“LA IMAGEN BRUTAL DE COLOMBIA”

Hace algunas semanas, el ministro Escobar Sierra declaró ante una agremiación de periodistas que las bondades del Estatuto de Seguridad se concretaban en los 68.000 arrestos producidos desde su promulgación.
Por los mismos días, Turbay le informó al Congreso que el total de detenidos por el narcotráfico era de 1.215 personas; lo que ninguno de los dos precisó fue que de los 66.785 retenidos restantes, la inmensa mayoría corresponde a luchadores populares. Para nadie resulta un secreto que el Estatuto, expedido hace un año como medida “temporal” y supuestamente destinada a combatir a las mafias y a los secuestradores, está dirigido indudablemente contra las organizaciones políticas y gremiales opuestas al régimen.

Embestida antiobrera
En lo que va corrido de este año, son incontables los sindicatos que han sufrido los efectos de la acelerada militarización del régimen. Sus carpas de huelga han sido allanadas, como ocurrió por ejemplo, en la empresa Británica de Cali, el pasado 7 de julio. En otros casos, los uniformados arrasan con las sedes gremiales y las cooperativas y los activistas son amenazados, apaleados, encarcelados, acusados de rebelión, torturados y sometidos a arbitrarios consejos verbales de guerra.

Así les ha ocurrido a Luis Alejandro Medina, Álvaro Rojas, Esnéider Agudelo y una docena más de afiliados al sindicato de Acerías Paz del Río, que recientemente vencieron en una ejemplar huelga y ahora se encuentran en la penitenciaria de El Barne, en Tunja, otro tanto les sucedió a nueve vendedores ambulantes de Fusagasuga, pertenecientes a Sinucom. De la misma forma han sido apresados numerosos educadores en todo el país; las asociaciones de padres de familia han relatado cómo los maestros son sacados de las aulas escolares y brutalmente golpeados por patrullas uniformadas. Igualmente han sido retenidos y vejados directivos y asesores del sindicato del Banco Popular, el obrero petrolero José Joaquín Medina, Rodolfo Garzón y Raúl Betancur, dirigentes del Sindicato de los Ferrocarriles y militantes del MOIR en Medellín, Trabajadores de la Universidad Nacional y del Municipio de Cali, y muchos más, de Sittelecom, del Sindicato de Empaques de Medellín, y de los de la Electrificadota del Bolívar, la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá, la Central Hidroeléctrica del Alto Anchicayá, el Departamento de Antioquia, la Editorial Bedout, las seccionales de Cicolac en Valledupar y Barranquilla y otras organizaciones.

Tropelías sin fin
Como los anteriores, 1979 también ha sido un año de crímenes oficiales, ahora amparados por el Estatuto de Seguridad, que garantiza la impunidad a los escuadrones armados de la oligarquía vendepatria. El 4 de febrero, el ejército asesinó en el corregimiento de Irlanda municipio de Belalcázar, Cauca, al dirigente indígena Benjamín Dindicué.
Ese mismo día, en Cartago, Valle, era detenido por los informados el estudiante del Colegio industrial de esa ciudad, Jesús María Duque, cuyo cadáver apareció el 8 en un baldío. El 9 de marzo cayó bajo las balas oficiales el dirigente campesino de Bitaco, Valle, Evelio Carvajal; 14 días más tarde le sucedería lo mismo a su compañero Reynel Bedoya. Durante los meses siguientes fueron denunciadas las muertes de Hernando Rubio Alfonso, estudiante de la Universidad Externado de Colombia, y José Vicente Camelo Forero, hacendado de Mariquita, Tolima, quien previamente fue torturado y mutilado de manera salvaje en la base aérea de Palanquero. El 5 de julio, el indígena Cruz Neme fue ametrallado por agentes secretos en la vereda Las Delicias, municipio de Santander de Quilichao, Cauca, durante el desalojo violento de un caserío. El 21 de agosto murió en Montería, victima de contusiones que le causó la fuerza pública, el estudiante del Colegio José María Córdoba, Sixto Miguel Ruiz Flórez. El 26, un agente del DAS mató a balazos a los campesinos Luis y Darmin Gutiérrez, en Paz de Ariporo, Casanare.

Las iniquidades gubernamentales se ensañan con los trabajadores del agro de manera especial. Solamente en el mes de mayo, la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, Anuc- línea Sincelejo, reportó que 79 de sus afiliados estaban presos en Antioquia, Córdoba, Cesar, Magdalena y Sucre. Otras organizaciones también han demostrado que regiones como el Caquetá, Choco, Uraba, Santander y el Tolima, están militarizadas y viven bajo un verdadero régimen de guerra, lo mismo que las zonas indígenas del Meta y el Cauca. La violencia terrateniente desatada contra los campesinos conforma un cuadro e cruel represión, y cuenta con el respaldo del ejército, el DAS rural, la policía, y cundo los señores de la tierra lo requieren, de sus propias bandas armadas a sueldo, como los tenebrosos “campo-volantes”, cuyas andanzas criminales ha denunciado la Organización Campesina Intendencial del Casanare, Ocidec, al presidente de la cual, José Daniel Rodríguez, le fuera allanada su residencia en Yopal el 28 de julio. Otro, ejemplo son los matones que en bitaco, Valle, pretenden aniquilar a la seccional de la Anuc.

Con todo, no es fácil amilanar al pueblo. Aparte de las batallas que la clase obrera adelanta en todo el país, en el campo también se ofrece férrea resistencia a los esbirros de los potentados. En Córdoba, por ejemplo, la arbitraria detención de Pedro Julio Vallejo, secretario de la Unión Cordobesa de Ligas Campesinas, motivada única y exclusivamente por su destacado papel como adalid de los campesinos que luchan por la tierra, se ha convertido en motivo de agitación y de solidaridad nacional con el dirigente. Y en cuanto al Magdalena Medio, los más de 500 allanamientos realizados entre el 19 y el 31 de mayo en La Dorada, La Victoria, Mariquita, Honda, Puerto Salgar y Puerto Boyacá, sólo lograron redoblar la altivez de sus habitantes.

Ni las inhumanas torturas practicadas con sevicia a lo largo y ancho del territorio nacional han podido conseguir que el pueblo colombiano agache la cabeza. Desde el mes de octubre del año pasado, se ha demostrado que centenares de obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, profesionales, periodistas, abogados, intelectuales, artistas y hasta deportistas y novilleros, de prácticamente todas las capitales y poblaciones colombianas, han sido victimas del inicuo atropello fascista. Aún ante tamaña intimidación, han tenido lugar huelgas, paros, jornadas de protesta contra las alzas, manifestaciones de solidaridad con los presos políticos y actitudes valerosas de algunas personalidades democráticas.

Nadie está a salvo
En la Colombia de hoy, excepto los contados magnates y terratenientes que se lucran con el estado de sitio, no hay persona que se sienta segura. Las universidades son “reformadas” a partir de su militarización y control inquisitorial. Hasta los religiosos se ven burdamente involucrados. Por la muerte del ex ministro Pardo Buelvas fueron acusados, injustamente, según se ha probado en la polémica pública, los jesuitas, Luis Alberto Restrepo y Jorge Arango, del Centro de Investigación y Educación Popular, Cinep, la Hermana Herlinda –Moisés y sus colaboradores del grupo pastoral de Pasacaballos, Bolívar, fueron falsamente acusados, por segunda vez en tres años, de la posesión de un increíble arsenal.

En cuanto a los médicos, su organización gremial nacional, Asmedas, declaró recientemente que 35 de ellos continuaban presos, y que el ejército quería obligarlos a convertirse en sus informantes. Con razón, el movimiento de los trabajadores de la salud de Sucre tuvo que ser adelantado desde el interior de tres iglesias.
Los abogados de los presos políticos reciben amenazas, sus familiares son hostigados. Sus socios y hasta sus dependientes temen que se les vincule con hechos supuestamente subversivos.

Al director de Medicina Legal que certificó las torturas de los detenidos en octubre y diciembre de 1978, lo destituyeron fulminantemente, nombrando en su reemplazo a un protegido del Ministro de Justicia que, a la postre, resultó comprometido por flagrante encubrimiento de un “capo” de la mafia. En Medellín, Neiva, Bucaramanga, Montería, Santa Marta, Cali y Bogotá, cerca de 500 estudiantes fueron golpeados en las cárceles por protestar contra las lazas en los combustibles y la leche autorizadas en agosto.

Por otra parte, en su afán por silenciar las denuncias que surgen desde todos los sectores de la sociedad colombiana, las Fuerzas Armadas dictan normas reglamentarias que instituyen el delito de opinión para sus propios oficiales en uso de retiro, y anuncian medidas represivas contra una supuestas “subversión cultural” que, según un comunicado de los altos mandos, involucra a “poetas, dramaturgos, actores teatrales, novelistas, catedráticos, literatos e intelectuales en general”. Ni en la cárcel dejan tranquilos a los presos políticos; en La Picota ya se han realizado dos requisas de madrugada, y hasta los guardianes han sido hostigados, como lo denunciara el presidente de la Asociación de la Guardia Nacional Penitenciaria, Asoganalpe, Jairo Criales.

A tal punto ha llegado la represión, que ya las denuncias no las suscriben tan solo los partidos revolucionarios, sino que las promueven obispos, parlamentarios de los partidos tradicionales, concejos municipales y asambleas departamentales, y diversas organizaciones internacionales, preocupadas por las vilezas del gobierno colombiano, entre ellas la Cruz Roja Internacional, para no hablar de la casi totalidad de los periódicos y revistas de los países europeos visitados por Turbay en un farsesco periplo de julio, que aparte de ignorar hasta el nombre del presidente, revelaron lo que The Guardian de Londres llamó “la imagen brutal de Colombia”.

La reforma judicial
El gobierno ha anunciado con bombos y platillos una reforma de la justicia, precisamente estando en boga los métodos castrenses, en virtud de los cuales quien es apresado, generalmente de madrugada, permanece indefinidamente en las cámaras de tortura del ejército y afronta los procedimientos relámpago de los consejos verbales de guerra, donde se obstaculiza la asistencia jurídica, se les aplican retroactivamente las leyes y finalmente se les condena a decenas de años presidio en Gorgona.

Todo indica que dicha reforma busca institucionalizar el Estatuto de Seguridad para, una vez incorporado su espíritu a la maleable constitución Nacional, hacer alardes de democracia suspendiendo la vigencia del Estatuto. Se concentrarán mayores poderes en el Ejecutivo y se politizará aún más la justicia. Ya la ley 5ª de 1979 dio facultades al Presidente para expedir nuevos códigos penal y de procedimiento, sobre las bases del proyecto aún no aprobado de reforma judicial.

Aunque la llamada justicia ordinaria nunca ha favorecido a los oprimidos, el allanamiento militar, por primera vez en nuestra historia, de un juzgado civil, el 21 del circuito de Bogotá, no deja de ser mal augurio de lo que serán las enmiendas propuestas. Este hecho ocurrido, en horas de la madrugada del pasado 6 de junio, es evidencia de que donde manda general, no hay juez que valga.