MÁS VÍCTIMAS DE LA INSEGURIDAD INDUSTRIAL

Al atardecer del pasado 6 de noviembre, los pisos del Hotel El Prado de Barranquilla se desplomaron sepultando a más de 100 obreros de la construcción; 21 hombres perecieron y 13 lograron sobrevivir con irreparables lesiones.

La firma Zeizel y Cía, con la complicidad de interventores, calculistas, proyectistas y funcionarios del gobierno, había añadido dos pisos más a una obra concebida inicialmente para cinco y que, además, sólo contaba con una licencia extemporánea para cuatro plantas. La lista de ilícitos e irregularidades de la Zeizel, reconocida hasta por “El Tiempo”, es la siguiente: inició la edificación en febrero de 1978 sin estar a paz y salvo con el fisco, y sin la respectiva autorización para construir; a principios de agosto sobornó a ciertos burócratas de la Secretaría de Obras Públicas y de Planeación Municipal para que le expidieran un permiso con fecha retroactiva; subvaloró el costo total de la obra, para evadir impuestos; después de vender la totalidad de las oficinas de los cuatro pisos, decidió arbitrariamente agregar dos más; en septiembre silenció el salvamento de responsabilidades hecho por el calculista, quien, a su vez, tampoco denunció la peligrosa determinación de la Zeizel: despidió a varios operarios que protestaron por el riesgo que corrían con la adición de las dos nuevas planchas, eludió el 26 de octubre una citación de la Secretaría de Obras Públicas para que explicara por qué estaban levantando más pisos de los permitidos, y aceleró los trabajos sin que las autoridades se inmutaran. Finalmente, aquel primer lunes de noviembre la torre se vino abajo y decenas de familias proletarias quedaron condenadas al desamparo.

A pesar de todas las evidencias públicas que acusan a los culpables, ni uno sólo de ellos ha sido detenido. Casi dos meses después de sucedida la catástrofe, un juez de instrucción criminal se atrevió a ordenar la captura de cinco de los constructores incriminados, cuando ya todos se encontraban huyendo o debidamente ocultos. Pero la iniquidad es aún mayor; la llamada “orden de detención” les garantiza a estos prófugos que de ninguna manera serán encarcelados ya que, según la misma, toda la inmensa urbe donde pelean y especulan les servirá de “prisión”

Alevoso atentado
Cuando el oleoducto de Ecopetrol explotó el 10 de enero pasado en Puerto López, un rancherío de pescadores desparramado sobre las bocas del río Lebrija, 15 personas murieron, más de 60 quedaron heridas y 40 barracas desaparecieron devoradas por el fuego. Para tratar de inculpar a los trabajadores de la USO que por aquellos días acababan de presentar su pliego de peticiones, la empresa estatal insinuó sibilinamente que no se podía descartar la intervención de manos criminales en el estallido, en un vano intento de ocultar su desidia imperdonable, ya que las gentes de la población le habían exigido en varias ocasiones, el traslado de los peligrosos conductos.

Lo mismo ocurrió en Puente Sogamoso, un corregimiento de Puerto Wilches, que el 4 de enero de 1977 había quedado sin comunicaciones, al arder una de las tuberías del petróleo. Cuando sus moradores notaron la presencia de un escape aún mayor, dieron aviso inmediato a la Cities Service, que se quedó con los brazos cruzados hasta que un mes más tarde sucedió la terrible explosión. Entonces sí llegaron los funcionarios de la compañía norteamericana, impertérritos ante el dolor del pueblo y sólo preocupados de los daños sufridos por la empresa. Los habitantes se plantaron a la entrada del caserío, como una sola muralla, y a los gritos de “Fuera gringos, piedra para los homicidas”, impidieron el paso de los agentes de los explotadores.

En menos de dos años, la asesina negligencia de los monopolios extranjeros y de Ecopetrol ha ocasionado más de cinco mortales accidentes por la ignición violenta de sus oleoductos. Primero, fue en la vereda Pénjamo, cuando estalló la línea de gas Payoa-Barranca, luego en puente Sogamoso, después en Puerto Carare, de nuevo en Puente Sogamoso y ahora en Puerto López.

La inseguridad es la norma
Millones de trabajadores colombianos aún recuerdan el infortunio padecido por sus hermanos, cuando, no mucho tiempo atrás, dos estallidos de magnitudes descomunales acabaron con más de un centenar de vidas en los socavones de Amagá y en una factoría de Abocol en Cartagena. Recientemente, una fábrica de jabones de Bogotá aportó su triste cuota cuando la explosión de una de las calderas segó la existencia de cuatro obreros y postró a más de 50.

Centenares de asalariados agonizan cada año al pie de las máquinas, mientras otros miles sucumben a causa de enfermedades adquiridas en los frentes de trabajo o quedan mutilados para siempre en accidentes ocasionados por la inseguridad industrial. Tanta es la deuda de sangre acumulada por la clase obrera en tantos años de sufrimiento que sus mejores hijos se levantarán tarde o temprano contra la esclavitud, convencidos de que iniquidades como éstas sólo tendrán término cuando barran del Poder a los explotadores.