Francisco Mosquera
I
Dos necesidades coincidentes
En medio de la encrucijada de la quiebra económica, el régimen de Belisario Betancur se aferra con angustia de náufrago a una de las pocas políticas suyas que sobreaguan: la de pacificar el país a través de la transacción con los grupos insurrectos. La desventura estriba en que después de tantos imprevistos e improvisaciones, cuando comienzan a aparecer los síntomas inequívocos del envejecimiento prematuro de su prestigio y todavía le falta buen trecho de su existencia institucional por recorrer, el presidente sigue a la espera del resultado del carisellazo de la «paz», soportando a una centena de comandantes que, con cualquier petición a los delegados gubernamentales, todos los días someten a prueba la virtud de la paciencia, y sufriendo la inquisitiva vigilancia de las capas adineradas, cuyos sectores menos complacientes no disimulan el disgusto porque la función no termina.
Lo cual no significa que las propuestas de entendimiento no se hubieran tramitado años atrás. De creer en las declaraciones de los dirigentes de las Farc, desde el «mandato de hambre» empezó el carteo de éstos a las altas esferas del poder oligárquico en procura de un cese negociado de las hostilidades, Luego Turbay Ayala constituiría la primera de las muchas comisiones para tales fines, poniendo a presidirla a su porfioso contrincante, el señor Carlos Lleras Restrepo, quien, como era de preverse, pronto discrepó y renunció fulminantemente. No obstante, bajo él anterior período se abrió el «diálogo» a raíz de la toma de la embajada de la República Dominicana, según lo pregonan los mismos integrantes del M-19; y las Cámaras Legislativas dieron asomos de inclinarse al perdón, sancionando normas absolutorias que si no surtieron efecto se debió a las restricciones estipuladas, principalmente en lo tocante a la exclusión de determinados delitos y al peliagudo asunto de las armas.
Aunque en los comicios de 1982 todas las agrupaciones y tendencias, a excepción del MOIR, invitaron a sosegar la república mediante un gran acuerdo colectivo, y el propio candidato reeleccionista estampó el lema de que «la paz es liberal» por esos albures de la lucha política y merced al fallo de las. urnas, le correspondería a un jerarca conservador quedarse con el distintivo y, peor aún, tratar de cristalizarlo en el momento menos auspicioso; durante una coyuntura en la que Colombia corre hacia su completa bancarrota, la descomposición social se precipita aluvionalmente y el imperialismo y sus intermediarios vendepatria acuden, tras la reanimación de las actividades productivas y de los negocios, a un recorte sustancial de las asignaciones de las masas trabajadoras de la ciudad y el campo. Con todo, al actual mandatario, bajo el impacto de las tremendas tribulaciones de la hora, incluido el agobio de que cada vez coinciden menos sus palabras con sus logros, le reporta, innegables ventajas conseguir presentarse cual el mesías de la reconciliación y la tranquilidad ciudadanas. Máxime teniendo en cuenta que la violencia, en sus más crudas, abigarradas y caóticas manifestaciones, ha proliferado a lo largo del cuarto de siglo de haberse convenido la concordia del Frente Nacional y que desde antes la anormalidad jurídica, congénita a un estado de sitio prácticamente crónico, ha sido la única manera de regir sobre los colombianos.
Lejos de lo que muchas mentes acaloradas piensan, está dentro de los prospectos de la minoría privilegiada la opción de un pleno retorno a los cauces habituales del orden constitucional y legal. Para el buen suceso de las operaciones económicas burguesas siempre será preferible un clima de calma y transigencia a otro de zozobra y pugnacidad. El ambiente explosivo y la inseguridad de la que tanto se quejan los gremios ahuyentan más inversionistas extranjeros de los que atraigan las modificaciones a la Decisión 24 del Acuerdo de Cartagena, anunciadas por las burocracias de los países andinos tras la mira de equilibrar sus balanzas cambiarias y de salir de la recesión.(1) No ha de extrañarnos escuchar con frecuencia voces provenientes de las filas del capitalismo, tanto en las naciones oprimidas como en las opresoras, que llaman a velar por la observancia de las normas democráticas y hasta recalcan el pro de los reajustes sociales enderezados a promover la convivencia de las clases. Desde sus albores, el modo de producción erigido sobre la esclavitud del trabajo asalariado no sólo proclamó la 1ibertad% sino la «igualdad» y la «fraternidad» entre los hombres. Pese y debido a que estas prédicas nunca dejaron de, ser una forma de dominación, meras formulaciones escritas para azote y escarnio de la población laboriosa, los expoliadores las mantienen enhiestas. Asiduamente se refieren a ellas como a pautas primordiales del andamiaje estatal interno e incluso de las relaciones internacionales, siendo que en la era del imperialismo, con el saqueo de continentes enteros por parte de los monopolios de unas cuantas metrópolis, la contradicción entre los postulados republicanos y «humanitarios» de la burguesía, de un lado, y la vida de penuria y sojuzgación de miles de millones de habitantes del planeta, del otro, se hace palmaria e irreconciliable en absoluto. Obviamente lo expuesto no niega que las fuerzas dominantes arríen sus apreciadas enseñas, suspendan sus melosas convocatorias a la unión sin distingos y lancen por la borda los códigos, el certamen electoral, las instituciones, la Constitución íntegra, cuando el desarrollo de los conflictos interiores y exteriores que atentan contra las primacías y las subordinaciones establecidas requiera de un tratamiento directo, rápido y quirúrgico.
Argentina, verbigracia, con el triunfo de Raúl Alfonsín, acaba de emerger de una noche de terror castrense que arrojó un balance de miles y miles de personas asesinadas y desaparecidas, el costo del aniquilamiento de las organizaciones de extremaizquierda de corte ERP, Ejército Revolucionario del Pueblo, y también, desde luego, de la sofocación de las luchas populares. La oligarquía de aquella porción de América, al volver por los fueros de la democracia representativa, no efectúa otra cosa que acomodarse a las mudables circunstancias, recuperando de pasada su relativo ascendiente entre las multitudes, con cuya compañía marcha hoy hasta los estrados judiciales a juzgar a sus espadones caídos en desgracia, los mismos que ayer la salvaron de los brotes disolventes. Utilizar primero los métodos duros y luego los blandos, o viceversa; alternar la tiranía militar con la civil, la represión abierta con la encubierta, el «gran garrote» con la «zanahoria», simplemente obedece al comportamiento característico de los adalides de la sociedad burguesa, y en nuestro caso de la sociedad neocolonial y semifeudal, que pugnan por fortalecer su supremacía y con ella sus beneficios pecuniarios. Ignorar esta experiencia tan común y corriente, formando cauda tras los capitalistas cuando éstos, o parte de éstos se deciden por la segunda categoría de los métodos señalados, y hacerlo en nombre de la revolución, configura una falta imperdonable, para no hablar de traiciones.
Sea como fuere, la «paz» se convirtió en una de aquellas obsesiones típicamente colombianas que de vez en cuando contagian por igual los campamentos de las distintas parcialidades contrapuestas. Refleja la conjunción de dos necesidades coincidentes. La de un bipartidismo tradicional que acosado por las quiebras y el endeudamiento urge de arreglar la casa y serenar los espíritus; y la de una guerrilla que hostigada sin piedad por los aparatos represivos está lista a pulir su conducta y amoldarla a una atenuación de las confrontaciones internacionales, sugerida por sus preceptores extranjeros ante el contraataque de Ronald Reagan, particularmente en América Latina. Consciente o inconscientemente, llevados por la curiosidad o arrastrados por los acontecimientos, desde doña Berta hasta el llamado ML, con la solitaria omisión del moirismo, las banderías de todas las cadencias han echado su cuarto a espadas respecto a la novedosa estratagema. Merced a ello, en los complicadísimos regateos encaminados a suplir la controversia bélica con el debate incruento, hemos visto disputándose la gratitud republicana y el elogio de la «subversión» a jefecillos de la talla de un Germán Bula Hoyos, la horma por excelencia del atrabiliario cacique de provincia; de un John Agudelo Ríos, otro intonso y obediente peón de brega de los trajines antinacionales y antipopulares, de sus superiores; o de un Otto Morales Benítez, el insaboro, voluble y frustrado precandidato del llerismo, últimamente en pos de la representación de las facciones partícipes de la legitimidad de su partido. Las caprichosas expresiones del caleidoscopio pacifista no devienen ni datan, pues, del fracaso en las urnas del continuismo liberal-conservador de López frente al intempestivo repunte de la renovación conservadora-liberal betancurista, aun cuando el cabecilla del Movimiento Nacional estime desde sus letárgicas alturas que puede sacarles mejor tajada que el resto de sus coterráneos y coetáneos. Si para los simples manzanillos de profesión simboliza un hito en sus anodinas trayectorias coadyuvar a tan procero empeño de la democracia prevaleciente, para el primer magistrado, quien a similitud de Marco Fidel Suárez reclama el mérito de haber asido una a una las oportunidades que la república de la libre competencia les depara a sus vástagos predilectos, y que ocupa el solio como salida pantomímica de la crisis y sin otra misión factible que la de ahondarla, el ostentar el título de pacificador, o de apaciguador de 25 años de conatos insurgentes representa no sólo una proeza consagratoria sino un contrapeso a los incontables descalabros de su «sí se puede».
II
LA DILACIÓN DE LOS PROCEDIMIENTOS
El mismo 7 de agosto, ambicionando adueñarse del sentir general, el vencedor del 30 de mayo izó la bandera blanca y arrancó con la tortuosa cruzada. «No quiero que bajo mi gobierno se derrame una sola gota de sangre de ningún compatriota mío, de ningún soldado… ni de ningún guerrillero, que también son hermanos nuestros», dijo en la Escuela Militar de Cadetes, a los tres días de posesionado, delante de unos regimientos que lo atisbaban entre remisos e incrédulos. (2) Lloverían de inmediato las demandas de tres o cuatro ejércitos del pueblo, cuyos estados mayores vislumbraban en los labios disertos del señor Betancur el badajo de la campana anunciadora de las prologales conquistas de la revolución. A partir de entonces la empresa conciliatoria entraría en una nueva etapa, un lento y complejo torneo de aguante, no tanto por las disparidades como por las concordancias. Mientras la rebelión armada se decide a vender caro su aplacamiento, el presidente se resigna a pagar lo que cueste amansarla. Con la resignación de éste crece el precio de aquélla y a la inversa. Al extremo de que el proceso está bastante lejos de tocar a su fin, a causa de la infinidad de materias previstas en las agendas de discusión, y a la abundancia de requisitos, pasos, prórrogas e intervalos por cumplir. ¿Se prefiere pintar la paloma a echarla a volar? ¿O será que los padres de la publicitada apertura democrática obtienen más beneficios de los dolores del parto que de la criatura? Para resolver el misterio al país no le queda otra que la de aguardar a la culminación del suspenso. Hasta ahora conoce únicamente cuanto se han dignado avisarle los meticulosos alarifes de la conciliación: que la «paz» es muy difícil, los trámites muy prolijos y las condiciones muy perentorias. No necesitamos reconstruir toda la trama, puesto que sus bulliciosos y festivos episodios permanecen frescos aún en la memoria de las gentes que los han vivido y padecido minuto a minuto durante más de un trienio. Basta enumerar sus principales pasajes, junto a las disensiones generadas en el seno de diversos estamentos y entidades, con el objeto de disponer de un telón de fondo que nos sirva de referencia para el examen y las conclusiones de rigor.
De entrada hay que anotar cómo los surtidos matices del anarquismo criollo, apenas con la ausencia del ELN y de un ala disidente de las Farc, deponiendo antiguas rencillas se afanan en unificar sus reclamaciones, coordinar sus maniobras y respaldarse mutuamente; lo que ha redundado en el abultamiento de las exigencias elevadas a las autoridades y en la dilación de los procedimientos propuestos. Levantado el estado de sitio en el atardecer de la administración Turbay Ayala y suprimido el nefasto Estatuto de Seguridad, el altercado giró entorno a la libertad de los presos políticos y a la condonación de delitos como el secuestro, la extorsión y el asesinato fuera de combate, que los legistas de la parte opositora identificaban con el eufemístico calificativo de «anexos» a la rebelión, mas para los jurisperitos y centuriones del régimen eran escuetamente «crímenes atroces». El Ejecutivo accede y el Parlamento vota la Ley de Amnistía conforme a los pedidos de los sublevados. Cada quien creyó reafirmar lo suyo, un presidente bufo escenificando el papel de campeón de la confraternidad nacional; unos congresistas borregos sublimando las magnanimidades del despotismo burgués, y unas oligarquías impotentes, gloriándose no de eximir de culpa a unos cuantos adversarios detenidos 0 interdictos sino de perdonarle la existencia a una revolución arrepentida. En lo atinente a los activistas rehabilitados, éstos, una vez abandonaron las cárceles, se calaron sus brazaletes y volvieron a enmontarse, tras la determinación de continuar combatiendo a tiros por los acuerdos entre gobernantes y gobernados y antes de que la patria llegue «al punto del no retomo». Muchos actores y espectadores de la originaria ronda de la «paz» cayeron presa de las naturales sensaciones del desconcierto. La nación se sentía asaltada en su buena fe. Cuanto se negoció y discutió, pública y privadamente, lo convenido y aprobado en el Capitolio, las concesiones ofrecidas, todo, se había llevado a efecto sobre la base de que cuando menos los petardos se acallarían y los favorecidos con la gracia oficial no reincidirían en las andanzas por las que se les absolvió. Plumas exentas de cualquier sospecha de inquina contra el pensamiento y las guapezas de los amnistiados no vacilaron en catalogar de «grave error político» la burla a las expectativas creadas. Esgrimieron razones como éstas: «Se están entregando en bandeja de plata argumentos a la reacción». (3) Ciertamente la ultraderecha, ni corta ni perezosa, ante un país enterado de los litigios por la armonía, saltó a sindicar a los contingentes de la extrema contraria, y una vez más a través de ellos al movimiento revolucionario en su conjunto, de otra atrocidad, la de mofarse de la palabra empeñada. A los pocos días de sancionado el texto legal por el cual se amnistiaban las infracciones de cinco lustros, englobadas las menos defendibles, y cuando ya era del dominio público que las guerrillas no renunciarían a sus azares y rebatos, El Tiempo pronosticó desde su editorial del 25 de noviembre del 82: «El Ejército de Colombia tendrá que afrontar, con el respaldo absoluto de las grandes mayorías nacionales, una lucha abierta que, como todas las de ese género, desatará mucha violencia y generará no pocos muertos». Fue así como aun al diario de los Santos, la conciencia liberal hecha tinta, hasta la fecha parco en sus juicios sobre los desplantes belisaristas, se le exaltó la bilis, llegando al extremo de aguijonear a los militares para que procedan con vehemencia y sin contemplaciones de ninguna índole. (4)
Con la indignación de quienes inútilmente condescendieron y la perplejidad de los que consideraban un éxito sin paralelo la completa exculpación de los rebeldes, se cerró el capítulo introductorio a este novelado esfuerzo por la convivencia civil. Una incógnita sí había sido despejada: la amnistía no era la «paz». ¿En qué radica entonces? A la audiencia en ascuas los miembros del M-19 replicaron desde las puertas de La Picota con otras interrogaciones. «¿Quién se puede acoger a la amnistía en zonas de guerra si no hay cese del fuego?» «¿Qué vamos a hacer nosotros al salir de la cárcel si sabemos que a nuestros compañeros los están atacando en muchos frentes?» «¿No se está convirtiendo esta situación en un nuevo trampolín hacia la guerra?».(5) Con tales reflexiones quedó inaugurada la fase subsiguiente, cuyo objetivo consistiría en obligar a los dignatarios de los sumos poderes a suscribir una tregua que se tradujera en un tácito reconocimiento de los brazos armados como fuerzas beligerantes. En el lapso anterior la puja se había cifrado en el olvido de todas y cada una de las conductas delictivas; ahora se centraría en la no entrega de los fusiles y en la desmilitarización de las áreas neurálgicas. Nadie descartaba que la Casa de Nariño convendría en agotar otros arbitrios. Mucho antes de la promulgación de la amnistía con que el presidente, a través del Congreso, dispensó todas y cada una de las faltas de sus impredecibles interlocutores, aquél había divulgado sus teoréticas nociones acerca de que el generoso gesto no sería suficiente para ponerle coto a las desconfianzas. Idea que con gusto y al unísono esparcieron a los vientos los propagandistas de la «paz», desde los obispos católicos hasta los pontífices del revisionismo, pasando por la gama intermedia de exégetas y arúspices del emblema que haya despertado las mayores ilusiones en la crónica contemporánea de la nación.
Empero, curiosamente, entre más intérpretes coinciden respecto a los medios y propósitos, el apaciguamiento menos descifrable se torna. Si la primera solicitud de los insurgentes requirió alrededor de tres meses para ser satisfecha, la segunda habría de demorar año y medio en concretarse. Mientras la una cosechó las instigaciones de los gacetilleros de la élite ilustrada en pro de una pacificación a lo Pablo Morillo y se enteró muy pronto del arrepentimiento de la Cámara de Representantes por haber prestado oídos a Belisario Betancur, la otra, ocasionando en su retardo serias fisuras entre la cúpula cuartelaria y su jefe constitucional, repercutiría en la repentina sustitución del ministro de Defensa y en el apremiante licenciamiento de un peligroso trío de generales identificados con las quejas de su superior jerárquico.(6) Landazábal, en declaraciones ampliamente reproducidas por los medios informativos y en juntas reservadas de orden público, precisó de continuo cómo el perdón concedido por la Ley 35 del 21 de noviembre de 1982, regía hacia el pasado y no hacia el futuro de su promulgación, pugnando por una tónica diferente a la presidencial en los tratos con los «subversivos», a los que, en las brigadas, no se les ha dejado de equiparar con la delincuencia común, y ante quienes, por consiguiente, no caben delicadezas ni miramientos singulares. El 17 de enero de 1984, cuando las discrepancias lucieron demasiado obvias e insoslayables, a los oficiales de alto rango se les llamó a calificar servicios.
Temiendo un eventual pleito entre las dos investiduras, los distintos estratos oligárquicos saltaron a apuntalar los fundamentos jurídicos del sistema, así tuvieran que renovarle de relance el respaldo a la administración responsable de empollar tantos entuertos en un tiempo tan relativamente escaso. A la aguda recesión, a los trastornos de los entes bancarios, al insondable déficit fiscal, a la enorme deuda externa y al resto de las falencias materiales ningún burgués deseaba añadir la conmoción anímica de una cura castrense, que en lugar de componer los negocios podría empeorarlos. Las anomalías económicas le ayudaron a neutralizar los enredos políticos al presidente, y éste, por lo menos momentáneamente, se sintió reconfortado para no decaer en su ingrata faena de abogado del diablo.
Sobre las carreras muertas de cuatro militares de tres soles dados de baja por Betancur se convino al fin el alto al fuego, en desarrollo del pacto de La Uribe, suscrito el 28 de marzo entre la Comisión de Paz y las Farc. Pero el alto no se selló definitivamente, como cabría esperarse, sino por un «período de prueba o de espera» de doce meses y a partir del 28 de mayo. A este armisticio lo seguiría el firmado durante la penúltima semana de agosto por el EPL, el M-19 y un fragmento del ADO, completándose el mosaico de los grupos insurrectos que optaron por tender un puente de tupidas relaciones con el régimen belisarista. De los acuerdos se desprende que los alzados en armas las «depondrán pero no las entregarán», para repetirlo con el giro empleado por algunos de ellos; que habrá otra considerable tardanza con el objeto de verificar la suspensión de las hostilidades, y que las partes involucradas propiciarán más convergencias, de aquí en adelante tras la hazaña de ver por aproximarse a escarificar las purulentas llagas de la Colombia neocolonizada y atrasada, y esto conjuntamente, o sea el país redondo y sin reparos de clase.
En suma, el forcejeo, en lugar de simplificarse y acortarse a medida que transcurre, se ha enmarañado y dilatado enormemente. En compensación, los colombianos consiguieron saber que la tregua tampoco era la «paz». Resuelto dichosamente el segundo equívoco, los infatigables compromisarios de la reconciliación se aprestaron a entrar en el tercer laberinto: el Gran Diálogo Nacional, con mayúsculas. Cual su nombre lo indica, esta secuencia reside en emprender una intrincada polémica acerca, de los candentes antagonismos políticos y de las profundas privaciones económicas y sociales del país, con la participación de todas las fuerzas vivas, comprendidos los gremios patronales y los sindicatos obreros, los directorios partidistas y las asociaciones de consumidores, los cuerpos colegiados y la acción comunal, la curia y los usuarios campesinos, la guerrilla y el ejército. La autoría de la ingeniosa fórmula pertenece al M-19 que la concibió con bastante anticipo, mientras que la supresión previa de los combates y la verificación de la misma por un año fue más bien inventiva de las Farc. Cada estado mayor insurgente se arrima a la mesa de negociaciones con su propio portafolio de requisitos y reclamos, de cuyo estricto acatamiento depende la conservación de su autonomía e identidad. Y puesto que la alianza los obliga a secundarse entre si, refrendando sin falta las varias peticiones, por redundantes o engorrosas que fueren, el proceso pacificador con cada etapa vencida no gana ni en concisión, ni en rapidez, ni en claridad.
No obstante los dones milagrosos y la desusada ocurrencia que les atribuyen sus promotores a las conversaciones entre las diferentes clases y corrientes políticas, los intentos de amortiguar el choque de los intereses encontrados mediante la persuasión de la plática son tan viejos como el «contrato social» de Rousseau. En el Continente no hay burguesía que en cierto momento histórico no hubiese puesto en vigor el cacareado «diálogo» y algunas, incluso, a semejanza de lo acaecido en el Perú bajo la férula del general Velasco Alvarado, han conseguido rubricar compromisos de reformas con estamentos organizados de la población. Entre nosotros, y sin ir más allá del interregno del Frente Nacional, el mandatario de turno con frecuencia habla y propicia la «concertación» o el «pluralismo ideológico» sin necesidad de abrumarlo con operaciones terroristas.
López Michelsen, inmediatamente después de ascender al solio en 1974, en un arranque de contagiosa demagogia llamó a un entendimiento global entre los principales sectores vinculados a la producción, conformando la célebre «comisión tripartita» que agrupaba a patronos, sindicalistas y gobierno, y a la que un buen día recibió en la residencia presidencial para avisarle que la nación atravesaba por un período crucial, ante el cual se requería del noble renunciamiento de magnates e indigentes por igual. El mamertismo, que integraba la comisión y asistió a la reunión de Palacio, dejó una lastimera constancia en protesta por la burla de que había sido objeto la membrecía revolucionaria. Luego se decretaría la emergencia económica con su rosario de impuestos y alzas contra el pueblo, de prebendas para los grandes potentados y demás medidas antinacionales y antipopulares que distinguieron al «mandato de hambre». Y en lo que llevamos del «sí se puede» ya hubo un primer ensayo de las discusiones multilaterales, cuando se convocó en septiembre de 1982 la «cumbre» de colectividades partidistas. Fuera de los funcionarios gubernamentales y de algunos de los fragmentos en que se hallan divididos el liberalismo y el conservatismo, concurrieron el Partido Comunista y el M-19, encabezados por Gilberto Vieira y Ramiro Lucio, respectivamente. Que valga destacar, el señor Vieira «pidió romper el monopolio bipartidista en la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores», es decir, cursó la solemne demanda de una silla para su agrupación en dicho organismo; y el señor Lucio anotó que «en los diez puntos del ministro de Gobierno están contenidos los problemas fundamentales de la vida colombiana».(7) Los contactos, el intercambio de opiniones y los concursos de oratoria entre clases y entre gremios, congregados de trecho en trecho por las burguesías dominantes, no tipifican, pues, ninguna revolucionarizaci6n de las modas democráticas, ni en Colombia, ni en América Latina, ni en el resto del mundo. Además, al cierre de tales floreos los trabajadores de ordinario confirman cómo se les ha extraviado algo de sus magras entradas o de su independencia política.
III
EL DESGASTE DEL AGUANTE
Acciones de la espectacularidad de la toma a bala del municipio vallecaucano de Yumbo, a cargo de un comando irregular y la ruidosa permanencia guerrillera durante casi una semana en las poblaciones de El Hobo y Corinto, autorizada por Betancur, al lado de la proliferación intempestiva de los secuestros, la extorsión y el «boleteo» preludiaron los sobresaltos y sinsabores que habrán de plasmarse en el tercer acto del drama de la «paz», el de los coloquios. Iniciado de modo formal sólo el 1º de noviembre, en el recinto de la Casa de Moneda, estuvo antecedido de tres pertubaciones estrechamente interconectadas: el incremento de las discrepancias entre los militares y su jefe supremo; la cascada de enconados mensajes emitidos por financistas, industriales y terratenientes que no encuentran otra explicación a la ola de inseguridad que las ingenuas tolerancias del primer magistrado, y los reiterativos rumores de un golpe cuartelario, proveniente de la descarada conspiración de acuciosos gamonales de los dos bandos de la coalición oligárquica gobernante.
Tan pronto entró en vigor la tregua convenida, Miguel Vega Uribe, entonces comandante general de las Fuerzas armadas, redactó una circular recordándoles a las tropas bajo su mando la razón de ser del ejército perenne de la nación y los cometidos esenciales de éste, entre los cuales enfatiza los de garantizar las «instituciones patrias» y preservar el «orden interno». Determina por tanto el despliegue de «operaciones permanentes de control militar en las zonas de influencia de las cuadrillas de las Farc», haciendo la salvedad de que el aplastamiento de las «otras formas delictivas de características diferentes» les atañe a las «autoridades civiles o de Policía Nacional»(8) Con los nuevos eventos cada vez había menos duda respecto a que los uniformados no solamente continuaban negándose a compartir el lenguaje y los enfoques de su alegre presidente, sino que estarían dispuestos a ir hasta la desobediencia con tal de no regalarles a los insurrectos ni una sola región colombiana, por deshabitada o improductiva que ella fuere. En su puntillo de honor los gendarmes del régimen se ven estimulados con los clamores crecientes de unos ricachos que no comprenden por qué el Estado, con el objeto de satisfacer las exigencias de los alteradores de la tranquilidad pública, se atreve, así sea temporalmente, a quitarles la vigilancia a que tienen derecho y dejarlos inermes en manos del Señor.
En efecto, desde cuando se suscribieron los armisticios y se sopesó en concreto su factible incidencia, en las filas de empresarios y finqueros empezaron a cundir las reservas sobre la eficacia de los mismos. Para ellos, que habían accedido a acolitar los inagotables pujos pacifistas de la administración del «cambio con equidad» y lo único que apetecen en el mundo es poner a salvo sus humanidades y sus bienes, ningún progreso se obtuvo a no ser permitirles a las guerrillas conservar los fusiles y, de propina, certificarles que durante un año no sufrirán asedio bélico por parte de la autoridad legítima. Ante todo les encrespa que la figura que saludaron alborozados un 30 de mayo ya no tan venturoso, pretenda acumular méritos jugando con los haberes y el pellejo ajenos.
Por primera vez desde su asunción al poder el loado carisma del señor Betancur recibiría una descarga cerrada de apóstrofes y censuras procedentes de la masa de grandes y medianos propietarios que estimaron llegada la hora de amonestar al mandatario por sus equívocos, veleidades y candideces. Y esto paradójicamente a raíz de conocerse la primicia del alto al fuego, convenido al cabo de las incontables acrobacias; en la esquiva y feliz oportunidad en que aquél podría vanagloriarse de presentar por último a sus gobernados algo palpable, los textos de unas actas de acuerdo debidamente aprobadas y signadas por los grupos insurgentes. Pero, no. A muchos de sus distinguidos y pesados patrocinadores hoy por hoy no les hacen ningún chiste sus gestos populacheros de candidato de vereda en trance electora1, ni sus frases de mostrador con que instruye a alcaldes y gobernadores, ni su huero optimismo para rellenar los arriscados abismos económicos del país, ni sus imprevisiones en el tratamiento con los organismos internacionales de crédito y en particular con Norteamérica, ni su secreta ambición de lucir sobre la banda el Premio Nobel de la paz. Ni siquiera su afición por la poesía, por la mala poesía. El prestigio del presidente ha descendido varios puntos en el concepto de los estratos elevados, sin que haya forma tampoco de que se sostenga ante los ojos de las clases menos favorecidas y más estrujadas por el desastroso ejercicio belisarista. Y este aspecto del análisis no resulta irrelevante puesto que sin lugar a especulaciones la táctica de una pacificación parlamentada descansa en buena parte, como se ha demostrado, en la capacidad de aguante y en la tolerancia de la cúspide del órgano ejecutivo.
En drástica carta remitida al inquilino de la Casa de Nariño, las agremiaciones del Huila prorrumpen: «No estamos dispuestos a ceder ni un milímetro del territorio del departamento ni vamos a ofrecer más vidas inútilmente con su burlada política de paz. Lo que suceda de aquí en adelante será exclusivamente responsabilidad de su gobierno». En misiva parecida, los ganaderos de Córdoba puntualizan: «Con el respeto debido le comunicamos que no estamos dispuestos a que el fruto de nuestro honrado trabajo nos sea esquilmado. Creemos tener el derecho a que el gobierno nos dé la protección a nuestra honra, vida y bienes, a que está obligado por mandato de la Constitución». Los cafeteros del Quindío se apresuraron a denunciar el «aumento inusitado en la región de la extorsión, el chantaje, los secuestros y la violencia en la gama más amplia de sus manifestaciones». Y en el mismo tonillo de agresión y disgusto se pronunciaron portavoces, de los hombres de negocios del Valle y Cauca, de la Sabana de Bogotá y del Magdalena Medio, de Antioquia, Caldas, Sucre y otros departamentos de la de la Costa Atlántica. La Sociedad de Agricultores de Colombia y la Federación Nacional de Ganaderos, luego de exteriorizar en mensaje conjunto sus preocupaciones por el alarmante deterioro de1a seguridad, sobre todo en los campos, y no obstante haberse pactado el cese de las hostilidades, afirmaron concluyentemente: «Reprimir a quienes no cumplan con la tregua, o a quienes al amparo de ella violen la ley, es indispensable para aclimatar y afianzar la paz que todos los colombianos estamos buscando». (9)
Aunque la extremaizquierda intente minimizar los alcances de los anteriores reproches, encasillándolos sin mayor detenimiento, maquinalmente, dentro de las obvias y acostumbradas reacciones con que las esferas más oscurantistas suelen afrontar los desarrollos de cualquier campaña de innovación, hay un hecho de bulto. Turbas de burgueses y terratenientes, en persona, no ya sólo a través de sus orientadores ideológicos o de sus líderes políticos, han resuelto terciar en la trifulca, conminando al despacho presidencial con virulentas requisitorias para que cese no el fuego sino el juego, no la violencia sino la benevolencia. Su argumentación: que se realicen las promesas comiciales pero que se cumplan los juramentos constitucionales. Y la conclusión: de lo contrario se verían en la inexorable disyuntiva de proveerse de regimientos privados y administrar justicia por cuenta y riesgo propios.
Con la propagación de cuadrillas de matones a sueldo en extensos perímetros de la geografía patria, análogas a las que han devastado algunas áreas campesinas, como los «campovolantes» en los Llanos Orientales, los «tiznados» en Santander y el mismo «Mas» en el Magdalena Medio, se columbra una perspectiva demasiado comprometedora para el movimiento revolucionario colombiano en las actuales circunstancias, dados los vacíos organizativos, la dispersión, los rudimentarios niveles de conciencia y la indisponibilidad para la guerra de las mayorías laboriosas. El desbordamiento de aquellos géneros de terror blanco y su aclimatación en otros ámbitos departamentales nada positivo traerían, salvo impedir la libre actividad de las vanguardias contrapuestas al régimen y entorpecer enormemente el reagrupamiento de las fuerzas del pueblo. Y así se pregone con bombo la «apertura democrática», habrá importantes extensiones prohibidas a la agitación y la propaganda que no sean las de los directorios bipartidistas, en proporciones superiores al número de las que pian piano se han ido clausurando como represalia a la aventuras y las listezas de los núcleos foquistas, inclusive bajo el reinado del apaciguador y pese a la amnistía, la tregua y el diálogo.(10) No se trata meramente de cuerpos paramilitares que la Procuraduría no desarticula con sus fofas investigaciones. Estas bandas que actúan en la penumbra pero que están dotadas de una precisa estructura de unidades y de mandos, y que culminan imponiendo su vandálica voluntad en comarcas enteras, gozan de un patrocinio muy definido, acaso sin parangón en la historia reciente de la república, y es el que les proporcionan los latifundistas y magnates exasperados de tributar tras cualquier especie de chantajes. Los cuales están decididos a ponerle punto final a sus sobresaltos, blandiendo el cuchillo y la horca contra quienes ellos identifican con el genérico vocablo de «subversivos». Junto al agravante de que esta sublevación de los potentados, prevalida de los ingentes recursos que coloca a su disposición el dinero y la complicidad de las tropas y funcionarios locales, se halla en condiciones de aglutinar con relativa prontitud a los campesinos medios halagados o atemorizados, a la vez que arrincona, desmoraliza y apabulla al antojo a los jornaleros y campesinos pobres. Los terratenientes se sacuden el hostigamiento de los francotiradores enmontados, mientras que la población trabajadora, con cuyas lágrimas paga la vindicta, siente sobre los hombros cómo aprieta más la coyunda de la explotación de los patronos. Desenlace previsible cuando las revoluciones se lanzan por el atajo de una insurrección imaginaria, extreman las formas de lucha o se lumpenizan.
Si en el prólogo de la crónica de la «paz» nos tropezamos con un fervor contaminante, convertido en mandato por los comicios presidenciales de 1982; y si en el capítulo inicial leemos cómo se concibió y aprobó con notoria aquiescencia la ley que puso en la calle a la totalidad de los detenidos políticos a la sazón existentes en Colombia, que eran los sindicados de pertenecer, con verdad o no, a las agrupaciones insurrectas tantas veces nombradas, o de participar en acciones terroristas; y si por las páginas referentes a las contingencias que precedieron a la suspensión de los enfrentamientos tuvimos noticia de los primeros respingos de la gran prensa y del relevo inopinado de cuatro generales, en la parte dedicada a los preparativos y desenvolvimientos del «gran diálogo» nos encontramos con que desde diversas esquinas del país burgueses y terratenientes confabulados zahieren al presidente, concitándolo a que se ciña a las disposiciones constitucionales, y dentro de ellas, a cooperar con la versión pacificadora de las Fuerzas Armadas, o atenerse en su defecto a las consecuencias de los amotinamientos desde arriba. El espacio para los malabarismos se estrecha sin que de ningún lado se avizore la coronación de la cima.
Lo que arrancara con un asentimiento casi unánime tras la estrepitosa derrota del turbolopismo, se ha vuelto una encerrona para el caudillo vencedor. Privado precozmente de los mágicos atributos de la popularidad, víctima de los caprichos exegéticos de la Corte Suprema de Justicia que echó a tierra su segunda emergencia económica, sujeto a los pupitrazos de un Congreso mayoritariamente regido por los clientelistas liberales, centro de las murmuraciones y recelos de su propio partido, sin un peso en el fisco con qué saciar las fauces de la gula oligárquica y concluir sus proyectos piloto, con el fracaso de Contadora a cuestas y la desconfianza gringa pendiente sobre sí como una espada de Damocles, transformado en blanco de la sigilosa vigilancia de los oficiales que lo escoltan y hecho ya pasto de los chascarrillos del ingenio bogotano, testimonios vivos de su desprestigio, Belisario Betancur ha tenido que devolver a pedazos la supremacía usurpada y sofrenar poco a poco su complejo de Núñez. Por dos veces se ha visto en la premura de redistribuir las carteras ministeriales con el objeto de aplacar las molestias del socio destronado. Menguada su ascendencia, semiinmóvil, ahora aguarda con los brazos cruzados a que otros dispongan sobre asuntos en torno de los cuales su despacho sentaba cátedra en medio de los aspavientos de la demagogia. Bien podría afirmar lo que Turbay Ayala les replicó a los periodistas de Europa que lo acosaban con cuestionarios capciosos respecto a los sesgos represivos de su gobierno: «el único preso político que hay en Colombia soy yo».
Misael Pastrana, el fiel y desvelado padrino, hubo de adelantar por meses, contra todos los pronósticos, la candidatura de Alvaro Gómez, persuadiendo con este movimiento a la godarria alebrestada de que el tinglado belisarista, en vía de extinción, servirá de conducto para el pleno y posterior predominio de la doctrina azul. Y al ministro Jainie Castro, ave canora del gabinete y cuota clave del legitimismo liberal le tocó salir a la pantalla chica a dar satisfacciones a la insubordinación de los plutócratas y asegurarles que la política conciliadora del Ejecutivo contempla antes que nada la «presencia permanente y acción decidida de la fuerza pública en todo el territorio narional».(11) Aquélla nunca fue ciertamente la explicación de la Presidencia, pero era lo que esperaban oír quienes han insistido en aplicar mano de hierro contra la delincuencia subversiva, y oírlo de una garganta autorizada y sobre todo cuerda de la gran coalición.
Cuando, consternado frente a tantas incomprensiones, el pobre de Betancur, en epístola al general Matamoros, quiso constatar su inocencia arguyendo que las Cámaras amnistiaron a los guerrilleros sin condicionarlos al desarme, éste le respondió recordándole los artículos, 2, 166 y 48 de la Carta, concernientes a las bases exclusivas de la soberanía, al papel del ejército y a la no posesión de armas de guerra por parte de los particulares, e igualmente el artículo 7º de la Ley de Amnistía, en el cual se fijó entre dos y cinco años de cárcel para quienes violen la prohibición antedicha.(12) La historia se repite. El oficial de más alto rango vuelve y rechaza los evasivos razonamientos que en su ayuda trae el atribulado comandante en jefe, saca a relucir sus lagunas en las materias del derecho, lo refuta directamente, paladinamente, ante la presencia toda de la nación expectante, y en esta ocasión tal vez con menos venias a como lo hiciera Landazábal Reyes. Sin embargo, al presidente le queda embarazoso sustituir cada seis meses a su ministro de Defensa. Y todavía peor si éstos se cobijan con el palio sacrosanto de la ley de leyes. Una cosa es botarlos cuando amenazan el entramado institucional y otra muy distinta cuando personifican la postrera opción de vigencia del mismo.
Está visto que los principales exponentes de la casta militar no se demoraron en aprender las lecciones de la crítica jurídica. Si somos hechura y protectores de la Constitución, ¿por qué no parapetarnos tras los artículos de ésta? ¿De dónde acá la iterativa sospecha sobre los móviles de nuestros riesgosos menesteres, si nos compete por encargo indelegable reprimir los estallidos anárquicos y someter a los infractores, apellídense como se apelliden y hállense donde se hallen? ¡Que no se nos siga zarandeando y destituyendo en bien del funcionamiento legal del país, siendo que nosotros constituimos la ley armada!
En esta comedia de las equivocaciones hace rato que se trastrocaron los parlamentos. Desde la platea la concurrencia, en el clímax del espectáculo, observa cómo los alféreces les enseñan a los leguleyos que la Constitución configura un todo compacto de libertades y proscripciones, y que si las unas son permisibles las otras son indispensables. Que no hay nada más constitucional que la persecución y el castigo del delito, al igual que el estado de sitio, las brigadas, los panópticos y el resto de los instrumentos coercitivos con los cuales se limpia y se cautela a diario la república inundada de elementos indeseables.(13) Dentro del malestar en aumento de las clases pudientes, el deslustre progresivo del caudillaje belisarista y la insignificancia de los frutos de la escurridiza «paz», al generalato le han reportado valiosos dividendos sus incursiones en la jurisprudencia y sus aires de severidad republicana. Septiembre fue, por decirlo así, el mes de las charreteras. Por doquier se exhalaron alabanzas a los mandos castrenses que, según los antiguos y recientes áulicos, habían hecho realidad el milagro de una angustiosa y desesperante búsqueda de la concordia, aun soportando las injurias de sus proverbiales malquerientes. (14)
¡Y ahí fue Troya! El aspirante secreto al Nobel de la paz, en impetuosa embestida por recobrar las riendas sueltas de la situación, atronó el 24 de septiembre desde las llanuras de Arauca, adonde se había trasladado a reconocer los promisorios yacimientos de petróleo allí descubiertos; escenario y motivo no impropios para tratar de impresionar a la oligarquía contrita y con líos económicos. Luego de admitir que las fuerzas militares han sido «vilipendiadas» alertó que ahora son «aduladas sólo para incitarlas demencialmente, inútilmente, al golpe de Estado». Vaga aunque corrosiva imputación. Que conllevaba además la imprudencia de poner en boca de todos lo que a la chitacallando se departía en los salones.
Betancur esboza la contraofensiva con los mismos hierros y en el campo escogido por sus censores. Persigue un voto de confianza presionando una definición en cuanto a si la constitucionalidad reside más en los albedríos presidenciales emanados del sufragio democrático, o en la soldadesca por excelencia subordinada, obediente y no deliberante. Pero esto, lejos de ser una estrategia para recuperar los terrenos invadidos por unas conjuraciones compuestas por hombres de carne y hueso, con intereses muy tangibles y dotadas de medios poderosos de lucha, le parece más a las disquisiciones del tinterillo que apela en segunda instancia. Encima de que si las pólizas de los espadones suben y bajan en la bolsa de la controversia pública, ganan o pierden simpatías, se debe a que forman parte y a veces hacen de jueces del conflicto. Forman parte, entre otras cosas, porque el jefe supremo los provoca a que hablen y tomen posición, dirigiéndoles misivas eminentemente polémicas; los senadores y representantes los citan a menudo a que debatan en el Capitolio sus cargos y descargos, y hasta el M-19 los convida a que destapen en el «diálogo nacional» sus tesis sobre lo divino y lo humano. (15)
Todo, por supuesto, sin importar una híga que los cánones fundamentales e incluso el reglamento interno les venden de modo tajante a soldados y policías la intervención en política. Y a veces hacen de jueces en el conflicto porque empuñando las armas de la república, cuentan con qué acallar cualquier discusión, abolir cualquier cabildo y deponer a cualquier mandatario. No pasemos por alto que cuando la mamertería latinoamericana, siempre de gancho con los demócratas liberales del Continente, se hacía lenguas enalteciendo el profesionalismo del ejército chileno, y visualizaba en éste a un providencial soporte para la vía pacífica de la revolución de Allende, el general Augusto Pinochet dio su jaque mate, del cual no se acaban de reponer aún los pobladores del hermano país. (16)
El trompetazo de Arauca aguzó los instintos pesquisidores de los periodistas, quienes se entregaron a la tarea de seguir los rastros dejados por la conspiración e identificar a los cabecillas. La gente no tardó en enterarse de que un conjunto de 40 parlamentarios conservadores organizaron a hurtadillas de la presidencia un «desayuno de trabajo» con los mandos castrenses, tras el propósito de obtener un informe de primera mano sobre los brotes de la inseguridad y con su concurso entrever las secuelas cabales de la paz belisariana. No obstante aclarar que por razones ocultas los generales al fin no concurrieron, los implicados aceptaron el ágape matinal como un hecho cumplido, o una intriga frustrada. Asimismo, otros 60 congresistas de ambos bandos de la coalición dominante redactaron una nota comprobatoria de sus acendradas lealtades hacia el estamento militar, y con la cual se proponían tachar por improcedentes las investigaciones de verificación que, a raíz de los encuentros bélicos acaecidos días antes en la localidad de Riosucio, habían emprendido algunos de los comisionados ad hoc. Y para consumar esta juntura de cabos, durante la última semana del mes de las charreteras se comentó con maliciosa insistencia el banquete que, en desagravio al ejército y a través de Vega Uribe, brindaron los miembros de la Comisión II constitucional del Senado, presidida por el liberal Eduardo Abuchaibe. Conociéndose la dimensión de la conjura y a diferencia de la actitud asumida ocho meses atrás ante las escaramuzas que confluyeron en el relevo de Landazábal, los comentaristas de oficio del cuarto poder le restaron trascendencia al asunto. Algunos aseguraban que eso no era un golpe sino un autogolpe; y otros se deleitaban recabándoles a los secretarios de Palacio la lista de los complotados, en el entendido de que el gobierno no podría admitir impunemente una horadación tan extendida de sus sustentáculos social y político.
Así, en semejante clima, Colombia se acercó de puntillas, temerosa y dubitativa, a los portales del Gran Diálogo Nacional. Los mejores hervores del entusiasmo se habían extinguido. El taumaturgo de la odisea, el garante de los copiosos compromisos, de la tregua cronométrica, de los trámites interminables, de las ofertas extracontractuales, el buenazo del señor Betancur, ya no lidera con su bandera blanca; se limita a disuadir a sus escapadizos prosélitos de que cometen un error cuando malician de las competencias, las aptitudes y las intenciones de su presidente. Al dialogante decisivo le quedan arrestos sólo para eso, dialogar.
IV
PÓCIMAS VIEJAS CON MEMBRETES NUEVOS
Pero, ¿el diálogo será la «paz»? Incuestionablemente no. Quien repase el pacto de La Uribe y demás documentos transaccionales notará que la consagración definitiva de los augurados goces del sosiego, tal cual lo avistamos atrás, se supedita a la suerte de un policromo, ramillete de reivindicaciones tanto económicas como políticas. Las unas, conforme rezan los convenios con las Farc, abarcan tópicos que se extienden desde la reforma agraria y el mejorestar campesino, hasta los «constantes esfuerzos por el incremento de la educación a todos los niveles» y de «la salud, la vivienda y el empleo»; y las otras comprenden desde «garantías a la oposición», «elección popular de alcaldes», «reforma electoral», «acceso adecuado de las fuerzas políticas a los medios de información», «control político de la actividad estatal», «eficacia de la administración de justicia» e «impulso al proceso de mejoramiento de la administración pública», hasta «iniciativas encaminadas a fortalecer las funciones constitucionales del Estado y a procurar la constante elevación de la moral pública». A su vez, el acuerdo con el M-19 y el EPL pormenoriza los temas objeto del «gran diálogo»: «la discusión y desarrollo democrático de las reformas políticas, económicas y sociales que requiere y demanda el país en los campos constitucional, laboral, urbano, de justicia, educación, universidad, salud, servicios públicos y régimen de desarrollo económico».
Difícilmente un experto en renovaciones y enmendaduras superaría la desbocada imaginación de nuestros heraldos de la concordia civil. Fuera de la lista no hay en verdad, esferas, órbitas y ámbitos dignos de mencionarse y sobre los cuales no se piense verter la savia vivificadora de la pacificación. La «paz» siempre ha estado ligada de manera indisoluble a la mudanza del país. Y ésta es la única verdad de fondo que dilucida por qué el itinerario seguido, distante de conducir a un pronto y cabal arreglo, se empantana a medida que transcurre. Los grupos guerrilleros, no obstante acariciar, por lo menos de dientes afuera, la posibilidad de incorporarse a las actividades legales, no lo harían merced a la falta de condiciones para sostener la contienda armada, sino, por lo contrario, en virtud de sus éxitos y de los golpes infligidos a un enemigo al cual han puesto a discutir con ellos, de tú a tú y de pe a pa, cada una de las cuestiones medulares de la república. En lugar de corregir con mesura los descarrilamientos de su táctica, andan a la caza de enmendarle la plana al régimen, reafirmándose en el desafío implícito de no prescindir del manual de Ernesto Che Guevara. Y con ello se colocan muy por debajo de la comandancia foquista latinoamericana de la década del sesenta que, pese a sus concepciones antimarxistas sobre el Estado y la revolución, al cabo de torturantes lucubraciones y desgarradores enjuiciamientos internos, planteó, «sencillamente», cual lo refiere Teodoro Petkoff, «trasladar la lucha desde el terreno específicamente militar al político, para salir del callejón ciego donde se encontraba». (17)
En Colombia todavía los dirigentes de la extremaizquierda defienden las explosiones insurreccionales con el simple y metafísico considerando de que la miseria y la brutalidad propias de la sociedad explotadora de por sí ameritan las más contundentes o descabelladas respuestas de las organizaciones revolucionarias. A su juicio, cuán viables y útiles resultan, en cualquier contingencia histórica y por caros que sean, los operativos para hacer propaganda marcial entre los moradores de los pequeños poblados, proveerse de millonarios recursos financieros, repartir bolsitas de leche en las barriadas famélicas, ajusticiar a los esquiroles de las centrales patronales, secuestrar a los avaros gerentes de las empresas monopólicas que se resistan a subir los salarios, caer a la brava sobre los liceos y arengar a sus alumnos… Estilos de beligerancia que en lugar de descalificarse por improcedentes o extemporales se les estima más bien rentables. De ahí que esta «guerra» habrá de ser permutada por el «cambio social» y la «apertura democrática» o no se le erradica.
Dilema rotundo y aparentemente incontrastable. Pero aun cuando a las fajas más exaltadas de la pequeña burguesía estudiantil y profesoral les parezca la mejor confirmación de la entereza de los insurgentes y les suene en sus oídos como un enriquecimiento original de la «combinación de todas las formas de lucha» tal alternativa, por mucho que se le envuelva en un estridente radicalismo, no añade nada sustancial a las proclamas distribuidas por los combatientes del ELN a los somnolientos habitantes del olvidado municipio de Simacota en aquel amanecer del 7 de enero de 1965. Envasa, al revés, añejas y dañinas creencias en modernas y más absurdas versiones.
Dentro de su rústica visión, Fabio Vásquez Castaño y seguidores se hallaban convencidos de que los adelantos ideológicos y organizativos, el paciente aprendizaje a través de la pelea cotidiana en contra de las tropelías y en pro de los derechos, la contraposición pública y en la más amplía escala de los programas y soluciones de las diversas vertientes, el ánimo de las masas de derrocar a sus expoliadores y llevar el combate hasta las últimas consecuencias, amén de las ventajas que en una coyuntura precisa y sin escapatoria ha de permitir el Estado despótico, debido a las crisis, divisiones, desbandadas y demás impedimentos para movilizar sus unidades y repeler el asalto del pueblo enfurecido, no eran requisitos básicos de las hazañas por la liberación. En suma, que los factores atañederos a la correlación de fuerzas ningún rol desempeñan en el desencadenamiento de la insurgencia civil, destinada a imponer, tras el triunfo, las transformaciones revolucionarias correspondientes. Que el tableteo de las ametralladoras sacaría al país de su marasmo secular y depararía, como por generación espontánea, cada uno de los elementos imprescindibles para el estallido general. Con arreglo a tales desvaríos no es la lucha política la escogida para desobstruir la senda del levantamiento insurreccional sino éste el encargado de promover aquélla. La insurrección no depende de la política. Allí la política depende de la insurrección. ¿En cuántas asambleas o foros no se habrá querido enmudecer al MOIR a causa de la carencia de un brazo armado con qué darle brillo y realce a la justeza de sus asertos? Pues bien, durante más de dos decenios los colombianos han venido curioseando el desfile sin fin de grupos, grupitos y grupúsculos que en este siglo de las siglas, con diferencias de denominación, acento e insignias, se obstinan en incendiar la pradera al margen o en contra de la voluntad de las mayorías. Si entre nosotros los precursores y herederos del infantilismo de «izquierda» han justificado al unísono sus declaratorias insurreccionales con las urgencias del cambio, hace poco los segundos, en una aplicación innovadora del argumento, resolvieron extenderlo a la «paz». Pero como algo va de la victoria a la transacción, las enmiendas han de circunscribirse a aspectos tangenciales, a tiempo que se guardan o abandonan las de mayor enjundia. Y esto, a su vez, no puede menos que reflejarse en un raro amoldamiento de la consigna central. Antes se pregonaba a voz en cuello: ¡A las armas por la revolución! Ahora se amaga: ¡Reforma o «guerra»! Desde el punto de vista teórico semejante transmutación conduce a un exabrupto menos inteligible. La acción armada se ponía ayer a la orden del día dándole la espalda a la lucha de clases y mirando exclusivamente la perentoriedad de los vuelcos estructurales que requiere Colombia. Hoy, aunque se continúan ignorando los zigzagueos de la contienda y las disponibilidades de los contendientes, la prosecución o no de la labor militar se subordina ya a unas cuantas reparaciones circunstanciales; algunas de estirpe constitucional, pero de todos modos enmarcadas dentro del orden jurídico imperante.
A los lectores reticentes les basta devolverse unos cuantos renglones y re leer los pedidos y reclamos expuestos en los convenios de la tregua. Verificarán que a pesar de la apretada enumeración ninguna de aquellas pretensiones rebasa los mojones de la sociedad neocolonial y semifeudal; ni implicarían, de concederse, la mínima merma del dominio de los estratos oligárquicos. Unas, a la inversa, tienden intrínsecamente a perfeccionarlo y robustecerlo, como las enderezadas a impulsar el proceso de mejoramiento de la administración pública» o a «fortalecer las funciones constitucionales del Estado» y la «eficacia de la administración de justicia». Tampoco tienen por qué debilitarlo la «reforma electoral», la «elección popular de alcaldes», las «garantías a la oposición» el «control político de la actividad estatal», o el «acceso adecuado de las fuerzas políticas a los medios de información». Incluso, luego de instarse a que, al tenor del estatuto constitucional y «para la observación y restablecimiento del orden público, sólo existan las fuerzas institucionales del Estado», se concluye que de su «profesionalismo y permanente mejoramiento depende la tranquilidad ciudadana». El punto alude lógicamente a las camarillas paramilitares, pero se optó no por la negativa sino por la positiva -decimos positiva en sentido metafórico- de admitir la bondad y abogar por la cualificación de los custodios de la ley. Hay también formulaciones completamente etéreas cual la de «procurar la constante elevación de la moral pública», que, fuera de su vaciedad, parte de la rectitud inmanente del gobierno, y en este caso del reato y la predisposición a autorregenerarse de los escalones más encumbrados y corruptos de la burocracia oficial, la manzana podrida que contagia al resto.
Acaso la única demanda cuya cristalización podría relacionarse con un problema de estructura es el de la «reforma agraria». Sin embargo, los tratados pacificadores no especifican el modelo ni la cobertura de la misma, ni cabría esperar que apunten a una repartición de las incultas y grandes propiedades rurales a favor de los pobres del campo, con el móvil de barrer el sistema de explotación terrateniente, el minifundio improductivo y los remanentes de servidumbre; o sea derribando una de las trabas ancestrales que, aunada al saqueo imperialista, condena a la nación a la ruina económica y a las clases laboriosas a las terribles situaciones de vida derivadas de aquellos yugos. Ni soñarlo. Cada vez que el reformismo echa a volar sus sofismas acerca de «cerrar la brecha» o reducir los desequilibrios del agro colombiano y cacarea con la distribución de tierras, sus audacias no pasan de la titulación de baldíos o del reparto de unos cuantos eriales comprados a sobrecosto a los latifundistas. Por ningún sitio afloran indicios de que el pródigo señor Betancur se haya comprometido a trasponer tales fronteras, habida cuenta además de que sus delegatarios son los firmantes y no él, y los documentos, escritos con sutileza de notario, están salpicados de ambigüedades y giros nebulosos de este cariz: «La Comisión de Negociación y Diálogo tiene la certeza de que el gobierno buscará lograr, con el concurso de los partidos políticos, el congreso y la participación ciudadana, un amplio acuerdo que permita modernizar y fortalecer la vida democrática del país». 0 esta otra: «La Comisión de Paz da fe de que el gobierno tiene una amplia voluntad de… «. Y todo se esfuma en «hacer constantes esfuerzos por… «, «mantener su propósito indeclinable de… «, etcétera, etcétera.
Empero, supongamos que los guerrilleros sabían qué estaban pactando cuando se avienen a propugnar una reanimación y un acoplamiento de los planes agrarios oficiales, tras la voz de socorrer al campesinado de las zonas afectadas por el flagelo de la violencia. ¿Con qué se sufragarán los gastos? Las chapucerías del Incora han valido sumas astronómicas, provistas con préstamos extranjeros y partidas del erario, que son saldadas por el país, y en últimas por el pueblo, sobre quien recae básicamente la carga impositiva. Los déficit presupuestarios del mandato del «sí se puede» se contabilizan en cientos de miles de millones de pesos, los más altos en los anales de la república. El Ejecutivo pena por que las Cámaras le permitan emitir ininterrumpidamente moneda sin respaldo, esa alquimia de los tiempos nuevos con que desde hace rato se defrauda a los colombianos, y que se tornó a la postre en la fuente discrecional de finanzas del régimen oligárquico, ante la restricción de los empréstitos foráneos, la insuficiencia de los recursos tributarios y el incesante acrecentamiento de las erogaciones. Y a la par, todo gestado por la bancarrota en que se debaten las naciones del Tercer Mundo y en particular Latinoamérica. Si Betancur no ha logrado sacar a flote los dos o tres rótulos llamativos de su plataforma electoral; pasa tramojos aliviando los desmesurados faltantes de banqueros e industriales o reuniendo la modesta paga de los trabajadores del servicio público, y ha de resignarse a mantener clausurados centros educativos y hospitalarios por inopia física, ¿con qué subvencionará las concertaciones del «gran diálogo» en materia de salud, educación, vivienda y empleo, o en temas como el agrario, laboral y urbano? Valga insistir en que los avances o retrocesos en cualquiera de tales asuntos no han de sustraerle ni agregarle un gramo de hegemonía a la alianza burgués-terrateniente mangoneadora del poder, aunque las conquistas económicas, y desde luego las políticas, faciliten las palancas y los puntos de apoyo con los cuales habremos de centuplicar el empuje de la gesta libertaria. Pero de ahí a exigirlas cual cláusula sine qua non de la «paz», denota francamente un desconocimiento supino, o de los parámetros rectores de la actual sociedad colombiana, o de sus fases evolutivas.
Cuán vitales se nos revelan aquí las guías de una estrategia y de una táctica correctas, compendiadas a partir de la irradiación de los principios universales del marxismo sobre las peculiaridades del país. Gracias a las primeras comprendemos que el desempleo, por ejemplo, tan severo y crónico en una neocolonia atrasada y exprimida como la nuestra, no puede remediarse ni paliarse sin el rescate de la soberanía nacional y la supresión del semifeudalismo y del capitalismo, al igual que de todos los otros álgidos problemas de índole económica. No ahondaremos en predicamentos que forman parte del abecé y aguardemos a que los grupos insurgentes, al convenir con los delegados de Betancur en «hacer constantes esfuerzos» por el empleo, no hayan aspirado a que la ANDI amplíe gradualmente sus cupos laborales hasta absorber el paro y a costa de sus dividendos, pues ello significaría ordenar la eutanasia del sistema, y ordenarla por decreto.(18) Pero de no ser esto así, entonces la paradoja planteada, reflexiva o irreflexivamente, sí es ¡reforma o «guerra»!
El enfoque táctico nos advierte sin embargo que el cuatrienio belisarista, con todo y deberle su apoteosis a la perdición del continuismo de sus predecesores, y haberse beneficiado de las felonías de Carlos Lleras Restrepo, el reformador, no cuenta ni remotamente con las holguras que a éste le posibilitaron sus remiendos y corcusidos sobre la red de los institutos del Estado; entre 1966 y 1970 el régimen de la Transformación Nacional estatuyó entidades a granel espesando la fronda burocrática -una manera de dar ocupación-, y derrochó caudales en sus distritos de riego e indemnizaciones a los finqueros incorados, en sus unidades agrícolas familiares y empresas comunitarias, en sus comités de usuarios campesinos y demás trapisondas agraristas. En la actualidad, antes que discurrir sobre el futuro, han de cancelarse los débitos legados por las administraciones anteriores. Si se presta será para cumplir, primordialmente con las cuotas de los intereses vencidos. Aunque- no se haya protocolizado todavía la capitulación frente al Fondo Monetario Internacional, el curso de la economía lo determinan ya, conforme a sus ávidos y mezquinos cálculos, los linces de las agencias prestamistas internacionales. En Colombia a las efímeras pompas del reformismo les pasó calendarios ha su cuarto de hora histórico, y nuestros estafetas de la reconciliación tomaron demasiado a pecho los motes propagandísticos, del «sí se puede» y estuvieron muy de malas al pensar que éste era el período de las oportunidades. Mientras ellos platican sobre el cuándo y el dónde recomponer la república maltrecha, los hacendistas del gabinete se devanan los sesos ingeniándose el cómo recortar la nómina, suspender subsidios, subir precios, tarifas y gravámenes. De suerte que si las comandancias guerrilleras se oponen a enmendar, no el país, sino sus erróneas apreciaciones, la «paz» nunca llegará a conferirse. Puesto que, desde la más vasta y estratégica perspectiva, el belisarismo en el gobierno, no dejará de ser, con sus malabaristas, magos, enanos y payaso, una de las tantas variedades del Estado de los negreros de la época contemporánea, y desde el ángulo de un escrutinio táctico e inmediato, el agobiado de Betancur no tiene prácticamente con qué comprarle alpiste a la paloma.
Lo insólito de toda esta torre de Babel es que no obstante expresarse cada quisque en su jerigonza partidista, los animadores de la pacificación dialogada se identifican en que la patria no se hará acreedora a la tranquilidad entretanto no repare la casa y subsane o mitigue los desajustes y las injusticias. Con ello creen abastecer de profundidad a sus superficialidades, sin percatarse de que no hacen más que alzar un murallón inexpugnable a los preconizados reposos de su concordia ciudadana. Liberales y conservadores, generales y civiles, capitalistas y revisionistas, ministros del despacho y ministros de Dios, editorialistas y suscriptores, todos a una, como en Fuenteovejuna, con la excepción dos veces dicha del MOIR, han rivalizado casi tres años en rodear el proceso pacificador de tan rígidos condicionantes, rebuscadas razones y dotes prodigiosas, que el país cónico rodó hacia el despeñadero que él mismo cavara insensata y parsimoniosamente: que no habrá «paz» porque no habrá reformas, ni techo, ni drogas, ni parcelas, ni trabajo. Y no los habrá más de cuanto los hubo bajo Turbay, López o Pastrana, sino menos, merced a que la sociedad colombiana se halla aún en la cresta de la crisis, quizá tan demoledora como el crac de 1929, que no acaba de transcurrir, y, de encima, ha de desembolsar anualmente, por concepto del servicio de su elevada deuda externa, una cifra próxima al valor de sus exportaciones cafeteras. Un pantanero en el que las oligarquías intermediarias de los monopolios imperialistas, al contrario de aflojar la clavija, restablecen su cuota de ganancia y la de sus amos redoblando el desvalijamiento de Colombia y reduciendo al máximo los exiguos ingresos del campesinado y de la clase obrera.
El propio presidente, tratando de darle contenido y lustre a su cruzada del apaciguamiento, improvisa y ensarta uno a uno apotegmas parecidos a éste: «En muchos casos son más subversivas las situaciones que las personas envueltas en ellas». E increpa: «…cómo no va a ser subversiva la situación en que América Latina está enfrente de las grandes potencias». Para él los quebrantos de la tranquilidad, el incesante derramamiento de sangre, se originan tanto en los «agentes objetivos» como en los «subjetivos». Los unos «son las condiciones de desigualdad, injusticia y carencias en que viven grandes núcleos de la población»; y los otros «están constituidos por la inconformidad que aquellas injusticias producen». Y luego de sus cabriolas por los cielos de la sociología ha de aterrizar inevitablemente en la fatal sentencia: la «paz» anhelada «no va a lograrse solamente con las fórmulas de la amnistía, sino con el implantamiento de sustanciales reformas en los campos político, económico y social». De ahí que sus disertaciones, muchas por cierto, estén atiborradas de solemnes juramentos alusivos a que satisfará a los «agentes subjetivos» o «personales» destruyendo los «objetivos» o «impersonales», es decir, al sistema, para lo cual tendrá que obtener desde la baja de los altos índices del interés bancario hasta la modernización de Colombia, pues «el subdesarrollo es por sí subversivo».
Con las argucias presidenciales sucede a la pequeña escala de nuestro solar patrio lo que acontece con los infaustos yerros en que ha incurrido la humanidad en su sinuoso devenir, que, por la apariencia de las cosas, sus manifestaciones exteriores o los visos efectistas de veracidad que ostentan, se las abraza, se las santifica y el vulgo se embarca en ellas sin reparar en su exactitud, en su utilidad o en sus efectos.(19) Pero el pensamiento revolucionario tanto más se engrandece cuanto más enormes y contumaces sean las mentiras contra las que combate. ¿No fueron finalmente tumbadas de su pedestal tesis tan duraderas y tan falsas cual las del origen divino y la inmutabilidad de las especies, registrándose así un salto gigantesco en las ciencias naturales del siglo XIX? ¿No llegaremos los marxistas colombianos a despejar los infundios tejidos por el pacifismo en boga y contribuir correspondientemente al acervo teórico de los trabajadores? El país ya aprenderá que en los asuntos de la guerra y de la paz, aunque se hallen relacionados con los fenómenos económicos, el inicio o el término de las hostilidades no han de subordinarse directamente a aquéllos, ni más ni menos a como la revolución, que se ejecuta para desobstruir el desarrollo, estalla no por la trascendencia de sus épicas tareas sino por la potencialidad real de acometerlas en unas circunstancias dadas.
Ignoramos cuál será el epílogo de la comedia de las equivocaciones y no está en nuestras apetencias aventurar ningún tipo de profecías al respecto. No resulta lo mismo escribir sobre los acontecimientos cuando éstos pertenecen a la historia que cuando aún no culminan su ciclo. Ateniéndonos, sin embargo, a las dilaciones del evento, al hecho irónico de que los guerrilleros requieren ahora un indulto, porque la Ley de Amnistía obviamente no regía para el porvenir; remitiéndonos a los pululantes resquemores exteriorizados por los burgueses y terratenientes que le achacan a la blandura del Ejecutivo la promoción del secuestro y demás eclosiones delictivas; tanteando el debilitamiento acelerado de Betancur y sus crecientes dificultades para hacer aprobar del Congreso cualquiera de las propuestas esbozadas en los acuerdos, y especialmente circunfiriéndonos al desatino de mezclar el regreso a la acción legal con los cambios sociales, cuando el gobierno no ha cumplido o no ha conseguido cumplir siquiera con el levantamiento del estado de sitio, podemos afirmar, a estas alturas, tal cual están echadas las cartas por los augures de la reconciliación y de no desecharse las concepciones ilusas, que la «paz» es la «guerra».
V
EN LUGAR DE AVANZAR, SE RETROCEDE
Entrado el mes de septiembre de 1982 el despacho presidencial configuró lo que motejara de «Comisión de Paz Asesora del Gobierno Nacional», y en la cual, de manera inconsulta y antojadiza, incluyó al compañero Marcelo, Torres, miembro de nuestro Comité Ejecutivo Central. Prestos, rechazamos la enconosa distinción, explicando que nunca se nos había pasado por la mente asesorar a administración alguna, ni en tales ni en otros apuros. Por lo demás, no teníamos velas en el entierro, ya que «el MOIR -dijimos- no ha impetrado la paz, entre otras cosas porque no ha declarado la guerra».
Desde entonces nos hemos limitado a una distante y hasta cierto punto benigna expectación, cuidando eso sí que los frentes de masas bajo la influencia revolucionaria del Partido no sucumban a la embriaguez colectiva, ni mucho menos se involucren en las diligencias de un anarquismo envuelto a las veinte en tratos y tretas contemporizadores. Quedó expreso de modo diáfano que prohijábamos «1asjustas exigencias por la excarcelaci6n incondicional de los presos políticos y por el cese inmediato de los asesinatos y torturas de los guerrilleros y demás luchadores que han caído en manos del régimen».
Empero, conocíamos bastante bien las tendencias y los personajes que iban a encerrarse a negociar. Estábamos en antecedentes del ideario profesado y de las demandas proferidas por quienes ahora tremolan los ramos de olivo. Creíamos muy poco en la autonomía de vuelo de un presidente sin votos propios que arribaba al solio gracias a los insustituibles y puntuales espaldarazos de las dos alas unidas del conservatismo, y cuyas intemperancias habrían de amoldarse indefectiblemente a las correas del artículo 120 de la Carta, que consagra «con carácter permanente el espíritu nacional en la Rama Ejecutiva», o sea la regencia compartida de las castas políticas de siempre, pertenecientes a las colectividades tradicionales y a la vez estipendiarias de los saqueadores de afuera y de adentro. Debido a todo ello hicimos un voto y formulamos una exhortación. Eran, de un lado, la esperanza de que a la postre salieran favorecidos «unos métodos y una táctica revolucionarios y correctos», y, del otro, el temor a que las gestiones emprendidas sirvieran para ocultar aún más «la índole antinacional y antipopular de los nuevos administradores de la vetusta república»(20)
Así fijó nuestra dirección sus puntos de vista, llanamente, si se quiere en tono menor, acerca y al comienzo de las conversaciones entre las siglas armadas y el régimen betancurista recién establecido. No por discretos, dichos conceptos fueron menos oportunos, claros y premonitorios. Con la última sustitución en la cumbre del poder oligárquico de rostros, retóricas y sones particulares de gobernar, se inauguró aquel 7 de agosto de 1982 un trayecto en el que pusiéronse simultáneamente de moda, tanto las cábalas alrededor del eventual marchitamiento en Colombia de la muy cubana teoría del foco y de las acciones terroristas, como los espejismos, por lo común cuatrienales, de que tras el relevo del mandatario sobrevendrían los respiros económicos y la apertura democrática. En cuanto a las primeras, a la revolución colombiana le interesa vivamente que desaparezcan modalidades de combate que, por su extemporaneidad o incongruencia, en vez de jalonarla, le crean infinitos y artificiales escollos en su desenvolvimiento. Y en cuanto a los segundos, tampoco registraremos progresos significativos en la organización de una corriente revolucionaria verdaderamente de masas, mientras no seamos capaces de sembrar entre obreros y campesinos pobres el criterio científico y básico de que la catadura del Estado imperante, cual maquinaria de dominación y de fuerza de la minoría expoliadora, no se trasmuda por el simple hecho de que tome el control de la misma una u otra de las fracciones políticas de la burguesía.
Lamentablemente ninguna de estas contradicciones ha evolucionado en el sentido favorable al que nosotros propendemos. La más trascendente y antigua de las batallas ideológicas que hubimos de librar se llevó a cabo precisamente en el terreno de la táctica y tuvo que ver con el rígido e infantil modelo entronizado por los rebeldes de la Sierra Maestra, cuyo triunfo marcó época, avivando el sentimiento antiimperialista del Continente e imprimiéndole una singular dinámica a la contienda revolucionaria. Por la excepcional experiencia y la inmadurez circunstancial de un movimiento al que todo le había salido tan rápido y bien a pesar de sus lances y temeridades, los postulados de los héroes del Moncada no se traducirían sólo en regocijo y entusiasmo. Al caer su casuística en el surco abonado de una pequeña burguesía puesta al margen de las realidades de tiempo y lugar, aun cuando ávida de redimir a la patria mancillada e impaciente por imitar las proezas de sus ídolos favoritos, daría pábulo a la floración de vanguardias extremoizquierdistas en infinidad de naciones de América Latina. Pero acaso en ninguna parte con tal exuberancia y recurrencia como en Colombia.
La lucha interna desatada en 1965 en las filas del extinto MOEC, luego de los incontables y calamitosos fracasos de una línea en esencia militarista y anárquica, obedeció a los esfuerzos preliminares de un pequeño núcleo de cuadros que llamaban la atención sobre la necesidad de hacer un alto en la marcha, rectificar en serio y poner en práctica las sabias enseñanzas del marxismo-leninismo, en lo concerniente al carácter obrero y la estructura centralizada y democrática del Partido; a la preponderancia de la acción política en las labores de movilizar al pueblo y enraigarnos en él; a lo valioso de una plena comprensión de las complejidades nacionales y de un robustecimiento progresivo del nivel teórico y cultural de militantes y activistas; a la justeza de atenerse a los aportes de las bases y a los esfuerzos propios en el sostenimiento financiero, sin vivir dependiendo del apoyo internacional, o de disparatados operativos de azarosa realización y consecuencias liquidacionistas. Y ante todo trazar el rumbo estratégico a partir del análisis de las clases y de su comportamiento dentro de la sociedad, y escoger los medios tácticos de pelea conforme se vaya desencadenando el pugilato entre esas mismas clases. Mas no al contrario, seleccionando a priori la lucha armada cual el modo predilecto o impostergable, y concluyendo de antemano la naturaleza no de nueva democracia sino socialista de la revolución. Par de peregrinas invenciones que colocaba.
Lamentablemente ninguna de estas contradicciones ha evolucionado en el sentido favorable al que nosotros propendemos. La más trascendente y antigua de las batallas ideológicas que hubimos de librar se llevó a cabo precisamente en el terreno de la táctica y tuvo que ver con el rígido e infantil modelo entronizado por los rebeldes de la Sierra Maestra, cuyo triunfo marcó época, avivando el sentimiento antiimperialista del Continente e imprimiéndole una singular dinámica a la contienda revolucionaria. Por la excepcional experiencia y la inmadurez circunstancial de un movimiento al que todo le había salido tan rápido y bien a pegar de sus lances y temeridades, los postulados de los héroes del Moncada no se traducirían sólo en regocijo y entusiasmo. Al caer su casuística en el surco abonado de una pequeña burguesía puesta al margen de las realidades de tiempo y lugar, aun cuando ávida de redimir a la patria mancillada e impaciente por imitar las proezas de sus ídolos favoritos, daría pábulo a la floración de vanguardias extremoizquierdistas en infinidad de naciones de América Latina. Pero acaso en ninguna parte con tal exuberancia y recurrencia como en Colombia.
La lucha interna desatada en 1965 en las filas del extinto MOEC, luego de los incontables y calamitosos fracasos de una línea en esencia militarista y anárquica, obedeció a los esfuerzos preliminares de un pequeño núcleo de cuadros que llamaban la atención sobre la necesidad de hacer un alto en la marcha, rectificar en serio y poner en práctica las sabias enseñanzas del marxismo-leninismo, en lo concerniente al carácter obrero y la estructura centralizada y democrática del Partido; a la preponderancia de la acción política en las labores de movilizar al pueblo y enraigarnos en él; a lo valioso de una plena comprensión de las complejidades nacionales y de un robustecimiento progresivo del nivel teórico y cultural de militantes y activistas; a la justeza de atenerse a los aportes de las bases y a los esfuerzos propios en el sostenimiento financiero, sin vivir dependiendo del apoyo internacional, o de disparatados operativos de azarosa realización y consecuencias liquidacionistas. Y ante todo trazar el rumbo estratégico a partir del análisis de las clases y de su comportamiento dentro de la sociedad, y escoger los medios tácticos de pelea conforme se vaya desencadenando el pugilato entre esas mismas clases. Mas no al contrario, seleccionando a priori la lucha armada cual el modo predilecto o impostergable, y concluyendo de antemano la naturaleza no de nueva democracia sino socialista de la revolución. Par de peregrinas invenciones que colocaba.
Lamentablemente ninguna de estas contradicciones ha evolucionado en el sentido favorable al que nosotros propendemos. La más trascendente y antigua de las batallas ideológicas que hubimos de librar se llevó a cabo precisamente en el terreno de la táctica y tuvo que ver con el rígido e infantil modelo entronizado por los rebeldes de la Sierra Maestra, cuyo triunfo marcó época, avivando el sentimiento antiimperialista del Continente e imprimiéndole una singular dinámica a la contienda revolucionaria. Por la excepcional experiencia y la inmadurez circunstancial de un movimiento al que todo le había salido tan rápido y bien a pegar de sus lances y temeridades, los postulados de los héroes del Moncada no se traducirían sólo en regocijo y entusiasmo. Al caer su casuística en el surco abonado de una pequeña burguesía puesta al margen de las realidades de tiempo y lugar, aun cuando ávida de redimir a la patria mancillada e impaciente por imitar las proezas de sus ídolos favoritos, daría pábulo a la floración de vanguardias extremoizquierdistas en infinidad de naciones de América Latina. Pero acaso en ninguna parte con tal exuberancia y recurrencia como en Colombia.
La lucha interna desatada en 1995 en las filas del extinto MOEC, luego de los incontables y calamitosos fracasos de una línea en esencia militarista y anárquica, obedeció a los esfuerzos preliminares de un pequeño núcleo de cuadros que llamaban la atención sobre la necesidad de hacer un alto en la marcha, rectificar en serio y poner en práctica las sabias enseñanzas del marxismo-leninismo, en lo concerniente al carácter obrero y la estructura centralizada y democrática del Partido; a la preponderancia de la acción política en las labores de movilizar al pueblo y enraigamos en él; a lo valioso de una plena comprensión de las complejidades nacionales y de un robustecimiento progresivo del nivel teórico y cultural de militantes y activistas; a la justeza de atenerse a los aportes de las bases y a los esfuerzos propios en el sostenimiento financiero, sin vivir dependiendo del apoyo internacional, o de disparatados operativos de azarosa realización y consecuencias liquidacionistas. Y ante todo trazar el rumbo estratégico a partir del análisis de las clases y de su comportamiento dentro de la sociedad, y escoger los medios tácticos de pelea conforme se vaya desencadenando el pugilato entre esas mismas clases. Mas no al contrario, seleccionando a priori la lucha armada cual el modo predilecto o impostergable, y concluyendo de antemano la naturaleza no de nueva democracia sino socialista de la revolución. Par de peregrinas invenciones que colocaba a la justa libertaria, tanto por el contenido como por la artificiosa radicalización de la lucha, más allá de los intereses y de las disponibilidades reales de las masas.
Estos desenfoques, engendrados en los finales de los cincuentas y principios de los sesentas, no fueron jamás corregidos crítica y conscientemente. Con cada descalabro, con cada agrupación desaparecida, se les introducían ciertas adiciones conceptuales para perpetuarlos. ¿Cuánto no habremos oído eso de «combinar todas las formas de lucha», sin parar mientes en que la una pueda contraponerse a la otra? Aunque se haya aceptado verbalmente la supremacía de lo político sobre lo militar, el viraje no ha ido más lejos de la caricaturesca conformación de aparatos legales paralelos a los ilegales. Muchos de los menos moderados, luego de hartas vueltas y revueltas, llegaron hasta inclinar sus prejuicios sectarios y admitir en sus prédicas la conveniencia de un frente amplio, inclusive con la participación de la burguesía nacional, mas sin advertir que con sus miopes y desaforados extremismos impiden de entrada y de facto cualquier acercamiento hacia los campesinos ricos o empresarios consecuentes y demócratas. Peripecias políticas que han tenido en las capas medias de la población, y sobre todo en los estamentos estudiantiles e intelectuales, una nutriente inacabable, un soporte histórico relativamente vigoroso dentro del innato atraso de un semifeudalismo en decrépito esplendor. De ahí que tales desviaciones, en lugar de baldarse con los reveses, recuerdan más bien a la lagartija que reproduce su cola.
Efectivamente, desde hace veinticinco años rasga el panorama de Colombia un montón de ejércitos del pueblo, comandos de autodefensa, brigadas urbanas militares, etc., perfilando con su cruce meteórico una tendencia fija, de muy marcados ribetes de clase; políticamente domeñable, por supuesto, pero indestructible hasta tanto prevalezcan los sustentos de linaje social que la reanudan sin descanso. El que su tránsito haya sido a colmo regresivo, se palpa en la intensificación cronológica de sus peores trazos izquierdistas. Por obra de lo cual hemos visto ofrendar en los supuestos altares de la insubordinación de los desposeídos, desde el asesinato de un exministro y el ajusticiamiento de un personero de las carnarillas patronales, hasta los frecuentes asaltos a bancos y la perpetración cotidiana de secuestros en campos y ciudades. Mecanismos proscritos por las revoluciones que en el mundo han estado a la altura de su nombre, y que en nuestro trópico cobran categoría de sublimes recetas para ennoblecer y popularizar la causa de la emancipación.(21) ¡Ah engorroso que las gentes fíen su destino al buen juicio de quienes incursionen por semejantes parajes, echen mano de procedimientos que lindan o se confunden con los de la delincuencia común, le den a la represión institucionalizada excusas a granel para atacar y silenciar el descontento, o tercamente insistan en suplir la acción de los contingentes populares con los golpes cinematográficos de unos cuantos iniciados, por más sinceros y agalludos que éstos sean!
Cuando anticipamos hace más de dos años nuestro agrado por que el enjuiciamiento de la «guerra» concluyera sin más escarceos ni demoras en la extirpación de todas esas expresiones del anarquismo criollo, nos alumbraban cinco lustros de dolorosa escuela. Sabíamos de memoria que el campesinado de las comarcas atenazadas por la violencia, antes de aglutinarse y lidiar con alguna eficacia contra los terratenientes, la gran burguesía y el imperialismo, sus tres mortíferos enemigos, zozobraba irremisiblemente en la disgregación o el caos. Y lo testimoniábamos con conocimiento cercano de causa. Allá donde el MOIR había obtenido algún grado de integración de las familias en las ligas, en las cooperativas, o en torno de cualquier otro tipo de actividades comunitarias, y no nos fue factible evitar el entrometimiento de las contracorrientes extremoizquierdistas, sin escape los preludios de un quehacer coordinado se echaron a perder, los mejores y más aguerridos paladines perecieron y las regiones quedaron indefensas entre los garfios del terror. En contraste con las ilusorias divulgaciones pacifistas de los grandes rotativos, llega, por ende, desde los cuatro horizontes del país, un rabioso clamor: que se les ponga punto final a los devaneos, tan estériles y tan contraproducentes, del oportunismo de «izquierda». Nosotros añadimos que se los cancele sin. someterlos a las ofertas cumplidas o incumplidas, pactadas o por pactar con los órganos del régimen. Que se los arranque de cuajo, no tras muchas o pocas condiciones, sino en pos de la condición suprema de que la revolución colombiana ha de imponer una táctica concordante con las fluctuaciones de la lucha de clases y con la correspondencia de las fuerzas, desterrando de su vera las convocatorias a insurrecciones imaginarias que no hacen más que coadyuvar a soltar los mastines de la represión; y ciñéndose a un vasto plan de trabajo a largo plazo, que se base en la paciente, esmerada y efectiva organización de los destacamentos del pueblo, así como en las movilizaciones de éste tras sus conquistas y derechos elementales. Única forma de enfrentar con éxito a la coalición oligárquica, usufructuaria aún de un enorme poder, pero corroída dentro de su parasitismo y arrinconada por la insoluble crisis económica de un sistema estancado en lo interno y exprimido sin tasa ni medida por los monopolios internacionales.
No le prestemos a la reacción motivos innecesarios para que saque a relucir sus cláusulas intimidatorias y pueda desbaratar en un santiamén y sin mayores apremios lo que las masas han labrado con tantos sacrificios. ¡Basta de gratuitos pretextos, de inocentes complicidades a cuyo amparo se autentican los brutales atropellos del despotismo al mando! Que los fariseos burgueses paguen políticamente cada vez que conculquen las exiguas garantías ciudadanas abreviadas en los códigos; exhiban, a sus expensas y ante la faz del país, la endeblez y la doblez de su republicanismo, cual corresponde a los manipuladores de un Estado edificado sobre la desdicha de las mayorías laboriosas. Se arranquen ellos mismos la careta, demostrando la incompatibilidad de la democracia con sus traiciones a Colombia y a sus gentes. Reconozcan con sus hechos: «La legalidad nos mata».(22) No nos apresuremos a correr tras la batalla decisiva, que ésta acaecerá inexorablemente; afanémonos más bien para arrostrarla a su hora lo mejor preparados posible y con el respaldo seguro no de miles, o de cientos de miles, sino de millones y millones de seres.
Mas todo indica que al proletariado colombiano y a su Partido, en calidad de forjadores de la brega libertaria, el porvenir les reserva aún duros retos ideológicos y políticos, antes de que el grueso de los oprimidos se ponga de pie al tenor de una táctica coherente e invencible. La extremaizquierda, al rehusarse en sus variables tonalidades a deponer, no digamos las armas, sino sus m‚todos subjetivos y disolventes, que sería lo óptimo, continuar torpedeando por algún rato la solidez de un movimiento revolucionario de envergadura. Las sagacidades dilatorias no se abandonan. El 26 de noviembre de 1984 la prensa sorprendió con el parte de que en una de las tantas comisiones, la de Verificación, se había puntualizado que el cese de hostilidades con las Farc se contaría a partir del lº de diciembre y no del 28 de mayo, conforme lo dejaban entrever los acuerdos de la Uribe de finales de marzo pasado. ¿Al principio se concertó un «alto al fuego» y últimamente «una tregua»? Aunque entre estos términos no media distinción alguna, o cuando menos nadie se ha tomado la molestia de explicarla, por ella, al parecer, se le han refundido al proceso otros seis meses. Abarcando las diligencias y los contactos emprendidos en el ocaso de la administración Turbay Ayala, el país lleva tres años en el peregrinaje del apaciguamiento, a los cuales prácticamente habremos de sumar uno más, puesto que ahora el «el período de prueba o de espera» sólo se cumple hasta diciembre próximo. Entonces sí conoceremos el verdadero rostro de la esquiva y fomentada tranquilidad, bajo la presunción, desde luego, de que los asuntos anden sobre rieles. Pero en las postrimerías de 1985 el «cambio con equidad» estará ya haciendo maletas entre la chiflatina del público y su maniobrabilidad habrá finiquitado por completo. Ignoramos si las prórrogas responden o no a un astuto y preconcebido diseño de las comandancias guerrilleras para conducir las discusiones con el gobierno; en todo caso el transcurso del tiempo ha marcado un endurecimiento de la posición oficial. El presidente, en medio de las furibundas impugnaciones de los señores del agro y de la urbe, despidió 1984 vociferando despechadas amenazas, inéditas dentro de la prosa belisarista, contra quienes habiendo «resuelto voluntariamente actuar y vivir dentro de las instituciones» persisten en «mantenerse fuera de la ley», y, en consecuencia, les dio largas a las tropas para rastrillar, los asentamientos de las agrupaciones insurgentes.(23)
El que la reacción poco se haya entusiasmado con las larguezas presidenciales y juzgue demasiado flacos los logros después de semejante ajetreo, no significa que desprecie la oportunidad para llenarse de razón antes de acometer cualquier represalia. No hay que olvidar cómo en definitiva quienes pasaron por indulgentes y generosos fueron los caimacanes del Poder, mientras que la revolución ha ocupado el banquillo del reo convicto y confeso al que se le exime graciosamente de su condena. Los tiranuelos ufanándose de compasivos, la intransigencia vistiendo las galas de la tolerancia y los extorsionadores perdonando la extorsión, un gusto que se prodigaron los seculares verdugos del pueblo en este tira y afloja de la pacificación dialogada, y que a punto fijo harán valer el día de su noche de San Bartolomé. Será una forma de adelantar negociaciones pero no luce gananciosa para la masa desvalida y discriminada.
Además, el sendero de la inasible concordia civil se ha visto adornado de encomiosas insinuaciones a los órganos constitucionales, de cortesías para mucho patricio a cargo del funcionamiento de las instituciones y, sobre todo, de lisonjeras reverencias ante quien por jerarquía representa a dignidades y dignatarios, el primer magistrado de la nación. Él ha sido inobjetablemente el cid campeador de la jornada. Gilberto Vieira lo definió como «gobernante sincero». Alfredo Vázquez Carrizosa, otro bizarro espadachín de la «apertura» y de la «paz» no vaciló en pedir, en tono histórico y a favor de la convergencia democrática, «una marcha de todo el pueblo colombiano detrás de Belisario Betancur». Jaime Bateman declaró sin ambages: «Vamos a apoyar todas las medidas positivas del gobierno. Absolutamente todas. Creemos que se ha creado un ambiente positivo, y esa es la mejor actitud que nosotros podemos asumir».(24) Naturalmente el incienso se ha ido apagando con las ominosas disposiciones del Estado no sólo en cuanto a materias económicas y sociales, o a la privación de los derechos, derivada, entre otros factores, de la permanencia del 121, sino respecto a la humillante resignación de la soberanía nacional ante el imperialismo norteamericano, en tópicos como el paulatino acatamiento a las exacciones del Fondo Monetario Internacional, la «descolombianización» de la banca, los leoninos estímulos al capital extranjero y la extradición de ciudadanos sub júdice para ser juzgados en las cortes estadinenses en lugar de las colombianas. No estamos en los fastos del apogeo del «sí se puede» cuando se vaticinaba que la «modernización» de la república sería sinónimo de «belisarización». Precisamente por eso, y aunque las ovaciones hayan de tasarse ya con la cautela y los considerandos del crítico momento, ¿qué mejor tonificante para el achacoso régimen bipartidista que quienes se proclaman contradictores suyos susurren palabritas al oído de su presidente?
Asimismo, las reformas por las que contienden las guerrillas se amalgaman a la extraña reivindicación de rescatar el obsoleto y podrido Congreso oligárquico; rescate que se introduce sutilmente, mas no por ello de manera menos inaudita, cual lo efectúan por ejemplo las Farc en su comunicado a senadores y representantes: «La Paz Democrática para Colombia se conquista con lucha y el Parlamento debe ocupar un sitio de honor en esta bat«l1a». La exaltación de la cavernaria asamblea, timbre y orgullo de la democracia burguesa, controlada aplastantemente por la coalición liberal conservadora y a la que los trabajadores y el pueblo no le adeudan más que golpes arteros, obedece a que por su tamiz ha de pasar el sartal de enmiendas previstas en las actas de los convenios pacificadores. No hace falta predecir de qué jaez serán las decisiones de tan magno cuerpo, ni cuál el «sitio de honor» que le conferirá el mañana. Deseamos apenas referir hasta dónde el desmantelamiento del foquismo se entrevera además del pingüe repertorio de transformaciones, con el respaldo ostensible al alto gobierno y la velada rehabilitación de los consustanciales instrumentos de la caduca sociedad. Pero hay más. Los alzados encuadran su retorno a la vida civil dentro de la perspectiva de una acariciada intervención popular en las potestades del Estado, vale decir, de su intervención; y por lo cual ha de arreglarse la democracia imperante y ampliar los canales de entronque y confluencia con las gestiones oficiales. En cuanto al reconocimiento y a la sustentación de apetitos tan singulares, también son las Farc las más francas y las menos inhibidas. En un solemne memorando presentado por su plana mayor a los comisionados de la «paz» se plantea que la «Reforma de las Costumbres Política» ha de quebrantar las preeminencias del bipartidismo y abrir «cauce a la participación de las grandes mayorías nacionales en los asuntos del gobierno».(25) Con disimulo, y a ratos no tan discretamente, se han ido ampliando los alcances del vocablo apertura. Si en un comienzo se exigía abolir las medidas coercitivas emanadas de los decretos de excepción, junto al establecimiento de determinadas garantías democráticas, y todo dentro del sano criterio de obtener herramientas legales propicias para el combate de los oprimidos contra los opresores, gradualmente las transiciones van implicando la urgencia de un gran entendimiento con las clases dominantes que modifique las costumbres y la moral públicas, reduzca el monopolio oligárquico sobre la opinión y hasta viabilice una extraña modalidad de cogobierno.
Para la insurgencia bélica, que desde su nacimiento a fines de los cincuentas se mostraba reacia frente a cualquier tipo de actuación política, pero que en el último lustro remeda cada día con menor escrúpulo las artimañas de los propugnadores del reformismo, tal vuelco patentiza no un avance sino un retroceso. A la vez, sus retrógradas mutaciones han estado químicamente catalizadas por el influjo nocivo de los revisionistas, con los que la extremaizquierda viene manteniendo una tácita y febril alianza y quienes son los indefectibles tramitadores de una avenencia en regla con los círculos pudientes, o parte de ellos, que, fuera de proporcionarles las canonjías buscadas, contribuya a inclinar la balanza del régimen colombiano hacia una ubicación propiciatoria o por lo menos neutralizable, ante los proyectos de expansión en el Continente del socialimperialismo soviético y de su amado satélite, Cuba. De ahí que para todas estas vertientes la campaña de la «paz», lejos de tener como Norte el entierro voluntario de las desviaciones anárquicas, surja al abrigo y dependa de la ola pacifista promovida por Moscú con el objeto de contener la contraofensiva del imperialismo yanqui, principalmente en Latinoamérica, y no descarte el apoyo interesado a las instituciones vigentes y la utilización oportunista de la accesible burguesía liberal, liberal en sentido genérico.
Este contubernio, por lo demás, tampoco constituye una novedad en Colombia. La degenerativa conducta de cerrar filas alrededor de uno u otro bando de la política oligárquica, aduciendo la mejor protección de las prerrogativas de los desheredados de la fortuna, se remonta a las calendas de la fundación de la república. Sólo que en las últimas décadas le ha correspondido al Partido Comunista revisionista la justificación y propagación del pernicioso hábito. El ardid consiste en sujetar las reclamaciones mediatas e inmediatas de los desvalidos y de la nación al despeje del dilema «dictadura o democracia» haciendo caso omiso de que estas dos voces conciernen, en cuanto a la cuestión del Estado, al mismo fenómeno, la una referida al predominio de clase y la otra a la estructura de dicho predominio. La única diferencia entre ambas radica en lo siguiente: toda democracia es una dictadura, pero no toda dictadura es una democracia. Movilizar las multitudes tras la democratización del régimen obviando o diluyendo el decisivo problema de que por más democrático que éste fuere no dejará de ser el avasallamiento de la mayoría por la minoría, significa postrarlas ante sus expoliadores, a saber, la coalición liberal-conservadora reinante.
Los foros de los derechos humanos y sus respectivas comisiones, la extinta Unión Nacional de Oposición, el Frente Democrático alineado, las plataformas electorales seudorrevolucionarias, el apoyo a las facetas positivas de las administraciones de turno, las «aperturas democráticas» y hasta los festivales de la esclerótica facción han plasmado el fraude del siglo de hacer circular las pretensiones de una burguesía «avanzada» y de un imperialismo «socialista» bajo la etiqueta de la emancipación social y política. Por ello el mamertismo, a semejanza de Diógenes, ha trasegado con linterna en mano indagando por los hombres situados a la izquierda de la derecha. Y en concordancia, siempre detectaron a quién respaldar o alentar, no importa la rama del Poder, la dependencia y el nivel donde se hayan guarecido las bandas supuestamente susceptibles de ser auxiliadas. Hubo un López M., «en parte el presidente del descontento y la esperanza de grandes masas» enfrentado al ultramontano de Alvaro Gómez que compartía constitucionalmente con aquél los atafagos del mando; así como hubo primero un enaltecido general Landazábal Reyes con sensibilidades sociales y luego otro reprensible general Landazábal Reyes adversario jurado del proceso de «paz». Imposible describir los interminables hallazgos hechos por la lamparilla, de la vulgar dialéctica mamerta; entre otras razones porque los rebeldes colocados a la extrema izquierda de la «izquierda» aprendieron también a aplaudir los rasgos prometedores del discurso oficial y exhortan a que «la pelea entre democracia y dictadura no se ha ganado todavía», tal solía repetirlo en vida el comandante Jaime Bateman Cayón. Y eso que llevamos, desde el Congreso de Cúcuta, 164 años de sojuzgación republicana.(26)
NOTAS
1 En la reunión de Palacio del 7 de octubre de 1983 con los gremios empresariales, invitados por Belisario Betancur a objeto de limar asperezas con éstos y contrarrestar sus crecientes sobresaltos tras el acentuamiento del receso económico y las repetidas laxitudes oficiales en aras de la «paz», se trajo a cuento el platillo de la inversión foránea, una inquietud avivada de continuo por la administración del «cambio con equidad». El representante de la Exxon aseveró tajantemente: «El capital extranjero tiene miedo de venir a Colombia». La información la suministró La República al otro día, de donde la hemos extraído.
El diario complementó así su noticia:
«Hablando durante el controvertido desayuno de Betancur con los empresarios, el presidente de Intercol (una de las subsidiarias de la Exxon), Ramón de la Torre, le dijo al propio jefe del Estado que el país no ha tratado con suficiente rigor el problema del secuestro y que hoy en día hay un gran miedo dentro de los círculos internacionales.
» ‘Yo diría que hoy en día desafortunadamente vendría al país menos inversión extranjera por ese problema que por cualquier otro’, declaró, e incluso recordó que una entrevista concedida por Betancur a la revista norteamericana Newsweek, hizo aumentar el miedo de los zares de las finanzas».
2 El Espectador, agosto 11 de 1982.
3 Aludimos a una columna de Daniel Samper Pizano, difundida por El Tiempo del 26 de noviembre de 1982. Samper colaboró con su colega Enrique Santos Calderón en la fundación del grupúsculo hipomamerto Firmes, al que luego renunciaron ambos, dejando el malogrado ensayo partidista en manos de Gerardo Molina, Diego Montaña Cuéllar y Jorge Regueros Peralta, miembros supérstites de la generación de la «revolución, en marcha» de los años treintas.
Cinco días antes Santos Calderón también había comentado que «no entiendo el recrudecimiento de acciones armadas por parte de movimientos guerrilleros que vienen hablando de paz y apertura democrática. A veces da la impresión de que el gobierno, de Betancur les hubiera cogido la caña al promulgar una amnistía para la que en el fondo no estaban preparados, o que tal vez no esperaba».
En igual forma se expresaron otras personas a las cuales nadie podrá tachar de propugnadores de la represión anticomunista. El candidato presidencial del señor Gilberto Vieira en 1982, Gerardo Molina, según, noticia de la fecha arriba mencionada y de la sección política de El Espectador a cargo del redactor Carlos Murcia, «pidió a Jaime Bateman y sus compañeros que recapaciten porque sería un grave error político que rechazaran la amnistía que se les brinda de manera tan amplia y que la utilizaran sólo como una treta para obtener la libertad de sus presos».
Y el 29 de noviembre, por información de El Tiempo, el mismo Molina se atrevió a asegurar los siguiente:
«…tal vez por las condiciones en que ha vivido en los últimos años distanciado del país, metido en el monte, sin referencias de lo que se vive en las ciudades-, Bateman no está en condiciones de darse cuenta de lo que la opinión nacional desea.
«Me da la impresión de que es un hombre temperamentalmente inestable, que fluctúa mucho, y eso lo lleva a que adopte en poco tiempo líneas de conducta muy diversas».
El 26 de noviembre, la articulista de El Espectador, María Teresa Herrán, exhaló así su desencanto: «A la opinión pública le queda la impresión amarga de que, en cierta forma y mientras no se le demuestre lo contrario, el M-19 le ha estado mamando gallo al país. La expresión muy criolla y muy colombiana es la precisa para calificar esa inconsistencia en las determinaciones, o esa manera poco franca de ir sacando las cartas poco a poco para ridiculizar a la contraparte».
Hasta doña Clementina Cayón, la señora madre del entonces jefe máximo del M-19, en entrevista concedida a El Espectador del 24 del mes referido, manifestó su sorpresa: «La verdad que he quedado completamente desconcertada, ya que yo estaba convencida de que él se acogería a la amnistía en esta semana aquí en Santa Marta y más concretamente en la Quinta de San Pedro Alejandrino, pero tal parece que cambió de pensamiento y eso en realidad me tiene bastante preocupada y me ha puesto muy triste y no sé lo que pueda pasar de aquí en adelante».
Las anteriores opiniones son apenas unas cuantas de las muchas propaladas a raíz de la expedición de la última amnistía y de la respuesta que a ésta le dieron los alzados. Las traemos para ilustrar los aturdimientos que, entre los más sinceros defensores de una pacificación voluntaria, produjeron los rumbos inusitados hacia los cuales confluyó el primer intento de «apertura» de Belisario Betancur. Testimonios irrefragables en los que falta, por supuesto, el no menos autorizado de Gabriel García Márquez, quien, asimismo, plantó sus pinitos críticos por aquella data y en idéntica dirección.
4 No obstante el riesgo de aburrir a los lectores a punta de citas, recordemos algunos de los pronunciamientos de los otros matutinos de la capital, a guisa de prueba del enojo oligárquico. Conste que nos limitamos a un sector representativo sí pero reducido de la gran prensa, cuando 1982 agonizó en medio de las sanguinolentas amenazas de célebres figuras de la alianza bipartidista dominante que se sintieron majaderamente engañadas con los precarios frutos de la amnistía.
La República, órgano de la antigua vertiente ospinista aliada cercana del pastranismo, estuvo permanentemente objetando la suavidad del gobierno frente a la insurgencia guerrillera. El 25 de noviembre de 1982 se reafirmó todavía más en sus malos augurios:
«La actitud de los alzados en armas que orienta Bateman no nos sorprende. Nunca creímos en su sinceridad y en sus deseos de regresar a una vida normal y civilista. Distantes de este tipo de ingenuidad así lo creímos y por ello nunca nos arrebató el lirismo de la operancia de la amnistía (…).
«Se impone una vez más, algo que permanece irreductible en nuestras convicciones: el total apoyo e irrestricta confianza para nuestro ejército».
Ese mismo día El Espectador, a pesar de haberse constituido en un apoyo constante para Betancur desde las toldas liberales, de todas maneras conminó al presidente a salvaguardar la «integridad nacional»:
«…a la actitud asumida por los dirigentes del M-19, no se puede dar más que el calificativo de una treta inaceptable para el país y el Gobierno. Porque, sencillamente, esconde una burla y pone de bulto una contradicción flagrante en sus propósitos (…)
«No se hace así la paz. Entre otras razones, porque la Constitución Nacional ha erigido al Presidente de la República en jefe supremo de las Fuerzas Armadas, y le ha confiado la guarda de la integridad nacional, que no se vulnera sólo cuando el extranjero huella su territorio, sino también cuando se consiente por omisión o por gratuita dádiva el cogobierno paralelo».
Y el 23 de noviembre, El Siglo, por ser el vocero de Alvaro Gómez Hurtado, ex embajador en Washington, ex designado y virtual candidato único del conservatismo para las elecciones presidenciales de 1986, había fijado su posición en términos un tanto diplomáticos:
«Sería inapropiado que insistieran en otros puntos adicionales para plegarse a la amnistía. Primero que todo porque ella no es una negociación entre el Estado y los grupos guerrilleros, sino una concesión de la autoridad legítima a quien no la tiene. Y en segundo lugar porque la ‘tregua’ que solicitan los guerrilleros, y que implica una desmilitarización de los territorios donde se desarrolla la lucha, equivaldría a otorgarle a la guerrilla, en su aspecto militar, un carácter de beligerancia idéntico al del estamento militar legítimo del Estado, y a entregarle, por lo tanto, un importante territorio de la nación. La amnistía no puede convertirse en una descalificación del Ejército colombiano, ni es una tregua entre dos fuerzas enfrentadas. El Ejército tiene la misión constitucional de velar por la integridad del territorio patrio, y esa misión es inalienable y por lo tanto debe cumplirse».
5 El Espectador, noviembre 24 de 1982.
6 Decimos que hubo arrepentimiento de la Cámara porque, como se recuerda, la corporación, con todo y haber expedido alborozadamente la amnistía, aprobó poco después una destemplada proposición contra la Presidencia de la República, rechazando casi que por unanimidad la invitación a que una comisión de parlamentarios asistiera al «Banquete de la Paz», organizado en el Hotel Tequendama por Belisario Betancur. Aunque el choque entre los dos órganos del poder debióse en realidad a que el Ejecutivo objetaba las dietas del Congreso, los representantes decidieron desquitarse evocando la memoria de Gloria Lara, asesinada no hacía mucho por el grupo que la había secuestrado, y vaticinando el fracaso de la política pacificadora. El 2 de diciembre de 1982, El Tiempo reveló apartes de la proposición de la Cámara.
7 El Tiempo del 16 de septiembre de 1982 dio una detallada informaci6n sobre los inocuos resultados de la «cumbre política».
8 El Tiempo, en su edición del 1′ de junio de 1984, publicó el texto íntegro de la extensa circular del general Vega.
9 Leímos los pronunciamientos de los gremios huilenses, de los hacendados de Córdoba y de los cafeteros del Quindío en las correspondientes ediciones de El Tiempo de septiembre 13 y 15 y de octubre 2 de 1984. El mensaje conjunto de la Sociedad de Agricultores de Colombia, SAC, y de la Federación Nacional de Ganaderos, Fedegán, lo reprodujo El Tiempo, del 28 de septiembre. Las otras desobligantes declaraciones contra la gestión oficial a que hicimos referencia pero que no extractamos por falta de espacio físico, al igual que los múltiples comentarios críticos y satíricos proferidos por elementos decepcionados de los partidos tradicionales, fueron publicados en la prensa de los meses posteriores a los acuerdos firmados en La Uribe, El Hobo, Corinto, Medellín y Bogotá. Personajes de marras, cual Germán Bula Hoyos y Otto Morales Benítez, precursores de la cruzada apaciguadora, formularon incluso sus reparos. El primero rechazó el marginamiento de la fuerza pública en algunos casos y la aparición de las guerrillas como guardianes del orden, anotando que en la aplicación de la amnistía ha habido «procedimientos que dejan mucho qué desear» (El Tiempo, septiembre 19 de 1984). El segundo testimonió que «el país está asustado por lo que ha visto a lo largo del proceso de paz, y entre los colombianos aflora el temor de que el Estado ha cedido ante las pretensiones de los alzados en armas». (El Tiempo, septiembre 14 de 1984).
10 Gilberto Vieira, en un debate en la Cámara de Representantes, denunció a mediados de octubre la desaparición en Puerto Boyacá de un miembro de su partido, de nombre Faustino López, quien, junto a un compañero suyo también posiblemente muerto, había regresado a dicho municipio mucho tiempo después de haberlo abandonado a causa de las matanzas del «Mas». Confiesa en su discurso el parlamentario Vieira que el militante desaparecido retornó a la ensangrentada población porque «creyó que había cambiado de ambiente», refiriéndose a la firma de los pactos entre las Farc y la Comisión de Paz. Finalmente narra cómo una nutrida delegación que en varios vehículos se transportara a la localidad, pensando en sentar el repudio por los dos crímenes y en hacer acto de presencia pública al amparo del proceso pacificador, fue recibida a palos por energámenos manifestantes de una facción del Oficialismo liberal y obligada a salir al vuelo. Tales incidentes ilustran a cabalidad lo que venimos señalando. En el Magdalena Medio el trajín guerrillero dio prácticamente al traste con el trabajo legal. Allí han inmolado sus vidas miles de luchadores del pueblo sospechosos de colaborar con los secuestros y la extorsión, ya que las batallas propiamente militares han ocurrido en cuantía harto menor a la de aquellas modalidades delictivas que tanto enardecen a los grandes y medianos propietarios; y a los integrantes conocidos del PC se les ha exterminado y perseguido con tal saña en toda la región, que casi no quedan, por lo menos en forma visible. La intervención en el Congreso del secretario de la agrupación revisionista se halla impresa en Voz, de octubre 25 de 1984.
11 El Espectador, octubre 1 de 1984.
12 Un su edición del 7 de septiembre de 1984, El Tiempo insertó los textos completos de la cartas cruzadas entre Belisario Betancur y Gustavo Matamoros.
13 El ponente de la ley de amnistía, Germán Bula Hoyos, sin el menor inconveniente sintetizó en la siguiente frase lapidaria la susodicha inversión de funciones, transfiriéndole a la maquinaria militar las facultades interpretativas de la Corte: «La misión de las Fuerzas Armadas no consiste únicamente en preservar la Constitución y el orden establecido, sino en asegurarse de que éstos sean correctamente interpretados» (Reportaje a El Tiempo, septiembre 26 de 1984).
14 Las revelaciones de simpatía con los militares van desde el apoyo de la Asociación Algodonera del Sinú al ministro Matamoros por «su solicitud al doctor Belisario Betancur, presidente de la República, para que se respete la Constitución en lo relativo al uso de uniformes y porte de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas del país» (El Tiempo, septiembre 15 de 1984), hasta el siguiente convencimiento de García Márquez: «Las Fuerzas Armadas han acatado la autoridad del presidente Betancur y están colaborando con él, para consolidar su política de paz. No reconocer eso sería una injusticia» (El Espectador, septiembre 2 de 1984).
En su columna de El Tiempo del 2 de septiembre pasado, por ejemplo, Enrique Santos Calderón declaró: «Nunca he sido apologista de las Fuerzas Armadas, sino más bien su crítico constante y en ocasiones tal vez excesivo. ( … ) Pero al conocer mejor su trayectoria y vida interna, y al ver su conducta de fondo frente al complejo proceso de la paz, hay que agradecer de veras el que tengamos el ejército que tenemos» .
Y si a estos reconocimientos les sumamos las muestras de solidaridad que por aquella fecha les hicieron llegar a los uniformados los consabidos dirigentes de la reacción, no le falta piso al general Vega Uribe al alardear de «este gigantesco respaldo que nos están dando» (El Espectador, octubre 28 de 1984); o al general Valencia Tovar cuando anota: «Hay virajes evidentes. ópticas nuevas para juzgar a las Fuerzas Militares y de Policía, que se registran con agrado por la prestancia de quienes lo expresan, su influencia en la opinión pública y la calidad de sus escritos» (El Tiempo, septiembre 7 de 1984).
15 El 12 de septiembre el Comando Superior del M-19 le remitió una carta al ministro de Defensa Nacional, en la cual, después de aclamarse que el diálogo «es el camino nuevo y realmente democrático que Colombia puede abrir para América Latina», se consigna: «El respeto que a los militares colombianos hemos mantenido como hombres y como contrarios en el campo de batalla, y la oportunidad excepcional de este tratado de cese al fuego, nos mueve a reafirmar nuestra disposición a un dialogo directo con las Fuerzas Armadas, sea donde sea, y a insistir en que el gran dialogo es el instrumento, la fórmula y la oportunidad para que todos, Congreso y pueblo, Iglesia y gremios, Gobierno, Ejército y guerrillas, hagamos el esfuerzo grande de buscar caminos nuevos para un viejo problema: la Patria que a todos nos duele» (Tomado de El Tiempo, 21 de septiembre de 1984).
16 Antes del asesinato del presidente Salvador Allende, Gilberto Vieira sostuvo: «Un factor verdaderamente decisivo en Chile es el Ejército. Lo han demostrado los hechos. La reciente visita de una misión militar chilena a Cuba me parece un acontecimiento sensacional y significativo de todo ese proceso. 0 sea, no es fácil que el imperialismo pueda movilizar al ejército chileno, en su conjunto, contra el gobierno de la «Unidad Popular», y esa es una de las ventajas más grandes con que cuenta el pueblo chileno» (Reportaje concedido a U. Valverde y 0. Collazos a principios de 1972 y publicado en 1973 en el libro Colombia tres vías a la revolución, Círculo Rojo Editores, Bogotá, Págs. 76 y 77).
17 Teodoro Petkoff, Proceso a la izquierda, Editorial La Oveja Negra, Bogotá, 1983, Pág. 53.
18 El inciso g) del punto octavo del Pacto de La Uribe manda: «Hacer constantes esfuerzos por el incremento de la educación a todos los niveles, así como de la salud, la vivienda y el empleo». El Tiempo, del 28 de mayo de 1984, publicó el acuerdo con las Fare y el 23 de agosto el suscrito con el M-19 y el EPL.
19 Esta manía, tan belisarista, de subordinar el logro de la «paz» a las reformas, a la transformación del país, a la supresión del subdesarrollo y de las desigualdades, campea en casi todas las exposiciones del presidente sobre el tema. Los apartes extractados los tomamos en su orden, de un reportaje suyo a Colprensa y publicado en La República del 9 de agosto de 1982; una rueda de prensa concedida en La Paz y reproducida por El Espectador del 11 de octubre de 1982; un discurso ante gobernadores y alcaldes y transcrito en El Tiempo del 18 de octubre de 1983, y una carta enviada al director de El Tiempo y conocida el 7 de noviembre de 1982. Con todo y lo absurdo que suena someter los convenios de la pacificación a las conquistas económicas y sociales, pues equivale a atravesar una talanquera insuperable, difícilmente encontraremos quién no lo haga. Con el objeto de convencer a los lectores de la existencia de este enredijo universal, vertiremos a continuación la opinión de dirigentes de las más diversas procedencias, advirtiendo que la muestra se queda corta para lo que hay por conocer.
El general Bernardo Lema Henao cuando aún no había pasado a las filas de las reservas: «Lema dijo que es un convencido de la necesidad de la paz en el país, ‘porque yo la concibo como el bienestar colectivo del pueblo colombiano’ » (La República, agosto 13 de 1982).
«La amnistía no es la paz. En esto no debemos equivocarnos. Es posible que ella pueda conducir al restablecimiento de la paz, pero por sí sola no basta. Para lograr ese beneficio es indispensable aplicar otras medidas, como la integración ciudadana y una justa ayuda a los sectores más necesitados» (El Espectador, octubre 3 de 1982).
Jaime Bateman Cayón:
«Para el M-19 paz son libertades políticas, respeto a la vida de los luchadores populares, es la participación del pueblo en las riquezas nacionales, es una política social que cubra las inmensas necesidades del pueblo de pan, techo, trabajo, educación y salud» (El Tiempo, agosto 19 de 1982).
«Paz y democracia son posibles si el nuevo gobierno pacta con el pueblo y se establece un compromiso histórico que dirija al país por las vías de la justicia económica, social y política» (Mensaje del M- 19 al Congreso, El Espectador, julio 23 de 1982).
«La paz hoy es el cese al fuego, pero también son salarios justos, servicios públicos eficientes y al alcance del pueblo, salud y educación para todos.
«La paz hoy es la participación política de las mayorías nacionales, es el respeto a la cultura y la tierra de los indígenas, condiciones de vida y trabajo dignas para los colonos y campesinos y es también la defensa de la soberanía sobre nuestras riquezas naturales.
«Por eso la paz debe ser el resultado de un gran acuerdo entre gobernantes y gobernados, entre nación y gobierno, producto de un proceso de conversaciones de paz al que hemos llamado el Diálogo Nacional» (Carta a Betancur, El Tiempo, noviembre 25 de 1982).
Monseñor Mario Revollo Bravo:
«La paz es fruto de la justicia y mientras haya injusticia social, inmoralidad y un estado de depresión, no habrd paz, por lo tanto, hay que acudir a la redistribuci6n de la riqueza, hay que proporcionar trabajo y suplir las necesidades más urgentes del pueblo» (El Espectador, agosto 21 de 1982).
Gilberto Vieira:
» ‘Los cambios políticos, económicos, sociales y culturales enunciados anteriormente son factores esenciales para la paz que todos los colombianos anhelamos, pues está demostrado que ella no se logra mediante soluciones militares y represivas’, dice el documento» (Ponencia ante la «cumbre política», El Tiempo, septiembre 16 de 1982).
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc:
«Nosotros estamos en la lucha guerrillera no por idealismos sino por situaciones concretas de este país como la injusta concentración de las riquezas en pocas manos, en los denominados grupos financieros ligados al capital imperialista, todo ello posible por la política económica gubernamental, mientras la gran mayoría del pueblo colombiano se debate en medio de la miseria y el empobrecimiento progresivo» (…)
«Por lo anterior decimos que toda acción en la búsqueda de la paz debe incluir medidas económicas, sociales y políticas tendientes a modificar favorablemente la grave situación de los colombianos y requiere además de un efectivo desmonte de los mecanismos represivos. La paz no se logra con simples ejecutorias de acción cívico-militar porque ella no va a la causa de la problemática social para resolverla» (Carta a Betancur, El Espectador, octubre 13 de 1982).
Declaración de las cuatro centrales, UTC, CTC, CGT y CSTC:
«Recogemos el clamor de las mayorías de nuestro país en el sentido de que la amnistía general es un paso importante pero no suficiente para conseguir la paz, ya que ésta supone realizar transformaciones de orden social, económico y político que aseguren a todos los colombianos el disfrute de unas mejores condiciones de vida y de trabajo» (El Tiempo, noviembre 5 de 1982).
Oscar William Calvo, vocero del EPL y del PCC ML
«Cuando firmamos este acuerdo, es porque somos luchadores y amantes por la paz. Pero no por eso, podemos afirmar que el hecho de firmar este acuerdo, signifique la conquista de la paz en el territorio nacional. Es un paso importante, pero no es la culminación de las bases mismas que generan1a violencia, porque es la miseria, la carencia de derechos políticos, porque es el desempleo, el incremento de los impuestos, los azotes de la deuda externa, las precarias condiciones de salud, las deficiencias en la educación, todos estos factores traen consigo la violencia y propician la delincuencia. Por ello, decimos que no se ha logrado la paz» (El Mundo, agosto 24 de 1984).
Gabriel García Márquez:
«…como tanto se ha dicho en Colombia, en estos días, la amnistía es sólo parte de los elementos para que la paz reine en Colombia. Los otros elementos ya se sabe cuáles son: una mayor justicia social, en fin, son temas ya bastante conocidos en Colombia» (El Espectador, octubre 25 de 1982).
Dentro de la copiosa literatura escrita respecto al asunto, extrañamente nadie ha caído en cuenta de que condicionar el proceso pacificador en tal forma, consiste en ubicarlo en una sinsalida. Exceptuando las objeciones muy marginales de algunos liberales, interesados mejor en contradecir a Betancur que en arrojar luz sobre el problema, sólo hemos encontrado un comentario de José Arizala, aparecido en Voz del 6 de septiembre último, en el que fustiga la trillada incoherencia de que «mientras haya hambre no habrá paz». No obstante, se la imputa única y exclusivamente al ELN, cual si no fuese el más generalizado de los dogmas colombianos de los tiempos actuales. Al dirigente revisionista no le preocupa otra cosa que descalificar al grupo guerrillero porque éste no quiso integrarse a la campaña nacional de reconciliación. Explica cómo las sociedades explotadoras de hoy conllevan, por «situación inherente», los males que se derivan de la sobreentendida expoliación. Y complementa: «Si la causa de la lucha armada, de la guerra civil, fuera la pobreza del pueblo, en todos las países capitalistas habría o debería haber una guerra revolucionaria». Aunque esta polémica del señor Arizala no parece representar un bandazo de la dirección del Partido Comunista, sí demuestra fehacientemente que las estribaciones más primigenias de la extremaizquierda en Colombia siguen, sin ninguna otra contemplación, supeditando la «guerra» al cambio de régimen, a la par que el mamertismo y sus adjutores confían en que el régimen supedite el cambio a la «paz». Puntos contrapuestos entre los cuales, a la hora de nona, podría no haber mucha distancia.
20 Los extractos transcritos pertenecen al pronunciamiento expedido el 20 de septiembre de 1982 por el Comité Ejecutivo Central del MOIR, y con el cual se desautorizaba la pretensión del gobierno de designar a Marcelo Torres para la Comisión de Paz. Tribuna Roja, N* 44, febrero de 1983.
21 Varias agrupaciones extremoizquierdistas han reconocido tácita o desembozadamente el uso y la utilidad de estas modalidades de terrorismo. El M-19 de labios de su ex máximo jefe, Jaime Bateman Cayón, reivindicó así, en reportaje a la periodista Patricia Lara, la ejecuición, durante el período de la administración López, del entonces presidente de la Confederación de Trabajadores de Colombia, CTC, José Raquel Mercado:
«Interpretamos al pueblo cuando juzgamos y ajusticiamos a un traidor de la clase obrera … El juicio y ajusticiamiento a Mercado le abrió nuevas perspectivas al movimiento sindical … Demostró hasta dónde llegaba su podredumbre… Despertó a muchos dirigentes obreros quienes se dieron cuenta de que su función no era la de traicionar a los trabajadores colombianos. La gente oyó nuestro mensaje:
( … )
«-Hermano, aquí hay que comportarse. Hermano, aquí no se le pueden hacer jugadas chuecas a la clase trabajadora.
«No quiero decir con eso que el movimiento sindical ya sea puro ni que haya cambiado totalmente. Pero después de la muerte de Mercado, se le abrieron nuevos caminos a la unidad sindical colombiana».
«El M-19 despegó con la muerte de Mercado. ¡Despegó mil veces, mil veces, mil veces!».
También señaló que con el secuestro del gerente de Indupalma, hecho en 1974 para presionar a la empresa a firmar el pliego de peticiones de los trabajadores en huelga, «apareció entonces un nuevo camino en la lucha sindical el cual, desgraciadamente, no se continuó».
Luego de realzar la importancia de aquel expediente para proporcionarle bríos y cauces al sindicalismo colombiano, el comandante del M-19. sin embargo, vacila en cuanto a la validez de sus aserciones y las atenúa un tanto al hablar de los métodos de financiamiento:
«A nadie, y menos a nosotros, le gusta el secuestro. ¡Nosotros preferiríamos mil veces no vernos obligados a secuestrar gente! Pero como el Estado no tiene un impuesto destinado a financiar la revolución de los pobres; y como los que tienen dinero no lo aflojan a las buenas; y como no queremos ser una organización revolucionaria financiada por la Unión Soviética o cualquier otro país extranjero y dependiente de él, no nos queda más remedio que secuestrar a unos pocos oligarcas».
Para rematar más adelante en la misma entrevista:
«Queremos hacer un secuestro más, uno sólo, pero uno que nos deje tres millones de dólares… Así solucionaríamos definitivamente, con un costo político muy bajo, el problema económico de la revolución» (Patricia Lara, Siembra vientos y recogerás tempestades, Segunda edición, Bogotá, Editorial Punto de Partida, abril de 1982, Págs. 116, 117,118, 119, 120 y 121).
22 La frase pertenece a Qdilon Barrot, premier del gabinete del gobierno provisional surgido de la revolución de febrero de 1848, en Francia, investidura que siguió ostentando bajo Luis Bonaparte, luego del triunfo electoral de éste en diciembre del mismo año, la pronunció a la sazón, apenas nacida la segunda república francesa, en el sentido de que el andamiaje jurídico recién impuesto en cierto modo encarnaba un obstáculo para las pretensiones de consumar un golpe de Estado y restablecer la monarquía bonapartista, como en efecto ocurrió más tarde, instaurándose el reinado, así conocido, de Napole6n III.
Carlos Marx cita la expresión de Barrot en sus artículos titulados genéricamente Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, en donde expone, entre otras tesis relevantes, importantísimas apreciaciones sobre la táctica revolucionaria de la clase obrera. En su concienzudo análisis de las fuerzas enzarzadas y de los agudos duelos de aquellos días precisa cómo la conspiración de los detentadores del poder podría llevarse a cabo en la medida en que se presentara un «motín», «un pretexto de salut public» (seguridad pública), que les permitiera «violar la Constitución en interés de la propia Constitución».
El ministerio Barrot instigó en todas las formas a sus oponentes, los irritó, los incitó a cometer estupideces, a fin de que cayeran en el garlito y le proporcionaran lo que quería: un «motín». «La legalidad nos mata», razonaban los conjurados oficiales, y hemos de deshacemos de ella, mas necesitamos un porqué, pues la disculpa, el subterfugio, no es menos trascendente que el propósito, y un manejo adecuado de la situación nos reportará puntos valiosos, definitivos, sobre la contraparte.
Marx concluye: «El proletariado no se dejó provocar a ningún motín porque se disponía a hacer una revolución»; y Engels, en su introducción a la obra mencionada, se detiene en estas reflexiones y las profundiza cual consejos fundamentales para ser estudiados y aplicados por los estrategas del combate del trabajo contra el capital.
A su turno, Lenin, el aventajado discípulo y continuador de la gesta comunista, tomó atento apunte de la clave advertencia, vertiéndola y complementándola en infinidad de textos suyos, polémicos unos, didácticos otros, de carácter teórico los más. Como en Colombia la batalla contra el régimen antinacional y antipopular imperante ha adolecido ante todo de la carencia de una línea táctica acertada, no sobra transcribir aun cuando sea algunas pocas palabras de aquellos escritos pertinentes. Hemos cogido casi que por azar uno breve, acerca de «La II Duma y la segunda ola revolucionaria». Dice allí el artífice de la gloriosa Revolución Socialista de Octubre, vendida y desconceptuada después por Kruschev y sus sucesores:
«…la lucha en su forma más aguda es indiscutiblemente inevitable.
«Pero por eso mismo que es inevitable, no debemos forzarla, apresurarla ni azuzarla. Dejemos eso a los Krusheván y los Stolipin (personeros de la reacción y de la autocracia zarista). Nuestra tarea es decir la verdad al proletariado y al campesinado, de modo bien claro, sin rodeos, franco e implacable; abrirles los ojos sobre el significado de la tormenta que se avecina, ayudarlos a enfrentar organizadamente al enemigo con la serenidad de los hombres que van hacia la muerte, como el soldado que espera al enemigo agazapado en la trinchera y dispuesto, después de las primeras descargas, a lanzarse a una furiosa ofensiva.
» ‘¡Señores burgueses, tiren ustedes primero!’, decía Engels en 1894, dirigiéndose al capital alemán. ‘¡Señores Krusheván y Stolipin, Orlov y Romanov, tiren primero!’, diremos nosotros. Nuestra tarea es ayudar a la clase obrera y al campesinado a aplastar el absolutismo de las centurias negras cuando él se lance contra nosotros.
«Por eso, ¡nada de llamamientos prematuros a la insurrección! Nada de solemnes manifiestos al pueblo. Nada de pronunciamientos, nada de ‘proclamas’. La tormenta se nos viene encima por sí sola. No hace falta blandir las armas».
Agreguemos que las anteriores amonestaciones de Lenin fueron redactadas en febrero de 1907, cuando, como él lo indica, «han pasado dos años de revolución» y «la situación es indiscutiblemente revolucionaria». El mero contraste entre los criterios anotados y los que profesa la totalidad de la franja anarquista colombiana es aleccionador. No hemos vivido en años un verdadero auge del movimiento de masas y ya contamos con un historial de levantamientos armados de tamaño, aspecto, tinte, duración y fortuna diversos, quizás sin parangón en el mundo. En contravía a las universales deducciones del marxismo, lamentablemente en Colombia a los insurrectos, insurrectos de cabeza ardiente y frío corazón, que además no distinguen entre la democracia de los explotadores y la de los explotados y se confunden cuando aquéllos especulan sobre lo preferible de una sojuzgación matizada, no les ha temblado el pulso al acometer cualquier género del acciones temerarias o de dudosas actividades que enloden las banderas independentistas, sacrifiquen alegremente fieles seguidores y desaten la cruenta persecución contra las gentes del común.
El ensayo de Carlos Marx lo consultamos en C. Marx F. Enge1s Obras Escogidas, Tomo, 1, Moscú, Editorial Progreso, 1973, Págs. 190 a 306. Los párrafos de Lenin los entresacamos de sus Obras Completas Tomo XII, Buenos Aires, Editorial Cartago, 1960, Pág. 107.
23 En su alocución televisiva del 2 de diciembre de 1984, Relisario Betancur hizo esta «notificación perentoria y categórica», o «advertencia clarísima y rotunda» como él mismo la calificara:
«…en adelante quienes han resuelto voluntariamente actuar y vivir dentro de las instituciones, tendrán el espacio político para moverse y serán estrictamente respetados, pero siempre que lo hagan dentro de los límites establecidos por la ley. En ese sentido, quiero hacer una notificación perentoria y categórica, una advertencia clarísima y rotunda:
«Quienes persistan en la violencia, en el crimen, en el secuestro, en la extorsión, sufrirán todo el peso de la ley. Sobre esto no les quede sombra de duda: si persisten en mantenerse fuera de la ley, sufrirán el peso de esa ley. Esta es la orden irrevocable a la totalidad de las autoridades. Boleteos, amenazas, asaltos, narcotráfico, toda la gama de los delitos, será castigada sin una sola excepción. Y quienes se acojan a la ley y la respeten, ésos deben sentirse protegidos por esa ley» (El Tiempo, diciembre 3 de 1984).
Entretanto, los mandos militares, envalentonados por las circunstancias, mostráronse muy activos maquinando sus celadas en diversas regiones escogidas cuidadosamente. El nuevo año se inauguró con un voluminoso inventario de intermitentes violaciones a los armisticios. Aunque el cerco de casi un mes a una columna del M-19, tendido por el ejército en las inmediaciones de la población de Corinto, configuró la refriega de mayor calibre, el resto de grupos irregulares también padeció con igual rigor su respectivo número de bajas tras el hostigamiento bélico de las partidas del régimen. Estos incidentes en la fase ulterior del inconcluso pleito corroboran la sospecha de que la «paz» pese a su fácil y espléndido despegue, discurre no como la ciencia, de lo complejo a lo simple, sino como la creación, de lo simple a lo complejo. De no descomplicarse, de no invertir su malformación, contingencia muy remota, la consigna, por mucho que sea coreada a la colombiana por gobernantes e insurrectos, fenecerá incluso antes y no después de haber sido realmente aplicada.
24 Las expresiones de Vieira, Vázquez y Bateman las extractamos respectivamente de: Cromos, noviembre 23 de 1982; El Espectador, octubre 25 de 1982, y El Tiempo, septiembre 18 de 1982.
25 Los dos últimos apartes citados de los pronunciamientos de las Fare los sacamos de publicaciones aparecidas en el órgano del Partido Comunista, Voz. El primero salió el 19 de julio de 1984 y el segundo el 11 de octubre del mismo año, y cuyo párrafo completo reproducimos:
«Dentro del marco de la apertura democrática, las Farc, en unión con otros partidos y corrientes de izquierda lucharán utilizando todos los medios a su alcance por una Reforma de las Costumbres Políticas en dirección a desmontar el monopolio de la opinión política, ejercido por los viejos partidos tradicionales en beneficio de la oligarquía dominante, abriendo cauce a la participación de las grandes mayorías nacionales en los asuntos del gobierno».
Claro está que las Fare no es la única sigla armada que haya abogado por el perfeccionamiento de las instituciones prevalecientes, o haya cifrado sus sueños transformadores en los veredictos de éstas, e incluso, en la injerencia o influencia de las vertientes contrarias al régimen dentro de las actividades gubernamentales de ese mismo régimen. Con obvias variaciones de lenguaje y de énfasis, los otros grupos comprometidos con la cruzada de la pacificación y el pacto social igualmente lo han hecho, extrayendo, del cuarto de aparejos de la burguesía, pendones raídos en pro de una «democracia participativa» o «directa», en la que el pueblo recupere su «soberanía», su «papel de constituyente primario» y demás antiguallas por el estilo. Esto de un lado, y del otro, recuérdese que tales agrupaciones, no obstante presentar cada cual sus particulares demandas, son solidarias entre sí. No tenemos noticia de que los llamamientos de las Fare hayan merecido reprobación alguna de sus ocasionales y sufridos aliados. Salvo, tal vez, una convocatoria signada conjuntamente por el Partido Comunista y ciertos movimientos amigos suyos, como Firmes, el Partido Socialista Revolucionario, Convergencia Socialista, etc., en la que éstos, a raja tabla, le impusieron a los mamertos la siguiente nota refutatoría: «Alertamos contra las pretensiones de imponer un remedo de democratización por parte de los núcleos oligárquicos, como lo indican los últimos pronunciamientos de destacadas figuras de los partidos tradicionales y del gobierno, en los cuales no se observa una voluntad expresa de respaldo a una verdadera apertura política».
«En tal contexto, no es posible esperar que el Congreso de la República apruebe los cambios exigidos por las fuerzas democráticas, que implique una reforma constitucional y el desmonte del monopolio bipartidista» (Voz, mayo 24 de 1984). Empero el Partido Comunista no son las Fare, ni los demás firmantes tampoco son grupos armados.
De contera, los revisionistas hicieron explícitas sus «reservas» sobre la validez de los argumentos que colocan en tela de juicio la capacidad innovadora de las Cámaras, siendo que la glosa en cuestión no niega de plano dicha capacidad, simplemente la supedita a la buena disposición de los «núcleos oligárquicos» para acabar con su propio «monopolio bipartidista».
Para percatamos más de las afinidades ideológicas entre los distintos sectores insurrectos partidarios de la reconciliación nacional, releamos mejor un pasaje de un documento del M-19, dirigido a los parlamentarios, y del que da cuenta La República, del 22 de julio de 1982: «El Congreso de Colombia no puede rezagarse. El Congreso debe responder a las expectativas y esperanzas de un pueblo que lo eligió. El Congreso puede y debe jugar el papel que le corresponde como órgano legislativo y guardián de la democracia».
La postura pueril de depositar la confianza en los organismos estatales y en su cebada burocracia ya ha cosechado sus primeros desengaños. Como seguramente hojearon en la Constitución que el oficio de la Procuraduría es «cuidar de que todos los funcionarios públicos al servicio de la Nación desempeñen cumplidamente sus deberes» y como en la actualidad ese cargo está en manos de un picapleitos un tanto díscolo, no obstante haberlo escogido el mismo Betancur, los delegados del EPL y el M-19 resolvieron hacer insertar en uno de los puntos del armisticio del 23 de agosto que aquella entidad recibiría el «concurso» del gobierno para la afortunada cristalización de dos tareas en concreto; investigar sobre las personas desaparecidas y atender las denuncias relativas a la violación de los derechos humanos. En posterior despacho, a finales de octubre, el Procurador, después de testimoniar que «nuestras altas autoridades militares y policivas» realizan cuanto pueden para «mantener a sus tropas dentro de la moral y la ley», se abalanzó contra las «bandas guerrilleras». Les atribuye la autoría de «secuestros» o «desapariciones en las zonas rurales» y de toda especie de crímenes, desde cobrar impuestos o «vacunas» hasta de robo de ganado y animales de corral. También las inculpa de la desolación económica del campo. Y remata con esta andanada: «…la subversión colombiana carece hoy y desde hace bastante tiempo de toda autoridad moral para empuñar la bandera de los derechos humanos, hablar a nombre de la nación o sentar cátedra sobre la legalidad y la ética de la violencia. La larga cadena de desafueros de toda clase por ella cometidos la hacen históricamente responsable de la desorganización de nuestra sociedad y de nuestra economía y le niegan todo título para hacer un uso acusatorio de hechos como el que ocupa el presente informe» (El Tiempo, octubre 22 de 1984). En síntesis, la oficina seleccionada de consuno por las partes para supervigilar y frenar los desmanes de las huestes envueltas en la pugna, sin más requilorios le quita el piso de la credibilidad a una de ellas, mientras se lo otorga plenamente a la otra. Si en tal forma se comportan quienes por encargo jurídico actúan de fiscalizadores, y cuando no se han esfumado del todo las euforias por el apaciguamiento, ¿qué diremos luego de las cuotas aportadas a la transformación de Colombia por las otras corporaciones menos imparciales del sistema, en desarrollo del quimérico contrato social entre ahítos y hambrientos?
26 La primera de las dos últimas citas pertenece al «Informe al pleno del Comité Central del PC», de mayo 17-19 de 1974, y divulgado por Documentos Políticos, número 110. La segunda cita corresponde a un reportaje a Jaime Bateman, hecho por El Pueblo de Cali y reproducido por El Tiempo, del 18 de septiembre de 1982.