El creciente déficit fiscal norteamericano, el cual alcanzó la cifra sin precedentes de 195 mil millones de dólares; el aumento de la demanda privada de crédito en los Estados Unidos como consecuencia del actual período de reactivación económica, y, por último, las restricciones en el manejo monetario que se ha visto obligado a poner en práctica el mandato de Reagan, son los principales factores involucrados en las recientes a1zas de las tazas de interés de Wall Street, que tanto escozor han causado entre los aliados -ricos y pobres por igual- de la potencia del Norte.
En algo más de un trimestre el interés preferencial, o prime rate, ha sido reajustado cuatro veces por los principales bancos yanquis: éste se ha elevado, desde mediados de mayo, en 2 puntos porcentuales, lo que significa que el Tercer Mundo tendrá que pagar, por concepto de su deuda externa de 750 mil millones de dólares, cerca de 21 mil millones adicionales, de los cuales a América Latina le corresponden de 5 a 6 mil millones.
Este incremento ha promovido además importantes flujos de capitales hacia Estados Unidos, en especial aquéllos provenientes de los países industrializados, que les restan liquidez a sus economías y entraban la inversión productiva. Como lo expresara el Director del FMI en reciente discurso, «dada la magnitud del desbalance fiscal norteamericano con relación a sus ahorros domésticos, los déficit en ese país están contribuyendo a mantener elevadas las tasas de interés en los mercados internacionales y a absorber capital escaso del resto del mundo» (1). Durante 1983, según un informe del Departamento de Comercio, ingresaron, de fondos foráneos, a los Estados Unidos 81.700 millones de dólares en efectivo, al mismo tiempo que los activos norteamericanos en el exterior descendían de 118.500 a 49.500 millones de dólares, o sea una reducción de cerca del 60% en sólo un año. Por ello, a pesar de la aparente blandura europea y japonesa en la llamada Cumbre de los Siete Grandes realizada en Londres, en lo que se refiere al problema de las tasas de interés, las contradicciones con el gobierno de Reagan realmente no han hecho sino ahondarse, como lo sugieren los desabridos comentarios del ministro de Finanzas francés, Jacques Délors: «Los europeos hubiéramos apreciado una declaración más enérgica en torno a los déficit presupuestales y las tasas de interés» (2). Las economías desarrolladas de Occidente no tienen por qué cubrir, a sus expensas, el precio de una rápida y tal vez superficial recuperación de los Estados Unidos, parece ser el argumento de las veladas críticas a la superpotencia.
El déficit fiscal norteamericano
El cuantioso déficit presupuestal y sobre todo la imposibilidad de disminuirlo a corto plazo, es el resultado directo de la política económica de Reagan, consistente en una reducción de los impuestos al capital con un aumento simultáneo del Gasto Público, en particular, el deliberado crecimiento del Presupuesto de Defensa. Mientras los gastos del gobierno alcanzaron en 1983 la cifra de US$795.900 millones, los ingresos sólo llegaron a US$600.500 millones, desembocando en un déficit cercano a los 200 mil millones de dólares.
A manera de ejemplo se puede mencionar que el crecimiento de las erogaciones militares superó en 3 puntos el auge de los gastos totales, llegando a los US$205 mil millones, más de la cuarta parte del presupuesto global de 1983. Paralelamente se registró una disminución de 22 mil millones en los recaudos por concepto de impuestos a la renta. Si se tienen en cuenta las futuras prioridades presupuestales y las leyes fiscales que están en vigencia, se estima que el déficit continuará aumentando hasta finales de la presente década, pudiendo alcanzar los 325 mil millones de dólares para 1989, según la Oficina de Presupuesto que depende del Congreso de los Estados Unidos.
Dada la cuantía del déficit es absolutamente improbable que éste pueda ser solucionado a corto plazo con una mayor captación de ingresos por parte del fisco norteamericano, máxime si se considera la precariedad financiera de vastos sectores industriales que aún no se recuperan del impacto de la recesión estadinense de 1981-83 y los altos índices de desempleo que todavía prevalecen. Tampoco existe la voluntad política de hacerlo si se tienen en cuenta los costos que para la imagen de Reagan, en el año de su reelección, significarían un aumento generalizado de impuestos y la aceptación tácita del fracaso de su política económica, uno de cuyos sustentos es, precisamente, la reducción de impuestos a los capitalistas como mecanismo para estimular la inversión productiva. El gobierno tendrá que seguir recurriendo al endeudamiento público para financiar el exceso de gastos a que se verá enfrentado en los próximos años.
En consecuencia, el Tesoro norteamericano se ha convertido en un competidor de gran peso por los fondos prestables, tanto nacionales como internacionales, presionando así el alza de las tasas de interés. Como se mencionó más arriba este efecto se ve reforzado de un lado, por la política de restricción monetaria del gobierno, y del otro, por el aumento- en la demanda de préstamos del sector privado que conlleva la actual recuperación económica de los Estados Unidos. Economistas norteamericanos reunidos recientemente en la Universidad de Yale, incluidos algunos premios Nobel, resumieron la situación de la siguiente manera: «Nuestros enormes déficit fiscales, resultantes de una reducción de impuestos con un aumento simultáneo del gasto y una política monetaria restrictiva, han generado tasas de interés extraordinariamente altas y las han expandido a todo el mundo»(3).
Mientras se mantenga un déficit fiscal de tal magnitud el prime rate continuará su escalada. Dicha posición, que le costó el cargo al principal asesor del Consejo Económico del gobierno de Reagan, el señor Feldstein, es compartida por los grandes monopolios. Durante una reunión del Consejo Empresarial que reúne los más importantes ejecutivos norteamericanos, el presidente de la IBM sostenía que «nuestros consultores predicen un aumento continuo (de las tasas de interés) durante el presente año y el próximo. Algunos prevén un prime rate de 15% e inclusive superior para el año siguiente» (4).
El desangre de los deudores
Para América Latina, colocada al borde de la insolvencia, contratada en cada vez mayor proporción con la banca privada, y que padece la depresión más honda de los últimos 50 años, el impacto de un alza general en las tasas de interés en Wall Street es devastador.
En primer lugar, la crisis que ha afectado al Continente durante el último lustro, reflejada de manera contundente en los desequilibrios externos de las principales economías, como Brasil, México y Argentina, continúa profundizándose. El Producto Interno Bruto de la región decreció durante 1983 en 3.3% con respecto al año anterior; por habitante representó realmente una caída de 5.6%. Los ingresos por exportaciones disminuyeron en 900 millones de dólares a pesar de que el Volumen de éstas aumentó en un 7%. Si bien se redujo el déficit en la cuenta corriente externa, que bordeaba ya los US$37 mil millones en 1982, su incidencia resulta relativa puesto que se debió casi exclusivamente a un descenso vertical en las importaciones, el cual ha traído consigo graves traumatismos para la industria, entre ellos, la escasez de materias primas básicas. Y si
a lo anterior sede añade un egreso de divisas de US$66 mil millones por concepto de amortizaciones y pago de intereses sobre la deuda, y una salida neta de capital del área cercana a US$17 mil millones, se comprenderá por qué países como Bolivia, Ecuador y República Dominicana se vieron forzados a suspender unilateralmente pagos a algunos de sus acreedores extranjeros, o por qué los gobiernos de México, Brasil Argentina han buscado por todos los medios una reestructuración de sus respectivas deudas.
En estas condiciones de recesión generalizada, una carga adicional de 2.500 millones de dólares al año por cada punto de aumento en las tasas de interés, es simplemente insostenible para los países latinoamericanos. De hecho Brasil tiene comprometido el 82.4% de sus exportaciones para el pago de servicio de su deuda, México, el 59.3%, Perú el 66.2%, Argentina el 149.4%, Colombia el 42.9% y globalmente para América Latina sus compromisos equivalen a más del 70% del producto de sus ventas en el exterior.
La carrera del endeudamiento ha llegado a tales extremos que muchos países están negociando nuevos préstamos prácticamente con el único objetivo de cumplir con las obligaciones que genera la propia deuda.
En sólo diez años su monto global se ha multiplicado por seis, el pago de intereses por 14, el servicio por 10, mientras que las exportaciones de bienes y servicios sólo han aumentado algo más de tres veces. Se ha calculado que para liquidarla totalmente se requeriría destinar a tal fin los ingresos provenientes de sus exportaciones de cuatro años y medio.
Si nos situamos en una perspectiva de más largo plazo, la dominación que ejercen los países capitalistas desarrollados en el comercio mundial, la poca diversidad de las mercaderías del Tercer Mundo y su gran dependencia de las importaciones, han impedido a estos países aumentar las entradas por concepto de sus ventas y obligado a aceptar el progresivo deterioro en sus términos de intercambio, causándoles graves desequilibrios comerciales. Esto, aunado al constante drenaje de divisas que implican las remisiones de utilidades sin límite de las empresas transnacionales y el saqueo sin tasa ni medida del capital financiero imperialista, han precipitado la actual crisis financiera de América Latina cuya irracionalidad amenaza a los acreedores mismos.
Los bancos yanquis, el FMI y los gobernantes latinoamericanos, pretenden descargar el peso de una crisis de tamañas proporciones sobre las espaldas de las masas de trabajadores de la ciudad y el campo, a través de los llamados «programas de ajuste»: congelación de salarios, eliminación de subsidios, recortes del presupuesto público, devaluación, aumento de impuestos indirectos, etc. Sin embargo, es tal la penuria de los pueblos, que la aplicación de dichos programas ha tropezado, en algunos casos, con verdaderas explosiones sociales, o ha tenido que ser mitigada ante los conflictos que amenaza desatar.
Las relaciones con los países ricos son tan asimétricas que, tal como lo admite un exfuncionario del FMI, «el costo los ajustes económicos de los países deudores depende de 1as tasas de interés, de los mercados de exportación y del precio de sus productos…Esto significa que el costo de los ajustes es decidido por los acreedores (5).
Esta realidad se manifestó políticamente en el tratamiento que la reunión cumbre Londres dio al problema del endeudamiento. Allí, los presidentes de las grandes potencias se limitaron a reafirmar su convicción de que la única forma de enfrentar la crisis es a través de negociaciones individuales con los deudores, anunciando que premiarían a aquellas naciones que obedientemente acataran los planes de austeridad del FMI y, a la vez, rechazando enfáticamente las tímidas formulaciones de «responsabilidad compartida» que los siete presidentes de América Latina se atrevieron a presentar en los primeros días del mes de junio.
El club de deudores
Preocupa enormemente a los acreedores el que el agravamiento de la situación externa de las principales economías latinoamericanas propicie la formación de un «club de deudores», sobre todo a partir de la reciente Reunión de Cartagena. Pese a que en ella no hubo declaración que no fuese conciliatoria, salvo aquellas arandelas insustanciales que adornan el «nacionalismo» de nuestros gobernantes, los bancos norteamericanos saben que cualquier intento de negociación colectiva encaminada a mejorar los términos en una eventual reestructuración de la deuda, o cualquier declaración de moratoria en los pagos, borrarían de un plumazo las inmensas ganancias, fuente de su aparente solidez. Incluso podrían generar un pánico bancario, una crisis más o menos extendida de las finanzas mundiales, como se pudo apreciar en el caso del apresurado rescate del banco Manufacturers Hanover Trust ante sólo la posibilidad de que su principal cliente latinoamericano, la Argentina, no pudiera saldar sus compromisos.
Si persisten los incumplimientos los bancos tendrían que recortar los dividendos de sus accionistas y se acentuaría la tendencia a la baja de sus acciones en las bolsas de valores. Durante el año pasado el valor de las acciones de los principales bancos de Nueva York decayó en un 25%, debido, entre otros factores, a la desconfianza que los inversionistas muestran respecto a la recuperación de la cartera latinoamericana y en especial a los riesgos que implica una «politización» del problema, la cual haría tambalear el sistema financiero internacional. Uno de ellos, Barton Biggs, el estratega financiero del Morgan Stanley, lo sintetiza en las siguientes palabras:’ «simplemente no existe posibilidad alguna de que el Citibank incremente sus ganancias en 15% cada año apoyado en las espaldas de millones de resentidos peones latinoamericanos» (6).
(1)»La Deuda Pública Norte americana» en Economía Colombiana, N° 156. Abril 1984, p.72.
(2) Newsweek. Junio 18, 1984, P.9.
(3) El Tiempo. 28 de Junio, 1984, p. 8A.
(4) Time. Mayo 21, 1984, p.47.
(5) Semana. Mayo 22-28, p. 32, (Énfasis nuestro).
(6) Time. Julio 2, 1984.