“Creo que la confrontación es inevitable. La siguiente confrontación será un choque total. Ahora necesitamos algo de tiempo para sobrevivir un poco más y luego podemos ganar. No deberíamos hablar de política”. Estas sombrías afirmaciones del máximo dirigente de Solidaridad, Lech Walesa, fueron hechas el 20 de agosto, días antes de la iniciación del congreso de dicha agremiación, evento que causaría graves conmociones no sólo en Polonia, sino en todo el bloque soviético europeo. El Kremlin organizó unas impresionantes maniobras militares con más de 100.000 soldados en las fronteras polacas y en el mar Báltico, con el objeto de amedrentar el encuentro de los sindicalistas.
Desafío sin precedentes
Cerca de 900 delegados, en representación de diez millones de afiliados, se dieron cita entre el 5 de septiembre y el 10 de octubre, en el Puerto Gdansk para celebrar el Primer Congreso de Solidaridad, luego de catorce meses de continua agitación laboral y en medio de una crisis económica cada vez más dramática. Los obreros aprobaron una serie de puntos concernientes a la autogestión de los trabajadores en las fábricas y exigieron la instauración de elecciones parlamentarias y locales libres, o sea, sin la intervención del Partido en la escogencia de los candidatos. Sin embargo, el asunto culminante del congreso fue el llamamiento a los proletarios de los países de Europa Oriental. En dicho documento, Solidaridad insta a sus camaradas de las otras neocolonias rusas a seguir su ejemplo de construir sindicatos autónomos y combatir por reformas políticas y económicas. De igual modo, ofrece su apoyo incondicional “a aquellos que han decidido entrar al difícil camino de la lucha por sindicatos libres e independientes”. La exhortación culmina en forma categórica diciendo: “No somos ya un sindicato, sino un movimiento social”.
Era la primera vez que una fuerza obrera se atrevía a desafiar tan abiertamente el orden socialimperialista en el este de Europa, estimulando la rebeldía contra las burocracias pro soviéticas de estos Estados. La agencia de noticias TASS indicó al respecto que la confederación polaca se había entregado a una “orgía anti-socialista y anti-soviética”. La ira de los líderes del Kremlin no tuvo límites y se expresó con rayos y centellas, en el ultimátum enviado a las autoridades de Varsovia el 10 de septiembre, demandando de estas la aplicación, de una vez por todas, de drásticas medidas represivas contra la indisciplina obrera. Pero ni las maniobras militares masivas, ni las burdas amenazas afectaron el ánimo de los delegados de Solidaridad. Al contrario, varios oradores llegaron incluso a mencionar la necesidad de que Polonia abandone el Pacto de Varsovia y siga un rumbo propio, sin el tutelaje de Moscú, a pesar de las contradicciones internas, debido al surgimiento de posiciones más tajantes que las de Walesa; éste fue reelegido en su cargo, y el congreso aprobó por mayoría el programa de Solidaridad, sobre el cual la URSS dijo que “no es un documento de un sindicato, sino un manifiesto de un partido político que reclama el liderato del país”.
Rusia prepara solución de fuerza
No bien hubo concluido el evento, en la mayoría de las provincias de Polonia estallaron paros de protesta por el aumento de los precios de los productos básicos y por la escasez aguda de los mismos. En efecto, la situación de la economía polaca es sencillamente desastrosa. Si en 1979 el ingreso nacional decreció en un 2.3% y en 1980 en un 1%, en el presente año se espera que tal reducción alcance un increíble 15%. Este cuadro tiende a empeorar, puesto que la producción del carbón, la principal fuente de divisas, disminuirá también en cerca del 15%, mientras que la de cemento y acero lo harán en 30 y 18%, respectivamente. El déficit comercial alcanza la cifra de 1.200 millones de dólares y la deuda externa, principalmente con bancos privados de los países capitalistas, ronda ya los 30.000 millones. Debido al caos productivo, los alimentos escasean en los mercados y sus precios han sido elevados por el régimen en un 400% en promedio, en los últimos meses. Se trata, pues, de un círculo vicioso entre la debacle económica y las protestas de las masas, las cuales adquieren ribetes de franca insubordinación contra los poderes establecidos y la dominación soviética.
Fue entonces cuando se hizo sentir la presión de los social imperialistas. Respondiendo a los dictados de la carta del 10 de septiembre, el Comité Central del Partido Obrero Unificado Polaco decidió aceptar, el 18 de octubre, la renuncia de su primer secretario, Stanislaw Kania, quien ocupaba el cargo desde hacia un año y quien se había mostrado favorable a conciliar con las demandas del sindicato independiente. En su reemplazo fue nombrado el ministro de Defensa y Primer Ministro, Wojciech Jaruzelski, el cual declaró semanas antes que el gobierno debería apelar a la fuerza militar para “poner fin a la anarquía” y a “los excesos anti-soviéticos”. De inmediato, Leonid Brezhnev saludó alborozado el cambio ocurrido en la dirigencia polaca, alabando a Jaruzelski como “prominente líder del Partido y el Estado” y “constante promotor de la inviolable amistad entre Polonia y la Unión Soviética”. El nuevo títere de Moscú procedió a solicitar al Parlamento la aprobación de una ley suspendiendo el derecho de huelga, reivindicación que Solidaridad había conquistado desde el año pasado.
Todo hace pensar que Moscú y Varsovia están ahora más dispuestas que nunca a liquidar los movimientos que pongan en peligro el esquema de dominio y explotación implantado por el revisionismo en Polonia y en el resto de Europa Oriental. El respaldo otorgado a Jaruzelski y las aseveraciones belicosas de este último permiten suponer que el primer paso en la supresión del descontento será encomendar al ejército polaco las tareas represivas que sean necesarias, antes de que la URSS tenga que emprender la incierta y riesgosa aventura de una invasión a Polonia. Sin embargo, si esta táctica fracasa, ya no les quedarán a los nuevos zares rusos más cartas por jugar que las de una intervención militar directa.