Para el imperialismo las guerras son un importante y necesario factor de su poderío, pues con ellas fortalece su hegemonía y, además, retroalimenta su aparato económico. De allí que no sea extraño que Estados Unidos esté permanentemente inmerso en guerras -declaradas o no, de baja o alta intensidad, regionales o mundiales- y que, por ende, esté sometido a la fatalidad de no poder adoptar actitudes pacíficas auténticas y duraderas. Con posterioridad a la segunda conflagración mundial, y aun dentro del contexto de la guerra fría, nunca cesó sus preparativos bélicos y todos sus presidentes emprendieron guerras regionales. En un esfuerzo por enmascarar su conducta agresiva, siempre enarboló banderas de “defensa de la libertad, la democracia y la civilización”.
Estados Unidos fue asentando su superioridad a medida que declinaba el social-imperialismo soviético y cuando finalmente éste se desplomó, se revelaron con tétrico esplendor las formas definidas de su hegemonía. Para consolidarla, los sucesivos gobiernos norteamericanos ya se habían apresurado a emprender, con el mote de globalización, una recolonización del planeta, imponiendo por doquier criterios neoliberales de apertura económica que le facilitan la toma de los mercados de otras naciones, la expoliación de los recursos naturales, la inversión segura y rentable de sus capitales y el estrujamiento de la fuerza de trabajo nativa.
Semejante designio impelió a Estados Unidos a intensificar sus políticas de quebrantamiento de la soberanía de las naciones. Sin renunciar a las tradicionales intervenciones abiertas, recurrió a otras más refinadas escudándose en pretendidas batallas contra males que se incuban en el propio sistema económico y político que hace prevalecer. Contando para esas estratagemas con el colaboracionismo que le brindan no pocos jefes de Estado, como Pastrana, o aprovechando la pusilanimidad que ante ellas exhiben otros, Washington prescribe a voluntad sobre el manejo presupuestal, las disposiciones monetarias y comerciales, el marco para la inversión de capitales y los regímenes salarial y pensional, y le fija parámetros a la legislación y a la política estatal en asuntos claves, entre otros los que atañen a justicia, seguridad, fuerzas militares, salud, educación, cultura y orden interno. Cuando encuentra en gobiernos que aún conservan alguna raigambre nacional oposición en diversos grados a tales imposiciones, o se topa con la resistencia de sectores patrióticos de la población, entonces recurre, según el caso, a presiones y chantajes, represalias comerciales, bloqueos, conspiraciones o a la intervención militar directa. Ningún país del mundo escapa a sus tropelías.
Proporcional a la escala que alcance la implantación de la nueva política colonial, es el desastre económico y social que se produce. Son millares de millones los seres en el mundo arrojados a niveles de pobreza y miseria insoportables. A los trabajadores se les exprime al máximo y se les niegan sus reivindicaciones o se les arrebatan las que han conquistado; a las mayorías se las priva de elementales derechos democráticos, y los productores nacionales son llevados a la ruina. Sectores enteros de la población son sometidos a la exclusión o, si resisten, a la represión violenta. En los países del Tercer Mundo, solo un puñado de magnates ligados al capital financiero internacional le sacan tajada a la expoliación generalizada, aunque cada vez son más los casos en que algunos de ellos también caen víctimas de sus zarpazos.
En muchas regiones Estados Unidos persigue su cometido hegemónico apelando a la división y desmembración de los países, armando y lanzando a que se enfrenten entre sí naciones o sectores de sus poblaciones; exacerbando contradicciones étnicas o religiosas; atropellando sin miramientos costumbres y culturas ancestrales; emprendiendo campañas intervencionistas con la excusa de combatir delitos como el narcotráfico, el lavado de dineros, la corrupción y la violación de los “derechos humanos”; y, en fin, hasta asolando con sus bombardeos las instalaciones y la población civil de naciones que por una u otra razón no se someten a sus dictados.
En medio de esta situación, y cuando con soberbia infinita el gobierno de Bush le daba rienda suelta a la codicia connatural a su política de dominación, los Estados Unidos recibieron el pasado 11 de septiembre el azote de un atentado destructor y mortífero, perpetrado contra dos símbolos de su poderío: las torres gemelas situadas en la zona de Manhattan, Nueva York, en cuyos recintos se concentraban la administración y las transacciones de buena parte del capital financiero mundial, y las instalaciones del Pentágono, centro de operaciones del alto mando militar norteamericano. Peor que la devastación material fue el hecho de que el atentado aniquilara a miles de personas indefensas e inocentes.
La atrocidad cometida dejó al desnudo la debilidad y las fallas de los sistemas de seguridad nacional a cargo de los organismos militares, policiacos y de inteligencia. Una presunta invulnerabilidad de la nación norteamericana había sido motivo de vanagloria para sus gobernantes, no obstante que anteriores acciones terroristas, como las bombas en la base de las mismas encumbradas torres y las de la ciudad de Oklahoma, además de los atentados, fallidos o no, contra sus presidentes, ya habían puesto en evidencia sus falencias ante ataques de la misma naturaleza. Ni que decir tiene que esa impotencia es aún más protuberante en los dominios que ha instaurado en todos los confines del mundo, como lo demuestran los varios ataques que han sufrido en ultramar algunos de sus dispositivos y sedes diplomáticas.
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El terrorismo se incuba frecuentemente en sociedades y comunidades sometidas al apabullamiento económico, político, cultural y religioso. En su forma más nuda, esa práctica corresponde a respuestas viscerales por parte de personas o agrupaciones que tratan de sacudirse condiciones sociales exasperantes impuestas por el imperialismo y gobiernos nacionales reaccionarios. Se dirige hacia objetivos y personas que de alguna manera representan o simbolizan esa opresión, no hacia sus causas; de allí que nunca produzca cambios cualitativos en las condiciones que justamente se rechazan. Hoy, estamos en un mundo donde más de tres mil millones de seres superviven con menos de tres mil pesos diarios; donde la mayoría de la población carece de elementales derechos democráticos y donde el poder y la riqueza se concentran en capas cada vez más reducidas, dando lugar a desigualdades sin precedentes; un mundo donde la intolerancia racial, cultural y religiosa se mantiene o es francamente promovida con fines económicos por los poderes imperantes a nivel mundial o nacional; en donde la lucha por la soberanía económica y política de las naciones se la intenta cortar en flor recurriendo a todas las gamas del intervencionismo; en tal mundo, donde en los últimos lustros la política de globalización que lidera Estados Unidos amplía, refina e intensifica estos fenómenos abominables que abruman a la mayoría de la humanidad ¿es extraño acaso que se generen desesperadas arremetidas terroristas?
Ese terrorismo, como modalidad de operación revestida de motivaciones religiosas o étnicas, o como método de lucha, tiene consecuencias indefectiblemente nefastas para los principales y auténticos intereses de la sociedad en su conjunto. Al reemplazar la voluntad y la acción colectivas y al acudir a procedimientos bárbaros, los terroristas entran en contradicción con las masas, por lo que éstas, abominando sus métodos, terminan rechazándolos.
En el terreno político, el terrorismo, más que una táctica equivocada, es la negación de toda táctica. Aunque, al desconocer o despreciar la correlación de fuerzas con el enemigo que enfrenta, quienes lo practican comparten la irracionalidad presente en todas las otras manifestaciones de terrorismo, aquí lo que prima la mayoría de las veces no es el candor sino un franco y dañino oportunismo.
La clase obrera tiene suficientes razones éticas y políticas propias para oponerse y condenar las acciones terroristas. Víctima de las agobiantes formas de la opresión moderna, no se deja alienar por ellas y, consciente de ser la sal de la tierra, atesora justeza y espíritu democráticos que la alejan de los métodos del imperialismo y de las minorías dominantes. Por su misma experiencia sabe que estos le sirven a un terror mayor: el desastre económico y social, y conoce su incidencia contraproducente para el inexorable desarrollo de su lucha de clases, sobre todo la que actualmente se presenta en el campo internacional contra el imperialismo. El combate por causas antagónicas -opresión y revolución- entre protagonistas antagónicos -el imperialismo y los pueblos- se libra con métodos opuestos. Genocidios y asesinatos, destrucción de bienes y atentados de tipo fascista contra las libertades, derechos e integridad de los ciudadanos, métodos aplicados a diario y de manera sistemática por las fuerzas del imperialismo y las clases opresoras para imponer la subyugación y la dictadura, son de naturaleza contraria a los métodos necesarios para liberarse de ellas.
Infaliblemente, el imperialismo aprovecha las demasías del terrorismo para desacreditar la rebeldía y para autoconcederse licencias en el desencadenamiento de la represión en mayor escala. Peor aún, extiende su blanco de ataque hacia las organizaciones patrióticas y revolucionarias, así como a naciones enteras, enmascarando con argumentos antiterroristas su tendencia constante hacia la reacción, el racismo y la discriminación cultural y religiosa.
En razón de las anteriores consideraciones, y ante hechos como los atentados en Nueva York y Washington, existen diferencias abismales entre el rechazo al terrorismo que proclama el gobierno norteamericano y el rechazo que expresan las gentes progresistas, democráticas y revolucionarias. Unirse hoy a Bush en la condena al terrorismo, equivale a avalar la política que viene poniendo en curso y el incremento e intensificación que se ha apresurado a imprimirle a raíz de los recientes hechos. Ni siquiera las condolencias por las víctimas inocentes tienen naturaleza similar: Washington llora más por lo expuestas que quedaron las falencias de su poderío y por la pérdida de una porción ínfima de sus capitales, que por las personas fallecidas, mientras que los pueblos deploran en primer lugar la pérdida de vidas, sabiendo que se suma a la de los millones de seres que durante más de un siglo han sido objeto de la opresión y carnicería imperialistas en todas las latitudes de la tierra, seres no menos preciosos ni menos inocentes.
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Desde sus inicios, la administración Bush venía perfilando gradual y firmemente una política unilateral para infringir acuerdos internacionales y oponerse a iniciativas de nuevos convenios entre las naciones. Despreció el vigente Tratado de no Proliferación de Armas Nucleares, al empeñarse en el desarrollo de su plan de Defensa Nacional contra Misiles (NMD); se opuso a los acuerdos que prohibían desarrollar armas químicas y bacteriológicas así como la fabricación y comercio de armas cortas; rechazó el Protocolo de Kioto sobre el medio ambiente; se negó a ratificar el Tratado de Derechos del Niño; boicoteó los esfuerzos de la OCDE para controlar los paraísos fiscales de ultramar y socavó la reciente Conferencia Internacional contra el Racismo. Dejando así en claro que iba a actuar de manera unilateral en el fortalecimiento de su hegemonía mundial, procedió simultáneamente a aumentar el presupuesto militar de defensa, calculado en 320 mil millones de dólares, pretextando eventuales ataques de naciones como Corea del Norte, Afganistán e Irak, a las que calificó de “Estados rufianes”, o de China, considerada “adversario estratégico”.
Para justificar sus planes militares y el voluminoso gasto que demandaban, el actual secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, venía arguyendo incluso desde antes de posesionarse la “creciente vulnerabilidad” de Estados Unidos y el peligro en aumento proveniente de “gente como Osama Ben Laden”, mientras el director de la CIA, George Tenet, había testimoniado siete meses atrás que Ben Laden y su organización eran “la más seria e inmediata amenaza terrorista contra Norteamérica”. Semejantes señalamientos correspondían al afán por configurar y hacer creíble una “amenaza estratégica” que, agotada la que había constituido el socialimperialismo soviético, fundamentara la necesidad de los ambiciosos y costosos planes militares. Premura comprensible si se tiene en cuenta que estos planes cumplen múltiples propósitos: aprovechamiento de su gran desarrollo tecnológico, incremento de la precisión y capacidad destructiva de los dispositivos bélicos, impulso a la recuperación de la economía, y enormes ganancias para las empresas involucradas en la industria militar.
La nueva ofensiva imperialista, con énfasis en el desarrollo del poderío armado y escudada en la guerra contra el terrorismo, estaba no sólo enunciada sino que los preparativos para emprenderla se habían puesto en marcha desde mucho tiempo. Es sintomático que los cargos claves en el gobierno de Bush sean ocupados por gente civil o militar versada en estrategia militar, todos con experiencia en cuestiones de defensa o inteligencia: Cheney, Powell, Rumsfeld, Wolfowitz, Armitage, Kelly, Libby y Negroponte.
Además de estar destinados directamente a la consolidación violenta de su hegemonía, los planes militares constituyen un aspecto indispensable de la respuesta a las enormes dificultades que atraviesa la economía norteamericana. Quince meses de reducción de su actividad económica, hasta caer en la franca recesión de hoy, es un hecho que viene produciendo estragos en la política de globalización, esa clave de la bonanza que durante hace más de una década ha disfrutado Estados Unidos. Conocedores de su gravedad para la política imperial, los círculos dominantes en Washington y Wall Street han intentado disimular el fenómeno recesivo para “no poner nerviosos” a los inversionistas financieros y evitar la “pérdida de confianza” que frenaría el ritmo de consumo interno, factor éste que hasta hace unas semanas había amortiguado una mayor caída de la economía. Entre el surtido de medidas a las cuales se ha apelado infructuosamente tratando de impedir el declive, se destaca la ineficacia cada vez mayor de las recurrentes rebajas en las tasas de interés impuestas por la Reserva Federal.
Estados Unidos experimentaba antes de septiembre una situación de incertidumbre que empeoraba persistentemente debido a las convulsiones en la economía mundial; la proliferación de protestas contra el neoliberalismo; las contradicciones con el resto de naciones, incluidas las protuberantes con Europa, Japón, China y Rusia; la represión a la resistencia de los pueblos contra los efectos de la globalización y el quebrantamiento de su autodeterminación, como es el caso de la población palestina; la repulsión al asentamiento de sus avanzadas militares en puntos económica y políticamente estratégicos del planeta. Y entonces vino el tremendo golpe en Nueva York y Washington.
Cuando el equipo de gobierno logró reponerse del susto que le causó la mortífera eficacia y la magnitud de los impactos terroristas, las deliberaciones de los organismos gubernamentales se dedicaron a la adopción de medidas de reacción inmediata ante la conmoción material y social producida, e iniciaron el diseño y ejecución de respuestas que encabaran tanto con una intensificación general de la política nacional e internacional en curso como con los proyectos estratégicos a más largo plazo que se tenían en remojo. Por sus resultados, es razonable deducir que los más concienzudos análisis en esas sesiones estuvieron dirigidos a refinar y darle mayor intensidad a la política de dominación.
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Al igual que en todo tiempo de crisis, las determinaciones tomadas en Washington durante las últimas semanas, así como la sarta de argumentos y declaraciones que las precedieron, revelan de manera nítida la catadura de los dirigentes y los diversos rasgos y objetivos de la política imperialista. Sin duda los pueblos los examinarán cabalmente y avistarán sus contras.
La primera reacción del gobierno norteamericano fue ponerse en estado de guerra. Sin poder determinar el enemigo, optó por declarársela al terrorismo en general, acusando por parejo a los terroristas y a los Estados que los alberguen. Como aun así no salía de lo abstracto en algo tan concreto como una guerra, procedió a buscar la identificación de los blancos de ataque y poco a poco fue configurando como sospechoso a Osama Ben Laden, aduciendo tan solo que éste había manifestado hostilidad hacia Estados Unidos y su política norteamericana en el Medio Oriente, y que ya antes lo había declarado posible culpable de otros atentados. Como “estaba por debajo de la dignidad de Estados Unidos declarar la guerra contra el señor Ben Laden”, dirigió sus acusaciones contra una nación y su gobierno: Afganistán y el régimen talibán. Sin una sola prueba de estas sindicaciones y, por tanto, sin ninguna razón legítima, el gobierno que encabeza Bush desata la retaliación contra un Estado soberano, la nación afgana. El ataque, que considera como el primer acto de futuras acciones a emprender contra otras organizaciones y naciones, luego de estigmatizarlas con el mismo rasero arbitrario e ilegítimo, mostrará a los ojos de todo el mundo la naturaleza de la “civilización” que proclamó atacada el 11 de septiembre, la misma que preside la recolonización que lleva a cabo.
Como el contenido de esa “civilización” no puede menos que reflejarse en los conceptos de los líderes políticos norteamericanos, el mero enunciado de algunos de ellos permite una comprensión de lo que defiende el gobierno de Bush: “(a Ben Laden) lo quiero vivo o muerto”. “Sabemos que Dios no es neutral”. “Exterminar a los Estados que patrocinan el terrorismo”. “Es necesario desechar a quienes hacen encuestas”. “Hay que tener en la nómina (de los servicios secretos y policiales) a personajes muy ofensivos moralmente, repugnantes, perversos”. “Es preciso revisar la disposición que les prohíbe a los agentes secretos asesinar”. “La ley internacional no existe”. “Vamos a utilizar cualquier arma de guerra que sea necesaria”.
Para la preparación y despliegue de su “guerra contra el terrorismo”, el gobierno norteamericano se esmeró por formar una coalición de países a partir del criterio maniqueo de que se está con los Estados Unidos o se está con el terrorismo; recurriendo a este expediente para obtener apoyo y legitimidad internacional, suprimir la oposición o reticencia a su proceder belicoso y relegar las múltiples contradicciones que tiene con otras naciones.
Muchos gobernantes, por pusilanimidad u oportunismo, han aceptado el llamamiento norteamericano, auténtico ucase, cayendo así en un ordinario colaboracionismo. La gama de actitudes contrarias a los intereses nacionales de sus respectivos países es amplia: el primer ministro de Gran Bretaña e ideólogo socialdemócrata, Tony Blair, que semeja un redivivo e histérico colonizador vociferando desde las sombras del fenecido imperio británico, pedía no detenerse en tecnicismos o cuestiones legales para ir a la guerra; el ministro de Finanzas paquistaní abogaba por la entrega de su país a los propósitos de Washington, a cambio de beneficios económicos, como “mejor acceso a los mercados, mejor tratamiento en la reestructuración de la deuda y más dinero”; de la Rúa, otro gobernante socialdemócrata, se derretía en solidaridades con la política norteamericana en las que se asomaba una barata súplica por las onerosas ayudas monetarias para las derrumbadas finanzas argentinas, y el ruso Putin prometía facilidades para el ataque estadounidense contra Afganistán, en contraprestación a que le dejaran las manos libres para someter la resistencia en Chechenia e iniciar la reconquista de la región del Asia Central, tan rica en petróleo y otros recursos naturales. En contraste, aunque parezca insólito, el Papa en su visita a uno de los países llamados a verse envueltos en el conflicto que preparan en esa región los gobiernos de Washington y Moscú, hizo una exhortación que constituye un repudio al tono y actitud medrosos que han adoptado no pocos jefes de Estado al escuchar los tambores de guerra: “Kazajstan, tierra de mártires y de creyentes, tierra de desterrados y de héroes, tierra de intelectuales y de artistas, ¡no temas!”.
Aprovechando las repercusiones de los ataques a las torres gemelas y al Pentágono, el gobierno norteamericano se propone frenar la caída de la economía. A contrapelo de su acendrada fe en los dogmas neoliberales, sacó de las arcas estatales cuantiosas sumas y las insufló en la corriente monetaria mediante las medidas destinadas a cubrir los costos de la reconstrucción en Nueva York, financiar la cruzada bélica emprendida, sufragar el gasto implicado en las medidas de seguridad interna que está implementando, y subsidiar las principales compañías aéreas. En aras de enfrentar la emergencia, se pusieron a disposición de las grandes entidades bancarias miles de millones de dólares para garantizar la suficiente liquidez monetaria, mientras sigue rondando la posibilidad de que se reduzcan los impuestos a las ganancias de capital o de las corporaciones, lo que arrojaría pingües beneficios a las grandes empresas, pues como dice Paul Krugman, economista libre de toda sospecha anti-neoliberal, “proporcionaría beneficios principalmente a las familias más pudientes”, a la “minúscula, acaudalada, minoría”.
Pero nada de esto bastará para darle vuelta a la recesión. De allí que las esperanzas estén cifradas en la escalada de las operaciones militares, pues el quid de la “guerra contra el terrorismo” radica en que constituye un poderoso factor de reactivación económica. Cuestión que corrobora, casi como agradeciendo que se hubiese dado el calamitoso golpe terrorista, el ex secretario del Tesoro, Robert Rubin, al afirmar: “La catástrofe también agregará incentivos a la economía en la forma de sustancial gasto nuevo por parte del gobierno federal para seguridad, defensa y reconstrucción… creo que lo que suceda nacional e internacionalmente al combatir el terrorismo tendrá una mayor repercusión en nuestra economía que todo lo que hagamos ahora en el terreno económico”.
Y, obviamente, a esto se sumarán los esfuerzos para que la globalización no pierda dinámica, los cuales estarán enmarcados en los criterios expuestos por Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal: “Como una consecuencia del apoyo espontáneo y casi universal que hemos recibido proveniente de todo el mundo, un acuerdo sobre una nueva ronda de negociaciones multilaterales de comercio parece ahora más probable. Tal desenlace conduciría a un vigoroso sistema de mercado global. Una ronda exitosa no solo incrementaría significativamente el crecimiento económico mundial sino que respondería asimismo al terrorismo con una firme reafirmación de nuestro compromiso con sociedades abiertas y libres”. También, en lo que se considera una jugada dentro del esquema “comercio contra terror”, funcionarios del gobierno están presionando con afán la aprobación en el Congreso de facultades especiales a Bush para negociar el acuerdo sobre el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). La concesión de tales facultades está siendo presentada como un acto de patriotismo.
Todo esto evidencia la estrecha ligazón entre la actual campaña bélica antiterrorista y la afanosa búsqueda tanto de remedios para el desfallecimiento de la economía norteamericana como de nuevos impulsos a la globalización. Correspondientemente, la resistencia a las guerras del imperialismo y la resistencia a las políticas de globalización se amalgamarán abriendo un período de portentosas luchas de masas.
La cacareada “primera guerra del siglo XXI” no es sino la intensificación de los esfuerzos de Estados Unidos por conservar su hegemonía. Se entiende así porqué los más altos funcionarios de Washington han puesto énfasis en que esta será una guerra de larga duración, que no se reducirá a una sola operación bélica y que se librará en todos los frentes: militar, económico, político, financiero, diplomático y de inteligencia, es decir, los mismos que usualmente atiende Estados Unidos, acosado en su condición de potencia imperialista. Es claro que la caracterización del golpe terrorista como un acto perpetrado contra la civilización, la democracia y la libertad, sirve al propósito de conformar una gran coalición internacional liderada por su víctima y convertir las condolencias y el apoyo que ofrecieron los gobiernos de casi todos los países en un beneplácito a las acciones que emprenda el gobierno norteamericano. Como tras estas pretensiones se esconde un redoblado esfuerzo por consolidar su supremacía, no tardará en revelarse la tendencia hacia el progresivo avivamiento de las contradicciones que tiene Estados Unidos con el resto de naciones.
Obligado a tener en cuenta las justas preocupaciones de su población respecto a los riesgos puestos de presente por los atentados y a tomar medidas adecuadas para garantizar la tranquilidad social, el gobierno norteamericano aprovechó la ocasión para obtener un rotundo respaldo interno a su política de guerra y, en aras de ella, contar con carta blanca para suprimir o menoscabar preciadas reivindicaciones democráticas estipuladas en la Ley de Derechos Civiles. Para ello, siguiendo una pauta común a todo imperialismo, procedió a despertar un nacionalismo a ultranza y a exacerbar el racismo. Promovió un mefítico ambiente de fanatismo pro gubernamental y se esforzó por convencer a la gente de “callarse y tener paciencia” a fin de silenciar las eventuales críticas a medidas propias de los regímenes fascistas: interceptación de llamadas telefónicas y del correo electrónico, detenciones arbitrarias, campañas de “cacería de brujas”, restricciones a la libre movilización, presiones soterradas contra la libertad de expresión, etc. Mientras tanto, se apresuró a preparar proyectos para hacer aprobar del Congreso leyes que impongan nuevas restricciones a las libertades ciudadanas.
En medio de las actuales tensiones internas -originadas en la creciente concentración de la riqueza, la asfixiante explotación del trabajo, el aumento del desempleo, y la discriminación racial y cultural- el régimen policivo que implanta la administración Bush mientras promueve con ahínco la proliferación de desapacibles posturas chovinistas, terminará por despertar al pueblo norteamericano hacia nuevas batallas por sus derechos y libertades.
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Como le ocurre a todo imperio, la ampliación de sus campañas de conquista en regiones cada vez más alejadas de su centro de poder lo somete a compromisos día a día más complejos. Al dispersar en mayor grado sus fuerzas, y extender sus tentáculos, llega un momento en que se vuelve altamente vulnerable, lo que le exige multiplicar su agresividad. Tal parece ser el significado que deja traslucir Rumsfeld al situar las operaciones bélicas que ahora emprende Estados Unidos en el contexto de que “la mejor defensa es el ataque”.
Los pueblos no le temen a que los jefes del imperialismo se pongan furiosos, que se dispongan para las guerras, o que las desaten. No las quieren, pero no se encogen ante ellas, como lo demostraron los pueblos de Corea, Cuba y Vietnam al enfrentar las que lanzó Estados Unidos en las últimas décadas, y como lo demostró el de Afganistán ante la embestida del socialimperialismo soviético.
Frente al intervencionismo generalizado al que se abalanza hoy el gobierno norteamericano de Bush con el pretexto del combate al terrorismo, las masas de cada nación acendrarán la vigilancia de su soberanía y se dispondrán para una resistencia igualmente generalizada. En Colombia y dentro de esta causa, el MOIR cumplirá con su deber de ser aguzado vigía y esforzado combatiente.
Movimiento Obrero, Independiente y Revolucionario (MOIR)
Comité Ejecutivo Central
Héctor Valencia, Secretario General
Bogotá, octubre 4 de 2001