Editorial: ENCAUZAR LA RESISTENCIA CIVIL CONTRA LA POLíTICA URIBISTA

Héctor Valencia H., secretario general del MOIR

Desde cuando el MOIR, al avizorar el caos que sobre el entramado social presagiaba la apertura neoliberal, proclamó en 1991 la oportuna consigna «Por la soberanía económica, ¡Resistencia civil!», nunca ésta había adquirido tan vigorosa vigencia como hoy. Ni ninguna manifestación del juicio popular había encarnado de manera más concreta su contenido que el rechazo que en octubre le propinaron las mayorías colombianas al referendo de Uribe Vélez y, con ello, a los designios antinacionales y reaccionarios de su gestión gubernamental.

Por producirse en momentos en que Uribe, con frenesí y a tutiplén, se dedicaba a completar la ininterrumpida entrega de la soberanía que fraguaron los gobernantes que lo antecedieron, la abstención de la ciudadanía ante el referendo fue un rotundo pronunciamiento contra el proceder antinacional que caracteriza al actual gobierno. En su afán por lograr que la población le convalidara sus nefastas ejecutorias, poco valió que el mismo mandatario, fiel a su mediocre estilo, recurriera a montar diversas mascaradas para difundir tapujos a granel. Con su contundente negativa a consentir la implantación de preceptos importantes para esa política, más de las tres cuartas partes de los colombianos en capacidad de votar también frenaron el desordenado apetito de Uribe por prolongar su período presidencial y demostraron su repudio a las engañifas que la elite financiera, especial beneficiaria de la aprobación del referendo, promovió mediante el ejército de funcionarios, políticos y comunicadores que tiene a su servicio. Lo cierto es que cuando la población pudo manifestarse sobre elementos de la política neoliberal y proimperialista que la agobia, produjo el hecho político de mayor trascendencia en Colombia desde su instauración a principios de los años noventas.

El desarrollo de las campañas enfrentadas respecto al referendo, así como las posturas que suscitó su resultado, proporcionan un claro perfil de las actuales contradicciones en la sociedad, así como de la correspondiente relación de fuerzas entre las clases que la integran. No pudo ser más tajante la división social que se presentó. Por un lado, y bajo la férula de Uribe, quien no dudó en utilizar de manera basta el poder del Estado en su apuesta por la aprobación de lo que en realidad era un plebiscito sobre su mandato, se apelotonaron los magnates financieros y aquellos de sus servidores que manejan los grandes medios de comunicación o que fungen como dirigentes de los gremios económicos, que no disimularon sus escandalosos aportes multimillonarios a la campaña de propaganda; también notorios profesionales e intelectuales adictos al neoliberalismo; la crema social y política del uribismo; el embajador norteamericano en Bogotá y destacadas autoridades de Washington; connotados funcionarios del Fondo Monetario, el Banco Mundial y otras instituciones similares, junto a los rapaces ejecutivos de los círculos financieros internacionales que ya tienen inversiones en Colombia o están oliendo las posibilidades de hacerlas. En el lado opuesto estuvieron las mayorías de las clases populares y, desempeñando un papel de avanzada en la abstención activa, un cúmulo de fuerzas que con ideología diferente y distintas política, intereses y formas de organización presentaban en una u otra forma y en diverso grado una posición de repulsa al referendo: las Centrales Obreras y en general los movimientos sindical y agrario; intelectuales, profesionales y artistas que poseen y alientan posiciones progresistas; partidos políticos de izquierda o de oposición; la gran mayoría de las organizaciones populares y comunales; las Ong verdaderamente independientes, y las gentes liberales comandadas por la Dirección Nacional Liberal, y su presidenta, la senadora Piedad Córdoba. En la compleja situación que atraviesa el país, esta división ofrece a buen tiempo una descripción de las clases y de sus intereses en pugna. Traza un panorama que, además de darle un categórico mentís a los amañados informes, análisis y encuestas que por doquier difunden los grandes medios de comunicación, permite a las fuerzas demócratas y patriotas percibir el potencial de su resistencia.

Junto a ponderar su triunfo como una importante batalla en la prolongada lucha por sacudirse la intensificada opresión que sobre ellos ejercen la reacción y el imperialismo, los sectores populares y sus organizaciones deben empezar por sopesar las dimensiones del impacto que su abstencionismo produjo en diversos aspectos de la política nacional.

Aunque el carácter del gobernante no determina los rasgos esenciales de su política, en algunas circunstancias sí produce considerables variaciones en el desarrollo de ésta. Muestras de este fenómeno aparecen en el caso de Uribe. Su reacción ante la derrota que le propinó la tantas veces acallada o manipulada «voluntad popular», correspondió a la de un individuo cerrero, como él mismo se autocalifica, lo que motivó un enrevesamiento de su administración. Sin que se pueda saber a cuál de las acepciones que trae el diccionario se refiere con dicho término: suelto por el monte, orgulloso, tosco, grosero, torpe, o todas ellas, el hecho es que luego de recluirse durante tres días con sus noches, lo que desnuda un talante de encogido, reinició trabajos que destaparon aún más su vocación antidemocrática al avalar las majaderías expresadas por su hoy apartado vocero Londoño Hoyos en procura de desconocer los resultados electorales del referendo. Procedió entonces a injuriar al impasible presidente del Senado, y luego de echar con insolencia a un puñado de sus ministros los reemplazó con gente ligada a los negocios y el comercio, adobando así su gobierno como una plutocracia que remeda la de su hermano en el absolutismo, Bush, en Estados Unidos. Pero si bien todas estas ordinarieces en el manejo estatal pueden asignarse al ámbito de la comedia, no ocurre lo mismo cuando Uribe asevera que no importan los resultados electorales, así estos le sean adversos, con tal de sacar adelante su política de «seguridad democrática», lo cual equivale a desconocer lo decidido en las urnas por las mayorías el 25 de octubre, precisamente sobre aspectos relacionados con esa política o sus sustentos, y a despreciar las reglas del juego del mismo sistema electoral que lo encumbró a la Presidencia. Un mandatario que posa ante la comunidad internacional como demócrata, no puede espetarles a los colombianos semejante atrocidad de retrógrado, sin que quede en entredicho su legitimidad ante el pueblo y bajo un manto de sospecha sus ejecutorias. Por estas insensateces antidemocráticas, que se suman a los desastrosos efectos que produjo la caída del referendo sobre el programa, la administración y la credibilidad de Uribe, definitivamente el papel que éste venía representando en la vida política nacional no volverá a ser el mismo.

Mas aún, como ya se está viendo, y contra quienes tratan de encajar el tremendo revés aduciendo que aquí no pasó nada, la categórica expresión popular y democrática de octubre tiene suficientes implicaciones para señalar que en muchos de sus aspectos tampoco la mismísima política nacional será igual. Porque sin duda alguna lo que se expresó fue el repudio tanto a medidas propias del neoliberalismo y del entramado social, político y jurídico que éste precisa para seguir campeando bajo la égida norteamericana, como a la política estatal y el autoritarismo a los que está recurriendo Uribe para implantarlo a plenitud. Y se cae de su peso que por esa naturaleza y alcance, la manifestación del constituyente primario, tan socorrido para todo tipo de demagogias en su contra y tan utilizado para entramparlo desde que se instauró la apertura neoliberal, tiene aquí la fuerza de un mandato popular que cobija no sólo al nivel central sino también al departamental y municipal. De allí que todos los nuevos jefes de administración y los diputados y concejales electos el 26 de octubre, si de veras atesoran un sentido democrático, no puedan, cualquiera sea la bandera política que enarbolen, hacer caso omiso de que en la víspera de su elección más de 19 millones de ciudadanos se abstuvieron de aprobar relevantes expedientes del neoliberalismo que se impulsa desde la Casa de Nariño.

La negativa popular a las disposiciones que traía el referendo y el repudio a los intereses antipopulares y antinacionales por ellas sustentados, conforman el incontrastable rasero para evaluar las actuales contradicciones que imperan en la sociedad, así como para calibrar las posiciones de los diversos partidos, movimientos y dirigentes políticos y sociales. Sin que a estos últimos se les niegue su trayectoria ni se desconozcan sus actuales características, ese rasero constituye hoy el criterio más aquilatado para situarlos en la izquierda o la derecha del espectro político, o para tratar de captar el sentido político de quienes se definen como situados en el deleznable centro de una u otra. Lejos de todo esquematismo y toda calificación arbitraria, esta clasificación debe responder ponderadamente a los juicios y conductas concretos que bajo ese criterio asuman en cada momento y ante cada fenómeno político las distintas organizaciones y personas. Exige en su formalidad el mayor rigor a fin de contrarrestar su interesada manipulación por los grandes medios de comunicación y hacer que sirvan de guía a la población para saber quiénes son los verdaderos amigos de la democracia, la soberanía nacional y los intereses de las mayorías.

Luego de los reveses de Uribe el 25 y 26 de octubre, los colombianos no tuvieron que esperar mucho para comprobar su acierto al repeler el contenido del referendo y negarles el respaldo a los más notorios de sus candidatos. Uribe, el derrotado, trató infructuosamente de abrirle camino a su reelección y de introducir a través del Congreso un selecto número de las medidas desechadas por el pueblo el 25. Centró sus gestiones en la presentación e impulso ante esa corporación de lo que denominó Plan B, cuyo meollo es una nueva reforma tributaria polarizada en escurrirles a los sectores más pobres de la población los escasos ingresos que obtienen por salarios, pensiones o rebusques. Al intentar subsanar el enorme déficit fiscal, lo que tiene en miras es cumplir con obsecuencia el pago de la abultada deuda externa, complacer y atraer a los eventuales inversionistas extranjeros y tener con qué seguir intensificando su política de «seguridad democrática», expedientes todos exigidos directa o indirectamente por los propulsores norteamericanos de la globalización neoliberal, la telaraña en la que mantienen atrapada a la nación. Y Uribe lo hace de nuevo con el aval de los funcionarios del Fondo Monetario Internacional y de los voceros del imperio, y con el apoyo de los dirigentes de los gremios que lo acompañaron en la promoción del referendo. Apoyo que no ponen en entredicho las mezquinas reticencias de quienes se sienten tocados irrisoriamente por ese plan impositivo, como las expresadas por la cabeza de los comerciantes, Sabas Pretel, antes de entrar a ocuparse directamente de asuntos decisivos del Estado desde el Ministerio del Interior y de la Justicia.

Pero la reforma no se contenta con deteriorar aún más los flacos ingresos de asalariados y pensionados así como con encarecer y dificultar el consumo, mediante un IVA cada vez mayor, sino que le otorga otra exención más a la cúpula de los pudientes y se abstiene de gravar en mayor medida sus caudalosos patrimonios. Con extremada avilantez presenta su falacia del «todos ponen», argumentando que las grandes insuficiencias en el presupuesto son un problema nacional a cuya solución debemos contribuir la totalidad de los colombianos. Aunque ese «todos» fuera cierto, que no lo es, dadas las evasiones y privilegios de los grandes capitales, el régimen impositivo igual para quienes de hecho son desiguales, cuestión que se observa más gráficamente en el caso del IVA, implica desigualdad y discriminación económica y social abominables. Lo que con esta reforma hace patente una vez más Uribe es la naturaleza instrumental del Estado que hoy preside en la implacable lucha de la oligarquía y el imperialismo contra las clases populares, máxime cuando es la propia política neoliberal la causa matriz de los desastres económicos que acabaron por dar al traste con las finanzas nacionales. En efecto, una producción agraria e industrial marchita, el desempleo masivo, la privatización de empresas que eran patrimonio público, la entrega barata de los recursos naturales, la usura de los linces financieros internacionales, el derroche y corrupción en entidades y organismos dependientes de la rama ejecutiva y los escandalosos favoritismos con los grandes propietarios, empezando por los del capital financiero y monopolista, son, entre otros, fenómenos que llevan todos ellos la impronta del neoliberalismo, estampada por los sucesivos gobiernos en cumplimiento de los ucases económicos y políticos de los Estados Unidos. Como era de esperar, la clase dominante soslaya y oculta este quid de la cuestión y, sin tener ninguna vergüenza en darle vuelta a las cosas, se vale de las voces de sus servidores «ilustrados» y los funcionarios gubernamentales, desde Uribe para abajo, para propagar que el problema obedece al alto monto de los salarios y pensiones de las clases laboriosas y a sus escasas contribuciones al fisco. Con esta repetida mentira convertida en «verdad», procede a entrar a saco en esos irrisorios recursos, cada vez con mayor frecuencia, mediante reformas tributarias como la que está en curso. En tales condiciones, los gobiernos suelen ofrecer como materia de concertación unos cuantos asuntos que asoman entre la gran masa de males e injusticias pero, por supuesto, nunca permiten que se aborde ninguna de las causas reales de ellos. Se discute sobre las peculiaridades de los paños de agua tibia mientras el mortal virus, haciendo estragos, invade el cuerpo social. Así, la concertación, hija natural del reformismo, tiene como base proponer leves enmiendas no en la perspectiva de una solución final sino en la de perpetuar la vigencia de un sistema que, como el neoliberal, no tiene pausas en su dinámica devastadora de la nación y pauperizadora de quienes la habitan.

Por contera, el gobierno se apresta a iniciar negociaciones con Estados Unidos sobre el ALCA y un tratado bilateral de libre comercio. En ellas, a juzgar por la posición de Uribe como un cooperante de las políticas dictadas por los Estados Unidos a la medida de la lealtad exigida por Zoellick, su representante comercial, los intereses de Colombia carecerán de un legítimo defensor. En realidad, descontados los eventuales regateos, tan débiles como vanos, lo que aquí se llama negociación es simplemente la sumisión ya anunciada y sustentada por el ministro Botero ante los 39 puntos que como objetivo ya dictó Washington. Los tratos entre los representantes del equipo gobernante de Estados Unidos, que considera la implantación de los intereses imperiales como una misión bendecida a cada paso por Dios, y los neoliberales sin alma de Colombia, como se confesó públicamente el viceministro de Hacienda, dejando entrever la idiosincrasia de los funcionarios comandados por Uribe, se conjugarán para firmar la mayor subyugación económica y política de nuestra nación. Con tal firma, la nefasta apertura económica llegará a su máxima expresión, el proceso de recolonización puesto en marcha con ella hace tres lustros dará un salto hacia su consolidación y, en consecuencia, los males que azotan a los millones de compatriotas alcanzarán proporciones catastróficas.

El hecho de que la situación política presente gran complejidad en razón a las abundantes y agudas contradicciones que la atraviesan, torna aún más trascendente el significado del combate victorioso contra el referendo, librado por amplios sectores de la población. Por su contenido y objetivos, y la participación de las masas en su desarrollo, esa lid señaló la adecuada y eficaz pauta a seguir en el resto de escenarios donde se decidirán cuestiones fundamentales para el destino del pueblo y de la nación. De allí el carácter acertado y enjundioso de la determinación adoptada de manera unitaria por la Gran Coalición Democrática de darle continuidad a la lucha que encabezó por la abstención activa, enfilando su acción contra los graves atentados que entrañan tanto el Plan B del gobierno como el ALCA y el tratado bilateral de comercio con Estados Unidos. La consistencia democrática y patriótica que atesore la Coalición, reforzada ahora con Alternativa Democrática, la recién creada bancada parlamentaria, le permitirá convertirse en el factor realmente nuevo de la vida política nacional y, como tal, está llamada a alcanzar mayor desarrollo, mientras que las fuerzas que se aglutinan en torno a Uribe Vélez, al igual que la superpotencia norteamericana que lo respalda y lo tiene como favorito, representan lo caduco, lo destinado a fenecer. El proceso de enfrentamiento entre estas dos tendencias será prolongado y lleno de altibajos, pero nada cambiará su ineluctable desenlace. Son cada vez más los colombianos que entienden este carácter de su resistencia y que convierten esa comprensión en el valor necesario para no cejar en la lucha y cambiar de raíz la insoportable sojuzgación a que están sometidos.