Abordar una chalupa en Magangué y emprender un viaje por los ríos, los caños y las ciénagas de la Costa Norte de Colombia es como entrar al corazón de otro país. Atrás quedan las torres de la iglesia, la algarabía de los vendedores ambulantes y el trajinar alegre y bullanguero del puerto, la segunda ciudad del departamento de Bolívar, y por delante se abre el horizonte de una región de 40 mil kilómetros cuadrados, potencialmente riquísima, que se inunda durante varios meses del año y que comprende las llanuras ribereñas de Sucre, Magdalena, Cesar, Santander y el sur de Bolívar.
Aunque depende de distintas gobernaciones y entidades administrativas, todas ellas al servicio de los terratenientes liberales y conservadores de mayor cosecha electoral en cada departamento, la región configura una unidad en sí misma. Tiene su propia historia, sus propias tradiciones, sus propios mohanes y leyendas, pero ante todo se caracteriza por el increíble abandono en que ha subsistido desde tiempo inmemorial.
Ninguno de los caseríos grandes y pequeños que van pasando de largo frente a la chalupa goza de lo que pudiéramos llamar servicios públicos. Sus habitantes viven, pescan y cultivan la tierra en condiciones casi idénticas a las que imperaban hace un siglo. Mompós, que desempeñó un papel de suma importancia en épocas pasadas, cuando era escala obligatoria de los barcos que comunicaban a la costa con el interior, hoy en día languidece en el marastmo del atraso, el aislamiento y la desidia oficial. Ciertas poblaciones como Colorado, cerca de Magangué, disponen apenas de un maestro para más de trescientos alumnos de tres niveles. Sindes, la organización sindical que agrupa a la mayoría de los trabajadores de la malaria, denuncio recientemente que sólo en Sucre y en algunas zonas aledañas se habían presentado 1.215 casos de paludismo agudo durante los seis primeros meses de 1983, y hay situaciones aberrantes como las de Achí, a orillas del Cauca, en donde se diagnosticaron 434 enfermos palúdicos durante el mismo lapso.
Miles de hectáreas de este inmenso territorio -la isla de Mompós, por ejemplo, o las sabanas ganaderas de Sucre, Magdalena y César- están bajo el dominio régimen latifundista quizás primitivo, indolente, decadente y violento del país. En algunas partes aún se pueden ver los restos de viejas haciendas señoriales que conservan el recuerdo del cepo con que los antiguos amos doblegaban la cerviz de la peonada. En no pocas ocasiones los títulos de propiedad de tales tierras se remontan al período de la Colonia y de la Independencia, cuando toda gran estancia que se respetara contaba con sus propios calabozos para someter a los esclavos insumisos y amansar a la mano de obra indígena. En la actualidad, naturalmente, las cosas han cambiado, pero el meollo del asunto sigue siendo el mismo: las zonas terratenientes de la Costa Norte de Colombia, y en especial las que se encuentran en los cursos bajos de los ríos Cesar, Cauca, San Jorge y Magdalena, son todavía el paraíso de las corralejas, de la ganadería extensiva y de las formas más atrasadas de producción en el campo.
Desde hace muchos años, sin embargo, en la región han prosperado, junto a estos enclaves del latifundismo, extensas zonas de colonización campesina. Agricultores provenientes de varios departamentos se han establecido en las riberas de las vías fluviales o han remado contra la corriente de los caños para internarse en las montañas de la Serranía de San Lucas, el último eslabón de la Cordillera Central. Siembran arroz, yuca, plátano y ñame, según las circunstancias, y por temporadas se dedican a la pesca, a la extracción de madera, a la minería, al mercadeo de algunos artículos de primera necesidad o simplemente a lo que encuentran.
Trabajando a brazo partido en condiciones difíciles en extremo, sin escuelas, puestos de salud, vías de penetración y facilidades para vender lo que producen, estos colonos han logrado la hazaña de domar una naturaleza endemoniadamente hostil en un medio en que la presencia del gobierno sólo se manifiesta en trabas, tributos, multas, represión y manipulación electoral, y han contribuido con su esfuerzo al florecimiento de una incipiente pero activa economía agrícola que aún mantiene con vida a poblaciones como Simití, San Benito Abad, El Banco, Morales, Pinillos, Majagual y Guaranda.
Frente a esta última, puerto maderero sobre el río Cauca y centro comercial de toda una provincia, se alza el cerro Corcovado, de más de mil metros de altura por encima del nivel del mar. La chalupa bordea las estribaciones del peñasco, que parece un totem milenario vigilando el curso de las aguas, y se dirige al suroeste, hasta la ciénaga de La Raya, para luego desviarse por una quebrada que conduce a Montecristo, corregimiento de Achí, en donde tuvo lugar, durante los días 16, 17 y 18 de diciembre de 1983, un acontecimiento extraordinario: el tercer encuentro de la Unión Campesina independiente de Bolívar UCIB.
A quienes lo hicieron posible
Reunir un encuentro de ciento veinte dirigentes campesinos en un pueblo como Montecristo, a siete horas en «yonson» desde Magangué, implica, entre muchas otras cosas, un arduo trabajo de organización que generalmente pasa desapercibido. Hay que alojar, alimentar y atender a un considerable número de visitantes en un caserío de unas cuantas cuadras que no tiene luz, ni alcantarillado, ni agua potable, ni nada que pueda compararse con lo que llaman una infraestructura. Proporcionalmente, reunir en Montecristo una asamblea de ciento veinte agricultores equivale a congregar en Bogotá a una muchedumbre de trescientas mil personas.
Sin embargo, 18 ligas campesinas del sur de Bolívar, pertenecientes a la UCIB de tiempo atrás, lo lograron. Sobra decir que no tuvieron a su alcance ningún tipo de ayuda oficial o de la empresa privada, ni el respaldo de los grandes medios de comunicación. Para llevar a cabo el encuentro, al igual que todas las demás tareas que se han propuesto hasta ahora, las ligas campesinas del sur de Bolívar se valieron del único recurso que conocen y que les ha permitido sortear con éxito todas las dificultades: el entusiasmo, la iniciativa, el apoyo y la colaboración de las masas.
Cada una puso dos mil pesos para financiar ciertos gastos ineludibles, y las que no estuvieron en capacidad de hacerlo contribuyeron de muchísimas maneras a la realización del evento. Los compañeros de El Tabual, para citar un caso, aportaron el plátano que se consumió durante tres días, y los de Rangelito llegaron al acto de inauguración con varios bultos de yuca que habían recogido entre los amigos y simpatizantes de su vereda. Los vecinos de Montecristo se estrecharon un poco más en sus humildes viviendas, hospedaron a numerosos delegados y ayudaron con panela, sal, café y otros artículos indispensables. Los maestros cedieron las aulas de dos escuelas semiabandonadas para que pudieran sesionar algunas comisiones, y los chaluperos de Guaranda y Magangué colaboraron con el transporte de decenas de labriegos que habitan en parajes supremamente apartados. Adembol, Sittelecom, Sintracreditario y otros sindicatos independientes de Cartagena cooperaron en labores de propaganda, recolectaron dinero entre sus afiliados y enviaron representantes al encuentro, y cuando éste se inició, en la noche del pasado 16 de diciembre, los primeros aplausos estuvieron dirigidos a esos centenares de hombres y mujeres, ausentes en su mayoría, que lo habían hecho posible.
La reunión de apertura se efectuó en el Club Tenampo, un amplio local de techo de zinc y paredes de bloque sin encalar, cedido amablemente por su dueño. En el muro del fondo colgaba una pancarta de bienvenida y al lado estaba la mesa de coordinación de las sesiones, presidida por José Chacón, vicepresidente de la UCIB; Roberto Giraldo, de la seccional de Asmedas en Magangué; Ricardo Torres, dirigente de la liga de Montecristo, y Francisco Mosquera, secretario general del MOIR.
Subiendo la cuesta
Las ligas agrupadas en la Unión Campesina Independiente de Bolívar comenzaron a formarse, como sucedió con tantas otras en el resto del país, a fines de los años setentas, la década que presenció el fracaso de todos los ensayos oficiales y semioficiales que se hicieron para manipular a los trabajadores del campo. La trágica experiencia de la ANUC, fundada en 1969 por decreto del entonces presidente Carlos Lleras Restrepo, ya había dejado al descubierto la vacuidad y el engaño que encierran estas aparentes «concesiones democráticas» del régimen, y los posteriores intentos realizados para reencaucharla demostraron una vez más que en Colombia sólo pueden prosperar las organizaciones campesinas celosamente independientes del tutelaje de las oligarquías y del oportunismo.
En los departamentos de la Costa Atlántica, donde la ANUC prendió con relativa fuerza a raíz de la oleada de invasiones que se presentó durante 1971 y 1972, millares de pequeños y medianos propietarios y aparceros vivieron en carne propia la historia de esta nueva frustración, pero también aprendieron de ella.
Los primeros esfuerzos por constituir organizaciones campesinas verdaderamente autónomas, que desenmascararan la política agraria oficial y se pusieran al servicio de los agricultores, sobre todo de los más pobres, empezaron a fructificar a mediados de la década pasada, aunque sólo vinieron a concretarse años después. Desde San Pablo hasta el Carmen de Bolívar, y desde La Mojana, al sur de Sucre, hasta los latifundios ganaderos de Magdalena y Cesar, rudimentarias ligas campesinas fueron creciendo paulatinamente en más de un municipio. En sus inicios tuvieron que enfrentarse a la apatía y al temor de numerosos labriegos, víctimas de las incursiones sucesivas de la fuerza pública y decepcionados por los engaños de viejo cuño y por las aventuras de la extrema izquierda, pero con el tiempo adquirieron la confianza de la gente, allanaron el terreno y se desarrollaron con inusitada rapidez en múltiples veredas.
Al calor de las ligas surgieron escuelas, cooperativas de producción y de consumo, puestos de salud y caminos vecinales, grupos de teatro, música y danza. Se organizaron brigadas médicas voluntarias para socorrer semanalmente a los enfermos que viven en sitios retirados y no tienen cómo acudir a un hospital, y en Magangué comenzó a editarse, bajo la batuta del escritor Angel Galeano, una publicación de carácter cultural e informativo: El pequeño periódico, que recoge las noticias del sur de Bolívar y que cuenta entre sus colaboradores a Sonia Bazanta (Totó la Momposina), y a muchos otros folcloristas, maestros, profesionales, investigadores y estudiantes de las zonas ribereñas.
Este cúmulo de actividades que atender hizo necesario que se conformaran organismos de coordinación y dirección en varios departamentos. El 6 de junio de 1982 Lácides Benítez, presidente de la UCIB, instaló en El Dorado, corregimiento de Achí, el primer encuentro campesino del sur de Bolívar. El segundo se realizó en Tiquicio Nuevo el 6 de diciembre de ese mismo año. Ambos eventos ratificaron el principio de la independencia absoluta de las ligas con respecto al gobierno y a las colectividades políticas que lo sustentan, y renovaron el compromiso de luchar por una organización auténticamente representativa de los pobres del campo, que contribuya a que en Colombia, algún día, los beneficios de la tierra sean de verdad para quien la trabaja.
Un paso adelante
El impetuoso desarrollo que ha experimentado este nuevo tipo de organización campesina en todo el país, y particularmente en los departamentos de la Costa Atlántica, ha puesto al descubierto, como era de esperarse, una gran cantidad de problemas económicos y administrativos que requieren soluciones inmediatas, y que en ciertas zonas de colonización tienen que ver con la supervivencia misma de sus habitantes.
Es el caso, por ejemplo, de las cooperativas. En regiones tan aisladas al estilo del sur de Bolívar, Sucre o Magdalena, donde los agricultores no disponen de caminos ni de medios de transporte para sacar sus productos al mercado, se han fundado ya varias cooperativas que con el tiempo les permitirán vender sus cosechas a mejores precios y comprar sus provisiones básicas sin necesidad de someterse a los intermediarios. Algunas han logrado éxitos notables en muy corto tiempo. La de Micumao, un remoto corregimiento del municipio de Morales, cuenta en la actualidad con casi setenta socios que se han puesto de acuerdo para colocar directamente en Magangué y en Barranquilla el fríjol que cultivan, percibiendo un ingreso a veces superior a los dos mil pesos por carga en comparación con el que recibían antes. Al comerciar los artículos de consumo para su expendio al por menor en las veredas, además, los campesinos los adquieren a menores costos, y ambos factores combinados han conseguido aliviar, al menos en parte, la situación de miseria en que se halla la inmensa mayoría de los colonos.
Sin embargo, por el mismo auge del movimiento campesino, vertiginoso en muchas ocasiones, en el manejo de las cooperativas se han cometido y probablemente seguirán cometiéndose errores que habrá que subsanar tan pronto como se presenten. El encuentro de Montecristo se propuso analizar y resolver estos asuntos, y sus deliberaciones estuvieron dedicadas a resumir las experiencias prácticas de numerosos compañeros y compañeras que trabajan en el campo desde hace largos años y conocen de cerca sus problemas.
Lucidez y perseverancia
El encuentro se dividió en cuatro comisiones que hicieron un balance de la labor efectuada durante 1983 en sendos frentes: las ligas, la organización femenina, las actividades culturales y la cuestión de las cooperativas. Esta última, como estaba previsto, copó la mayor parte del tiempo, pero arrojó importantes conclusiones que fueron expuestas ante la sesión plenaria, en nombre de la comisión respectiva, por Francisco Mosquera.
«El objetivo central de las cooperativas», comenzó por señalar en su informe, “es el desarrollo de la producción y el mejoramiento de la vida del pueblo. Dicho mejoramiento depende, en gran medida, de la suerte que corra en el mercado el principal producto comerciable de la región, o sea de la manera como los campesinos se asocien para vender lo que producen. El testimonio rendido por los diferentes delegadlos nos ha dejado valiosas enseñanzas en este sentido, y a todos nosotros nos corresponde asimilarlas si queremos proponernos metas cada vez mayores».
Entre las principales experiencias que sintetizó el camarada hay una que merece destacarse de manera especial: la de que las cooperativas deben aprender a funcionar según las leyes del comercio, lo que implica que sus operaciones, además de reportarles ventajas directas a sus socios, tienen que rendir un margen razonable de ganancia que les permita fortalecer y contar con recursos económicos suficientes para la construcción de bodegas, el mejoramiento de caminos, la consecución de medios de transporte y otros elementos sin los cuales no pueden alcanzar los fines que les son propios.
De lo anterior se desprende, a su vez, que las cooperativas han de contratar funcionarios especializados en asuntos de administración y contabilidad, y personas que estén al tanto de las fluctuaciones en los precios, que conozcan a fondo los tejemanejes del mercado, que garanticen el volumen y la continuidad de las ventas y sepan negociar rentablemente las cosechas de los campesinos. Es indispensable, por lo tanto, que el monto principal de las utilidades no se distribuya entre los socios, sino que se mantenga como propiedad común y se invierta para fomentar el mercadeo y desarrollar la producción.
«Si las ligas del sur de Bolívar son capaces de crear cooperativas de producción y de consumo que operen con este nuevo espíritu», declaró el secretario general del MOIR en la sesión de clausura, «miles de labriegos de toda la región se darán cuenta de que la UCIB es una organización que combate por el bienestar y el progreso de los pobres del campo, y que además proporciona un medio para vincularse a la lucha que libran los obreros, los campesinos y las capas medias de la población en otros lugares del país. Este encuentro ha demostrado que las ligas son un valiosísimo instrumento para unir a los agricultores y despertar su iniciativa creadora, como se puede ver por los avances realizados en el terreno de las cooperativas, la organización femenina y las actividades culturales. Persistamos en este esfuerzo con lucidez y con perseverancia, compañeras y compañeros, y no estará lejano el día en que Colombia se transforme en una nación auténticamente libre, independiente y democrática».