Por Aurelio Suárez Montoya
Norm Stamper, jefe de la policía de Seattle, presentó renuncia inmediatamente después de la reunión de la OMC efectuada entre el 30 de noviembre y el 3 de diciembre pasados. Su decisión obedeció a las implacables críticas recibidas por la brutal conducta que la policía asumió contra las decenas de miles de personas que en esos días protestaron frente a la OMC. Los estimativos de las agencias de noticias acerca del número de manifestantes oscilan entre 30 mil y 50 mil, la gran mayoría trabajadores sindicalizados, estudiantes, integrantes de grupos ambientalistas, de consumidores, de indigenistas, de algunas iglesias y hasta de miembros de la organización Amigos de la Tierra y la Sociedad Humana. “Es una coalición que llevamos construyendo desde hace más de dos años”, comentó John Sweeney, presidente de la central obrera norteamericana AFL-CIO.
Las lluvias de gas lacrimógeno y gas pimienta descargadas contra las pacíficas movilizaciones, y que agredieron inclusive a comunes ciudadanos en su diario devenir, como lo denunció el ama de casa Kathy Cado en la audiencia pública convocada para juzgar el comportamiento policial; los 500 arrestos producidos, las piedras, los neumáticos incendiados y las batallas a puños; y los 20 millones de dólares que valieron los daños ocasionados por las refriegas, entre ellos a las vitrinas de la exclusiva tienda Starbucks, muestran la temperatura de los acontecimientos que allí se presentaron.
Hasta la Guardia Nacional fue llevada para conjurar la situación, ante los nulos efectos producidos por la declaratoria del toque de queda. La protesta fue de tal magnitud, que la representante norteamericana a la Conferencia, Charlene Barshefsky, no pudo asistir y debió permanecer recluida en su hotel, el Westing. La misma suerte corrieron la secretaria de Estado, Madelaine Albright, y el secretario de la ONU, Kofi Anan.
¿A quién estaban representando aquellos manifestantes? No hay duda ninguna, su presencia fue la expresión del rechazo de miles de millones de seres humanos a la llamada globalización, y a la OMC, su principal instrumento: los 1.300 millones de personas que sobreviven con menos de un dólar al día; los habitantes de 70 países que en 1970 tenían ingresos per cápita superiores a los de hoy; los superexplotados del planeta, de China, México, India y Filipinas, que laboran en las maquilas del vestuario y que devengan menos de medio dólar por hora.
Pero también representaban a nuevos sectores que ven amenazadas sus rentas ante la borrasca inatajable del “dejar hacer”: los agricultores europeos, como José Bové, un finquero francés, conocido como el anti-MacDonald, quien con sus frutos viajó a Seattle para defender los subsidios a los productores agrícolas europeos, en contra de los cuales ha centrado su ataque Washington; los cientos de millones de latinoamericanos que han visto arrasadas sus economías y sus empleos por el Nuevo Orden Económico Mundial y, además, los múltiples grupos de ecologistas que presencian inermes cómo “donde la producción y el cambio no persiguen más fin que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en consideración los resultados inmediatos y directos”, y de ahí que en el mundo se estén exterminando millones de mamíferos y que los devotos de las tortugas se unan con los obreros y hasta con quienes denuncian que los suicidios de los jóvenes se han triplicado en los últimos 35 años.
Los piquetes de trabajadores norteamericanos llevaban como insignia oponerse al tratamiento que propone Clinton para China como nación más favorecida, pues ellos se verían afectados por el desempleo y la desmejora en sus condiciones laborales. Exigen que se fijen estándares laborales y ambientales, garantizando los correspondientes derechos en las reglas de comercio. Es una forma de defender sus empleos ante la voracidad de los monopolios trasnacionales volcados a los países más pobres en busca de mano de obra barata y envilecida. A estas alturas el modelo global comienza a manifestar en los países atrasados las peores formas de explotación del siglo XIX, y el desempleo amenaza a los trabajadores de las metrópolis, que ven desplazar sus puestos de trabajo a los paraísos de la plusvalía absoluta.
“Una organización cuyas reglas inapelables son dictadas por los intereses corporativos multinacionales, contrariando los mínimos derechos laborales, ambientales y humanos, promoviendo salarios bajísimos, condiciones de trabajo peligrosas y trabajo infantil”, es la OMC, según el escritor William Geider y la cual parece desestabilizarse por la lucha de las fuerzas populares y por las contradicciones entre los distintos centros de poder, enfrentados por sobrevivir en medio de la superproducción.
En tanto tales contradicciones se ahonden, se cumple la sentencia de List: “En las actuales circunstancias del mundo, de una libertad general de comercio no se puede derivar una república universal, sino la esclavitud de las naciones menos adelantadas”. Y del mismo modo se ratificará la premonición de Francisco Mosquera: “Los trabajadores del orbe entero han comenzado a hablar el mismo lenguaje en distintos idiomas”. Apreciaciones bien distintas a las de los neoliberales, los abiertos y los solapados, quienes propagan que el bienestar común sólo será cuando el capitalismo se haya impuesto al conjunto de la sociedad y haya alcanzado altos niveles tecnológicos y sociales.
¡Basura! Seattle evidencia sus crisis, sus hondos conflictos, su decadencia inevitable. ¡Un gran espectáculo para el siglo XXI!