LA CLARIVIDENCIA DE MOSQUERA SOBRE EL NEOLIBERALISMO

Jorge Enrique Robledo

Aun cuando nadie puede, con absoluta certeza, anticipar lo que ocurrirá en el futuro, sí existe una proporcionalidad entre la capacidad de análisis de las personas y su destreza para avizorar la evolución de la sociedad. Y esa cualidad, que por supuesto no tiene nada que ver con las artes de la adivinación, es especialmente valiosa para quienes ejercen labores de liderazgo, pues es difícil encontrar un peor dirigente que aquel que entiende de último el rumbo de los acontecimientos. Esta reflexión viene muy al caso cuando se trata de apreciar en un breve comentario lo planteado por Francisco Mosquera, el fundador del MOIR, sobre las causas y consecuencias de la implantación del neoliberalismo en Colombia.

Mosquera publicó cinco artículos entre el 4 de marzo de 1990 –unos días después de la decisión del presidente Virgilio Barco de oficializar la orientación neoliberal en el país– y el 1º de mayo de 1992. Entre los textos resalta el publicado el 8 de noviembre de 1990, concebido apenas dos semanas después de la posesión en la Presidencia de César Gaviria y cuyo título, Omnia consumata sunt (Todas las cosas están consumadas), expresa que para ese momento ya se habían conjugado todos los factores que decidirían el futuro de la nación. Quién lea estos artículos se sorprenderá de la clarividencia de Mosquera, tanto en lo que respecta a lo que sucedería como a los hechos que le dieron origen.

En sus análisis Mosquera enfatizó que la política en marcha conduciría a una degradación sin antecedentes de las condiciones de vida de los colombianos y, en especial, de los trabajadores, sobre quienes recaerían las peores consecuencias de la crisis, al padecer la reducción de sus salarios y derechos laborales, la disminución de sus posibilidades de emplearse en el sector formal de la economía, el azote del conjunto de las medidas de privatización, el aumento de los impuestos con que los esquilman y la decisión de desposeerlos de las organizaciones gremiales que les facilitaban la defensa de sus intereses. «Sin mano de obra barata no habrá neoliberalismo que valga», sentenció Mosquera, tesis que vinculó a la primera exigencia que hacen los inversionistas extranjeros cuando piensan en instalarse en un país de las condiciones de Colombia.

Mosquera anticipó que la enclenque producción industrial y agropecuaria colombiana no resistiría los embates de las mercancías que llegarían del exterior, dado el poder superior de los monopolios extranjeros, y que estos se lanzarían con avidez sobre nuestros estratégicos recursos naturales. También denunció cómo a la reducción de los aranceles le agregaron el desmonte de las medidas internas que en algo estimulaban a los productores nacionales, con lo que, al mismo tiempo, abarataron las importaciones e hicieron más costoso producir en el país, lo que a la postre les significó a muchos quedarse sin posibilidades de competir. Y resumió lo que vendría como la definitiva toma del mercado interno por parte de los extranjeros, tanto por el incremento de lo importado como por el aumento de sus inversiones directas.

Asimismo, acertó en su análisis cuando explicó la apertura como un paso más en el proceso de dominación de Estados Unidos sobre Colombia, el cual se inició con la desmembración de Panamá hace un siglo, avanzó con la constitución del Fondo Monetario Internacional y se aceleró desde antes de 1990, cuando éste convirtió la deuda y el crédito externo en instrumentos de extorsión que le permitieron «monitorear» la economía nacional, eufemismo que a la postre utilizó para imponer un mayor sometimiento del país al capital foráneo y, más precisamente, al estadounidense. «Digamos que –concluyó Mosquera– los gringos chupaban el néctar con ciertas consideraciones. Pero con la apertura la extorsión se ha tornado descarada, cruda, sin miramiento alguno».

En la decisión del imperialismo norteamericano de imponer una globalización a su medida y en especial en los territorios que considera su «patio trasero», contó que ese es otro intento de superar la misma crisis que con intermitencias lo acosa desde antes de 1971. Y resaltó que en la definición de esa política fue importante el hundimiento de la Unión Soviética, el gran imperio con el que los gringos se disputaron por décadas el control del mundo, así como la necesidad de acumular fuerzas en la contienda económica que libra con Europa y Japón.

Mosquera nunca abogó, ni siquiera en la etapa de la apertura, por el aislamiento de Colombia del mundo exterior. Incluso explicó que la inversión extranjera podía ser bienvenida al país, siempre y cuando contribuyera al desarrollo nacional. Pero fue enfático al señalar que las relaciones internacionales debían tener como fundamento el cabal ejercicio de la soberanía y que la clave del progreso residía en preservar el mercado interno como base para el avance de la industria y el agro de los colombianos.

Tampoco se le escapó a la agudeza de Mosquera precisar que si bien las privatizaciones y las campañas contra la intervención estatal fueron utilizadas para que algunos se apropiaran del patrimonio público, la política imperante no implica el desaparecimiento del papel fundamental del Estado en el desenvolvimiento del capitalismo, incluso en su etapa neoliberal, pues las decisiones oficiales mantienen toda su vigencia a la hora de asegurarles las ganancias a los monopolios, bien sea por la vía de facilitarles sus andanzas o por la de reemplazarlos en aquellas actividades que estos no pueden abordar.

Fue especialmente perspicaz Mosquera cuando explicó la Constitución de 1991 como una pieza medular de la implantación del neoliberalismo en Colombia, realidad que hoy pocos desconocen en razón de lo contundente de las evidencias, pero que en su momento confundió a muchos, víctimas de las astucias del «revolcón» gavirista.

Mosquera también puso al desnudo el recambio que en la dirigencia del país implicaba la implantación del neoliberalismo, así como la función que en ese relevo tendría la tecnocracia encargada de darle una apariencia técnica al que no era otra cosa que un proyecto de recolonización, que se pretende redondear con el Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos.

Al definir la consigna para la etapa, ¡Por la soberanía económica: Resistencia civil!, Mosquera ratificó su convencimiento de décadas sobre el carácter que debía tener la oposición en las condiciones del país, no obstante la claridad con la que previó el empeoramiento de las ya precarias condiciones de vida de la casi totalidad de los colombianos.

Con sus explicaciones sobre el verdadero rostro del neoliberalismo, Mosquera pudo profundizar en uno de sus principales aportes a la comprensión de la realidad nacional: la vieja existencia de contradicciones, y cada vez mayores, entre los empresarios colombianos y las políticas del Imperio, lo que explica por qué estos pueden hacer parte del gran frente de unidad nacional que, con la fuerza principal de los trabajadores y el pueblo, sea capaz de ganar el cabal ejercicio de la soberanía nacional, requisito sin el cual la nación no podrá lograr su progreso y bienestar.

En los textos que escribió en los años inmediatamente anteriores a su prematura muerte, Francisco Mosquera confirmó lo que en ese momento ya era parte de su parábola vital: que en él se encarnó la más grande capacidad de análisis sobre la realidad colombiana e internacional que diera la nación en el siglo XX. Y Mosquera no sólo anunció lo que se le vendría al país con la apertura, hoy elevada a la enésima potencia con el ALCA y el TLC, sino que dejó sentadas las claves de lo que deberá hacerse para poder superar la ignominiosa condición a la que Colombia ha sido sometida por el grupito de criollos que la gobierna en representación de los intereses del capital financiero estadounidense.