ESTADOS UNIDOS: LA PARÁLISIS INDUSTRIAL Y LOS LÍMITES DE LA RECUPERACIÓN

El último tercio de la posguerra ha significado para la economía norteamericana una pérdida relativa de su importancia en el concierto mundial: desde los primeros años de la década pasada tres recesiones de creciente amplitud han golpeado su estructura industrial, lo cual, agregado al lento desarrollo de la producción y de la productividad en sectores básicos durante el mismo lapso, ha contribuido a la pérdida de su influencia en los mercados internacionales.

En contraste con el continuo auge del sexto decenio, cuyo aumento promedio del Producto Interno Bruto superó el 4% anual y los índices del sector manufacturero se situaron por encima del 4.5%, los años setenta se inauguraron con un brusco retroceso de la industria estadinense de menos 3% y con un estancamiento global de la economía. El posterior restablecimiento no lograría revertir la tendencia a la parálisis general, presentándose, al poco tiempo, lo que se ha denominado la “crisis industrial” de 1974-75, el mayor colapso fabril desde la gran depresión, que afectó a todos los países industrializados y para Estados Unidos, en particular, implicó un reducción del 4.5% en el producto manufacturero y una contracción general de la actividad económica cercana al 1.1%. Esta no sería la última recaída. A partir de 1980 y por tres años consecutivos, producción estadinense declina 1% anual en promedio y su Producto Nacional Bruto de 1982 apenas alcanza el tope registrado en 1979. Se trata de la pausa regresiva más prolongada, cubre de nuevo a todas las zonas desarrolladas y causa importantes desequilibrios en el comercio y las finanzas mundiales.

Una consideración que bien podría tomarse en cuenta en el análisis de la actual crisis es la recurrencia de los fenómeno recesivos en ciclos muy rápidos, tres en escasos 12 años, y, principalmente, lo limitado de los efectos de los cortos periodos de reactivación. El hecho de que la capacidad de la industria norteamericana, o por lo menos de segmentos fundamentales de ella, se halle rezagada respecto de sus competidores extranjeros, determina que las consecuencias de la recesión sean allí más devastadoras.

El crepúsculo de la gran industria
Ramas como la automotriz, química, siderúrgica, caucho, astilleros, etc., pilares tradicionales de la industria de Estados Unidos y de su poderío técnico, sufren un franco deterioro y, lo que es aún más grave, cuentan con pocas posibilidades de recuperar el terreno perdido internacionalmente.

Como es sabido, el sector automotriz constituye una piedra angular de su economía, tanto por la ocupación de mano de obra como por la demanda que representa para otras ramas fabriles. Se ha calculado que uno de cada seis empleos industriales tiene relación directa o indirecta con la fabricación de automóviles y que este renglón consume el 20% del acero elaborado en el país, así como parte considerable de otras importantes materias primas: caucho, plástico, productos metal mecánicos.

Las dificultades de los fabricantes de automotores vienen de años atrás, pero se manifiestan agudamente desde el remezón petrolero de 1973-74, el cual impulsó la demanda de unidades más pequeñas y menos costosas en el consumo de gasolina. La incapacidad para adecuarse rápidamente a las nuevas exigencias, su relativo retardo tecnológico, el lento crecimiento de la productividad y los elevados costos de la producción, les hacen perder de manera acelerada la pelea contra sus homólogos japoneses y europeos, lo mismo en su propio mercado que en el ámbito internacional.

La Chrysler, la Ford y la General Motors, que en conjunto llegaron a controlar el 90% del mercado de Estados Unidos, han venido siendo desalojadas por firmas niponas que lograron aumentar su participación durante los últimos doce años del 5.5% al 21.2%. Ahora bien, del abastecimiento mundial, Norteamérica acaparaba el 85% en 1950, mientras que en 1980 apenas llegó al 30%. De aquí el progresivo abandono de mercados antes cautivos y las millonarias pérdidas contalibizadas por los monopolios yanquis, que se han visto obligadas a levantar subsidiarias o a realizar sus paquetes accionarios cediéndolos a sus competidores. Tal es el caso de la Chrysler que, ante la inminencia de una bancarrota financiera, determinó la venta de sus filiales europeas al conglomerado Citroen-Peugeot; las casas argentina y brasilera fueron negociadas a la Volkswagen, y la australiana a la Mitsubishi del Japón.

Otro rubro especialmente afectado por la cadena de recesiones de Estados Unidos es la industria siderúrgica. Un sinnúmero de problemas la aquejan ya desde hace más de dos lustros, entre los que se destacan bajos beneficios, lenta inversión, plantas obsoletas y pérdidas de mercados domésticos y externos. Los cierres han sido considerables con importantes secuelas en el empleo y la rentabilidad: de un millón de personas que laboraban el 1975 sólo 653.000 plazas permanecen abiertas para 1982, y el aprovechamiento de la capacidad instalada no supera actualmente el 42%, mientras que la utilidad obtenida representa la mitad del promedio nacional.

Se calcula que las importaciones de acero alcanzarán pronto el 30% del consumo interno, lo que equivale a una pérdida de 90.000 empleos y a un déficit comercial similar al causado por las importaciones de petróleo, si el gobierno no apoya a las grandes siderúrgicas en un plan global de reestructuración, que implicaría una inversión anual superior a los 7.000 millones de dólares durante los próximos 10 años.

Algunas cifras generales pueden dar idea de la creciente injerencia de los competidores extranjeros en el marcado estadinense: el monto global de los bienes foráneos en el consumo doméstico pasó de un 9% en 1970 a un 19% en 1982. Se importan aproximadamente el 30% de los automóviles, el 18% del acero, el 55% de los implementos electrónicos de consumo y el 27% de las máquinas herramientas. Un reciente estudio publicado por el Conference Board de Nueva York señala que cerca del 64% de los fabricantes en Estados Unidos depende de tecnología y maquinaría extranjeras, incluidas la NASA.

A manera de comparación, la mejora anual del rendimiento de la industria manufacturera en Norteamérica, registrada para el periodo 1973-80, fue menor al 1%, a tiempo que en el Japón se elevaba a ritmos superiores al 7%. Asimismo algunos estudios caracterizan a la estructura industrial nipona como de alta adaptabilidad y dinamismo, muy por encima del nivel estadinense. Puede, por ejemplo, analizar y copiar en cuestión de meses la última tecnología de microcomponentes que llevó a los norteamericanos varios años desarrollar y es capaz de absorber en mayor proporción las técnicas productivas más modernas. Cálculos de expertos estiman que se utilizan actualmente 36.000 robots industriales en el Japón, mientras que en los Estados Unidos, a pesar de ser el país en donde se perfeccionaron inicialmente, sólo habría en funcionamiento cerca de 6.500.

La rentabilidad se desploma
Una de las tendencias más claramente observadas en la economía norteamericana durante este período ha sido la disminución continua del crecimiento de la inversión en el sector manufacturero, como consecuencia del colapso de la rentabilidad.

Según diverso estudios, la merma de la tasa de beneficio ha sido permanente a partir de finales de la década de los sesentas, pasando de 8.3% en el periodo de 1961-65 a ceca de 4% para el promedio 1971-73. Para 1982, indica The Economist, el rendimiento en las inversiones industriales alcanzó menos de una cuarta parte del promedio de los diez años anteriores. Si bien este fenómeno se generalizó en los últimos años en todos los países industrializados, la economía norteamericana fue la primera que padeció sus repercusiones, así como había sido la que encabezó el gran auge en la acumulación de la posguerra. En medio de una feroz competencia entre los diferentes monopolios y estados capitalistas, acicateada fundamentalmente por la repercusión de Europa y el Japón, se desarrollaron factores que incidieron negativamente en la rentabilidad de la industria norteamericana, entre los cuales cabe mencionar los siguientes: el peso cada vez mayor de las inversiones en maquinaria e instalaciones y la consecuente elevación de sus costos de reposición; la precipitada obsolescencia de los equipos por obra de la permanente revolución técnica; el crecimiento de ciertos gastos como los que implica el control de la contaminación ocasionada por la rápida concentración industrial; el pronunciado aumento de la erogaciones por concepto de impuestos, intermediación financiera, etc., que gravan de manera importante a la actividad productiva propiamente dicha, y, por último, las conquistas sindicales de la clase obrera obtenidas durante dos décadas de bonanza de la industria yanqui. Constituyen entonces tendencia de largo plazo las que caracterizan las crisis de rentabilidad de los sectores manufactureros, y no simples desajustes en el comportamiento de los negocios. Por ello las consecuencias sociales, en particular sobre el empleo, tienden a agravarse de recesión en recesión y las recuperaciones hasta ahora observadas son sólo parciales y de corta duración.

¿Serán reenganchados los obreros despedidos?
El paro forzoso de obreros sirve de mecanismo compensatorio a la pérdida de rentabilidad, ya sea mediante la supresión de los renglones no competitivos o la elevación de la productividad con cambios tecnológicos ahorradores de mano de obra. En tiempos de crisis el fenómeno se acentúa, el desempleo y la recesión capitalista siempre caminan juntos.

El comportamiento de los índices de desocupación en Estados Unidos, para el período que venimos analizando, es claro al respecto: la primera pausa industrial de 1970-71 la tasa de desempleo aumenta de 3.5% a 6%; asimismo durante la “crisis industrial” de 1974-75 este porcentaje pasa de 4.9% a 8.2%, y en los tres últimos años, después de una ligera mejoría, el paro se eleva nuevamente de 6.0% a 10.8%, máximo nivel alcanzado desde finales de los años treintas.

Tomando solamente la industria automotriz, 211.000 operarios han sido despedidos en forma permanente; es decir, alrededor de una quinta parte de la fuerza laboral de dicha rama. De la nueva generación que se sumó en los dos últimos años a la población económicamente activa, cerca de 800.000 no encontraron ocupación. Tres millones de trabajadores han perdido sus empleos desde 1979, contribuyendo de manera efectiva el ejercito de desempleados que a finales del año pasado sumó más de once millones, de los cuales 46% eran obreros, 26% empleados “de cuello blanco”, 11% jóvenes, 2% trabajadores agrícolas y 15% de otras categorías.

Las declaraciones de los líderes del sindicato de trabajadores del área automotriz son sintomáticas de la situación que afrontan otras actividades básicas: “la mayoría tiene muy poca esperanza de ser reenganchada; la industria esta implementando el uso de robots y otras técnicas para aumentar la productividad”. Estudios especializados, como los emprendidos por la Ford en sus plantas ubicadas en Norteamérica, corroboran las denuncias laborales, al prever que para llegar a una eficiencia semejante a la de las firmas japonesas tendría que despedirse por lo menos a las mitad de sus 256.000 operarios. De los 2.6 millones de trabajadores que las industrias de Detroit empleaban en 1978, por lo menos 600 mil perderán sus plazas en 1985, y esto en caso de que se consiga una reactivación económica estable. La preocupación de los grandes monopolios por “robotizar” sus procesos productivos, con el fin de enfrentar a los competidores internacionales, se deriva además de los menores salarios existentes en otras zonas del mundo: en Japón la remuneración por hora es 45% más barata mientras que la de corea del sur es cuatro veces menor que la de Hong-Kong sólo representa 12% de la vigente en Estados Unidos. Resulta comprensible el alborozo con que los capitalistas recibieron las últimas rondas de negociación con los sindicales, en las cuales, por primera vez en 15 años, los niveles salariales acordados se redujeron de manera absoluta. En tales negociaciones a 1.2 millones de obreros se les impuso recortes, especialmente en las industrias básicas a 800.000 se les concedió pequeños incrementos para solo el primer trimestre de 1983 y a 180.000 se les obligo a aceptar la congelación de sus remuneraciones. Para los no sindicalizados y particularmente para las llamadas “minorías” (negros, chicanos, portorriqueños, etc.) las reducciones fueron mucho mayores, a la par que se elevaron en algunas ciudades sus índices de desempleo por encima del 30%. De aquí que el salario real promedio haya descendido en un 6% de su valor comparado con el observado en 1977. “¡Por fin un alivio en los salarios!” exclamaba el gran capital después de la negociación de las principales convenciones colectivas de 1982, preguntándose a la vez si estaba en presencia de un cambio cualitativo y a favor en las relaciones con el trabajo.

Las contradicciones del proteccionismo
Después de haber proclamado a los cuatro vientos la ortodoxa defensa del «libre» comercio, la actual administración norteamericana entra en conflicto con el Japón por las limitaciones impuestas a la importación de automóviles, y enfrenta la acusación de violación a los acuerdos del GATT lanzada por parte de las naciones de la Comunidad Europea, tras el establecimiento de tarifas y cuotas para la entrada al país de aceros extranjeros. Las evidentes tendencias proteccionistas adoptadas por Reagan y calificadas por algunos como un drástico viraje en su política económica, responden a la presión ejercida por el enorme desequilibrio comercial externo y a las exigencias de los empresarios amenazados por la quiebra.

En efecto, la balanza se ha deteriorado en forma continua saltando el déficit de 117 mil millones de dólares en 1976 a más de 42 mil millones en 1982, faltante que bien podría equipararse con el total de las ganancias repatriadas por las corporaciones norteamericanas por concepto de sus inversiones directas en el exterior, cuyo monto ascendió para 1980, a algo más de 40 mil millones.

Sin excluir al propio gabinete estas medidas han desatado una fuerte polémica en todas las instancias del Gobierno, reflejo de la pugna entre monopolios con intereses contrapuestos. De un lado, ya se mencionaron los sectores industriales principalmente afectados por la crisis, los cuales defienden con singular vehemencia las medidas proteccionistas apoyados por la burocracia sindical.

Del otro, se encuentran la gran banca, las corporaciones manufactureras cuyos negocios se efectúan primordialmente en el extranjero y, por supuesto, las agroindustrias dominantes en los mercados internacionales de productos alimentarios básicos, que de forma mancomunada propugnan la libertad de transacciones, ya que su estabilidad depende ante todo del movimiento de bienes, capital y ganancias llevado a cabo más allá de las fronteras nacionales.

La importancia de los empréstitos foráneos para los bancos norteamericanos es abrumadora. Las ocho mayores entidades crediticias, entre ellas el Citicorp, Bank of American, Chase Manhattan y Morean, originaban, en 1984, un 58% de sus ingresos de las operaciones internacionales, y poseían un total de 249.000 millones de dólares en activos fuera de los Estados Unidos. Gran parte de los préstamos se destinó al Tercer Mundo ante la imposibilidad de obtener altas ganancias en sus mercados de origen. Y como es sabido, propiciaron la carrera del endeudamiento externo que tiene en la bancarrota y al borde del abismo a las economías periféricas.

La razón de los reclamos de los banqueros ante la ola de protección radica en que el menoscabo de las exportaciones de sus clientes públicos y privados de las neocolonias, compromete de manera cada vez más evidente la capacidad de los deudores para responder a sus obligaciones, y podría sobrevenir una quiebra en cadena del sistema financiero en Estados Unidos precipitada por una cesación global en los pagos de los intereses y de las amortizaciones vencidos. Igualmente la escasez de divisas en los países pobres, agudizada por los nuevos aranceles y barreras proteccionistas de las zonas desarrolladas, limita importantes mercados para los monopolios exportadores.

¿Dará la protección salida a la crisis de la industria básica de los Estados Unidos? La respuesta parece ser negativa. Con medidas de este tipo, encaminadas a mantener artificialmente la economía, podrá subsanarse por corto lapso la caída de las ganancias de las empresas, pero no se superará su estancamiento estructural. La generalización de tales soluciones no sólo encontraría grandes resistencias internas sino que desataría una guerra comercial sin precedentes entre monopolios y Estados capitalistas, poniendo en cuestión la estabilidad misma del sistema. Las actuales disensiones entre los gobiernos de Occidente, especialmente en el terreno comercial y financiero entre los Estados Unidos de una parte, Japón y los países europeos, de otra, revelan las crecientes dificultades de la superpotencia para mantener una hegemonía puesta en entredicho, entre otros factores, por el anquilosamiento de los principales sectores de su industria.

Los límites de la recuperación
A tono con su espíritu retardatario el plan económico de Reagan se concretó en recortes del presupuesto dedicado a programas sociales, como la reducción de subsidios al desempleo y de las partidas destinadas a servicios públicos, salud, educación, etc. Con lo anterior, acompañado de alivios tributarios y subvenciones a las grandes compañías y a las capas acomodadas de la sociedad, se pensaba ponerle fin a la recesión y que por ende cederían la inflación, el desempleo y el déficit presupuestal.

Después de tres años de estancamiento, con las graves secuelas sociales mencionadas anteriormente, aparecen los primeros signos de una nueva reactivación de la economía norteamericana. Se estima para 1983 bajas tasas de inflación cercanas al 4%, un crecimiento económico de 5% y en general se observa una reanimación más o menos extendida de las ventas y otras transacciones. Sin embargo, existen indicios de que los efectos de la recuperación no lograrán revertir la tendencia a la parálisis o que por lo menos se presentan escollos difícilmente superables para que la economía reconquiste un dinamismo de conjunto comparable a las épocas de auge.

Por un lado, se señala el incontrolable crecimiento del déficit fiscal, impulsado principalmente por los extraordinarios gastos militares que le ha implicado al Gobierno la contención del avance soviético, y cuyas proyecciones indican que llegará a los 200.000 millones de dólares en 1983. Si esto es así, la demanda de crédito por parte del gobierno presionaría el aumento de las tasas de interés, ya de por sí altas, colocando barreras a la inversión en actividades productivas, promoviendo la inflación y ahogando de esta manera cualquier reactivación. Por otro lado, ciertos análisis coinciden en que la mejoría en las ventas y el aumento en la producción, se deben fundamentalmente a causas transitorias, por ejemplo, la baja en los precios del petróleo y las medidas de protección de corto alcance, las cuales mantienen incólumes los gérmenes de la recesión mencionados atrás.

Un verdadero restablecimiento demandaría entonces cambios profundos en la estructura industrial, tales como la extensión de la presente revolución científico-técnica a las ramas básicas, el desarrollo de nuevos sectores, etc., es decir, lo que algunos han denominado como un proceso de «reindustrialización» global, irrealizable en una situación de crisis y de agudo enfrentamiento entre las dos superpotencias como la que actualmente se vive.