopolio estatal del tabaco y del aguardiente y aumento de sus precios; cobro de la alcabala para distinta clase de artículos; impuestos de pulperías, únicas autorizadas para el comercio al detal; restablecimiento del gravamen para la Armada de Barlovento; recaudación del Gracioso donativo, etc. Los guardas de la renta acechan por los caminos, husmean en los fundos campesinos, decomisan tabaco, queman cosechas, encarcelan, torturan, azotan.
El encadenamiento de los sucesos internacionales con los locales crea las condiciones necesarias para el estallido de la insurrección. A la contradicción entre la economía mercantil y el régimen colonial y feudal se agregan la reforma tributaria borbónica y calamidades naturales que hicieron aún más agobiante la situación del pueblo.
La guerra da el toque a rebato. El ambiente, caldeado por las disposiciones de Gutiérrez de Piñeres, hierve con los rumores del alzamiento de Túpac-Amaru en el virreinato del Perú, que llegan al Socorro por miles de conductos secretos. El virrey Flores, con los pocos soldados del Reino, se encuentra en Cartagena preparando la defensa del puerto contra un posible ataque inglés. El 22 de octubre de 1780 se amotinan los de Simacota, el 29 del mismo mes los de Mogotes. El 18 de diciembre los de Charalá. Ni un alabardero del Rey se hace presente. Y el 16 de marzo de 1781, cuando los habitantes del Socorro rabian a más no poder por el bando sobre los nuevos impuestos, el motín se desata también en la Plazuela de Chiquinquirá. Los aldeanos del oriente salen del anonimato y entran con todos los honores en las páginas de la historia.
¿Qué clases sociales tomaron parte en la insurrección?
La fuerza fundamental y la vanguardia son los productores y comerciantes de la hoy llamada provincia comunera. Ellos son quienes protagonizan los primeros incidentes y quienes conmueven el Reino. Galán era un campesino cultivador de tabaco de Charalá. Alcantuz, un talabartero radicado en Simacota. Isidro Molina, cosechero de tabaco. Roque Cristancho, los hermanos Ardila, Miguel de Uribe, José Delgadillo y el mismo Juan Francisco Berbeo eran comerciantes adinerados del Socorro, los dueños de las mejores tiendas, los únicos que se codeaban con las autoridades de la Villa y de Santafé. A algunos de estos, como Berbeo, sus negocios los obligaban a viajar hasta Curazao. Ellos son quienes preparan los motines del 16 de marzo y quienes figuran a la cabeza del movimiento hasta la capitulación. Y era lógico que así fuese. Las exacciones y la política retardataria española recaían principalmente sobre quienes labraban la tierra y atendían las artes y el comercio. Alcabalas, diezmos, peajes, pontazgos y estancos los esquilmaban a diario. Para mejor apreciar la importancia de este sector social y de la provincia comunera durante la colonia, y por ende, en la insurrección, señalemos que la Villa del Socorro constituía la mayor fuente de diezmos eclesiásticos de la Nueva Granada. Recaudaba 39.993 pesos, mientras Tunja apenas 25.360 y Santafé 10.692, los ingresos de su cura párroco superaban a los del obispo de Santa Marta. Los días de mercado configuraban verdaderas ferias que reunían a campesinos y comerciantes de todas las aldeas y comarcas circunvecinas.
A finales del siglo XVIII, ante la expoliación colonial y el “despotismo ilustrado”, comienza a despuntar el sentimiento nacional, al cual no serán ajenos ni siquiera los representantes de la gran propiedad inmobiliaria. Terratenientes como el Marqués de San Jorge, Jorge Tadeo Lozano, Javier Mendoza y los Jaramillo, de Antioquia, alentaron el alzamiento. Funcionarios como Manuel García Olano, administrador del correo de Santafé, y Fernando de Vergara, miembro de la Real Audiencia, hacían de informadores de los comuneros.
Clérigos como Francisco de Vargas, de la parroquia del Socorro, y Efray Ciriaco de Archila, lego del convento de Santo Domingo y vate de la revolución, conspiran permanentemente. La mayoría de los cabildos del Nuevo Reino ratifica los nombramientos de los capitanes del Común y se pliega a los comuneros.
A diferencia de la rebelión de Túpac-Amaru, en la cual los indígenas fueron cabeza y base del movimiento, en la del Común éstos jugaron un papel secundario, aunque se incorporaron activamente a la lucha. Cuando, en mayo de 1781, los insurrectos nombran a Ambrosio Pisco Señor de Chía y Príncipe de Bogotá, no realizan un acto simbólico para ganar la adhesión de la indiada, ni una treta para comprometer al pacífico comerciante de Güepsa. Se trataba de conseguir la abolición del tributo de indios, la entrega de los resguardos en propiedad a sus legítimos dueños y la devolución a los naturales de las minas de sal de Zipaquirá, Tausa y Nemocón.
Los negros también se sumaron a la revuelta. Cuando José Antonio Galán llega a la hacienda “La Niña” y a la mina de “Malpaso”, el 18 de junio y libera a los esclavos, la noticia se esparce a los cuatro vientos. Los trabajadores forzados de la hacienda Villavieja azotan a sus amos; el esclavo Vicente de La Cruz encabeza el común en Tumaco, y el mulato Pelayo Lora organiza la sublevación en Santa Fe de Antioquia.
Cada clase, cada sector social participó de la revuelta motivado por sus propias reivindicaciones que, en conjunto, configuran elementos esenciales de la veja revolución democrática en Colombia. Faltó quien las clarificara, a la luz del pensamiento revolucionario de la época, y quien condujera las masas a la victoria.
¿Cómo se desarrollaron los acontecimientos?
El 16 de marzo en las horas de la mañana se inician los motines en el Socorro. Era viernes y día de mercado. A primera hora los guardias de la renta le decomisan a una mujer del pueblo, Manuela Beltrán, campesina entrada en años, un ovillo de hilo y un manojo de algodón, acusándola de no haber pagado la alcabala. Cuando la discusión genera el tumulto, por una esquina de la plaza aparece José Delgadillo tocando tambor, seguido por los hermanos Ardila, roque Cristancho y Miguel de Uribe, conocidos en el lugar como los “Magnates de la plazuela”. Se forma un desfile que, a los gritos de “Viva nuestro rey de España, pero no admitimos el impuesto de Barlovento”, desembocó frente a la casa del alcalde ordinario de la villa, don José Ignacio de Angulo y Olarte, quien era a su vez recaudador del impuesto de Armada de Barlovento.
Desde el balcón y acompañado por don Salvador Plata, el funcionario pide cumplimiento de las órdenes del rey y promete interceder ante el regente para lograr la rebaja de algunos tributos. La multitud se enardece, y Manuela Beltrán despedaza el edicto fijado el día anterior. ¡Muera el Regente!, ¡muera el Fiscal Moreno!, corean las gentes. La casa del alcalde es apedreada, y el motín se prolonga por el resto del día.
El incendio se extiende por las villas y aldeas aledañas al Socorro. El 17 hay disturbios en Simacota que sólo se aplacan en la tarde cuando los guardas disparan sobre los sublevados. El 24 de marzo las mujeres de los cosecheros de tabaco se toman el cabildo de San Gil, donde hacen una parodia de sesión del órgano administrativo y acusan a los varones de cobardes. Luego asaltan el estanco, riegan el aguardiente y queman el tabaco, conducta que se repetirá en todas las asonadas. El 25, mujeres de Pinchote hacen lo propio. El 30, en Socorro, una manifestación de más de cuatro mil personas ocupa la plaza, encabezadas por un mulato que lleva un manojo de tabaco en llamas como símbolo del alzamiento. Este segundo motín del Socorro tiene mayores dimensiones e implicaciones que el anterior.
El 31 se suceden nuevos desórdenes en Simacota. El 1 de abril en Confines, Barichara, Valle de San José y Chima. El 2 en Oiba y San José de La Robada (hoy Galán). El 3 repite Simacota, el 8 irrumpe Guadalupe, el 10 Charalá y el 16 Santa Ana. En esos días llegaron a Socorro los versos conocidos como la “cédula del pueblo”, elaborados por Fray Ciriaco de Archila y en los que por primera vez se habla de independencia. Reproducidos en centenares de copias, se convirtieron en una especie ce programa comunero. El nombramiento de capitanes recae sobre quienes han venido instigando el movimiento y que a su vez son los personajes más notables de la localidad: Juan Francisco Berbeo, Salvador Plata, Antonio Monsalve y Diego de Ardila. Los aldeanos se arman con estacas, lanzas, dagas, chuzos y uno que otro arcabuz. El común del Socorro es transformado en pleno consejo de guerra, y a Juan Francisco Berbeo se le designa comandante general y se le otorga el título de generalísimo. El 8 de mayo los comuneros, bajo la dirección de Ignacio Calviño, se toman el Puente Real de Vélez. Los soldados del rey rinden las armas amedrentados por la ira popular. La marcha hacia la capital del virreinato había comenzado. El actual departamento de Boyacá entra a la revuelta. Tunja elige como sus capitanes a la flor y nata de la nobleza lugareña: don Juan Agustín Niño Maldonado, don Francisco José de Vargas y León, don José del Castillo y Santamaría. El cabildo también nombra a sus propios voceros: don Fernando de Pavón y Gallo, don Augusto de Medina, don Juan Bautista de Vargas, don Salvador Rodríguez del Lago. Unos y otros serán personajes de ingrata recordación para el Común. José Antonio Galán quien aparece en el Puente Real, como cabo de la tropa comunera, es nombrado Capitán Volante y de allí pasa hacia Nemocon, cruzando Chiquinquirá, Ubaté, Sutatausa, Tausa. Durante este recorrido subleva a los indígenas e instaura el poder del Común.
Antes de huir a Honda, Gutiérrez de Piñeres, deposita la autoridad en la junta del Real Acuerdo y nombra una comisión integrada por el arzobispo Caballero y Góngora, el odioso Joaquín Vasco y Vargas y el alcalde ordinario de Santafé, Eustaquio Galvis, para que salga el encuentro de los alzados. La comisión arriba a Zipaquirá el 1 de mayo.
A partir del 23 aparecen las avanzadillas de los comuneros en Nemocón y el grueso de la marcha, de 20.000 hombres, el 25. Las negociaciones se inician el 27 de mayo y se prolongan hasta el 7 de junio. En esta fecha, el Real Acuerdo de Justicia ordena que se acepten en su totalidad las peticiones de los comuneros redactadas por Berbeo y los capitanes de Tunja, Joaquín del Castillo, Agustín Justo de Medina, Juan Bautista de Vargas, Salvador Rodríguez del Lago; sobre los evangelios se oficia un Te Deum. Berbeo desmoviliza las tropas y se dirigen a Santafé con el arzobispo Caballero y Góngora, a reclamar el cargo de corregidor y Justicia Mayor de las villas del Socorro de San Gil. El alcalde Eustaquio Galavis había dejado en la escribanía de Zipaquirá una protesta secreta en la que lo pactado era dado por falso, “como que lo ejecutará precisado por la fuerza”. Lo mismo hizo la Junta Suprema del Real Acuerdo de Justicia, reunida de urgencia el 7 de junio para aprobar las capitulaciones. En acta separada y secreta dijo que “procedió a la admisión, aprobación y confirmación de dichas capitulaciones, bajo el seguro concepto de su nulidad”. Pese a la oposición de la mayoría del Común y a que la insurrección se había generalizado, los capitanes generales del Socorro, San Gil, Tunja, Sogamoso, pactaron un acuerdo que ya desde entonces muchos denunciaron como una traición.
Con la firma de las capitulaciones concluyó la primera fase de la insurrección comunera.