Editorial: CAUSAS Y EFECTOS DE LA ÚLTIMA CRISIS

En el decurso de su agitada existencia Colombia pocas veces presenció un período tan convulsionado como el que actualmente vive. De seguro la frase la hemos leído por ahí y de pronto algunos de nosotros hasta la hemos escrito. Su vigencia se mide ante todo en el hecho de que los voceros de las más disímiles corrientes la pronuncian, desde luego con matices e intenciones varias, pero la pronuncian. La audiencia ya no se limita a la opinión insular de quienes desde las filas del MOIR, fieles a las enseñanzas y al espíritu del marxismo, recalcan con tenaz persistencia sobre la imposibilidad de un progreso valedero bajo las relaciones neocoloniales y semifeudales imperantes desde los albores del siglo, o al arraigado convencimiento, también moirista, de que la descomposición no se detendrá sin tocar fondo; en la fecha cualquier testimonio más o menos serio sobre la coyuntura histórica parte obligatoriamente de la apreciación de que el desastre es el signo de la hora. Podría imaginarse que semejante confirmación de sus valoraciones constituye motivo suficiente de complacencia y tranquilidad para el Partido. Empero, y con el objeto de comprender mejor hasta dónde va el desconcierto, señalemos que, si evidentemente el país asiste al triste espectáculo de su disolución, nunca como en el presente se insistió en la abyecta defensa de las concepciones y de los dictámenes causantes de los letales trastornos. Miremos lo uno y lo otro.

Los choques entre el amo y sus colaboradores
A medida que se cosechan los fracasos de la retardataria y antipatriótica gestión de los habituales usufructuarios del Poder, el pugilato entre las distintas posiciones de clase, la fundamental discrepancia de la nación entera con los Estados Unidos, en suma, las contradicciones que animan la vida de la sociedad y definen su porvenir, adquieren visos de virulento antagonismo en cuestión de meses y hasta de días.

Basta, por ejemplo, que los despachos de Nueva York traigan la noticia de un aumento de medio punto en el llamado prime rate, tasa preferencial que sirve de referencia al interés bancario, para que el entorno nacional se llene de inmediato con el alboroto de los dómines de los negocios y de la política. Ante el último -incremento, reportado el 25 de junio, el cuarto que durante el año han decidido los financistas norte americanos y que como se sabe afecta enormemente la deuda del Tercer Mundo, el risueño señor Pastrana, con todo y su reputación de ser el consueta de Palacio y pese a su cultivada parsimonia, anotó sin rodeos: «No creo que haya acto más grande de cinismo internacional en un momento en que precisamente en la cumbre de Londres se había hablado de que facilitarían las fórmulas para que los países en desarrollo, especialmente América Latina, pudieran cumplir sus compromisos.»1 A su turno, el presidente, valiéndose de la infalible ceremonia con que se reconsagra la descarrilada república al Sagrado Corazón, proclamó acusatoriamente que los acreedores del Norte están «enceguecidos en una sórdida expoliación que asfixia las economías de nuestros pueblos.»2

¿»Una sórdida empresa de expoliación»? ¿»El acto más grande de cinismo internacional»? ¿No son acaso palabras demasiado duras en boca de los ujieres del imperio? Aunque se sospeche que en las declaraciones transcritas, o en las otras muchas proferidas en igual tono por encumbradas figuras, haya algo de pantomima belisarista para distraer el descontento, innegablemente reflejan el disgusto de una oligarquía que ve disminuidos sus beneficios y amenazada su estabilidad ante los recargos automáticos e inconsultos de los compromisos contraídos. Un par de años atrás ni soñar siquiera que los comisionados de contratar y de responder por los empréstitos externos se expresaran en términos tan descomedidos de los prestamistas. Muy delicada ha de estar la situación, asuntos de suprema importancia han de hallarse en juego y serios peligros deben cernirse sobre el viejo orden, para que las discordias entre patronos y caporales se agríen en tal forma, y, de remate, se meneen en público, como si los más esmerados en preservar la calma fuesen los menos dispuestos a guardar compostura. De por sí, una cosa es el pedir prestado y otra muy distinta el pagar el préstamo, según lo registra la crónica universal de la usura. El dinero se recibe con risas y se devuelve con llanto. A Latinoamérica no sólo se le empezaron a vencer los plazos de cancelación, sino que los vencimientos han coincidido con el atasco bastante prolongado de la economía mundial, la consiguiente instauración de rigurosas medidas proteccionistas por parte de casi todos los Estados, la escasez y el encarecimiento de los flujos financieros, amén de las estrecheces derivadas de las caducas estructuras de los regímenes de la región. Y si a lo anterior le encimamos los volúmenes adicionales de crédito que demanda la cacareada reactivación prometida de consuno por los gobiernos, completaremos un magnífico cuadro de los azares por los cuales los deudores de 350.000 millones de dólares ni quieren ni tienen con qué cumplir sus obligaciones. Unas exigencias de tamañas magnitudes, que drenan sin intermisión los magros presupuestos fiscales y acaparan los dividendos de un sinnúmero de compañías particulares puestas en pignoración, no pueden menos que ocasionar daños arrasadores a los países del Sur del Río Grande; y a sus mandatarios, por peleles que sean, colocarlos en encrucijadas insoslayables e insolubles. Con contadas excepciones éstos han incurrido en moratorias y solicitado prórrogas de los desembolsos, ventilando ante el Fondo Monetario Internacional trámites especiales que en lugar de un infarto fulminante les deparan una agonía lenta por ahogamiento. Algunos, como el afligido Siles Suazo, de Bolivia, resolvieron por decreto: «¡Aplázanse los plazos!».

Carecería por tanto de sentido reducir las quejumbres de la reacción colombiana a los afanes publicitarios y demagógicos con que, desde el primer instante de su advenimiento, sorprendió a sus electores el prohombre que ocupa eventualmente el Solio de Bolívar. La vinculación a los No Alineados, los paseos en Renault 4, el reparto de los formularios para las casas sin cuota inicial los ataques almibarados a Ronald Reagan, la amnistía a la guerrilla, las madrugadas a Corabastos, el nombramiento de artistas en las legaciones diplomáticas, la cruzada pacifista de Contadora, los golpes a unos banqueros para recompensa de otros, las conversaciones en Madrid con el M-19, los metálicos respaldos a la provincia natal, el pacto de La Uribe, etc., son episodios de la tramoya aún en escena y que tanto emocionan a los actores de la televisión, a los folicularios de la gran prensa y a los mamertos de la «oposición democrática». Cada uno de tales desplantes tragicómicos posee la mágica virtud de restablecer la popularidad del primer magistrado cuando ésta declina por los nefastos efectos del ejercicio del mando. En lugar de pan, circo. La sustitución de Landazábal por Matamoros y un discurso sobre las preeminencias de la civilidad curaron como por ensalmo el creciente resquemor originado en el recrudecimiento de la violencia. Los críticos que comenzaban a atribuir a la ingenuidad de Betancur la proliferación de los secuestros y demás eclosiones delictivas, al otro día ensalzaron su amor por la Constitución y su «humanitaria» insistencia en la paz. Los titulares fueron de nuevo: «Tenemos presidente». Lo mismo aconteció antes y después de la firma de los acuerdos del gobierno con las Farc. Los que quieran comprobarlo solo deben tomarse la molestia de repasar los periódicos de abril, mayo y junio.

Lejos de interpretarlos como una anormalidad inaudita, nuestro Partido ve en dichos altibajos la expresión natural de una democracia enfermiza, cuyo rezago económico provoca la profusión de las capas medias y su notable incidencia en las bregas del pueblo. Las ilusiones o frustraciones por los relevos de guardia y a veces por los simples cambios de ademán de los dignatarios de turno, los entusiasmos momentáneos y los intempestivos desalientos no dejarán de ejercer influencia decisiva en las lides políticas, mientras el proletariado no alcance a hacer valer su lucha de clases, en una vasta escala y con todo lo que ella significa en cuanto a combatir los planes de la coalición gobernante, salvaguardar la independencia frente a la burguesía y allanar la senda de la revolución. La habilidad de los dirigentes de las colectividades oligárquicas se concreta en saber pulsar las fibras del pequeño burgués. Antaño era éste un arte casi que de exclusivo dominio de los liberales. Luego de la abrumadora victoria del Movimiento Nacional del 30 de mayo, lo practican también los conservadores, y en honor a la verdad, han llegado a superar a sus maestros. En una disertación en torno a la conveniencia de desenterrar el tema de la reforma agraria, López Michelsen aceptó ante un auditorio de ganaderos que ni él mismo hubiese obtenido el éxito cosechado por la actual administración en sus tratos con los alzados en armas. El milagro estaba reservado, según sus cavilaciones, a un caudillo de la divisa azul, que gozara, por su filiación, de la ventaja de despertar menos prevenciones y resistencias dentro de los círculos pudientes.3 No hay duda de que el artificio de renovar el repertorio, promover caras distintas, sugerir variantes ante el desgaste de las fracasadas entelequias, el poder de crear la expectativa prometiéndolo todo sin entregar nada, en síntesis, la capacidad de maniobra, se ha desplazado de uno a otro socio del bipartidismo constitucional, por lo menos durante el interregno del «sí se puede».

Sin embargo, los copiosos eventos de los últimos dos años, en los cuales han desempeñado una función protagónica, no sólo el portador de la máxima investidura, sino ciertos miembros del gabinete, antier insignificantes rapavelas como su jefe, no responden únicamente a las ansias de vitrina del Ejecutivo. La ineludible intervención y hasta la estatización de las entidades bancarias luego del festín financiero; la urgencia de auxiliar a las industrias de mayor categoría colocadas al borde del abismo; los conflictos acarreados por las crepitaciones del narcotráfico y con los cuales se liga fatalmente el asesinato del ministro Lara Bonilla, y ahora la demoníaca alza de los intereses de la deuda externa que precipita la reprobación mancomunada de los gobiernos latinoamericanos, han conformado un panorama tormentoso cuyos truenos y centellas acaban desarreglando la república y alterando los patrones de comportamiento de sus administradores. El Plan de Acción de Quito, la declaración de los presidentes del 19 de mayo, la carta enviada a la cumbre de Londres y el Consenso de Cartagena son memorandos nada ordinarios que, fuera de exteriorizar la zozobra de las burguesías prestatarias por sus detrimentos y de, compendiar los pedidos perentorios de un reordenarniento económico mundial, revelan hasta dónde han llegado las chispeantes fricciones entre el imperialismo y sus intermediarios. Una rareza, de recordarse las aguas menos procelosas de los finales de la década del cincuenta, en los inicios del Frente Nacional. Lenguaje y maneras inusuales para estas latitudes, que fuerzan a los bandos involucrados en la batalla a emitir sus juicios y verificar su táctica.

¿Redundarán tales reclamos y recomendaciones en un robustecimiento de la irresistible tendencia emancipadora de la época? ¿Habremos de ofrecerles nuestro concurso? ¿Facilitan o no la configuración del frente único antiimperialista? ¿De qué modo sacaremos beneficio de la situación planteada? Preguntas realmente inquietantes y a las cuales habremos de encontrarles la contestación justa. Debemos partir del hecho de bulto de que el sistema capitalista atraviesa en el globo entero por una de las peores crisis. Como todas las suyas, procede de las distorsiones del engranaje productivo y revienta en las anomalías monetarias, en la interrupción de los créditos, en la supresión de los mercados. Lo cual incide asimismo en el resquebrajamiento de las relaciones entre los grandes emporios y la periferia exaccionada y sometida nacionalmente. Con base en estas repercusiones y viendo cómo el horizonte se iba encapotando, advertimos a principios de 1983 sobre las inclemencias que sobrevendrían. «Todas las contradicciones -señalamos- se ahondarán: la existente entre las superpotencias, la de los países sojuzgados con las metrópolis, la de Colombia con el imperialismo norteamericano, la de los monopolios foráneos con sus intermediarios vendepatria, la de las diferentes clases entre sí, la de los trabajadores con sus explotadores, la del marxismo con el revisionismo.»4

La quiebra económica
A caldear el ambiente convergen los arrumes de libros, ensayos y comentarios referentes al quebradero de cabeza en que se ha convertido el endeudamiento externo; y de los cuales, lógicamente, también forman parte las cáusticas denuncias de los mandatarios latinoamericanos, cuyo último grito de dolor se oyó en las plácidas playas de la Ciudad Heroica. La manzana de la discordia radica en que el asunto se ha vuelto inmanejable. Para el cubrimiento de los intereses los países de la región han de destinar más de un tercio de sus ingresos por concepto de exportaciones. Y éstas, en vez de ampliarse, tienden a contraerse, en volumen y sobre todo en valor, a causa de las medidas arancelarias y discriminatorias de las naciones expoliadoras. Nudo gordiano que tampoco se puede deshacer, ni siquiera con la espada de Alejandro Magno, debido a la arrebatiña comercial entre las potencias, acicateada por la depresión. Los deudores no sólo incumplen sino que han entrado en el círculo vicioso de prestar para pagar. Todo se ha experimentado. Hasta la risible ocurrencia de que México, Brasil, Venezuela y Colombia, exhaustas por las mismas gravosas responsabilidades, le facilitaran, de apuro, trescientos millones de dólares a Argentina, a fin de que la endeble democracia austral cancelara a tiempo un abono inminente.

Al Fondo Monetario Internacional, nacido en julio de 1944, en Bretton Woods, del acuerdo entre los poderes vencedores de la Segunda Guerra Mundial y mediante el cual se estableció un nuevo sistema financiero y monetario bajo la égida del dólar, le compete velar porque se observen las reglas y los negocios de los imperialismos no se salgan de madre. Sin su visto bueno no obtendrán prórrogas ni créditos de contingencia quienes precisen un alivio en sus desequilibrios de balanza. Pero antes han de retraerse a rigurosos programas de austeridad que comprenden devaluaciones, encarecimiento de las tarifas de los servicios públicos, generación de impuestos, restricciones presupuestarias, eliminación de subsidios, recortes salariales y otros correctivos, de irritante y complicada aplicación, que en Santo Domingo culminaron en coléricos desmanes callejeros purificados con la sangre del pueblo. El repudio cada vez más extendido y consciente contra tales medidas ha llevado incluso a los peritos de Wall Street a reflexionar sobre la conveniencia de otorgarles a los problemas económicos un tratamiento político. Por su lado las masas populares del Continente ya se los están otorgando. Muestra de ello son las huelgas generales de la Central Obrera Boliviana encaminadas a desconocer una a una las estipulaciones del Fondo. En ese tire y afloje respecto a la necesidad de acoger los sacrificios con cristiana mansedumbre, la nota irónica corre por cuenta del gobierno estadinense cuyo tremendo desajuste fiscal se revierte en un ritmo creciente de las tasas de interés, con las secuelas indicadas. Es más, algunos bancos norteamericanos se han saltado igualmente las recomendaciones, renegociando, al margen o en contra de ellas, mecanismos y fórmulas dispares con sus clientes insolutos, ante el temor de que a éstos se les arrastre hacia una suspensión unilateral de sus giros, como lo han contemplado Ecuador y Bolivia.

Desde el decenio de los setentas vienen derruyéndose así cada uno de los pilotes sobre los que descansa la plataforma de Bretton Woods, máximo esfuerzo por regular y tender hacia un sostenido florecimiento de la civilización capitalista occidental. Sus pautas ya no determinan el flujo de los capitales y de los productos, ni permiten un nivel estable de las ganancias. Sus signatarios más ilustres huyen a refugiarse en un proteccionismo acérrimo, depositando mejor su confianza en la seguridad arancelaria que en la reglamentación de los mercados, y, de distinto modo, subvencionan los renglones fabriles y agrícolas menos afortunados. El 15 de agosto de 1971 el mundo se notifica que ha cesado la convertibilidad del dólar en oro. La consolidación económica de los aliados, los mordisqueos sucesivos a su firme superávit, la costosa agresión a Viet Nam y las alegres emisiones impulsaron a los Estados Unidos a promulgar aquella peregrina medida, junto con la congelación por noventa días de los salarios y los precios, la aminoración de los egresos federales, la sobrecarga del 10 por ciento a los gravámenes de aduana y la rebaja de la autodenominada «ayuda externa» de las respectivas agencias estatales. Antes de la culminación de aquel año los «diez grandes» convinieron en Washington la primera de las, devaluaciones de la divisa norteamericana en la postguerra. El oro ya no valdría US$ 35 la onza troy, como se votó ocho lustros atrás en la Conferencia de las 44 naciones; su coste en las bolsas internacionales superó hace mucho la barrera de los US$ 300.

Mas no serían estos los únicos sacudimientos. Los ideales de unas finanzas sólidas y de unas consistentes reglas cambiarias acabarían por desvanecerse ante tres acontecimientos extraordinarios: la fiebre del petróleo de 1973, cuyo exagerado encarecimiento produjo la acumulación de ingentes cantidades de capital flotante que incitaron al veloz y temerario endeudamiento del Tercer Mundo; la parálisis de 1974 y 1975, a la sazón la más profunda y extendida desde el crac del 29, que envolvió, a sectores vitales de Japón, Europa y Norteamérica, con la correspondiente contracción del mercado mundial, y el receso con que se inició el nuevo decenio, de mayor durabilidad y de más demoledores efectos que las dos primeras perturbaciones señaladas, del cual no termina de salir aún la economía capitalista. Para colmo de males, al síncope recesivo se yuxtapone ahora el caos financiero, estimulado constantemente por el insaciable apetito de la especulación bancaria; una circunstancia explosiva, cuyo detonante podría ser activado por cualquier gobierno enloquecido con Sus débitos. Con que sólo Brasil, México, u otra de las principales naciones hipotecadas, por razones internas de presión social y carácter político, o merced a un tropiezo fortuito en su tambaleante marcha económica, cosa no del todo descartable a juzgar por las complejidades de la crisis prevaleciente, tuviera que romper ese tipo de anticresis que la ata a los bancos internacionales, el edificio entero se desplomaría. A raíz de la propalación de especies semejantes, el Manufacturers Hanover Trust, el cuarto establecimiento bancario de los Estados Unidos, recientemente, el 24 de mayo, sufrió una caída vertical del 11 por ciento en el valor de sus acciones. El campanazo de alerta precisó de estímulos y de la mediación personal del presidente Ronald Reagan, quien hubo de declarar «sin fundamento» los insistentes comentarios acerca de las atribulaciones de la mencionada entidad. Una semana antes el redimido había sido el Continental Illinois Bank. Se le arrojó un salvavidas de 6.500 millones de dólares, de los cuales 4.500 millones provinieron de una línea de crédito -la más grande a un banco en la historia de USA- avalada por dieciséis poderosos consorcios financieros, y el resto, a cargo de la Reserva Federal.

Dentro de este contexto, sumariamente recogido, habremos de encajar la baraúnda de la deuda latinoamericana. Se descarta que los países entrampados sean capaces, antes del próximo siglo, de cubrir sus pasivos, emprender el desarrollo y suavizar las tensiones sociales. Si no progresaron mientras recibieron los empréstitos, mucho menos a la hora de restituirlos. El dilema se ha reducido a lo siguiente: si cancelan, no comen; y si no comen, ¿quién cancela? Esto en cuanto a los prestatarios. Desde la perspectiva de los prestamistas surgen preocupaciones adicionales. Los créditos simbolizan un vehículo insustituible, tanto para no dejar en reposo capitales gigantescos que irrogarían pérdidas, como para garantizarles el tráfico a sus manufacturas y excedentes agrícolas. De menguarse la acostumbrada y libre corriente de divisas, en las metrópolis la producción se resentiría y la rentabilidad se iría a pique. Pero si a las neocolonias morosas se les continúa soltando dólares y no se les exige el pleno y puntual desembolso de sus compromisos vencidos, estaríamos ante el hundimiento de la Atlántida financiera. ¿A quiénes rescatar? ¿Primero a los industriales o a los financistas? ¿A las mercancías o al dinero? ¿Al producto concreto o a su expresión abstracta? ¿Y a quiénes condenar? ¿A las metrópolis o a las neocolonias? ¿A los acreedores o a sus víctimas? ¿No depende la usura de la solvencia del deudor? ¿Pudo acaso el cuchillo de Shylock cortar las carnes de Antonio?

He ahí las sinrazones y contrasentidos propios de la índole del imperialismo. Gérmenes que siempre han estado latentes, minando su biología, pese y debido a sus destellos de esplendor, y que sólo en sus recaídas cíclicas afloran con tal intensidad, como lo estamos contemplando. Todos esos rudimentos claves urgen complementarse recíprocamente pero se contraponen. El crédito aplasta la producción, y al hacerlo, se sentencia a sí mismo. Y viceversa, ésta necesita de aquél, mas su ayuda le resulta fatal. Tampoco hay concordancia entre la actividad agraria y la fabril, ni entre las diferentes ramas industriales, ni entre los bienes creados y el consumo. Y cuando la inconexidad se torna insoportable, el organismo social padece una muerte chiquita, su anárquico funcionamiento se abre paso turbulentamente a través de la crisis.

Algo análogo se presenta en el plano de las relaciones interestatales. La prosperidad de las potencias imperialistas en última instancia se erige sobre la extorsión de las naciones débiles. Lo certifica la elocuente cifra de 750.000 millones de dólares adeudados por el Tercer Mundo, sin hablar de la sustracción de los recursos naturales, el mangoneo de los mercados, etc. Esta ley, tan cierta y tan interesadamente ignorada cual lo fuera en su época el principio heliocéntrico descubierto por Copérnico, se pone en evidencia en los períodos críticos del sistema. Los ideólogos y estrategas de la reacción se devanan los sesos buscando la explicación teórica a las mortales paradojas e inventando las enmiendas y los instrumentos idóneos para subsanarlas. Pero entre más corrigen menos ocultable se hace que tales contradicciones, en la era del imperialismo, asumen una impetuosidad y una ampliación inusitadas, y se compendian en que los monopolios prolongan su vida negándoles a miles de millones de seres el derecho a la suya; los prodigiosos adelantos técnicos y materiales de un puñado de privilegiados requieren de la progresiva indigencia del resto del planeta.

Para percibirlo, a los colombianos no nos hace falta mirar la casa del vecino. Nuestra patria, una de las ciento y pico de naciones subalternas, está, al igual que sus hermanas de infortunio, lesivamente hipotecada al extranjero, así Belisario Betancur se ufane porque debamos menos que los argentinos o los venezolanos. «Mal de muchos, consuelo de tontos», ha sido generalmente el parte de victoria de nuestros mandatarios. Las fuerzas productivas del país no registran en años avances dignos de señalarse, salvo uno que otro cuantioso proyecto que, como el de la Exxon, destinado a explotar el carbón de La Guajira, responde a las operaciones supercontinentales de los conglomerados, del imperio. Sus efímeros y esporádicos lapsos de «bonanza», imputables al potosí de los narcóticos, o atribuibles a las heladas brasileñas que por lo regular redundan en un alza de las cotizaciones del café, jamás se concretan en plantas fabriles de alguna prominencia, y en el mejor de los casos no pasan de cierta animación mercantil, particularmente de artículos importados. Los intentos autóctonos y autónomos de los pequeños y medianos empresarios por suplir las carencias del atraso, muy raras veces terminan siendo compensados con el éxito.

Desde el cuatrienio de Misael Pastrana se insiste en que el punto de apoyo de la palanca económica reside en la construcción de vivienda. Este artilugio no solo elude acometer los aspectos vitales del desarrollo industrial y agrícola, sino que significa la confesión del fracaso de la oligarquía rodillona que, en ausencia de mejores alternativas, tiene que asilarse en una de las pocas actividades en donde todavía se lo permite el entrometimiento de los amos foráneos, y, de añadidura, designarla como el motor del progreso de Colombia. La publicitada «estrategia de la vivienda» fue desmentida contundentemente por los avatares de más de una década, con todo y que los financistas, los cementeros, los pulpos urbanizadores, es decir, los principales responsables de dicho sector, han gozado permanentemente de las benevolencias, de los respectivos gobiernos, incluido el actual. A manos del Estado han pasado por completo las riendas de la economía de la desfalcada república. Actúa de puente y garante de los empréstitos de las entidades internacionales de crédito, destinados en una holgada proporción a atender las obras de infraestructura, por lo demás indispensables para que los monopolios venidos del exterior realicen sus inversiones. El órgano ejecutivo, y en definitiva su cabeza visible, define cual juez inapelable lo que se ejecuta o no se ejecuta en el campo de los negocios, al extremo de que con una sola de sus draconianas providencias puede sacar a flote a un capitalista quebrado o quebrar a otro boyante. Y ese rey Midas de nuestros dominios, paño de lágrimas de todos y cada uno de los estamentos productivos y que fija por edicto hasta el costo de las auyamas, no cuenta ni con qué pagarles a sus maestros. En efecto, el aparato gubernamental, administrador por antonomasia de la riqueza pública, el ente jurídico encargado, a título constitucional, de diseñar los «programas de desarrollo» y de velar por el «bienestar comunitario», fuera de ser un apéndice de intereses extraterritoriales, se ha constituido, por sus quebrantos, sus torpezas y sus venalidades, en la primera causa del desorden imperante y en un obstáculo mayúsculo para la prosperidad de la nación.

El rosario de afecciones se y diagnosticó mucho antes de la despedida del mandato de Turbay Ayala. La reelección de López no logró cuajar, entre otros motivos, porque para entonces el oleaje de la última depresión mundial ya había retumbado en nuestras frágiles riberas. Y los sufragantes, en lugar de ver en el expresidente el bálsamo para las dolencias del país, lo tomaron como el chivo expiatorio de las mismas. Mientras tanto el genio gestor del «cambio con equidad» infundía la creencia de que las seculares penurias y los desfases repentinos debían achacarse, no a las amarras neocolonialistas ni mucho menos a la propiedad monopólica de la tierra y de los demás medios y recursos fundamentales, sino a los «chamboneos» de los funcionarios, que él corregiría, si se le daba la oportunidad de hacerlo desde el palacio de Nariño. Pues bien, lleva dos años corrigiendo. No se le desconoce que ha pasado sus trabajos, especialmente en los talleres de impresión del Banco de la República. Hemos asistido a un abigarrado cartel de cabriolas y piruetas, con requisición de bancos, reformas tributarias, dos o más adaptaciones al canon de arrendamientos, cortapisas aduaneras, tres o cuatro enmendaduras a la Upac, subvenciones a granel para los magnates en dificultades y hasta contenciosas licitaciones públicas. Sin embargo, una investigación menos circunstancial indicará que los desvelos del belisarismo han girado en torno a un espinoso asunto: cómo acrecer el erario con el objeto de enfrentar los percances de la crisis. De otro lado, saldrá a relucir que los dos partidos tradicionales, por encima de sus ruidosas escaramuzas, cierran filas tan pronto entra en peligro el lucro de clase, olvidándose de sus desemejanzas doctrinarias sobre el modo de gobernar.

El abandono del propósito de suprimir los alcances del fisco saliéndole al paso a la evasión mediante el perfeccionamiento de los controles administrativos, sin necesidad de implantar nuevos impuestos, tal vez ha sido la mofa más inicua del Movimiento Nacional a su electorado. Fena1co, la federación de los comerciantes, exteriorizando su enojo por la instauración del IVA, elaboró en febrero una «canasta» de 19 gravámenes sobre los cuales se decretaron incrementos que oscilan entre el 30 y el 500 por ciento, demostrativa del desespero fiscalista que embarga al Ejecutivo. Haciendo salvedad de los alivios para las sociedades anónimas y la gran propiedad terrateniente, y de las franquicias para la inversión extranjera, prácticamente se elevaron todos los tributos, de preferencia los indirectos, comprendidos cigarrillos y licores, avisos y tableros, circulación y tránsito, industria y comercio, gasolina y automotores, predial y arancelario. Los alcabaleros agotaron su ingenio sacándole el jugo a cada item; y agotaron también la tolerancia exprimible del pueblo. Lo inverosímil del relato estriba en que a la postre las carencias que se quisieron taponar, en cambio de angostarse, se ensancharon. No valió la cascada impositiva, ni mantener la progresión ascendente de las tarifas de los servicios públicos, ni acentuarle la cadencia a la devaluación, otra exacción más, enderezada a contrarrestar el saldo en rojo; a la otra orilla de la charca, a técnicos y expertos del Ministerio de Hacienda los esperaban, con las fauces abiertas, los mismos apremios presupuestarios que tanto perjudican y encolerizan a los contratistas del Estado, que soliviantan a los empleados, públicos y a los trabajadores oficiales y que amenazan seriamente a la totalidad del rodaje económico.

Ahí es cuando las clases dominantes, apoyándose en sus dos muletas políticas, el liberalismo y el conservatismo, se deciden a echar por la calle del medio y resolver el acertijo merced al único procedimiento que les queda: la emisión. La emisión a través de los cupos ordinarios y extraordinarios del Banco de la República, de la colocación de los Títulos de Ahorro Nacional (TAN), o deuda interna, y de los empréstitos externos. Modalidades distintas, pero, al fin y al cabo, emisión; el exclusivo y verdadero aporte del grandilocuente hijo de Amagá al desenvolvimiento económico del país, efectuado en una coyuntura en la cual la sociedad oligárquica no sólo se declara inepta para financiar a su Estado, sino que éste ha de sostenerla pecuniariamente. Huelga decir que el engendro espoleará las deformidades. No obstante, a la burguesía entera, sin distingos de bando, le suena ajustado a la más pura hermenéutica que su presidente imprima billetes de lo lindo, con tal de cubrir los desfalcos de los agiotistas, auxiliar a los dueños del Banco de Bogotá, evitar el cierre de Fabricato, apuntalar el Idema y sus precios de sustentación, «democratizar» los monopolios, solventar el Inscredial. A este tácito avenimiento han llegado los más reputados portaestandartes de la reacción, dentro del espíritu del artículo 120 de la Carta, que estatuye la responsabilidad compartida liberal-conservadora en el manejo de la república, y atizados por las conmociones de un tramo en el que los lamentos cunden por doquier y la desesperanza se propaga con la velocidad de una epidemia. Y quizás sea también un entendimiento excepcional y hasta aleatorio, porque muchos de quienes en 1982 pusieron su alma en el ritmo de la administración recién inaugurada ahora predicen terribles desenlaces si no se adoptan de urgencia éstos o aquellos correctivos. No hay más que escuchar a los gremios de la industria, el comercio, la construcción, la agricultura y hasta de la cima privilegiada de las finanzas, que sólo comentan de «parálisis», «caos», «crisis», «catástrofe», y no atinan a explicarse un eclipse tan pronunciado y largo.

Las cuentas nacionales arrojan datos ciertamente escalofriantes. En lo transcurrido del decenio la superficie de los cultivos ha descendido en 500.000 hectáreas y la dependencia del exterior en materia de alimentos se acerca al millón y medio de toneladas anuales. Las fábricas de importancia que han concluido en bancarrota, agregadas a las que se encuentran en concordato preventivo, más las que operan muy por debajo de su capacidad instalada o simplemente reportan pérdidas balance tras balance, suman ya varios centenares. La descompensación entre las exportaciones y las importaciones viene ocasionando un remanente negativo en la balanza comercial del país, que las autoridades últimamente ubicaron en 1.500 millones de dólares, luego de imponer rigurosas medidas restrictivas, muchas de las cuales han recibido el rechazo de la burguesía empresarial y mercantil. Los niveles elevados de desempleo, que en las naciones sojuzgadas, a distinción de lo que ocurre en las metrópolis, configuran un mal crónico y no típico de las épocas recesivas, en Colombia, hoy por hoy, asustan incluso a comentaristas de librea y áulicos de oficio. Para las cuatro principales ciudades el paro forzoso se estima ya en 13.5 por ciento. Sin embargo, los muestreos del Dane resultan menos estrictos y menos impresionantes que el drama en vivo. Porciones considerables de hambrientos no aparecen por lo común contabilizados entre los cesantes, así no sean más que eso, en razón a que tales muchedumbres de parias absolutos, sin destino ni protección social alguna, se refugian, muy de vez en cuando y para no lanzarse al Salto, en quehaceres marginales o faenas improductivas. La deuda externa ronda los US$ 11.000 millones y demanda cada año abonos por US $1.700 millones, de los cuales más del 60% en sólo intereses. Raudales respetables si se aprecia la merma vertical de las divisas, debida asimismo al deterioro acelerado del conjunto de la economía colombiana y en particular de sus ventas en las lonjas internacionales. En lo concerniente al déficit fiscal de 1984, que se le encima al de 1983, de ingrata recordación, ni las dependencias especializadas coinciden en precisar su monto; si en 90, 135 o quizá -250.000 millones de pesos. Mas hay coincidencia en varias cosas: que el descubierto rompe todas las marcas anteriores, crece descomunalmente y no se vislumbra otro remedio que el del fraude monetario para sufragarlo.

Entre las ejecutorias reivindicadas por el régimen descuella el repliegue de la inflación a un tope inferior al 15 por ciento y que el ministro de Hacienda saliente cotejaba orgulloso con las congojas de las naciones latinoamericanas donde la carestía aún mantiene índices de tres dígitos. Aquí cabe también una observación imprescindible. Para nadie constituye un secreto que la caída de los precios tipifica los intervalos depresivos del capitalismo. Indicábamos arriba que la anarquía en la producción, propia de este sistema, lleva, de tiempo en tiempo, a que terminen entrabándose unas a otras las diversas ramas industriales, además del choque entre un continuo aumento de los géneros elaborados y un consumo cada vez más reducido, fruto de la depauperación incesante de las masas populares. Su cometido, a diferencia de las sociedades anteriores, se compendia en la obtención de un progreso constante; pero como, a semejanza de aquéllas, lo sigue realizando por intermedio de la apropiación privada, la tendencia hacia la alta especialización y división del trabajo, que supone una exigente proporcionalidad de las múltiples áreas y derivaciones industriales, confluye, al contrario, en una menor armonía o acoplamiento entre ellas. La permanente tecnificación y el acervo de la riqueza desembocan sin escapatoria en severas obstrucciones, hasta cuando las quiebras en cadena reparan los desajustes entre las múltiples y distintas empresas y dan arranque a una fase de recuperación que a su turno gestará el siguiente colapso, repitiéndose el proceso indefinidamente. Durante la depresión todos quieren vender pero muy pocos compran; entonces las mercancías, englobada la fuerza de trabajo, se abaratan en la búsqueda afanosa de una salida que no siempre logran. El trágico desenvolvimiento conduce desde luego al naufragio a muchos potentados, y a los asalariados los sume en una postración centuplicada. Con todo, a la larga el fenómeno lo aprovechan los capitalistas más poderosos para sacar de la liza a sus competidores y reacomodar el margen de ganancia, restringido por el fortalecimiento de la capacidad productiva, o sea por la mengua del factor laboral respecto a la mejora y ampliación de las maquinarias y materias primas gastadas. En otras palabras, el capitalismo sale de sus traumas periódicos blandiendo sus armas predilectas: la concentración económica y la degradación del proletariado. Lo que pierda por la menor cantidad relativa de trabajo puesto en movimiento procurará compensarlo con una mayor intensidad en la explotación del mismo. De ahí que la burguesía estadinense haya arrancado, a principios de los años ochentas, en el peor y más sostenido declive de su industria desde la posguerra, un descuento sustancial en la remuneración de los obreros.

En fin, a Colombia la lesiona directamente la crisis de Occidente en cuyo ámbito gravita; salvo que en nuestro medio los aniquiladores efectos de aquélla se manifiestan con redoblada furia, gracias a la supervivencia de formas atrasadas de producción y preferencialmente al desvalijamiento de los monopolios imperialistas, causas ambas, ya ancestrales, del raquítico desarrollo del país y de su espantosa pobreza. A las cargas heredadas del pasado se nos añaden los fardos transferidos por los depredadores extranjeros. Sobre las gentes tradicionalmente confinadas a las ruinosas labores artesanales, sobre los venteros ambulantes que por cientos de miles pululan en las vías de los cascos urbanos, sobre el éxodo de los campesinos desprovistos de sus parcelas, sobre los tugurios, se abate la concurrencia de los declarados insubsistentes tras las extinciones parciales o completas de las pequeñas, medianas y grandes factorías. A los colombianos nos corroen las plagas del apogeo del capitalismo sin haber superado las escaseces que implica la insuficiencia de éste. No construimos nuestros telares y ya soportamos el agio y la usura de una complejísima organización bancaria, los desafueros de un Estado oligárquico altamente intervencionista, el perjuicio de las mínimas fluctuaciones del comercio mundial y, a las claras, las desastrosas consecuencias del crac. No debiera por ende maravillar la declinación de la curva inflacionaria que la cúpula burocrática ostenta cual una proeza nunca vista y jamás bien ponderada; lo incongruente está en que en medio del cielo contraccionista el costo de la vida no aminore en realidad y puje hacia arriba, con menor impulso sí, pero de todas maneras con sesgo ascendente. Los ricachos no se entusiasman con el pírrico triunfo divulgado a tambor batiente por los hacendistas del gabinete, pues palpan la inmovilidad, le toman a diario el languideciente pulso a las transacciones y se percatan de cómo sus mercancías, sus apartamentos, sus tierras, no circulan o lo hacen muy lentamente, así reduzcan los importes. Muchos de ellos coinciden en echarle la culpa a la atrofia de la demanda, aunque al tiempo promuevan o patrocinen los despidos masivos y el menoscabo de los salarios. Otra muestra de los inefables enredos del sistema. Como hay ausencia de compradores los capitalistas se las arreglan para expulsar de la plaza a los que queden. Cuando los almacenes se repletan, se envilecen a la vez las cotizaciones y los negocios cierran; con los cierres, el envilecimiento y el almacenaje de los productos empeoran. A la depreciación de las mercancías corresponde una valorización proporcional del dinero, que induce a todo el mundo a pugnar por deshacerse de los objetos que nadie solicita y que difícilmente se truecan en efectivo, a querer aprisionar la moneda contante y sonante, a desear poseer, no valores de uso inutilizados, sino el valor de cambio y el medio de pago por -excelencia, con el cual tener acceso a los vericuetos del mercado y medrar en las pocas oportunidades que éste brinde. Naturalmente los intereses se trepan, el financiamiento escasea y las inversiones disminuyen, hasta tanto el péndulo no retorne al punto en el que vuelva a ser atractivo soltar el circulante y prender los hornos apagados. En Colombia nos tropezamos sin embargo con el insólito caso de que en medio de la más cruda parálisis lo que predomina es el desmoronamiento del peso, en virtud de las anomalías fiscales, el febril dinamismo de los impresores de la banca central, la devaluación galopante y las tasas crecientes de los préstamos internacionales, revirtiéndose en un sobreencarecimiento artificial del crédito, Elementos que, tras de influirse mutuamente, deprimen aún más la economía y alejan las probabilidades de recuperación. Claro está que los desgreños financieros y monetarios han acompañado a las dos últimas depresiones del imperialismo, tanto en 1975 como en la actualidad, notándose también en los países «avanzados» la persistencia de la espiral alcista dentro del tumbo descendente. Pero semejante deformación de la deformación estropea ante todo a las naciones avasalladas del Tercer Mundo. Por eso López Michelsen, sin desentrañar el meollo, mas procurando refutar a su antiguo antagonista, hizo hincapié en que antes -vale decir durante el «mandato caro»- «no se confundía recesión con baja de inflación como ocurre ahora.»5 De cualquier modo, en estas heredades de Colón no disfrutamos ni del abaratamiento característico de las estaciones, críticas.

No hay pues qué aplaudir en el informe del Ejecutivo, y si prolifera la, incertidumbre sé debe precisamente a que se angosta el espacio para sus martingalas y sus carantoñas. El Estado no se halla en circunstancias de acudir con la largueza inicial en auxilio de los sectores emproblemados, y, al revés, se ha decidido a apretar la clavija, como cuando eleva el rendimiento de las Upacs en casi 6 puntos y de 8 a 15 por ciento el de los títulos agropecuarios clase A que las instituciones financieras privadas subscriben obligatoriamente, o reitera el propósito de mantener la progresión de las cuotas de los usuarios del ICT y de las tarifas de los servicios públicos. Determinaciones que se mueven en contravía de sus planes de vivienda y de sus ofrecimientos de desencarecer el crédito, rehabilitar las actividades productivas y redistribuir el ingreso. Resta poco qué escoger. Las adversidades de los empresarios se trasladan inevitable y tumultuariamente a los financistas, ratificándose de paso que el bazar especulativo, aunque se efectúe eludiendo los riesgos de la construcción material, descansa sobre ella y ésta le traza sus límites. Los banqueros han tenido que aceptar en dación de pagos bienes muebles e inmuebles por varias decenas de miles de millones de pesos; las deudas a su favor, vencidas y de difícil cobro, bordean los $ 130.000 millones, cuantía que equivale a una vez y media el capital y las reservas del ramo, y se prevé que 19 de los 23 bancos con sede en Colombia, después de lustros de consecutiva opulencia, no consignarán utilidades en el ejercicio contable de 1984. A la proverbial inopia de los institutos descentralizados se adosan ahora las erogaciones que algunos de ellos han de hacer para cubrir los réditos de los papeles con que captaron gruesas sumas dentro de los particulares, mientras la Contraloría calcula que el gobierno central ha de desembolsar por los suyos más de $ 40.000 millones durante el año, estrechándose angustiosamente el círculo. A Raphael, el atormentado personaje de Balzac, cada vez que saciaba una de sus irrefrenables pasiones, se le encogía la piel de onagro, fuente mágica de sus placeres y de su existencia; al protagonista del Movimiento Nacional con cada uno de sus impostergables decretos se le agota el «sí se puede», el talismán con que electrizara a las multitudes y abriera los portalones del poder.6

Nos hemos hecho una idea del mar de los sargazos que surca la nave colombiana, cuyas vicisitudes exasperan los roces y choques entre las diferentes clases y que a no pocos burgueses les ofusca la visión y les nubla la mente. «Ya se ha socializado las pérdidas», recapacitaba uno de esos oficiosos comentadores de la cosa pública; «ahora lo que falta es que se socialice las ganancias», concluía. Significando así los movedizos terrenos que se pisa con los infructíferos estímulos concedidos de mogollón a las élites en quiebra por parte de un régimen igualmente descaudalado. De la fallida intentona de revivir las rentas mediante la subvención oficial, a invertir las relaciones sociales con el objeto de establecer un Estado realmente holgado y capaz de ver por el engrandecimiento de la nación, no habría mucho trecho si se contempla el asunto desde un ángulo global e histórico y las masas trabajadoras pueden influir decisivamente. En todo caso las recetas de alguna incidencia se desechan tan pronto salen a la luz y la confusión ha sido la reina del carnaval. Dentro de tal clima se sucede la reunión de Cartagena de los cancilleres y ministros de Hacienda de las morosas e insolubles repúblicas latinoamericanas.

Allí el comediógrafo fue de nuevo el olímpico mandatario de Macondo, quien acaparó los destellos de las cámaras y se robó las palmas de la galería, retocando con prudencia su imagen de veleidoso contradictor de los regidores del imperio e instalando la conferencia con un discurso que anticipaba los párrafos primordiales del documento finalmente aprobado por unanimidad. Aboquemos el examen del contenido de las postulaciones del encuentro, no olvidando que el desafío consiste, de un lado, en poner sobre el tapete los motivos del enfrentamiento entre los emisarios de los regímenes del Sur escarnecido y los filibusteros del Norte, y del otro, en abogar por las orientaciones que al respecto más le convengan a la revolución. El temario abarcó tres tópicos: lo que se denuncia, lo que se pide y lo que se promete.

La bancarrota teórica
Dentro del primer aspecto el Consenso da por sentado que «la región atraviesa una crisis sin precedentes», con ilustrativas referencias a que el producto por habitante sigue siendo similar al de hace una década, el desempleo afecta a más de la cuarta parte de la población activa y los salarios reales han caído sustancialmente. «Lo cual puede traer graves consecuencias políticas y sociales». Del estropicio se acusa a ‘factores externos ajenos al control de los países de América Latina», tales como la recesión internacional, el estancamiento de los países industrializados, el deterioro de los términos de intercambio y el resurgimiento del proteccionismo. Anótase que el servicio de la deuda pasó a ser «casi el doble del aumento de las exportaciones» y que «en los últimos 8 años el pago de intereses representó más de US$ 173 mil millones». Los delegatarios llamaron asimismo la atención sobre la conversión de Latinoamérica en «exportadora neta de recursos financieros», avaluando dicha «pérdida» en US$ 30 mil millones para 1983; y se quejaron de los «cambios drásticos en las condiciones en que originalmente se contrataron los créditos», enmendaduras que atañen a la «liquidez», a las «tasas», a la «participación de los organismos multilaterales» y a la «perspectiva de crecimiento económico». El lamento siguiente lo recapitula todo: «Mientras existen manifestaciones de recuperación económica en los países industriales, América Latina se ve forzada a aminorar y en algunos casos a paralizar su proceso de desarrollo.»

Una convergencia extraña y polémica por provenir de quien proviene, los canes guardianes del patio trasero de la Casa Blanca. Pronunciamientos pungentes que borran de un plumazo los otros muchos eventos convocados por los Estados Unidos, en donde siempre se predicó, dentro de los lineamientos del panamericanismo, la conjunción de designios y la identidad de pareceres de los pobladores del Hemisferio, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Refundidas en la memoria quedan las rondas de Punta del Este que, bajo la batuta de Kermedy en 1961 y de Johnson en 1967, les dibujaron a los pueblos zaheridos un engañoso futuro de realizaciones sin par y de dichas compartidas con el odiado usurpador. Habiendo la rueda de la fortuna girado muy al contrario de lo previsto por aquellos falsos profetas, sus sucesores, al cabo de los almanaques y luego de reconocer sin disyuntivas el severo mentís corroborado por la práctica, se atreven a bosquejar un replanteamiento, en un acto que huele más a memorial de agravios que a reposada sugerencia. El que las autoridades del Continente, tanto las ungidas con los votos como las consagradas por las bayonetas, hayan admitido el rotundo descalabro de los programas, las «ayudas» y los convenios basados en los nexos neocolonialistas así no les guste el vocablo, ni lo mascullen por equivocación, no puede menos que simbolizar un ¡al fin! para las fuerzas revolucionarias y en especial para el marxismo-leninismo, que libran una ardua lucha ideológica y política contra un enemigo cuya supremacía se la debe en gran parte al hecho de ejercer un dominio omnímodo sobre los medios de información y, a través de ellos, asegurarse la esclavitud mental de las gentes desposeídas y explotadas.

No obstante, el triunfo no les será entregado gratuitamente a los adalides de la nueva Colombia, ni nada les reportaría si no lo afianzan con una paciente e infatigable campaña de educación y propaganda, enderezada a destruir la quimera de un cabal desarrollo del país en las condiciones de saqueo imperialista y de prevalencia de las formas monopólicas de apropiación. No hay que esperar que este absurdo criterio sea dejado expósito por el pensamiento predominante de la reacción, por mucho que las estadísticas hablen en su contra, aun la de los organismos estatales. Ni lo abandonará el oportunismo, que en sus diversas expresiones revisionistas viene desde antaño apostando por él, y menos hoy que juega al juego de transformar la república mediante el diálogo pacificador con el gobierno. Ahí tienen, pues, material de sobra y ocasión feliz nuestros investigadores, ante todo los compañeros y amigos de Cedetrabajo, para enriquecer los fundamentos de la revolución democrática de liberación nacional defendida fielmente por el Partido desde su fundación. Y nuestros instructores de las escuelas para cuadros conseguirán hacer más comprensibles sus pláticas acerca de la génesis de la crisis capitalista, ahora que indagamos por el método de la enseñanza partidaria, y que no puede ser otro que el de ligar vivamente los justos conocimientos extraídos de los libros con las multifacéticas y mudables realidades del momento.

Tampoco habremos de permitir que cuaje impunemente la especie, montada con sagacidad, de que sean preciso los estipendiarios del imperialismo los primeros propugnadores del bienestar social, en cuyo nombre peroraron los ministros en la capital bolivarense, tratando de proporcionarles un sentido cariz a sus reclamos y de atraer la solidaridad de las mayorías apaleadas de Latinoamérica. Abundan los relatos sobre las iniquidades y traiciones perpetradas, por los Berbeos de la época, especialmente aquellos que destapan los desfalcos; despilfarros y demás corruptelas administrativas de sus exponentes burocráticos. Enumerarlos seria de nunca acabar. Pero todos se parecen en algo al trance de Argentina, en donde los militares sin dejar rastro, no solamente desaparecieron a los hijos de las manifestantes de la Plaza de Mayo, sino también los giros enviados por las agencias prestamistas internacionales. Si se nos replica que acudimos a las perfidias de las dictaduras castrenses para enlodar la fachada de los regímenes representativos latinoamericanos, recordemos entonces el caso del más institucionalizado de ellos, el de México. Vencido el mandato de López Portillo, reventaron una serie de escándalos en torno a onerosas defraudaciones cometidas contra los fondos oficiales, en las que aparecían incursos pesados funcionarios, sin omitirse al propio Presidente. La cuasinacionalización de la banca de ese país, decidida en 1982, fue más bien una asepsia que una innovación económica, puesto que la burguesía financiera sacaba al exterior con una mano los dólares prestados que recibía con la otra. Motivo de recurrentes querellas entre los imperialistas y sus recaderos ha sido la destinación de los empréstitos y, más aún, la dilapidación de éstos.

De ahí también la rigurosa vigilancia del Fondo Monetario Internacional, a sabiendas de que está de por medio la capacidad de pago de los prestatarios y la concreción de las ganancias. Según cómputos de la revista estadinense Time, del pasado 2 de julio, a partir de 1979 han salido de América Latina US$ 70 mil millones, designados a compras de tierras, inversiones privadas o depósitos bancarios en el extranjero; monto que contrasta patéticamente con la iliquidez, los gravosos desembolsos y la sinsalida a que alude el Consenso de Cartagena. En cuanto a prodigalidades nuestra descabalada democracia tampoco escatima. El 12 de julio las emisoras de la Radio Cadena Nacional transmitieron: «El Banco de la Reserva Federal de los Estados Unidos reveló ayer que entre 1981 y 1983 Colombia registró fuga de divisas con destino al mercado financiero norteamericano por 2.500 millones de dólares.»7 Y si se completara el paisaje con los hurtos detectados en Haití, la compra de armamentos del Perú, las ostentaciones de la cleptocracia venezolana, los derroches de Brasil, el ingenio colombiano para rapiñar las partidas de la deuda inclusive antes de su ingreso legal al país y el resto de los ardides con que se limpian las arcas estatales, no sería aventurado aseverar que el cruce de impugnaciones entre el césar y sus procónsules, lejos de generarse en la penuria de los niveles de vida de la región, se circunscribe al regateo del botín. Este tipo de disensiones podrá agudizarse, sí, sobre todo con el ahondamiento de la crisis, mas no adoptará un carácter irreconciliable o de ruptura total. El imperialismo repara en el agua que lo moja y luciría torpe al pretender extremar sus exigencias, tanto por los ahogos en que se debaten sus irreemplazables alzafuelles, como por las impredecibles consecuencias de un cataclismo en la retaguardia. Jamás se había hecho tan patente que los grandes emporios capitalistas superviven gracias al despojo de sus neocolonias; su suerte se define no en Londres, Washington o Tokio, sino en las vastedades mancilladas de Asia, África y América Latina. Los intermediarios también tienden hacia la contemporización, porque en proporciones determinantes derivan su peculio de las entendederas con los monopolios del imperio y a la sombra de éste se refugian, como cualquier José Napoleón Duarte, cada que los infortunios los traspasan o la repulsa popular los apercuella.

Por dicha causa la conferencia estuvo rodeada de episodios hasta cierto punto desconcertantes. El país sede se vanagloria de haber sido, entre sus congéneres, el más cauto en endeudarse y de ser ahora el único con posibilidades de seguir hipotecándose; y en su oración, Belisario Betancur impacta a los concurrentes al poner en conocimiento que «algunos bancos internacionales privados han resuelto agredirnos… han llegado al extremo de amenazarnos si servíamos de anfitriones a esta reunión.» No obstante, mientras intervenía el oferente, aquel mismo 21 de junio, los cables teleguiados desde Nueva York reseñaban que el Chase Manhattan Bank le había ofrecido a Colombia coordinar, por intermedio de un pool de entidades financieras, un crédito de US$ 700 millones, y cinco días después, por corresponsalía originada en esta ocasión desde París, se supo de otro empréstito de US$ 375 millones, adjudicado a la Federación Eléctrica Nacional por el BIRF y una treintena de consorcios crediticios europeos, japoneses y norteamericanos. Entre tanto el Departamento de Estado, en declaraciones de su asesor económico, Martin Bailey, se apresuró a corregir el malentendido presidencial, ratificando a su vez lo que se desprendía de los despachos noticiosos, que «los bancos grandes y más importantes del mundo son conscientes de la importancia y papel que Colombia está cumpliendo al facilitar un acuerdo responsable entre las naciones deudoras y la banca internacional acreedora.»8

Incuestionablemente el atascamiento de los negocios y la declinación de su rentabilidad agrietan las otrora lucrativas y cordiales afinidades de los accionistas de la hazaña expoliadora. Empero, como los asustan los mismos fantasmas, pondrán a funcionar a una voz y a todo vapor, los complejos engranajes gubernamentales; exprimirán hasta las heces los denarios públicos, y les darán largas, en tanto las circunstancias lo permitan, a las definiciones espinosas y controvertibles, propendiendo a soluciones de transacción, las que menos perjudiquen a unos y otros. Moraleja: hay quienes se insultan en las avenidas y se reconcilian en las callejuelas. En cuanto ataña a la voluntad, o sea al terreno subjetivo, los imperialistas y sus espoliques preferirán un mal arreglo que un buen pleito; falta ver qué opina la otra premisa, la objetiva, al fin y al cabo la variable decisoria.

Ahora toquemos el segundo aspecto. ¿Qué se pidió en Cartagena? Extractemos del texto del acuerdo las solicitudes de mayor enjundia cursadas a los mandamases de Occidente. Antes que nada se machaca en «la redacción de las tasas de interés», y «sin perjuicio de los objetivos antiinflacionarios». Dos metas contradictorias que aguardan por la reanimación de la economía mundial y más específicamente por el acortamiento del abultado déficit fiscal de los Estados Unidos. Aun cuando se haya insistido en que 1984 marca el arranque de la tan anhelada convalecencia del sistema, no se oculta que ésta demoró, o viene demorándose más que la de 1976-77, y que son en particular muy inquietantes los coeficientes de Europa, cuyos países han llevado la peor parte y en los cuales la reconversión industrial demanda sumas gigantescas y sacrificios sociales sin cuento. Pero incluso asintiendo que la reactivación sea una realidad tangible y no un espejismo del desierto, cabría todavía preguntarse si durará lo suficiente, o se circunfiere a una mejoría pasajera, premonitoria de un letargo más profundo y traumático. Algo parecido acontece con el embrollo presupuestario estadinense; su saldo adverso amaga romper la barrera de los US$ 200.000 millones, enfriando el alma hasta de los pocos optimistas que presagian un efectivo saneamiento durante el período constitucional a iniciarse en 1985, Esperar a que los zascandiles de Wall Street o de la Oficina Oval reciten el «¡levántate y anda!» ante la desfalleciente producción, a fin de que se satisfagan las peticiones de quienes, además de haber protestado sus pagarés, aspiran a franquicias que se contraponen a elementales preceptos económicos, es pecar de ingenuos o pasarse de astutos. O cual dirían los colombianos, hacer belisarismo.

Nuestro peripatético gobernante todavía cree, por lo menos de dientes afuera, que las ratas del ingreso capitalista, el costo del crédito bancario, los índices de desempleo y de concentración de la propiedad deberían regularse por las eternas reglas de la equidad y de la ética. Con catequesis de moral, o mejor, de afectada moral, ha querido poner coto a los descarríos de una sociedad guiada por el Norte de la máxima ganancia. Como había jurado en vano torcerles el pescuezo a los réditos usurarios, una noche salió por las pantallas de la televisión a aleccionar en lenguaje pastoral a su grey acerca de los torvos y recónditos alicientes tras los que actúa la banca, y debido a los cuales no ha sido factible la disminución de los intereses. «¿Por qué cada día los suben más?», interpeló al auditorio nacional; y al rompe respondió: «por egoísmo». Renovando a renglón seguido el ultimátum de que «eso se va a terminar».9

Únicamente a causa del intensivo tratamiento de cretinización a que se ha sometido al país, tales delirios de orante u orate podrán ser tomados en serio. Sin embargo, el legajo firmado en la Costa Atlántica por los ministros de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela, recoge el «aporte fundamental» de la palabra iluminada del presidente Betancur, no refiriéndose desde luego al pasaje televisivo, pero sí al convencimiento vertido en su alocución inaugural de que todas aquellas injusticias y abominaciones que aquejan a la especie, se curan con contrición de corazón y propósitos de enmienda. Con que los imperialistas se resignaran a embolsarse menos en aras de sostener las cotas de enriquecimiento de las oligarquías antinacionales -el tan trillado reordenamiento mundial-, la tempestad amainaría y el sol volvería a sonreírnos por igual a ricos y a pobres. Las peticiones bailan todas alrededor de tal consideración; a ello se reducen las contribuciones en el análisis económico.

A las potencias se les recomienda, o suplica, «el acceso a sus mercados de las exportaciones de los países en desarrollo», «condiciones que permitan la reanudación de corrientes de financiamiento», «alivio continuado y significativo de la carga del servicio de la deuda», «reducción al mínimo de los márgenes de intermediación y otros gastos», «eliminación de las comisiones», «abolición de los intereses de mora», supresión de la «exigencia» de transferir al sector público, en forma indiscriminada e involuntaria, el riesgo comercial del sector privado», terminación de las «rigideces regulatorias de algunos centros financieros internacionales», «nuevos financiamientos», «reconocimiento de la calidad especial que tienen los países soberanos como deudores de la comunidad financiera internacional», «reactivación de las corrientes crediticias hacia los países deudores», «asignación de un volumen mayor de recursos», «fortalecimiento de la capacidad crediticia de los organismos financieros internacionales», «nueva asignación de Derechos Especiales de Giro», etc.

Si se exceptúa el acápite atinente a un trato benigno para las exportaciones, la interminable retahíla de plegarias se condensa en la consigna de: ¡Dinero, dinero y más dinero! Que no se interrumpa su flujo, que mane a borbotones y sin recargos de ninguna índole. Y si es regalado, ¡excelente! Que los gobiernos latinoamericanos no tengan que responder por los débitos externos de sus burgueses, aunque se reserven el tan practicado derecho de enjugar las bancarrotas de éstos. Que el FMI, el BIRF y la Reserva Federal norteamericana tomen las medidas del caso para desinflar el valor de los créditos internacionales, así los países prestatarios no logren ni les importe constreñir los sobrecostos de los que facilitan internamente. Que Reagan haga lo que ellos no hacen: cauterizar el déficit, precautelar la inflación y descongestionar el mercado financiero. Pero el accidental inquilino de la Casa Blanca puede tanto como Prometeo en el peñón del Cáucaso. Pese a que los apologistas del imperialismo, matriculados en diversas escuelas y subescuelas, debatan y achaquen los atoramientos en el comercio, la industria y las finanzas mundiales al descuido o a la negativa de adoptar tal o cual política por parte de los conductores de la superpotencia, los cimbronazos de la crisis se sienten a menudo más fuertemente en las latitudes septentrionales de Washington, y dan allá menos lugar a los virajes bruscos que en una pequeña nación, supongamos la República de Chile.

A Augusto Pinochet, no obstante deber US$ 19.000 millones, de pronto un empujón de 400 ó 600 millones más lo saque momentáneamente de penurias, y apenas lógico que el general esté dispuesto a intentar cualquier timonazo y a profesar cualquier tesis con tal de complacer a sus financistas y de que éstos lo complazcan a él. Mas a la administración norteamericana, que vela por Occidente, por el sistema monetario internacional y por el general Pinochet, ningún Grupo de Consulta o profesor universitario lo resguardará de sus cuatro jinetes del apocalipsis: los exorbitantes gastos de la defensa, ante las asechanzas del expansionismo soviético; el hostigamiento económico de las potencias aliadas; la explosiva penuria de sus zonas de influencia, y el veloz debilitamiento de sus fondos federales. Mientras no concluya la recesión todas estas acucias tenderán a agigantarse con su deplorable cola de coartaciones al comercio, y junto a ellas, los correspondientes obstáculos a la compra, de las contadas mercaderías procedentes del Tercer Mundo. Así que los implorados incentivos para las exportaciones latinoamericanas muy tangencialmente serán satisfechos.

La encerrona habrá llegado a tal extremo, que el candidato demócrata, Walter Mondale, sin reflexionar mucho en cuánto afectarán su campana sus escuetas alegaciones, retó osadamente a la contraparte: «Digamos la verdad… Reagan aumentará los impuestos, y yo también.»10 Aunque el ex actor no recogió el guante y se mantuvo por lo menos, verbalmente en la posición de proseguir con los amortiguamientos tributarios con que se privilegia a los trusts, y con las talas a la asistencia social con que se golpea al pueblo, el Tesoro de la poderosa nación sufre el peor quebranto de su meteórica carrera. El debate hará manifiestos los fiascos económicos de la última gestión de los republicanos. Ignoramos en qué grado incidirá sobre las expectativas reeleccionistas; empero, no nos cabe duda de que, sea cual fuere el resultado de los comicios de noviembre, la controversia, además de definir el sino de una facción, acabará sepultando casi media centuria de elucubraciones académicas sobre la anulación de la crisis capitalista mediante el incremento del empleo y del consumo a cargo de las múltiples irrigaciones del erario.

El crac de 1929 les había mudado el pellejo a las nociones teóricas de los economistas burgueses. Antes de la fatídica calenda sus connotados pontífices se empecinaban en disimular los fenómenos de superproducción y de paro dentro del capitalismo, aferrándose con fe púnica a las anacrónicas conjeturas de que el mercado nivelaba la una e impedía el otro; y volteándole cerrilmente la espalda a más de un siglo de palmarias refutaciones, incluida la remembranza que Engels inserta en su prólogo de El Capital acerca de los ciclos decenales desde 1825 hasta 1867. Ni el pánico financiero de 1907, causante del despeño de trece bancos neoyorkinos y de otras compañías ferroviarias más; ni los años críticos de 1914 a 1916 que terminaron inmiscuyendo a Norteamérica en la primera conflagración mundial y entronizando allí definitivamente el capitalismo monopolista de Estado; ni el corto pero nocivo receso de 1920-1921; ni siquiera el estruendoso derrumbe de la Nueva Era en las postrimerías de la década de los veintes, convencieron a los rectores de la economía estadinense de abandonar los rígidos criterios, plantados en el «espíritu nacional» yanqui, de que una administración admirable era aquella cuya injerencia brillara por lo discreta y austera. 0 como lo proponía el lema electoral del malhadado presidente Warren G. Harding: «Menos intervención del gobierno en los negocios y más intervención de los negocios en el gobierno.»11 O como lo preconizara Franklin D. Roosevelt en medio de la hecatombe de los treintas, meses antes de asumir la presidencia y a manera de crítica a los desequilibrios presupuestales que Herbert Hoover no acertaba a recomponer: «Tengamos la valentía de dejar de pedir préstamos para hacer frente a los continuos déficit. Basta de déficit.»12 De pronto el brujuleo cambió abruptamente. No sólo se reconocieron las turbaciones cíclicas, sino que se proclamó una forma infalible de neutralizarlas. El nuevo e improvisado esquema doctrinario se distinguiría por sus ínfulas. Sin conmiseraciones botó a la basura los amarillentos e inservibles tratados y propagose a toda prisa por el orbe, cautivando a catedráticos y estadistas, quienes ipso facto retocaron sus axiomas y políticas para ponerlos a tono con la moda. Sobra referir que también la intelectualidad simiesca de la neocolonizada Colombia gesticuló a la par con sus preceptores extranjeros.

De aquí en adelante el Estado, cual supremo regulador, habrá de interferir con el objeto de acrecentar la demanda y promover las inversiones, sin pararse en pelillos o reparar en faltantes y descubiertos. El fundamento de toda esta «revolución» se halla en que, ante los incesantes progresos de la producción que se traducen en una merma relativa del trabajo explotado y del promedio de las utilidades, el imperialismo se había decidido a apelar abiertamente a los instrumentos y beneficios públicos para reponer las declinaciones de la rentabilidad, ya fuese a través de la moderación de los gravámenes, las adiciones al gasto oficial, el endeudamiento estatal, las emisiones monetarias, la devaluación, o por los procedimientos directos de los subsidios y los rescates para las empresas entradas en barrena. A tamaña defraudación de la confianza ciudadana en pro de los dueños y señores de las tres cuartas partes del globo, se la invistió de la dignidad de una ciencia, y como a su héroe epónimo se nombró al señor Keynes, el hombrecillo de Cambridge, al que «la lucha de clases lo encontró siempre del lado de la burguesía culta», y quien fuera en Bretton Woods coartífice del realinderamiento económico refrendado con las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Si en los convulsos períodos anteriores se consideraba conceptualmente prioritario mantener incólume el soporte estatal, última garantía de la sociedad explotadora, después de la Gran Depresión, lo primero que habría que hacer era desangrarlo, y sin contemplaciones, con tal de contener la crisis. Pero los presupuestos deficitarios estadinenses que comenzaron bajo Kennedy como estrategia consolidativa, al cabo de veinte años de prescripción de mercados y de extravío de posesiones neocoloniales, amén de las otras calamidades sucintamente narradas atrás, se han tornado con Reagan en una pesadilla que en lugar de coadyuvar al restablecimiento se constituye en uno de los mayores inconvenientes. La burguesía autónoma de Europa, Japón y Canadá, así como los testaferros del Tercer Mundo, ya han constatado empíricamente que este falseamiento de las apropiaciones y destinaciones presupuestarias, cuando lo ejecuta el proveedor de la divisa mundial, en el presente caso Estados Unidos con su patrón dólar, es un sutil y engañoso mecanismo para soliviar los decaídos dividendos de Norteamérica, a expensas del despojamiento y del naufragio de sus rivales comerciales.

Hay que pertenecer a la cofradía de Fedesarrollo, los masters del keynesianismo criollo, para pensar con el disco rayado de que el país urge aún de emitir y prestar más para rehabilitarse, cuando hasta los parlamentarios intuyen que semejantes expedientes tocan a su fin. U ostentar la banda presidencial en el pecho para insistirle a Washington que, de una parte, subvencione la deuda latinoamericana y suelte los dólares, y de la otra, controle el déficit y reduzca el prime rate o interés preferencial. El interponer unificadamente los buenos oficios de las investiduras ministeriales para forzar mayores anticipos, los cuales requieren de cualquier modo ser autorizados y avalados por la Tesorería del imperio, denota la ciega inclinación de unas clases parasitarias y fletadas a las que no se les ocurre ninguna línea estratégica distinta a la rauda e irreflexible enajenación de las seudorrepúblicas puestas bajo su custodia; haciéndoles no sólo el esguince a los candentes problemas sino recrudeciéndolos con su comportamiento. A los quebrantos materiales de la burguesía los sigue la ruina ideológica de sus teóricos. El memorando de Cartagena refleja esta histriónica verdad al proponer como cura de los males que agobian al Hemisferio las causas que los originan.

Aunque surgidos de la libre concurrencia y cual negación de ésta, lo cierto es que los monopolios no consiguen obviarla del todo; entre ellos las contiendas, enmascaradas tras los pendones nacionales de las grandes potencias, abarcan los cinco continentes, tienden hacia la hegemonía universal y, hacen de las ciento y pico de naciones subyugadas el trofeo predilecto de los vencedores. El imperialismo, antes que extirpar las crisis capitalistas, las vuelve más extensas, profundas y cataclísmicas. Lo aseveran las dos confrontaciones bélicas mundiales que redujeron a escombros y cenizas muchos de los medios de producción sobrantes, e inmolaron en los campos de batalla a decenas de millones de desempleados embutidos en sus trajes de fatiga. La ulterior reconstrucción, la iniciada en 1945, junto con el advenimiento del moderno modelo de vasallaje nacional, de apariencia democrática y rostro bonachón pero de más jugosas retribuciones que el burdo y repudiado colonialismo de viejo corte, permitieron temporadas de acompasado y hasta cierto punto de tranquilo esplendor, singularmente en los Estados Unidos, a cuyo firme liderazgo sólo empañaban escollos superables y llevaderas fricciones. Mas a estas alturas del proceso, descartada la efectividad de las soluciones transaccionales, el imperialismo se ve abocado, para vivir, a otro masivo aniquilamiento de la riqueza por él engendrada. No obstante, la destrucción de bienes y hombres será a una escala infinitamente superior a las precedentes, puesto que con la plétora de las armas nucleares la vigencia histórica de la guerra convencional ha concluido, y con ella, las limitaciones de la devastación; Norteamérica, al contrario de 1914 y 1939, no podrá eximir su territorio y habrá de arrostrar directamente y desde el primer instante los riesgos del holocausto, y el conflicto, que enfrentará a Occidente con la Santa Rusia rediviva, inevitablemente repercutirá en la conciencia de los pueblos del mundo, tanto de las naciones oprimidas como de las opresoras, que querrán sacudirse de una vez y para siempre los yugos de la usura, la crisis y la guerra. Tales las perspectivas finiseculares del modo capitalista de producción.

Y para evacuar nuestro examen, una plumada respecto a qué se comprometieron los lugartenientes políticos de las oligarquías latinoamericanas. Precavidamente «reiteraron que la conducción de las negociaciones en materia de deuda externa es responsabilidad de cada país». Esta declaración, pese a que la complementaron o adobaron con la sugerencia de estatuir unos «lineamientos generales» que «sirvan de marco de referencia» a las impugnaciones «individuales» de los Estados prestatarios, se redactó con el deliberado propósito de desprevenir al Grupo de los 7 Grandes, que ya desde la cumbre de Williamsburg, en mayo de 1983, tomó nota del clamoreo del Sur e hizo votos, por lo menos en el papel, de moderar los déficit fiscales, sofocar la inflación y encinturar los intereses, y que en la capital británica, en junio del corriente año, exteriorizó de diversas maneras su enojo por la eventual conformación de lo que se viene denominando el «club de los deudores»13 No habrá pues, según Cartagena, las conversaciones colectivas rechazadas por Londres. Los gobiernos en bancarrota, que son sin salvedad los tributarios de los emporios industriales, rehusaron voluntariamente arremeter con la fundación formal de un bloque de mendicantes. Continuarán buscando uno a uno y por separado, de acuerdo con el monto de sus compromisos y capacidades, las correspondientes prórrogas y mitigaciones para los inmódicos pasivos. Zanjándose así, y aun cuando fuere temporalmente, un lío que amagaba con complicarlo todo.

Asimismo, prometieron pagar con puntual exactitud, despejando otra incógnita que traía en ascuas a la comunidad financiera internacional, cuyas entradas, y hasta su propia permanencia, cual se indicó arriba, penden de la seriedad y, lógicamente, de la holgura de sus clientes de América Latina. Por aquella fecha los medios informativos alarmaban a los lectores con los cálculos sobre los estragos que, en miles de millones de dólares y en cientos de miles de empleos, les reportaría a los Estados Unidos una reprobación oficial de los débitos de Brasil, Argentina o México. Se hacía inminente una aquietadora mención al respecto, y por eso los ministros suscribieron «la decisión ampliamente demostrada por sus países de cumplir con los compromisos derivados de su endeudamiento externo y la determinación de proseguir con los esfuerzos de reordenamiento monetario, fiscal y cambiario de sus economías». Promesas éstas que buscan subsanar las discordias surgidas en las relaciones inveteradamente afables entre el imperialismo y los regímenes fantoches y que con certeza serán de muy accidentada realización; sin embargo, tal y como han sido proferidas dentro de las solemnidades de una misiva de esa índole, y dado el atolladero de remitentes y destinatarios, no pueden menos que copar las satisfacciones de los jerarcas del Norte. Ante las inobservancias e irregularidades registradas un juramento escrito no significa nada, pero sería peor no tenerlo. El dilema aquí no consiste en averiguar si los signatarios le harán honor o no a la palabra empeñada, máxime cuando la tierra tiembla incluso bajo los tronos menos accesibles y nadie está seguro de qué sucederá al día siguiente.

En una caliginosa mañana de otoño, los peruanos, por ejemplo, se quedaron súpitos al enterarse de que los plenipotenciarios de Belaúnde Terry, por un crédito puente de US$ 300 millones, habían concertado una carta de intención mediante la cual el gobierno se obligaba a recortar en varios puntos porcentuales sus erogaciones, reducir en otros cuantos su déficit, incrementar los ingresos tributarios en un equivalente al 2% del Producto Interno Bruto, subir las tarifas del agua, la energía eléctrica y el transporte, reajustar los precios del arroz y de los hidrocarburos, disminuir las partidas de fomento estatal, nivelar las tasas nominales del interés bancario con las de la inflación, devaluar el sol en un 20%, suprimir los subsidios a determinados artículos de primera necesidad y, por supuesto, dedicar anualmente a la cancelación de los empréstitos vencidos el 50% del total de las exportaciones. Y el premier Sandro Mariátegui, cabeza del gabinete, quien el 26 y 27 de abril, en distintos diálogos con los periodistas comentara jubiloso que el convenio, «un éxito personal del presidente», viabilizaría «la renegociación de la deuda en el Club de París» y se sintetizaría en la reactivación económica del Perú «en un lapso de tres meses a un año», no tuvo el menor sonrojo de manifestar, menos de una semana después y ante las objeciones de los empresarios quebrados y de los sindicalistas enfurecidos, que el gobierno propugnaría la revisión de los mencionados pactos de emergencia con el FMI.14 En cosa de horas el tornadizo parecer de las autoridades peruanas había pasado de la impúdica euforia a la taimada discreción. Son los imponderables de la crisis que en Santo Domingo se patentizaron violentamente con 52 muertos, 140 heridos y 4.000 detenciones, al conocerse de la firma de los mismos irritantes acuerdos. Luego no nos referimos en este capítulo de nuestro análisis a las proyecciones cuantitativas, a los márgenes reales de aplicación de los protocolos. Si Williamsburg no tradujo o no pudo traducir en obras sus ofrecimientos, ¿por qué entonces Cartagena? No. De lo que se trata es de la soberanía nacional, de la actitud frente a los infamantes y perentorios requisitos de las agencias prestamistas cuyos mensajeros vagan por las covachuelas de la administración, husmean en las carteras ministeriales, hurgan en los archivos de los institutos bancarios, meten la mano en las contabilidades de las empresas públicas, toman asiento en el Congreso y en los concejos municipales, en suma, se pasean por la república como Pedro por su casa. Para la banca mundial ha resultado inaplazable que los gobiernos pongan freno al desorden, se disciplinen, no dejen por desidia o ineficacia escapar un denario. En ello va la concreción de sus acreencias. Y esto, unido a los apuros financieros de las marionetas, ha trastrocado a las naciones latinoamericanas, al principio en forma lenta e imperceptible y más tarde rápida y descarnadamente, en simples sucursales de unos, hiperbóreos pulpos matrices, los tentaculares consorcios del imperio. Al punto de que ya no gozan de autonomía ni para fijarle el precio al arroz. Y en medio de la escalada capitulacionista, los heraldos de la democracia oligárquica, fuera de disparar unos cuantos cartuchos de fogueo contra los extorsionadores foráneos, apenas si atinan a reunirse para esclarecer en común las incomprensiones surgidas acerca de su dificultoso acatamiento a las requisitorias del Fondo Monetario Internacional.

Se porfía en la entrega
Finalmente, los ministros, en lo que cabría calificarse como la gran novedad de la conferencia, «manifestaron que la inversión extranjera directa puede jugar un papel complementario por su aporte de capitales y por su contribución a la transferencia de tecnología, la creación de empleos y la generación de exportaciones». No obstante alguna reserva en cuanto al escaso monto de las divisas que se captarían por tal concepto y la ceremoniosa admonición de que las firmas que arriben habrán de sujetarse estrictamente a las leyes de la región, aquella alternativa acaba patentizando la derrota y la alevosía de’ Unas clases apátridas que no sólo estiman vedado el camino hacia un desarrollo independiente sino que renuncian públicamente a transitarlo. Y a los quince días a la capital del país le correspondería ser escenario de otra bochornosa citación, el bautizado Primer Foro de Inversionistas, con la asistencia de 187 representantes de compañías oriundas de los más diversos lugares del mundo a los cuales las autoridades colombianas del ramo les pormenorizaron 257 proyectos en las esferas de la industria agropecuaria y manufacturera, la minería, la comercialización, las maderas, los productos químicos, la pesca, los enlatados y hasta en empresas sociales y de servicios varios, con el objeto de atraer fondos por 2.000 millones de dólares.

Tampoco hay que olvidar que fue bajo el cielo cartagenero, donde justamente nació hace dieciséis años el Grupo Andino, o la Integración Subregional, que lleva también el nombre de la ciudad ilustre. Este experimento se presentó en su tiempo cual bendita panacea para los países consuetudinariamente estancados de los Andes, que principiaban a cavilar sobre un despegue conjunto y solidario. Sobre él llovieron las salutaciones nacionales e internacionales de casi dos lustros consecutivos. Pese a las instintivas simpatías que despiertan entre la gente las banderas integracionistas, en cuyo apoyo se resucitaron inclusive los ideales anfictiónicos de Simón Bolívar, que en realidad no vienen al caso, nuestro Partido, nadando contra la corriente como siempre, hubo de enfrentarse a este nuevo embeleco, al que alababan desde el revisionismo mercenario hasta sectores democráticos y antiimperialistas despistados. Ni nuestros amigos chinos se exoneraron de adherir a los ilusorios planteamientos. Con ellos discutimos en su oportunidad, aspirando a convencerlos de que el Acuerdo de Cartagena, lejos de obedecer, tal sospechaban, a la insubordinación de las burguesías latinoamericanas que aunábanse así para resistir la incómoda intromisión de los Estados Unidos, debíase al contrario a la necesidad del imperialismo de hacer una más exhaustiva utilización de los mercados de sus neocolonias, muchos de los cuales son tan estrechos que de por sí imposibilitan la instalación de plantas fabriles de alguna envergadura, impedimento qué habría de allanarse con el «libre comercio» interzonal. Meta defendida por Johnson dentro de la Declaración de Presidentes de América del 14 de abril de 1967, en Punta del Este; recomendada por el informe Rockefeller del 30 de agosto de 1969 a la administración de Richard Nixon, y expuesta explícitamente por éste como línea central para el Hemisferio, a través de su discurso ante la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, del 31 de octubre de 1969.15

Éstos fueron los obligados prolegómenos de la loada política de la cooperación de capitales, que además hundía sus raíces en la descaecida Alianza para el Progreso y se insertaba dentro del marco jurídico de la vieja ALAC. Por razones apenas obvias al ambicioso plan se le echó su pañete nacionalista y a los copartícipes extranjeros se les supeditó a morigeraciones y fiscalías que no representan ni mucho menos la quintaesencia del patriotismo.

Luego de década y media de frustrantes tentativas, la amarga lección, al revés de lo esperado, compéndiase en que los beneficiarios salieron siendo los monopolios imperialistas y que los países receptores, en lugar de desvanecer las aprensiones que aún los distancian y de jalonar y acoplar entre sí sus economías, se vieron mezclados a menudo en lastimosas pendencias, disputándose, dentro de los respectivos y sofisticados «programas sectoriales de desarrollo industrial», la vinculación de sus asociados, las insaciables corporaciones de las potencias occidentales. Después de la institucionalización de un mercado andino, y que van cristalizándose los sueños de los trusts de poder enviar a todas nuestras naciones sus géneros elaborados en cualquiera de ellas, se pretende ahora seguir suavizando las estipulaciones de la famosa Decisión 24 del Acuerdo de Cartagena, con lo cual aquéllos quedarían facultados para unas remesas más grandes de utilidades o una reinversión mayor de las mismas, encima de otras muchas aberrantes mercedes. En efecto, el ablandamiento viene dándose con bastante anterioridad y no ha de endilgársele exclusivamente a Chile, que desistió de la integración a partir de octubre de 1976. A su favor se han inclinado igualmente los otros miembros del Grupo, que más de una vez introdujeron por unanimidad dispensas y salvaguardias al tratamiento de los capitales extranjeros. Y el gobierno belisarista, condescendiente hasta la ignominia, las ha otorgado a manos llenas desde su instauración y aun en órbitas atendidas regularmente por nacionales como el turismo, el transporte y la hotelería. Los caudales foráneos vertidos en Colombia se aproximaban en 1983 a los 1.400 millones de dólares. Al cabo de tanto trajín y parloteo, de la solicitud de cupo en el Movimiento de los No Alineados y de las diligentes intermediaciones de Contadora, el régimen, en el mediodía de su mandato, entera a sus sufragáneos de que la recompostura económica estriba en más que decuplicar tal cifra.

Los modelos a imitar serán de aquí en adelante Singapur, Corea del Sur y Taiwan, los dilectos satélites, los adorados paraísos de los magnates yanquis. A los tiranuelos les molesta el mote de «deudores» y desean ser ascendidos al rango de «socios» de la empresa expoliadora.16 He ahí la metamorfosis de la mayordomía, la novísima acción hemisférica preconizada en el Centro Internacional de Convenciones de Cartagena de Indias.

A La Heroica le anularon con su Consenso de los ochentas su Acuerdo de los sesentas, y al hacerlo, los conferenciantes sencillamente se avinieron a tachar las mínimas prohibiciones que alejen a cualquier traficante de las metrópolis y que en la época nixoniana fueron el timbre de orgullo del nacionalismo latinoamericano. Voto que sin equívocos les cae de perlas a los neocolonialistas estadinenses, quienes, en virtud de la crisis, han tenido que conformarse con plazas industriales en grado decreciente dentro de América Latina, su primigenia área de intervención.17 A nadie ha de extrañar entonces que a la clausura de la susodicha reunión, llevada a cabo dentro de tan malos presagios, meros juicios laudatorios se hubieran impreso sobre ella, en singular los que corrieron a emitir los atentos vigías apostados en Nueva York, Washington, Londres. Para los protagonistas de la piratería contemporánea, los embozados repúblicos de la agresión internacional, con la triple soga al cuello de la crisis financiera, comercial y productiva, constituye un respiro que sus recelosos estipendiarios, hablando en pro de las naciones exaccionadas, denuncien las «reformables» deficiencias del sistema, aboguen por el fortalecimiento de la organización mundial bancaria, reclamen mayores subsidios estatales de las grandes potencias, pidan la no interrupción de las corrientes crediticias, ofrezcan cumplir los compromisos contraídos, renuncien a las renegociaciones colectivas y coloquen, de aderezo del pastel, la promesa de abrumar de prebendas a la inversión extranjera. ¿Podrían los defraudadores del prime rate recibir más de su morosa y amorosa clientela?18

* * *

En cuanto atañe a los pueblos del Continente, encargados de pagar los trastos rotos de la extorsión, el latrocinio y el despilfarro, no hay motivo para tontas consolaciones. Frente al desbarajuste actual, las oligarquías vendidas al imperialismo no conciben, en razón de su catadura y de los lazos que las atan a éste, ninguna opción distinta de la de porfiar en las relaciones económicas y en las caducas formas republicanas de opresión que han conducido a Colombia a la indigencia y a la indignidad. Ni siquiera a los segmentos más descontentos, de la burguesía nacional, y no obstante sus protestas cada vez más encendidas, la agudización de las contradicciones les ha ayudado a deponer sus posturas conciliatorias e intentar unas fórmulas que se compadezcan con las urgencias del país y con los anhelos libertarios de las mayorías. El proletariado es la única clase que no habrá de desfallecer, ni de desistir del cometido histórico de encauzar hacia la emancipación definitiva, las abigarradas vertientes populares, democráticas y patrióticas que agitan el ambiente político de la nación.

Se confirma de nuevo la justa teoría del MOIR de que el frente único antiimperialista ha de estar inspirado en un programa que, aunque tolere y estimule hasta cierta medida el capitalismo, elimine sus expresiones monopólicas a través de la confiscación y el control de un Estado revolucionario, y al tiempo rompa toda coyunda del extranjero. Obstinarse en forjarlo alrededor de las claudicantes postulaciones burguesas, arguyendo su máxima amplitud y su expeditiva hechura, sólo demoras y frustraciones acarrearía. El hundimiento económico, que ha puesto de relieve esta concluyente enseñanza de nuestro Partido, ha de servirnos de laboratorio para asimilar a fondo las leyes sistematizadas por Marx acerca de las perturbaciones cíclicas del modo de producción capitalista. Necesitamos comprenderlas mejor a fin de contribuir eficazmente a la instrucción de los obreros y de los campesinos, rebatir las falacias de los explotadores y del oportunismo y dotar nuestra táctica de un consistente soporte científico.

Debemos cuidarnos de dos enfermedades típicas de coyunturas como la que atravesamos: el desespero y el desánimo. Tropeles de confusas personas, que la dura situación anonada, se escudan, bien en las temerarias e infecundas proezas del anarquismo, bien en las desmoralizadoras resignaciones del abatimiento. La crisis no es el toque a generala de la revolución. Por ello conmociones tan caóticas como el crac de 1929 no redundaron en Estados Unidos, o en otras partes, en un resurgimiento efectivo de la lucha política del proletariado, y a la postre viraron hacia él arraigo de la reacción en todos los órdenes. Y en la actualidad, cuando Colombia presencia por oleadas la quiebra de sus empresas y el retroceso de sus actividades agropecuarias, cuando tiene que destinar a la cancelación de la deuda externa casi el total de los ingresos por concepto de la exportación de su principal producto, el café, y en campos y ciudades germinan como nunca antes el desempleo y la miseria de sus habitantes, cuando los dirigentes de la alianza burgués-terrateniente al mando no visualizan solución para sus falencias en lo que falta del siglo y entre ellos prima el descontrol, irrumpen los instigadores de las prácticas extremoizquierdistas a proponer el remozamiento del país por medio de la pacificación dialogada y la «apertura democrática».

El armisticio concertado en La Uribe entre las Farc y el gobierno no insta de suyo a transformaciones sustanciales. El trato se limita a que la comisión oficial, conformada para tal fin, «da fe» de la «amplia voluntad» del Ejecutivo en cuanto a las enmiendas dirigidas a cimentar el predominio de la constitución y del derecho. Allí, a más de contemplarse la eficiencia de la justicia y del aparato administrativo, la elevación de la moral pública, la elección de los alcaldes, la función y el profesionalismo del ejército y hasta el mejoramiento de la fraternidad republicana, se persigue «una» reforma agraria y se avizoran los «constantes esfuerzos» por la salud, la vivienda, el empleo y la educación. El adefesio no está en la omisión de las reivindicaciones básicas. Este sería mayor si no se les hubiere omitido, pues significaría recabarle al Estado no que arregle su aspecto sino que se autodestruya por temor a una guerra ofrecida o por pasión a una paz obsequiada.

La insensatez de aquellas agrupaciones se expresa en que, después de haber librado una lucha armada por casi dos décadas y sin importarles la ausencia de las condiciones mínimas insurreccionales, por lo cual se vieron día y noche impelidas a forzar la beligerancia de la población y a recurrir a modalidades de financiamiento políticamente improcedentes de improviso, y con el objeto de adecuarse a los zigzagueos soviéticocubanos en América Latina, resuelven izar la enseña blanca e impetrar la amnistía, el diálogo, la tregua y el indulto, a cambio de unos miserables remiendos a la república oligárquica que en el mejor de los casos sólo tendrán el don de reencauchar el destartalado prestigio de los próceres del bipartidismo tradicional; y todo en un momento crítico en que el régimen pasa crujías socorriendo a los banqueros q industriales, autorizando los despidos masivos de trabajadores y recortando su propia nómina, para sobrevivir. Combatir veinte anárquicos y costosos años para rejuvenecer la centenaria carta de Núñez es como derribar un árbol para cazar un mirlo.

Si el oportunismo jamás tuvo en cuenta la conciencia ni el grado de preparación política y organizativa de las masas populares, ni la correlación de fuerzas con el enemigo de clase, es decir, los elementos que perfilan la táctica revolucionaria, y adujo siempre cual único argumento de sus aventuras la urgencia del cambio social, no sorprende que reduzca éste a unos cuantos retoques parlamentarios cuando decide suspender sus acciones terroristas y foquistas. No dirán: «Nos equivocamos; las circunstancias eran adversas para el levantamiento bélico», con lo cual le ahorrarían más sangre innecesaria a la causa que aseguran defender, prestándole un gran servicio al cabo de tantos palos de ciego. Pero no. Continuarán empecinados en que la insurrección se justifica en cualquier eventualidad política y no obstante los estragos que su artificioso estallido pueda ocasionar en el seno del pueblo y en las huestes de la revolución; así como se exculpan las «aperturas» hacia los directorios liberales y conservadores, las entrevistas clandestinas con el presidente, las festivas visitas a Palacio, las afinidades reformistas con el belisarismo, en medio de la peor catástrofe económica, en la cual la burguesía restituye su cuota de ganancia a costa de los salarios y las conquistas laborales, y el empobrecimiento generalizado y la descomposición social demandan sin más dilaciones una respuesta rotunda y ajena a los burdos despliegues de la minoría opresora.

Aunque no hayamos salido del aislamiento nos corresponde llenar el vacío. Porque si no hubo en el pasado la tan anunciada y amedrentadora guerra popular, tampoco habrá en el futuro la paz convenida. Los secuestros, por cuya unánime condenación los Ardila Lulle les rinden tratamiento de Bolívares a los Pancho Villas colombianos, proseguirán, y proseguirán con sus connotaciones proselitistas, gracias a que el irreversible colapso de la nación proporciona el sustrato y las premisas sociales para que insurrectos errantes, valiéndose de llamativas siglas, prefieran aligerar la bolsa de los ricos a destronarlos.

Al MOIR, un partido insobornable y proscrito por sus inconfundibles detractores, forjado no sólo dentro de la ruina acuciante de Colombia sino contra la resaca ideológica de dos calamitosos decenios, que no ha torcido su rumbo ni enturbiado su estilo con las malas mañas de la delincuencia común, le sobran combatientes del temple de Luis Acevedo y Arcesio Vieda y autoridad moral para capitalizar políticamente la descapitalización del país, e ir por los fueros de las concepciones y procederes que sacarán airosa a la clase obrera. Por traumáticos que fueren, los efectos de la crisis, no lograrán desquiciarnos ni doblegarnos, puesto que no ignoramos que las bancarrotas periódicas trastornan y debilitan a la burguesía pero no la eliminan. La sociedad basada en la explotación del trabajo asalariado encuentra la forma de recuperarse de sus espasmos recesivos, y los capitalistas no sucumben por razones propiamente económicas. A éstos, para verlos en el suelo, hay que tumbarlos.

NOTAS

1 Declaraciones de Misael Pastrana Borrero al Noticiero Todelar, El Siglo, junio 27 de 1984.

2 El Tiempo, junio 30 de 1984.

3 Alfonso López Michelsen, en el congreso ganadero convocado por Fedegan en Cartagena, apuntó: «No vacilo en apoyar sin reservas la política de paz del presidente Betancur. Lo dije en Cali y quiero repetirlo ahora con mayor énfasis. Un presidente liberal, que, para el caso hubiera podido ser quien habla, jamás hubiera podido realizar una convergencia multipartidista como la que ha alcanzado el presidente Betancur, ( … ) Sectores del conservatismo, que apoyan incondicionalmente al presidente Betancur, jamás le hubieran prestado el contingente de su adhesión a un gobierno liberal y, en el seno de mi partido, la división hubiera sido la misma que contemplamos ahora frente al acuerdo, según se inclinan ciertos ánimos hacia la represión o hacia la amnistía. De igual manera, el tratamiento de la aproximación a la guerrilla, sin lesionar la sensibilidad del estamento militar, tampoco hubiera sido la misma bajo un gobierno de mi partido, no obstante haber observado, si no todos, algunos de sus presidentes, el principio de depositar en manos de las propias fuerzas armadas el manejo del escalafón, los ascensos y los retiros, sin la interferencia de la autoridad civil» (El Tiempo, junio 15 de 1984).

4 Tribuna Roja, Nº 44, Las caóticas implicaciones del «sí se puede», febrero de 1983.

5 López Michelsen, id.

6 La prensa comunicó que el martes 24 de julio «el Presidente citó a la Casa de Nariño a los representantes de los gremios económicos, profesionales y laborales, en la esperanza de lograr el respaldo nacional alrededor de iniciativas que pondrá a la, consideración del Congreso». En realidad la reunión tenía, el propósito de notificar a los voceros de los círculos influyentes sobre la alarmante indigencia del Ejecutivo y de recabarles su consentimiento y apoyo para obtener del Parlamento una nueva autorización, la segunda en menos de año y medio, para echar a andar la máquina impresora, esa piedra filosofal moderna que transmuta simples papeles en refulgente oro con sólo apretar el interruptor. En Cali, los aparatos represivos cogieron recientemente a unos bandidos en flagrante delito de producir dinero tramposo, y se los metió de inmediato a la cárcel porque estaban estafando a la sociedad; cuando este mismo atentado se adelanta con la permisión de la ley, sus autores se llenan de merecimientos porque el cuerpo social se ha agravado y requiere de una operación económica de alto turmequé. Efectivamente, el señor Betancur impresionó por su franqueza: «La verdad es que el Estado no tiene hoy cómo cumplir obligaciones contraídas legalmente con sus empleados y con los contratistas nacionales, ni cómo realizar los gastos en moneda nacional que demanda el correcto funcionamiento de los servicios públicos.» ( … ) «El gobierno tendrá que recurrir al expediente de la emergencia de pedir autorización al Congreso para pagar los faltantes con créditos del Banco de la República en 1984 y 1985» (El Tiempo, julio 25 de 1984).

En mensaje dirigido al Congreso, a manera de exposición de motivos del proyecto de presupuesto para la vigencia de 1985, el presidente y su ministro de hacienda, Roberto Junguito Bonnet, además de solicitar nuevas autorizaciones para emitir y endeudarse, contemplan una «suavización de las prestaciones» de los servidores de las dependencias estatales y un impuesto extraordinario, no especificado, pero algo así como un anticipo de los gravámenes de los años por venir. Literalmente expresan: «Dentro de la estrategia se incluirá una propuesta para decretar una contribución extraordinaria y transitoria que, por sus características, sea asimilable al pago anticipado de impuestos futuros.» Lo cual significa que el mandato del «sí se puede», no sólo entregará una administración en completa bancarrota y embargada, sino que se alzará hasta con los fondos corrientes que les corresponderían por jurisdicción o competencia jurídica a sus desventurados herederos en el ejercicio del poder.

Y por su parte, el exmininistro Edgar Gutiérrez Castro, tan controvertido por su labor al frente de la economía nacional durante este período de descalabros y de yerros, disculpándose por lo aplastante de las estadísticas y más concretamente por la preocupante desocupación del país, admitió que el panorama era deplorable y recomendó no crear falsas expectativas sobre una quimérica prosperidad. Sus afirmaciones fueron:

«No son los más graves (los índices) que ha tenido el país en desempleo sino el mundo en los últimos 40 años. No nos podemos hacer ilusiones los colombianos en el sentido de que somos una comunidad aparte, que los problemas que afectan a la economía mundial no nos afectan a nosotros. No es así. El problema de desempleo que vive Colombia esta en línea con el mismo problema de desempleo que está viviendo el resto del mundo. Tenemos que ser realistas y no tratar de crear expectativas inconvenientes que le hagan al país aparecer como si estuviera viviendo una situación de prosperidad que mal podría tener en el momento en el que todo el mundo está viviendo una depresión angustiosa» (El Tiempo, julio 27 de 1984).

Conclusión: Gutiérrez Castro cierra con broche de oro su misión ministerial: la crisis es mundial y Colombia no puede aspirar a ser una excepción dentro del aletargamiento cósmico.

7 El Mundo, julio 13 de 1984. El periódico de Medellín complementa así la noticia de RCN: «El presidente del Banco del Estado, Luis Prieto Ocampo, afirmó que si entre 1981 y 1983 salieron US$ 2.500 millones, es posible que entre ese año y lo que va corrido de 1984, las cifras se hayan incrementado considerablemente, como consecuencia de los constantes movimientos de las tasas, de interés en los bancos norteamericanos y en algunas entidades europeas de crédito.» Por su parte la Reserva Federal considera que el mecanismo utilizado para los envíos de los capitales ha sido el de la alteración de los comprobantes de las exportaciones. «Las facturas se elaboran aprecios inferiores de los reales y los excedentes van a parar a jugosas cuentas bancarias en los Estados Unido», argumenta el principal organismo de control monetario de Norteamérica.

8 El Tiempo, junio 23 de 1984. En el mismo reportaje Martin Bailey confirmó que «si como estaba previsto al mediodía de ayer», «de la reunión ministerial de Cartagena salen propósitos de controlar la situación de la deuda externa en forma responsable, Estados Unidos aceptaría servir de mediador de buena voluntad en el manejo, caso por caso, de aquellas que constituyan un riesgo para la estabilidad financiera internacional, como se hizo con los de México y Argentina.»

9 El Tiempo, mayo 23 de 1983.

10 El Tiempo, julio 21 de 1984.

11 Frank Freidel, Los Estados Unidos en el siglo veinte, Tomo I, primera edición, Editorial Novaro México S.A., julio de 1964, Pág. 457.

12 Robert Lekachman, «Utilidad actual de Keynes» en Crítica de la economía clásica, Madrid, Sarpe, 1983, Pág. 209. El autor trae igualmente unas frases de la disertación pronunciada en 1930 por el laborista Philip Snowden, en la Cámara de los Comunes de Londres, probatorias de la tónica predominante en materia de restricción fiscal, la cual se aconsejaba sobre todo para los intervalos de estancamiento. «Un gasto que puede ser fácil y tolerable en épocas de prosperidad se hace intolerable en un período de grave depresión industrial», sostenía el ministro británico.

13 En el pronunciamiento de Williamsburg, firmado por las potencias participantes -Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, República Federal Alemana, Italia, Japón y Canadá- se lee:

«Todos debemos esforzarnos para alcanzar y mantener una tasa de inflación reducida y hacer bajar las tasas de interés que registran actualmente un nivel demasiado elevado. Renovamos nuestro compromiso de reducir los déficit presupuestales estructurales, en particular frenando el crecimiento de los gastos.» ( … )

«El fardo de la recesión agobia duramente a los países en desarrollo y estamos profundamente preocupados por su restablecimiento.

«Es crucial restaurar un crecimiento económico sano, pero manteniendo la apertura de los mercados. Conviene en particular velar por el mantenimiento de un flujo adecuado de recursos, en particular de ayuda pública al desarrollo, hacia los países más pobres, y en beneficio de la producción alimentaria y energética, tanto en el plano bilateral como por intermedio de las instituciones internacionales apropiadas» (El Tiempo, mayo 31 de 1983).

Tal se aprecia, los sobresaltos por el empeoramiento de la situación económica, en particular de las zonas atrasadas y dependientes, dominaron aquella reunión de los grandes del mundo. Y transcurrido más de un año, ninguno de los deseos e intenciones expresados se ha convertido en realidad. Los intereses crediticios, por ejemplo, en vez de aminorarse conforme a lo predicho, han subido sensiblemente, no sólo en Estados Unidos sino en Europa.

14 Los datos y las declaraciones de Mariátegui fueron extraídos de los diarios limeños Hoy, de abril 28, El Comercio, de abril 27 y 28, y La República, de mayo 3 de 1984.

15 Vamos a transcribir algunos apartes de los documentos señalados, con la finalidad de darles a los lectores una somera idea sobre cómo Estados Unidos abordó el tema de la integración y la asociación por aquellos días.

De la Declaración de Presidentes de América:

“… para alcanzar tales fines [los del desarrollo] se requiere la colaboración decidida de todas nuestras naciones, el aporte complementario de la ayuda mutua y la ampliación de la cooperación externa.»

«La América Latina creará un Mercado Comn…»

«El presidente de los Estados Unidos de América, por su parte, declara su firme apoyo a esa prometedora iniciativa latinoamericana…»

«Los presidentes que suscribieron este documento afirman que:

«Construiremos las bases materiales de la integración económica latinoamericana mediante proyectos multinacionales.»

Del Informe de Nelson Rockefeller:

«El momento ha llegado en que Estados Unidos debe desplazarse concientemente de su papel paternalista hacia el desempeño de su papel asociado.» ( … )

«El desarrollo industrial requiere amplios mercados para poder producir eficazmente. Los mercados internos en la mayor parte de las naciones del hemisferio son demasiado limitados como para permitir una amplia industrialización. Los acuerdos regionales de intercambio ofrecen una vía constructiva para la ampliación de mercados.»

Del discurso de Nixon:

«Hemos visto una serie de iniciativas en la América Latina hacia la integración económica regional, tales como el establecimiento del Mercado Común Centroamericano, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, la Asociación de Libre Comercio del Caribe y el Grupo Andino. Las decisiones sobre cuán lejos y cuán rápido deba marchar este proceso de integración, desde luego no nos corresponde a nosotros. Pero quiero subrayar que estamos dispuestos a colaborar en este empeño, si es que se desea.»

16 Lo que más impresionó a la prensa de los razonamientos de Belisario Betancur en las tantas veces aludida Conferencia Económica Latinoamericana del 21 de junio, fue precisamente esta introspección: «Mejor tener socios que acreedores.»

17 En su edición del 4 de abril de 1983, El Tiempo trae un cable enviado desde la ciudad de Miami en el cual se cuenta que un grupo privado de investigación, Conference Board, de Nueva York, auspiciado por varias corporaciones importantes, concluyó que el 51% de las inversiones extranjeras de la industria norteamericana en 1982 se registró en Europa Occidental, el 24% en Asia, el 15% en Canadá y sólo el 5.7% en Latinoamérica. El cuatro por ciento restante, se dividió entre el Medio Oriente y África.

Y agrega:

«James Green, jefe del departamento de programación de empresas internacionales de Conference board, declaró en una entrevista que las nuevas cifras «indican una tendencia a apartarse de Latinoamérica y acercarse al Pacífico».

«Expresó que la elevada inflación y la gigantesca deuda externa de los países latinoamericanos «ahuyentan a las compañías de EU.»

18 Tomemos como muestra de la complacencia norteamericana el envío de la agencia AFP, publicado por El Tiempo, de junio 25 de 1984. Reproduzcamos dos apartes:

«Estados Unidos se sintió ‘aliviado’ por los términos del acuerdo concluido el viernes pasado por los 11 países deudores latinoamericanos que se reunieron en la Conferencia de Cartagena sobre la deuda externa, según afirmó un vocero del gobierno norteamericano.»

» ‘Nada sorprendente fue decidido’, indicó al New York Times un vocero del Departamento del Tesoro, Alfred Kingon. Destacó la satisfacción del Tesoro por el tono conciliador de la declaración, así como por el hecho de que los países latinoamericanos no decidieron rechazar las deudas. ‘Estimamos que el evento fue positivo’.»